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Navidades de 1517, mansión de Clos Lucé, Amboise

Cualquier noche era un tormento para Leonardo da Vinci. En un estado de duermevela, no dejaba de imaginar miles de murciélagos que se amontonaban primero en su ventana, después sobre su cama. Murciélagos que, según su subconsciente, le miraban invitándole a volar. Leonardo se levantaba de la cama y, olvidando su parálisis, avanzaba a pasos agigantados que terminaban en un salto. Atravesaba el umbral de la ventana y volaba alto, más alto. Lejos, más lejos. Las alas que le proporcionaban la capacidad del vuelo estaban adheridas a él, como si desde su gestación hubieran formado un todo.

Disfrutando del aire puro sobre su rostro y jugando con el aleteo y los cambios de presión sobre sus alas, de repente sentía cómo una flecha le atravesaba la mano derecha y la dejaba inmovilizada. Ante tal inoportuno ataque desprevenido, Leonardo caía en picado a tierra. Lorenzo de Médici, con un arco recién destensado, se proclamaba autor de tan certero disparo. Lejos de aproximarse a su presa, se daba media vuelta y caminaba en dirección contraria.

En contraposición al Magnífico, una bella esclava oriental se acercaba a él, corriendo, con los brazos abiertos y una sonrisa enigmática. Su madre Caterina, como el exregente de Florencia, parecía volver de entre los muertos para pasarle factura. Cuando Caterina estuvo frente a él, varias manos impidieron el contacto con su hijo.

Allí, ante él, como la peor de las pesadillas, se alzaban las tres personas que Leonardo menos se podía imaginar. Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta apartaban a su madre y, en su lugar, traían una especie de réplica ridícula de la cuna de Judas. La punta afilada de la pirámide metálica había sido sustituida por un enorme pene de madera lubricado. Los tres sonreían. Parecía una invitación de amigos más que un ejercicio de tortura. Tras mostrar todo tipo de gestos obscenos, señalaron en dirección contraria.

Allí se encontraba Michelangelo. Desnudo, fornido, con los músculos exageradamente representados. Parecía que una de sus pinturas había cobrado vida. Pero Michelangelo no pintaba. Al parecer, terminaba de esculpir una estatua gigante de mármol. Leonardo conocía el modelo. Lo había diseñado él años atrás, pero era Michelangelo el que, con cincel, recibía los aplausos y vítores de una multitud que rodeaba la gigante estatua ecuestre en honor a los Sforza. Frente a él, un también desnudo Salai se comparaba con el David. Mismo rostro, mismo pelo, distinto material. Mármol contra piel.

Unas manos calurosas y conocidas se apoyaban sobre sus hombros. Francesco Melzi le hacía las veces de inseparable escudero. Leonardo se sentía algo más seguro, pero cuanto más confortable empezaba a sentirse, más imágenes se le presentaban. Para finalizar, sin previo aviso, dos hombres frente a él discutían acaloradamente. El tema de conversación llegaba nítidamente a oídos de Leonardo. Discutían por él. Los dos querían atribuirse el título honorífico de «hombre que más daño había provocado al fracasado de Leonardo da Vinci». En medio de tal discusión, de repente las voces se dejaban de escuchar. Como sendos autómatas, al mismo tiempo, ambos volteaban sus rostros hacia Leonardo, aún en el suelo protegido por Melzi. Sus caras eran inconfundibles. Leonardo no las olvidaría ni en mil vidas que viviese. Sus nombres, grabados a fuego en el pecho. Sandro Botticelli y ser Piero da Vinci. Tan pronto como sus nombres se dibujaron en su mente, estallaron en una carcajada maléfica. Avanzaron hacia él mientras sus rasgos se deformaban cual caricaturas esperpénticas cuyo fin era devorar a Leonardo.

Cuando llegó su fin, Leonardo se despertó. Asustado, solo. Empapado en sudor, empapado en recuerdos que le perseguían. Una noche, otra noche. Las palabras de Ludovico d’Aragona le hicieron sentir miedo. Una vez más. «Tened cuidado, estad alerta».

Leonardo amaba todo aquello que pudiera experimentar y comprender. Acababa de sentir el miedo. Entendía cuál era la raíz del temor.

Aun así, Leonardo distaba mucho de amar el sentimiento que le recorría noche tras noche.