10 de octubre de 1517, mansión de Clos Lucé, Amboise
La aclimatación a una nueva vida fue relativamente fácil. A pesar de ser un país extranjero y no dominar la lengua, todo fueron facilidades y comodidades para los nuevos inquilinos de la mansión de Clos. Los italianos pronto se sintieron como en casa, no solo por la generosa hospitalidad, sino también porque al fin y al cabo eran unos supervivientes. Una mansión con jardines, un arroyo y un palomar. ¿Qué más podían pedir?
Allí hacía las veces de ama de casa Mathurina, una señora bajita, ancha, con ojos marrones y cabellos largos y morenos. Fuerte y sana. Una persona entrañable que enseguida conectó con sus nuevos inquilinos. Cocinera, señora de la limpieza, consejera y amiga. Todo en uno. Tanto Leonardo, bastante afectado por la parálisis de su parte derecha, como Francesco Melzi gozaban de su compañía. Sabía perfectamente cómo mantener los tempos y sabía que, cuando maestro y discípulo trabajaban, no podían ser interrumpidos, ni siquiera para una ligera vianda. Poco a poco, su amor por ellos la convirtió en una persona recelosa, pues era tal la confianza que se profesaban que Francesco y Leonardo le pusieron al día de todo cuanto había ocurrido en tierras italianas y españolas. Esperaban que en tierras francas todo fuera paz y tranquilidad. Mathurina, como cualquier buena madre haría, gustaba de dar consejos, a pesar de que no había probado en sus carnes el fruto de la maternidad. Maestro y alumno agradecían cuantas palabras les dedicase su sirvienta.
A nivel profesional, el anciano Leonardo había encajado a la perfección. Nada más llegar, embelesó a su nuevo mecenas Francisco I rey de Francia con planes de saneamiento para la región del valle de Sologne. Entre sus proyectos se encontraban el edificar un palacio en Romorantin para la madre del monarca y la construcción de un canal de irrigación para transportar aguas del río Saona entre Tours y Blois. Francisco I, joven, apasionado, lleno de energía, veía posibilidades en todo. Leonardo, ante tanto interés y pasión del joven monarca, le regaló uno de sus cuadernos. Un borrador sobre apuntes de pintura con extraños dibujos encabezando cada capítulo. Enamorado intelectualmente de Leonardo da Vinci, solo tenía una preocupación. Cuánto tiempo disfrutaría del maestro. Ya fuera por su edad o por la parálisis que le hacía desplazarse torpemente, Leonardo estaba muy lejos del cien por cien de su capacidad física, aunque no así en cuanto se refería a su capacidad intelectual.
Asimismo, Leonardo estaba muy agradecido por un nuevo título otorgado por el monarca. Una labor que le apartaba de sus quehaceres más técnicos y le instaba a desarrollar mucho más la imaginación, por encima de cualquier resultado útil. Como arrangeur de festes, Leonardo era inagotablemente creativo y su mente volaba una vez más hacia el infinito de la invención.
Francesco Melzi no solo aprendía. Disfrutaba como el que más, por encima incluso de Francisco I. Mathurina a veces se perdía. No entendía el porqué de tanto júbilo cuando el joven y el anciano celebraban un nuevo experimento que sería objeto de atención en la próxima celebración, pero la felicidad fluía en el ambiente y era contagiosa.
Leonardo se sentía valorado. Un sentimiento que jamás había percibido en ningún otro sitio. Siempre vigilado, siempre cuestionado, siempre acechado. Sin embargo, el sentimiento de júbilo se veía ennegrecido por el tormento que aguardaba al maestro. La parálisis le había inmovilizado su brazo y pierna derechos. Leonardo gustaba de explicar y razonar todo a través de la experiencia, pero se enfrentaba a un enigma mucho mayor que ninguno. Un enigma cuya solución no podía ser testada ni mucho menos resuelta. ¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Sería capaz de acabar todas las obras que acababa de empezar? ¿Sería la parca lo suficientemente generosa con él?
La jornada del 10 de octubre del año 1517 de Nuestro Señor sería una jornada inolvidable. La ciudad de Amboise recibía la visita del cardenal napolitano Ludovico d’Aragona, nieto del rey de Nápoles y su secretario, Antonio de Beatis. El cardenal se encontraba en un extenso viaje por el centro de Europa y decidió pasar por el valle del Loira para presentar sus respetos al monarca francés, que por aquel entonces disfrutaba de su fortaleza en la ciudad.
Un recibimiento cálido y cortés. Francisco I intervino como representante de las dos partes y el pequeño comité italiano se presentó en la mansión de Clos.
Leonardo no permitía que le interrumpieran durante su trabajo. Fuera quien fuese, debía esperar a que terminara cualquier cosa que estuviera haciendo por el bien de la ciencia de la observación. No fueron pocas las veces que el propio monarca tuvo que esperar, pero no le importaba siempre y cuando pudiera estar frente a él observando su trabajo. Esta vez recibió de buena gana la visita de nuevos hablantes en lengua italiana. Leonardo les recibió con los brazos abiertos a pesar de no haber coincidido nunca antes, al menos que Leonardo recordara.
Para romper el hielo, Francesco Melzi introdujo la obra del maestro a los nuevos visitantes. Tuvieron el privilegio de contemplar algunas de las obras maestras del florentino. Una Santa Ana con la Virgen y niño, un San Juan Bautista joven y el retrato de una dama con sonrisa enigmática. Ludovico y su secretario se quedaron embelesados con la brillante técnica del italiano.
De vez en cuando, la evidente parálisis del maestro hacía desviar la atención de los interlocutores, pero era tal la pasión que Leonardo ponía en cada descripción con su brazo izquierdo, que pronto volvían a sumergirse de lleno en las historias.
Asimismo, pudieron deleitarse con los estudios anatómicos que Leonardo realizó en Roma, que fueron motivo de una buena charla sobre nuevos descubrimientos. Lo que no sabían los visitantes es que Leonardo solo mostraba lo que él quería que vieran. Durante la conversación, surgió algo que Leonardo recibió de muy buena manera. Al parecer, Ludovico d’Aragona era primo de Isabella de Aragón. De repente, decenas de recuerdos invadieron su mente como si de repente, le transportaran a Montserrat, años atrás. Aquella niña que osó retar los sentimientos del florentino y con la que años después se reencontró en Milán. Ludovico d’Aragona conocía la excelente labor de Leonardo en la boda de su prima. Sumergidos entre palabras y trazos, fueron llamados a la mesa por la sirvienta. Subieron por las escaleras que comunicaban con la cocina, presidida por una gran chimenea que hacía las veces de fogón y, tras cruzarla, entraron en el comedor, una gran sala rectangular cubierta por un techado de bellas maderas.
Se sentaron a la mesa y Mathurina desplegó un exquisito menú compuesto de carne de cisne asada, carne de res y carnero, y un buen vino para acompañar, que siempre era de agradecer. Leonardo se sentó junto a ellos como buenamente pudo, en el lugar donde no se hallaba ningún plato.
—¿No coméis, meser Leonardo? —preguntó Ludovico d’Aragona.
—No, señor. Yo renuncié a comer carne cuando era joven y llegará el tiempo en que los hombres condenarán, como yo, al asesino de animales del mismo modo como se condena al asesino de hombres.
Por un momento se hizo el silencio. Mathurina estaba acostumbrada, pero cualquier otra sirvienta se habría sentido por seguro ofendida. Por un momento, Ludovico y su secretario dudaron si continuar con el almuerzo.
—Adelante, por favor. Que mis palabras no sean impedimento alguno. —Leonardo relajó el ambiente—. ¿Qué os trae por aquí?
Antonio de Beatis miró directamente a Ludovico d’Aragona, gesto que Leonardo y Francesco interpretaron como un suceso venidero alarmante. Si sus invitados mentían, Leonardo lo descubriría. Ludovico no tenía ni mucho menos la intención de mentir.
—Veréis, meser Leonardo. En verdad os digo que nuestra estancia aquí es fruto del azar. Recorremos Europa y nos encaminamos a territorios franceses. Francisco I nos acogió como huéspedes reales y fue Su Majestad quien nos instó a venir a verle. Su fama le precede, meser Leonardo. La buena y la mala. A nuestros oídos llegan todo tipo de rumores, y ya sean verídicos o falsos, en verdad le digo que su nombre debe tenerse muy en cuenta.
Leonardo seguía sin entender nada. Era consciente de toda la información dada hasta el momento.
—Veo que no entendéis —aclaró Ludovico—. Veréis, meser Leonardo. Participé en el cónclave durante la elección de Giovanni di Lorenzo de Médici. Vi cómo se convirtió en el Vicario de Cristo, el papa León X. Por ende, fui testigo, igual que vuestro amigo Michelangelo, de la peor orden que alguien ligado a la religión puede dar: «Matar a Leonardo da Vinci». ¿Recordáis?
Leonardo, torpemente, se puso en guardia. Su parálisis no le impidió adquirir una posición defensiva. Francesco Melzi dio un paso adelante. «Por encima de mi cadáver», pensó.
Ludovico d’Aragona se excusó raudo.
—No, por favor, Dios me libre. No pretendía asustar ni mucho menos amenazar. Habéis malinterpretado mis palabras. Solo mencioné que estaba al tanto de todo cuanto acaeció, mas no pude en su momento hacer nada para evitarlo. Es lo que pretendo decir con estas palabras, meser Leonardo.
El ambiente se relajó de nuevo. El eclesiástico continuó.
—Escuchad mis palabras con atención. Ni todos los hijos del Señor que vivimos por y para la Iglesia estamos marcados por el pecado ni toda la religión es como vos la habéis vivido. Son tiempos difíciles. Incluso para la fe. El poder es apetecible y muchos están dispuestos a cualquier cosa con el fin de obtenerlo y preservarlo, incluso matando en nombre de Dios. En nombre del Señor os digo que no todos somos iguales. Algunos aún no perdemos la fe en el ser humano.
Leonardo por fin alzó la palabra.
—Verdaderamente, el hombre es el rey de los animales, pues nuestra brutalidad supera a la de estos. En verdad, nuestra vida está formada por la muerte de los demás.
—Leonardo, debo avisaros. En Florencia se estableció tiempo atrás un gremio, los piagnoni. Estoy convencido de que estabais al tanto. Son seguidores de la doctrina revolucionaria de Girolamo Savonarola. Escapasteis de su ira. Pero cuando algo empiezan, deben terminarlo. De una u otra manera. Tened cuidado. Estad alerta. Si tenéis que llegar al Señor, mejor tarde que pronto, que sea porque Él así lo quiere. Que nadie os robe un día de vida.
Leonardo da Vinci nunca agradeció lo suficiente tales palabras del cardenal. Abrazos, despedidas y encomiendas a Dios. Antonio de Beatis apuntó todo cuanto vieron en su visita al gran Leonardo da Vinci, aunque evitó transcribir todas las conversaciones. Había mensajes que solo se emitían para un único receptor.
Por lo que Francesco pudo curiosear, escribió mensajes como «ya no podemos esperar de él ninguna otra gran obra, pues tiene la mano derecha paralizada» o «aunque el maestro Leonardo ya no puede colorear con aquella dulzura que le era propia, aún sigue dibujando y enseñando a otros». También observó alusiones a los estudios de anatomía: «El caballero cultiva los estudios de anatomía con la misma precisión que muestra en sus pinturas, de miembros y músculos, nervios, vasos sanguíneos, articulaciones, tanto de hombres como de mujeres, de un modo sin precedente. Nos dijo que había practicado la disección de más de treinta cuerpos de hombres y mujeres de todas las edades».
Una vez se quedaron sin compañía, Leonardo repasó la información facilitada. Un anciano de sesenta y cinco años, ¿seguía siendo un problema para cierta comunidad? ¿De verdad peligraba aún su vida? Con estos pensamientos y con la ayuda de Melzi, se fue a la cama.
No concilió el sueño en toda la noche.