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14 de septiembre de 1515, Melegnano, Península itálica

La pequeña población italiana, al sur de Milán, vivía una de sus semanas más nefastas. La Confederación Suiza, propietaria del Milanesado, recibía la carga de los ejércitos aliados de Francisco I de Francia, incluyendo a los venecianos. Algunos comparaban al joven rey francés con Aníbal, cruzando los Alpes con su ejército y sus sesenta cañones. El ejército suizo gozaba de gran popularidad en Europa. Era una milicia casi invencible, pero al parecer sus días de gloria llegaban a su fin. Los mercenarios suizos se veían sobrepasados por las huestes de Francisco I, que había conseguido reunir a más de treinta mil hombres días atrás en la ciudad de Lyon.

En un principio, la estrategia ofensiva de los confederados daba su fruto, a pesar de encontrarse en una evidente inferioridad numérica. El ejército de Francisco I aguantaba cuanto podía la posición, y se replegaba poco a poco cuando era necesario.

Los sesenta cañones de bronce cumplieron su cometido. Galiot de Genouillac abría grandes huecos entre el grueso del ejército enemigo y cientos de mercenarios caían bajo la munición de su artillería. El sonido era similar a una tormenta, pero esta vez, la lluvia era de plomo sobre sus cabezas. Aun así, faltaba el golpe de efecto. A la voz de «¡San Marcos!», el ejército confederado se vio sorprendido en la retaguardia. El ejército veneciano reventó en una última ofensiva toda esperanza de los suizos que, aún con la sorpresa mezclada con carne y sangre, se retiró de la batalla. La combinación de artillería pesada y caballería resultó ser demoledora. Las ofensivas de las columnas de piqueros nada pudieron hacer.

Maximiliano Sforza fue derrotado. Francisco I se alzó victorioso. La primera gran victoria de su aún joven reinado. Una victoria con un alto coste, por otra parte. Más de quince mil cuerpos yacían en tierra. Un número demasiado elevado para solo dos jornadas de combate, fueran quienes fuesen los que yacían sobre sangre, lodo y lágrimas.

Esta épica victoria sería recordada en los años venideros gracias a la composición poética de Clément Janequin, un compositor muy del agrado del joven Francisco I.

Tardaría una década en publicarla, pero sus versos recorrerían miles de oídos orgullosos de tales hazañas, bajo el título de La guerre o La Bataille de Marignan.

Escuchad todos, amables muchachos,

la victoria del noble rey Francisco.

Y oiréis, si escucháis bien,

los golpes que llegan de todos lados.

Pífanos, soplidos, golpes.

¡Tambores sin parar!

Soldados, buenos compañeros,

juntos levantad vuestros bastones,

uníos rápidamente, gentiles gascones.

Nobles, saltad en las sillas,

la lanza empuñad intrépida y pronta,

¡como leones!

Arcabuceros, ¡lanzad vuestro sonido!

Preparad vuestras armas, pequeños.

¡Pegadles! ¡Golpeadles!

A las armas, a las armas.

Sed intrépidos, alegres.

Cada cual se engalane,

la flor de lis,

flor de alto precio,

está aquí en persona.

Seguid, franceses,

al rey Francisco,

¡seguid a la corona!

Que suenen trompetas y clarines,

para alegrar a los compañeros.

Fan frere le le fan,

fan fan feyne,

farirarira.

Tras el estandarte,

todos adelante,

saltad a la montura,

gentes de armas a caballo,

frere le le lan.

Gritad, tronad

bombardas y cañones,

lanzad fuertemente cañones grandes y pequeños,

para socorrer a los compañeros.

Von pa ti pa toc,

tarirarirarirareyne,

pon, pon, pon, pon,

valor, valor,

dadles en la cabeza.

Presiona, coge, golpea, destrózalos,

pa ti pa toc,

tric que, trac zin zin.

¡Mátalos! ¡Muerte, presión!

Sacad el coraje,

golpead, matad.

Buenos compañeros, estad vigilantes,

abalanzaos y golpead desde arriba.

¡A las armas, a las armas!

Ellos están confusos, están perdidos,

muestran los talones,

huyen completamente débiles,

haciendo sonar las armaduras.

Están derrotados.

Victoria al noble rey Francisco.

Huyen. ¡Todo se ha perdido! ¡Pues claro![1]

Una vez se disipó el olor a batalla, procedieron a la recuperación de los territorios que, según Francisco I, pertenecían a su esposa Claudia de Orleans. El rey francés solo pidió una cosa. Años atrás el anterior rey de Francia Luis XII no cejó en su empeño de tener a su servicio a Leonardo da Vinci. A punto estuvo de conseguirlo en el año 1507 de Nuestro Señor, pero la invasión de Milán por parte del ejército suizo hizo que sus sueños se disiparan y tuvieran que regresar a tierras francesas. Luis XII de Francia sabía que Leonardo era alguien especial, y Francisco I también, aconsejado por sus más cercanos consejeros Gian Francesco Conti, Christophe Longueil y François Desmoulins. Fue por eso que lo único que pidió el rey fuera que el maestro florentino pasara a formar parte de su séquito real.

La oferta fue presentada formal y personalmente meses después, cuando transcurría la jornada del 17 de diciembre de ese mismo año. El artista aprovechó la información facilitada por amigos milaneses y se presentó en la conferencia que tuvo lugar en la ciudad de Bolonia entre Francisco I, con solo veintiún años, y el papa León X. La sorpresa de este último fue mayúscula, pues no esperaba encontrarse a nadie inesperado en aquella reunión, y mucho menos a Leonardo da Vinci. El Papa no era ajeno a los crímenes que se cometían en nombre de Dios. Pero se alegraba de ver al anciano aún con vida. Michelangelo había cumplido su cometido.

Leonardo sabía que gozaba de la credibilidad suficiente para ser requerido, una vez más, por el monarca francés. Su fuerte relación con el ya difunto Charles II de Amboise de Chaumon era bien conocida en todo el territorio galo. Bajo su mecenazgo, La Virgen de las Rocas o la Santa Ana traspasaban fronteras de boca en boca. Era el momento perfecto para que Francisco I librara una batalla más. En esta ocasión, una batalla artística. El Papa poco pudo hacer y, cansado de la actitud arrogante del rey de Francia, abandonó la ciudad.

La oferta del mecenas francés era exquisita, unos diez mil escudos de pensión. Los títulos de primer pintor, primer arquitecto y primer ingeniero del rey. «Premier peinctre et ingénieur et architecte du Roy, Meschanischien d’Estat».

Leonardo ya no tenía motivos para permanecer en su patria. Se había cansado de huir, de crear, de pintar, de pensar en una tierra donde nunca se supo reconocer su talento. Nada humano le ataba ya, pues Francesco Melzi le acompañaría. Salai sería más difícil de convencer, así que lo dejaría a su libre albedrío. A su recién incorporado sirviente Battista de Villanis le dejaría en Milán, a cargo de los jardines que poseía en la ciudad extramuros.

Un Leonardo sesentón requirió un tiempo extra para dejar todo bien atado en su tierra, pues sabía de buena tinta que era un viaje solo de ida. Meses más tarde, la Península itálica se despidió para siempre, sin saberlo, de Leonardo da Vinci.

Su hijo bastardo.