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24 de marzo de 1515, taller de Leonardo, Roma

Leonardo seguía preocupado por la enfermedad que le acosaba. Poco a poco y de vez en cuando, un hormigueo en la parte derecha del cuerpo que le limitaba la sensibilidad seguía amenazándole. Los ataques, tan pronto como venían, desaparecían. Los doctores lo denominaban «perlesía», una disminución de movilidad de partes del cuerpo causada por una debilidad muscular propia de la edad u otros motivos, como determinadas enfermedades o golpes fuertes en la cabeza. Leonardo no sabía cuál era el motivo exacto.

La posibilidad de sufrir una hemiplejía, síntomas que al parecer comenzaba a experimentar, aterraba al maestro. Demasiadas cosas por hacer. Demasiados tratados por escribir. Demasiados cuerpos que explorar. Demasiado de todo. Solo el cuerpo desnudo de un hombre le sacó de sus preocupaciones. Ante él, un cadáver recién adquirido yacía con el tórax abierto de par en par. Lejos de parecer una escena macabra, se apreciaba un científico estudiando una nueva lección, apuntando cuidadosamente cualquier detalle por insignificante que pudiera parecer.

Los chicos estaban ausentes. Francesco Melzi dormía desde hacía bastante rato. Caprotti el Salai había salido como cada noche a la caza de hembras con los bolsillos llenos, no fuera que tuviera que pagar por los servicios de alguna fulana.

Frente a él, dos Bautistas. Ambos óleos sobre tablas parecían mirarle desafiantes, enigmáticos. Leonardo parecía reflejar en su obra sus propios polos opuestos. Un San Juan envuelto en tinieblas y otro metamorfoseado en el dios Baco. Un debate interno entre el mundo clásico y el mundo actual, mucho más católico.

Cogió el candil y se dispuso a bajar las escaleras que desembocaban en su estudio. Allí, después de alimentar las velas con el fuego que portaba, depositó la lámpara de aceite sobre la mesa y contempló el dantesco espectáculo.

Sobre la mesa, un cadáver reciente, comprado a un buen precio con fines medicinales. Leonardo le llamaba «el número 33». Tantos habían sido los cuerpos diseccionados por el artista. El ostracismo al que había sido sometido por parte de las estancias vaticanas le desvió hacia su curiosidad anatómica. Años de experiencia ya le acompañaban, por lo que buscaba perfeccionar sus conocimientos y, de nuevo, intentar encontrar el lugar exacto donde reposaba el alma. El instrumento cortante fue solo el principio. El tórax fue puesto al descubierto en cuestión de segundos con gran precisión. Con cuidado, sin manchar ninguna página, solo reservadas para la tinta.

Allí se perdió en sus pensamientos durante un gran periodo de tiempo. Ríos de sangre y tinta se mezclaban con sus reflexiones. Apenas le daba importancia al hedor. Una mano sujetaba y la otra dibujaba. Y así interminables momentos. De repente, una voz le sacó de su entramado mental.

—Aquí os encontráis… —dijo Michelangelo en un tono nada amigable.

Michelangelo recorrió con la mirada la estancia inferior. Leonardo terminaba de limpiar un instrumento cortante lo suficientemente afilado como para cortar piel y músculo. La sala mostraba signos evidentes de haber sido testigo de una nueva disección por parte del florentino. El cadáver sobre la tabla de madera aún chorreaba algo de sangre y algún órgano se encontraba bajo estudio. A pesar de parecer una carnicería, Leonardo cuidaba mucho no solo su aspecto sino la higiene en general. Trabajaba con restos humanos y aun así, sus apuntes aparecían perfectamente incólumes. Leonardo depositó sobre la mesa el instrumento afilado, exento de sangre, y se dirigió a tender su mano a su inesperada visita.

Buona sera! —Sonrió Leonardo, algo sorprendido por la espontánea visita.

Michelangelo rechazó la mano de Leonardo, pero este no dejó de sonreír.

—No tan buena, signore —cortó tajantemente el escultor—. No son positivas las noticias que porto. Noticias, por otro lado, solo para vuestros oídos.

—¿De qué se trata, mi querido rival? —La ironía se respiraba en el ambiente.

En realidad, era mucho mayor la admiración que sentían el uno por el otro que los celos profesionales que se profesaban, pero nunca, de ninguna manera, lo admitirían.

—Tenéis que partir de inmediato de Roma.

—¿Una estrategia para no competir con artistas de vuestra categoría? —se regodeó Leonardo.

—Una estrategia para evitar que os maten.

Leonardo el dicharachero se quedó sin palabras. No esperaba esta sentencia de Buonarroti. «Otra vez no», pensó. De nuevo una amenaza real se asomaba en su futuro cercano. ¿Por qué era el foco de toda ira? ¿Qué tenía la humanidad contra él? Y una última duda que le asaltaba súbitamente, ¿por qué su rival, su contrincante, era la única persona que quería salvarle la vida?

—Pero… ¿por qué? —acertó a pronunciar el señalado.

—Os habéis convertido en una persona incómoda para la Iglesia. La información de Giovanni, espía del Papa, ha caído como un jarro de agua fría. No aprueban tus métodos científicos. Lo de diseccionar cadáveres no va con la fe cristiana. Habéis pasado de oler a agua de rosas a oler como un carnicero.

—Pero… es Giovanni di Lorenzo de Médici. El Papa es hijo de Lorenzo el Magnífico. ¡Le salvé la vida!

—Ya no se le conoce como Giovanni de Médici. Ahora es León X. Olvida todo lo que fue. Teme lo que puede llegar a ser. Pero no es una orden directa del Papa. Él me envía para salvar vuestra vida. Teme que el Colegio Cardenalicio actúe contra sus instrucciones.

León X estaba preocupado por otros asuntos, ahogado por las deudas, empezaba a recurrir a la venta de indulgencias. La indulgencia de Leonardo se había pagado más de tres décadas atrás. En el Vaticano necesitaban reflotar la economía y, días después, emitió una bula. Instaba a los fieles a donar todo cuanto pudieran para financiar la obra de la basílica. Así pues, ordenó que fuera el propio Michelangelo el que le pusiera sobre aviso.

—Pero el Papa es un Médici. ¡Adora el arte! Donato Bramante, que en paz descanse, fue un protegido suyo. Raffaello, gracias a su amistad con el cardenal Bibbiena, sigue gozando de ciertos privilegios en las estancias vaticanas. Incluso el gran Michelangelo Buonarroti goza de su protección, aunque os falta algo de respeto hacia la tradición eclesiástica. Toda mi investigación científica está ligada al arte. Ciego aquel que no lo vea. Muchos han comerciado con ilusiones y falsos milagros, engañando a la estúpida multitud. Yo solo busco la verdad. Él puede convencer al Colegio Cardenalicio de que estoy haciendo lo correcto.

Michelangelo sabía a qué se refería su compatriota. Parte de él, trabajaba para la Iglesia. Parte de él, como Leonardo, también era un hereje.

—Buscadla lejos de aquí. Nada os retiene, Leonardo. No tenéis que demostrar nada a nadie. Y sin embargo, algo más valioso que vuestro arte y vuestro talento tenéis en juego.

Meser Buonarroti, sois tan hereje como yo. Habéis arriesgado vuestra carrera y vuestra vida. Y sin embargo, no sufrís las persecuciones que he soportado.

—¿De qué habláis? Intento salvaros la vida. ¿Cómo osáis entrometerme en este asunto? —Michelangelo se enojó.

—Vamos, amigo mío. Sois un excelente escultor. Bastante mejor escultor que pintor, en mi opinión. Pero no sois un intérprete. Sois un neoplatónico. Y escondéis mensajes ocultos en la capilla. Hay detalles de la tradición judía y gestos obscenos. Cortejasteis años atrás a Giuliano della Rovere, conocido como Julio II, y le convencisteis de representar aquello que solo vos queríais representar. Agasajarle fue fácil, fue la primera cara que pintasteis. Mas, decidme, ¿cómo sabéis representar el corte transversal de un cerebro? ¿Acaso no ejercisteis, como yo, el arte de la medicina? Dios el Todopoderoso envuelto en un cerebro gigante mientras otorga el primer hálito de vida a Adán. ¿Intentando racionalizar la religión? ¿Por qué no aparece ningún personaje del Nuevo Testamento? Aún queda la pared del altar mayor. Quizá podríais en un futuro enmendar vuestro «error». Pero, por favor, no pintéis sacos de nueces en vez de cuerpos humanos.

Michelangelo calló. Leonardo, ante él, se había descubierto como un verdadero genio. Poseía información privilegiada. Memoria fotográfica. Nunca dijo nada. Nunca aprovechó sus conocimientos para pasar por encima de su competencia sin miramientos. Leonardo no utilizaba las debilidades de los demás. Solo aprovechaba sus propias virtudes. Ahora, un hombre acorralado como él se desahogaba. Michelangelo no percibió ira ni rencor en las palabras del florentino. Simplemente buscaba una explicación a su hostigada existencia.

—¿Por qué, Buonarroti? ¿Por qué? —preguntó apesadumbrado.

—No tengo respuesta. —Michelangelo era sincero.

—No me refiero al Papa ni a sus secuaces, Michelangelo. Ni siquiera a tu herejía. Creemos en algo, pero no creemos en quien quieren que creamos. Me refiero a vos. ¿Por qué me alertáis del peligro? ¿Por qué no dejarme a la suerte de los sicarios?

Michelangelo Buonarroti dudó. Sabía que tenía al alcance de la mano trabajar para el Vaticano. Donato Bramante, el gran arquitecto encargado de la obra más importante de la cristiandad, había muerto un año antes. Tan solo el joven Raffaello, que había sobrevivido laboralmente a la muerte del papa Julio II, se alzaba sobre la figura del escultor de Caprese. Un paso en falso y todo su empeño se perdería. Ni siquiera la magnífica obra de la Capilla Sixtina le había ganado la total confianza del Vicario de Cristo. Aun así, en su interior sabía que estaba haciendo lo correcto. No permitiría que se cometiese tal atrocidad.

—Os necesito vivo.

—¿Me necesitáis vivo? —La sorpresa de Leonardo era aún mayor.

—Para llegar a ser el más grande, necesito que me comparen con los más grandes, y vos Leonardo sois uno de ellos. No puedo permitir que desaparezca aquel a quien quiero superar. No podéis morir. No ahora, no así.

Leonardo se quedó sin palabras. Había escuchado las palabras de un genio. Palabras sinceras, cargadas de veracidad. Pocas veces un hombre se había enfrentado a él con tanta franqueza. Leonardo esta vez le dio más importancia al cómo que al qué. El de Vinci sabía perfectamente la competencia que existía entre ellos desde tiempo atrás. Lo que nunca tuvo en cuenta fue que esa misma competencia le iba a salvar la vida. Daba igual si Michelangelo lo hacía en beneficio propio. El fin era salvar la vida. Su propia vida. Daba igual el motivo.

Grazie mille —se sinceró Leonardo—. Podéis partir en paz. En cuanto recoja mis enseres, iré a Florencia y, de allí, de nuevo a Milán lejos del alcance de los Estados Pontificios. Necesito la protección de los franceses.

Michelangelo no dijo nada más, muy propio de su carácter. Se dio media vuelta y, sin despedirse, se encaminó a las escaleras que le llevarían al piso superior y a la salida.

—Una cosa más…

Michelangelo se detuvo. Ni siquiera giró la cabeza. Solo esperó aquello que Leonardo tuviera que decir.

—No necesitáis comparar vuestro talento con nadie. Ya sois un genio. Comparad vuestro arte con vos mismo. Solo así os superaréis una vez más.

—Si la gente supiera cuántas veces fracasé en mis obras y cuántas veces lo volví a intentar, no me llamarían genio.

Leonardo no vio cómo su rival cerraba los ojos y frunció el ceño. Su orgullo no le permitía agradecer las palabras del barbudo florentino, pero en el fondo de su ser, guardó aquellas palabras para siempre. Emprendió su camino.

—Y decidle a Salai que no tiene por qué visitar vuestro taller en secreto. El amor entre hombres es tan puro como cualquier otro.

El ceño de Michelangelo se relajó y su rostro dibujó una leve sonrisa, sonrisa que Leonardo no llegó a ver. Al volver a su semblante serio, Michelangelo volteó la cabeza.

—¿Alguna vez amasteis, Leonardo? —preguntó el escultor.

—Por supuesto —replicó el pintor.

—¿Hombre o mujer? —acotó Michelangelo.

—¿Qué más da? Solo os diré que su cadera medía treinta y dos besos. —La poesía resbalaba por cada palabra del vinciano.

Michelangelo comprendió al momento. Hombre o mujer. Dama o caballero. Lo importante era amar y ser amado. La correspondencia en el amor por encima de cualquier duda ética o moral.

La atracción de la riqueza corresponde al interés.

La atracción del físico corresponde al deseo.

La atracción de la inteligencia corresponde a la admiración.

La atracción sin un determinado porqué corresponde al amor.

Amor.

Al parecer, esos dos genios tan dispares coincidían en algo. Algo intangible e inexplicable. Algo que ningún método científico o artístico podría explicar nunca.

El escultor salió de la estancia sin despedirse. No hacía falta decir más. Cualquier palabra adicional habría empañado la belleza de aquel silencio.

Leonardo se quedó solo. Miró alrededor. Una frase de Niccolò Machiavelli le vino a la cabeza: «La clave del éxito: querer ganar, saber perder», le había dicho mientras disfrutaban de las vistas de los campos de Arezzo. Varios dibujos se dispersaban en las mesas de madera. Los ordenaría y recogería. Un cadáver esperaba una nueva inspección que nunca llegaría. Lo dejaría descansar en paz. Francesco Melzi, que dormía en las estancias superiores. Pronto sería desvelado. Salai había salido de caza por la noche. Esperarían su regreso. Leonardo, abatido, apoyó las manos sobre la mesa. Cabizbajo, perdió la vista en el infinito.

—Los Médici me han creado… Los Médici me han destruido.

De nuevo, el hormigueo le recorrió el brazo derecho. De nuevo, empezó a perder parte de la sensibilidad. Aunque fuera arrastrándose, debía salir de Roma. Aunque fuera contra su destino, debía salir de la península itálica.