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23 de marzo de 1515, aposentos vaticanos, Roma

«Meser Leonardo da Vinci tiene un concepto tan herético que no se atiene a ninguna religión y estima más ser filósofo que cristiano. Por lo tanto, la resolución es firme y clara: debemos matar a Leonardo da Vinci». Precisamente esa misma orden había salido de las mismas estancias treinta y cuatro años atrás. La primera vez, firmada por el líder de la Iglesia. Esta vez, en contra de las palabras del Sumo Pontífice.

León X se había negado a atentar contra la vida de Leonardo da Vinci bajo sugerencia del Colegio Cardenalicio. Si bien era cierto que poco a poco su padre le había dado la espalda al pintor, le debían mucho. León X decidió que Leonardo da Vinci fuera expulsado de Roma, castigo más que suficiente para un anciano a punto de cumplir sesenta y cuatro años afectado por una parálisis galopante.

El de Vinci, ajeno a todo cuanto ocurría en paralelo, decidió verse con Raffaello Sanzio y disfrutar juntos de las estancias que había pintado en los aposentos vaticanos. La admiración de los genios era mutua, y Leonardo se deleitó con las pinturas que albergaban las Salas de la Signatura, antigua biblioteca de Julio II donde se reunía el Tribunal de la Signatura, y del Heliodoro, destinada a audiencias privadas. Una tercera sala acababa de ser iniciada, la Sala del Incendio del Borgo, pero Raffaello se sonrojó frente al maestro Leonardo y prefirió no mostrar los bocetos primarios. Leonardo aceptó. Él, maestro de todo lo secreto, supo entender.

El florentino felicitó a Raffaello por su obra, especialmente sus trabajos con la luz. En la Sala del Heliodoro, el fresco de La liberación de San Pedro, perfectamente encajado en una ventana cerrada, mostraba una escena nocturna solo iluminada por los haces de luz que desprendía el ángel. Raffaello eligió dividir la escena en tres partes, para que la ventana no afectase al resultado final. Una petición expresa del Papa anterior, Julio II, cuya iglesia principal era San Pietro in Vincoli, San Pedro encadenado.

—Querido Raffaello, ¿puedo contaros un chiste a propósito de la pintura? —preguntó travieso Leonardo.

Raffaello, desprevenido ante semejante petición, accedió con un leve movimiento de cabeza acompañado por una sonrisa.

—Una vez —prosiguió gracioso Leonardo—, preguntaron a un pintor por qué pintaba imágenes tan hermosas, aunque eran de cosas muertas, y sin embargo sus hijos eran tan feos. Él replicó que hacía sus pinturas de día, mientras que a sus hijos los hacía de noche.

Ambos rieron y la carcajada retumbó en las cuatro paredes. Leonardo nunca lo había tenido en cuenta, pero en los Estados italianos se tenía en mejor consideración a los buenos contadores de chistes frente a los vulgares bufones. L’uomo piacevole siempre era mejor que el buffone. Tan solo la tos del anciano cortó la desternillante situación. Raffaello no cabía en sí de orgullo. No era de costumbre que los grandes maestros se dedicaran a alabarse los unos a los otros. Sanzio nunca esperó eso de Michelangelo, a quien también admiraba, pero Leonardo era diferente.

Leonardo le comentó sus pareceres respecto a las obras de Raffaello. Le había encantado el paisaje nítido y la perspectiva perfectamente delineada de su obra llamada Sposalizio della Vergine. No estaba muy desarrollado el sfumato, técnica que iría mejorando con el tiempo. La Madonna Sixtina conseguiría ese halo de misticismo. Una nubosidad abrumadora y dos putti que pasarían por seguro a la historia.

El joven pintor no hablaba, solo escuchaba al maestro, experto en oratoria. A pesar de ser un maestro, sabía encajar cualquier tipo de crítica por muy destructiva que fuera. Humilde como pocos, sabía dialogar sobre los aciertos y errores de cada una de sus obras.

Llegaron adonde Leonardo quería arribar. La Sala de la Signatura donde, según decían, el maestro Raffaello había pintado a Leonardo da Vinci y a Michelangelo Buonarroti. Efectivamente, sobre ellos, se alzaba majestuosa La escuela de Atenas, de casi ocho metros de longitud. Leonardo alzó la vista maravillado.

Los grandes intelectuales de la antigüedad allí reunidos, todos juntos. Platón, Aristóteles, Heráclito, Parménides, Hipatia, Pitágoras, Sócrates e incluso Alejandro Magno. Todos tenían su protagonismo en la descomunal obra.

—Enhorabuena, amigo mío. Gran dominio de la narrativa y la composición, querido Raffaello. Incluso habéis desarrollado con maestría el sfumato. —Leonardo fijó la mirada y soltó de nuevo una carcajada—. ¡Y yo que pensaba que nadie podría superar mi belleza! ¡Fijaos, soy yo!

Leonardo no podía parar de reír. En un arrebato de querer realzar la figura de Leonardo da Vinci, Raffaello le había representado como el filósofo Platón.

—¡Incluso me habéis hecho conservar el refinamiento y el buen gusto!

Raffaello sabía a qué se refería. Leonardo, desde muy joven, era de los pocos osados florentinos que se atrevió a vestir los colores violas o rosáceos.

—Siempre me pregunté el significado del dedo índice levantado, maestro Leonardo. Lo plasmé así en homenaje a vuestra obra, mas no consigo descifrar su significado.

—Unos no enseñan sus bocetos y otros no hablan de sus dedos —replicó jocoso Leonardo en clara alusión a los trabajos preparativos de la Sala del Incendio.

Durante un buen rato, Raffaello le explicó la caracterización real de cada uno de los personajes allí presentes. Había algo en Raffaello que le recordaba a él, años atrás, mientras diseñaba La última cena en Milán. Fue así como, además de la pareja formada por Platón y Leonardo, surgieron nuevos nombres.

Heráclito, sentado sobre la escalera y apoyado sobre su mano, era un calco de Michelangelo. Solo, ausente, ajeno a todo cuanto le rodeaba.

Hipatia estaba personificada en Margherita Luti, la amante de Raffaello, su verdadero amor.

Con Bramante quiso jugar a la dualidad. Por un lado, la representación de Euclides con el compás podría llevar a la confusión, aunque muchos querían ver a Arquímedes como Donato di Pascuccio d’Antonio, alias Bramante.

Incluso el abad comandatario de Montserrat que salvó a Leonardo, Julio II, se hallaba representado allí, haciendo las veces del filósofo Plotino. Raffaello desconocía la información referida a Leonardo, y narró cómo lo pintó con la misma intensidad que los demás personajes. Leonardo sonreía cómplice.

Pasaron las horas. Los dos hablaban y escuchaban al mismo tiempo. Los dos aprendían y enseñaban a la vez. Al ocaso del sol, un Leonardo agotado decidió regresar a su descanso.

—Una cosa más, querido Raffaello. No pidáis el beneplácito del espectador. Sois un maestro por encima de muchos.

—¿A qué os referís, maestro Leonardo? —preguntó el joven.

—Derecha de la composición, fila inferior, segundo personaje de la derecha. El autorretrato no os hace justicia. Mostráis el semblante esperando un juicio benévolo. Insisto en que no lo necesitáis. Pintad vuestro rostro con alegría, con la sonrisa que os caracteriza.

Raffaello se sonrojó. No sabía adónde mirar.

—Es el amor el que os delató. Posiblemente estaríais comprometido con otra dama de manera forzada. Eso justificaría que vuestro verdadero amor, Margherita Luti simbolizando a Hipatia, esté representado en el polo opuesto. Un amor prohibido pero verdadero. Casualidad que los dos estéis mirando al frente, buscando una aprobación. ¿Artística o sentimental? Amigo Raffaello, en los tiempos que corren, olvidad la depresión, al fin y al cabo no es más que un exceso de pasado. No caigáis en la ansiedad, pues no es más que un exceso de futuro. Vivid el presente y disfrutad.

Acto seguido, Leonardo le guiñó un ojo como símbolo de complicidad y se retiró a su villa Belvedere. Leonardo no sabía en esos momentos que sería la última vez que vería al joven maestro de Urbino. Raffaello sabía diferenciar muy bien las actitudes y aptitudes de ambos rivales. Para él, Michelangelo encarnaba el claro ejemplo de una inteligencia concentrada. Todos los trabajos que realizaba, tanto en escultura como en pintura, tendían al mismo fin: la exaltación de la potencia. Tanto en el David como en las figuras representadas en la bóveda de la Capilla Sixtina se reflejaban músculos por doquier. Incluso las figuras femeninas presentaban torsos y brazos fornidos. Una oda a la potencia, a la fuerza. «¡Más fuerte!», parecía gritar la obra de Michelangelo.

Sin embargo, para Raffaello, Leonardo significaba todo lo contrario. Una inteligencia predominantemente expansiva. El de Vinci no solo era multidisciplinar, sino que además era capaz de sincronizar diferentes ramas del saber para mejorarlas recíprocamente. Leonardo estudiaba anatomía para poder pintar mejor sus figuras. Estudiaba el movimiento de las aguas para poder representar mejor las ondas del cabello. En definitiva, Leonardo buscaba la perfección de todo mediante el conocimiento. «¡Más lejos!», parecía gritar el trabajo de Leonardo. A pesar de todo, no significaba que uno fuera mejor que otro, simplemente representaban maneras distintas de trabajar.

Esta incipiente amistad estaba condenada a convertirse en una relación sólida. Pero, desgraciadamente, Raffaello nunca llegaría a cumplir la cuarentena. Unas altas fiebres durante días y varios errores médicos se llevarían al maestro Raffaello a la otra vida un lustro después.

La jornada siguiente Leonardo da Vinci recibiría la visita menos esperada de su vida. Una visita con funestas consecuencias.