05.jpg
41

20 de marzo de 1515, taller de Leonardo, Roma

Giovanni di Lorenzo de Médici se había convertido en Papa. El hijo de Lorenzo de Médici el Magnífico había hecho carrera y había aprovechado la oportunidad que se le presentó al fallecer el Papa Guerrero, Julio II, también conocido como Giuliano della Rovere, antiguo abad comandatario de Montserrat.

Con cierta habilidad política, destronó a quien parecía tener todas las posibilidades de coronarse Sumo Pontífice, Tomás Bakócz. Giovanni, ahora León X, enmendó un error que había cometido su padre en el pasado. Una espina clavada en la vida de Leonardo, el de Vinci. El comité que partió en el año 1481 de Nuestro Señor recomendado por Lorenzo para el papa Sixto IV no incluyó el nombre de Leonardo, algo que le molestó y decepcionó profundamente. Ahora era su hijo el que reclamaba la presencia del artista para que engrandeciera aún más la ciudad de Roma. Asimismo, los parientes del nuevo Papa, la familia Médici, habían recuperado el poder en Florencia gracias a la ayuda de los españoles. Piero Soderini había sido conducido al exilio.

El 24 de septiembre del año 1513 de Nuestro Señor Leonardo y su séquito partieron de su casa en porta Orientale en Milán. Francesco Melzi y Salai iban con él. La salida fue un golpe de suerte, pues los milaneses habían expulsado al ejército francés y Maximiliano Sforza, hijo de Ludovico, recuperaría el poder. El nuevo regente no vería con muy buenos ojos a Leonardo, el amigo de los franceses. En el camino, se tomaron un breve espacio de tiempo para hospedarse una jornada en Sant’Andrea de Pecussina, donde un degradado Niccolò Machiavelli hacía las veces de hidalgo rural apartado de toda actividad política tras ser cesado de su cargo en el gobierno Soderini. La república había caído un año antes en Florencia y el retorno de los Médici al poder le desterró de su vida como oficial. Arrestado, torturado y castigado, un hombre que solo buscaba convencer a los ciudadanos de que se amasen unos a otros, que evitasen discutir entre ellos y prefiriesen el bien público ante cualquier ganancia privada.

Hablaron de lo humano y lo divino. Del amor y del odio. De la paz y la guerra. Hablaron de la producción del filósofo, que se encontraba corrigiendo Dei principati, y de las nuevas aventuras que correrían a cargo de los florentinos llamados a Roma.

Esta vez el adiós fue definitivo. Leonardo portaría un mensaje de agradecimiento de Niccolò a León X, pues, al parecer, el mismísimo Papa intervino antes de que la encarcelación de Machiavelli fuera a más y le procuró la libertad. Se despidieron con un fuerte abrazo y ambos prometieron recordarse el uno al otro. Siempre. Las últimas palabras de Machiavelli le instaban a autorretratarse para pasar a la historia. Leonardo le dio su promesa.

Leonardo y sus discípulos y ayudantes se hospedaron en la villa Belvedere, un palacio veraniego rodeado de jardines dentro del Vaticano. A priori, la ciudad se antojaba pequeña con respecto a Milán. Si bien es verdad que, siglos atrás, había gozado de tener el honor de ser el centro del mundo, solo los vestigios pétreos esparcidos por la ciudad recordaban vagamente tales honores. Alrededor de cincuenta mil habitantes protegían la ciudad de Roma, una cantidad bastante inferior a los ochenta mil ciudadanos de los que se enorgullecía Milán. El sistema político estaba lleno de contradicciones. Las autoridades vaticanas concedían permisos de licencia para nuevas aperturas de burdeles y en el gremio había un catálogo excepcional de casi siete mil prostitutas en la ciudad. Los romanos incluso llegaban a bromear sobre aquella exagerada situación, y a enfermedades como la sífilis la conocían como «la enfermedad de los clérigos».

También había sitio para el odio y el rencor. En la propia Santa Sede, algunos valientes se atrevían a gritar en la plaza vaticana que la única Iglesia que iluminaba era la que ardía pasto de las llamas. Por supuesto, ninguno era lo suficientemente estúpido como para quedarse allí disfrutando del eco de la blasfemia.

En la ciudad, Leonardo se reencontraría con viejos conocidos. Desde principios de siglo, trabajaba allí Donato Bramante, cuyo primer encargo fue la iglesia de Santa Maria della Pace. Actualmente rondaba los setenta años y tenía casi abandonado por completo su proyecto de reconstrucción de San Pedro. Él mismo había diseñado la tribuna, el tambor y la cúpula de Santa Maria delle Grazie de Milán, en cuyo refectorio reposaba la gran cena de Leonardo. Desde la celebración del Año Santo del 1500 de Nuestro Señor, había inundado Roma un ambicioso proyecto urbanístico que incluía la transformación de las calles de la ciudad, para dotarlas de una anchura mayor. El primer ejemplo se vio reflejado en la vía Alesandrina, que unía el castillo Sant’Angelo con la basílica de San Pedro. Dentro del propio castillo ya habían comenzado las reformas. El propio papa Sixto IV había mandado construir la cámara del tesoro, donde ahora se guardaban los archivos privados.

El mismo año que Leonardo llegó a la Ciudad Eterna, un amigo suyo también fue reclamado. El ilustre matemático Luca Pacioli ejercería de maestro catedrático de matemáticas en la Universidad de la Sapienza a pesar de su ya delicada salud.

En principio, el panorama se antojaba alentador. Una deuda, la de los Médici, saldada; un nuevo futuro prometedor, como a priori se suponía que tendría que haber ocurrido en Milán; y, por último, amigos o al menos conocidos a su alrededor. Raffaello Sanzio era uno de ellos. Poco más de diez años hacía que se conocían, desde que coincidieron en Florencia, y era tal la admiración que le profesaba el joven de Urbino que le había usado como modelo en su obra La escuela de Atenas en la Estancia del Sello de los aposentos vaticanos. Eran ya sesenta y tres primaveras a sus espaldas y buscaba un retiro dorado, una jubilación digna de su talante.

En su contra, la figura irritada a la par que irritante de Michelangelo, que vivía sus días de gloria gracias al trabajo realizado en la bóveda de la Capilla Sixtina. No presumía de su trabajo, pues no le gustaba rodearse de gente, mas cuando le preguntaban sacaba toda la artillería que llevaba en su interior. Había dos mensajes muy claros en sus monólogos. Él solo, sin ayuda, había realizado la obra de la capilla y Raffaello, su gran rival, debía todo lo que había aprendido a él. Por supuesto, el susodicho joven no entraba en las provocaciones. Raffaello admiraba a Leonardo, artística y personalmente.

Los paseos a orillas del río Tíber permitían a Leonardo componer un plano mental de la ciudad. Leonardo evitaba a toda costa pasear cerca de los restos del coliseo romano, el expolio que sufría la inmensa obra de arte le entristecía profundamente. El travertino empezaba a escasear en su fachada y, poco a poco, la construcción megalítica mostraba sus entrañas. Comenzaba por Santa Maria in Cosmedin, anteriormente un dispensador de comida conocido como Statio Annonae. Aún no mostraba con orgullo la máscara de mármol conocida como la bocca della veritá, que un siglo después llamaría la atención incluso de los menos curiosos. Un poco más al norte, la isla Tiberina se representaba con la silueta del palazzo Pierleini Caetani, recientemente convertido en convento franciscano. Justo enfrente, la vía Catalana, donde el papa Alejandro IV había decidido acoger a los judíos españoles conversos, ahora apodados «marranos». A pocos metros se llegaba a Santa Maria in Monserrato degli Spagnoli, algo que a Leonardo le causaba una leve sonrisa. Al parecer, la catalana Jacoba Ferrandes construyó en el año 1354 de Nuestro Señor un hospicio para pobres y enfermos de la Corona de Aragón. Su nombre era un claro homenaje a la Virgen de Montserrat, algo que seguía removiendo por dentro al florentino. Justo en su interior descansarían los restos del papa Borgia Alejandro IV.

Un leve giro a la derecha de su camino, lento y a veces dubitativo, le encaminaba inexorablemente al ponte Sant’Angelo, antiguamente conocido como ponte Aelius. El final del trayecto sobre el Tíber desembocaba en un enorme basamento paralelepípedo que protegía el tambor cilíndrico que ya no lucía los mármoles que en épocas doradas habían servido como homenaje a los que habían recibido entierro en el inmenso sepulcro. A su izquierda, el trayecto llegaba a su fin. La basílica de San Pedro, de reciente reconstrucción, albergaba a su nuevo mecenas, el Vicario de Cristo, el papa León X.

Muchas ironías en su vida. Aunque Leonardo tampoco ocultaba que se vendía al mejor postor, algunos le acusaban de traficar con el talento. Él se limitaba a sonreír y sobrevivir.

En su contra jugó su manera de trabajar los encargos, por lo que poco a poco se vio adelantado por la competencia. De hecho, en uno de los primeros encargos de León X, Leonardo se dispuso a mezclar los ingredientes que formarían parte del barniz que debía ser aplicado a la obra y el Papa rescindió el contrato poco tiempo después. No entendía cómo el artista empezaba su obra pensando en el final de esta.

«Ay de mí, este no sirve para hacer nada». Esas fueron las palabras que dilapidaron artísticamente en Roma a Leonardo da Vinci. El florentino se recluyó en su estudio mientras Francesco Melzi crecía como pintor, enseñado pacientemente por su mentor. Salai jugaba al gato y al ratón con la sífilis. Iba y venía, y dedicaba poco tiempo al estudio. Leonardo solo le pedía que no le metiera en problemas. En realidad, Salai había aguantado a su lado por el prestigio colateral que se le otorgaba por ser ayudante del maestro Leonardo da Vinci. Su cariño mercenario estaba a la venta ante cualquier buen postor. Leonardo sospechaba desde sus tiempos en Milán y Florencia de la dualidad sexual de Salai, mas no le importó. «Cada uno hace con su cuerpo lo que quiere». Lo único que lamentaba el maestro era que su discípulo no había probado el sexo por amor. Unos florines se anteponían al sentimiento siempre.

Por si esto fuera poco, el derrame cerebral le tenía diezmado. La edad no perdonaba y sus idas y venidas con Cesare Borgia no le habían sentado nada bien. El regreso a Milán en el año 1510 de Nuestro Señor no había sido una idea brillante. Las tropas suizas entraron en Milán y cargaron con todo y todos. Un nefasto golpe en la cabeza le provocó a Leonardo un accidente cerebrovascular y tuvo que verse en la obligación de retirarse por un tiempo a la villa de los Melzi en Vaprio d’Adda. De nuevo Melzi, siempre dispuesto a darlo todo por el maestro.

Algo fallaba en su interior, lo sabía. Su brazo derecho comenzaba a resentirse. Las jaquecas le proporcionaban visitas pasajeras. Algo no iba bien. Se sentía en la obligación de priorizar la salud frente a cualquier otra cosa y así lo expresó:

Si quieres mantener la salud, este régimen has de observar:

No comas sin apetito y cena siempre ligero.

Mastica bien e ingiere tan solo ingredientes sencillos y bien cocinados.

Quien toma medicinas mal consejo sigue.

Guárdate de la ira y evita los aires viciados.

Después de las comidas permanece de pie un rato.

Mejor no duermas al mediodía.

Bebe vino bautizado, poco, pero con frecuencia, mas nunca entre comidas ni con el estómago vacío.

No retrases ni prolongues tus visitas al excusado.

Si haces ejercicio, que no sea muy intenso.

No te acuestes boca arriba ni con la cabeza hacia abajo, y arrópate bien por la noche.

Mantén la cabeza apoyada y la mente serena.

Huye de la lascivia y atente a esta dieta.

Al parecer, lo que en un principio fue una invitación artística ahora se había convertido en una suerte de molestias. Los círculos cercanos al Papa no eran ajenos a todo cuanto se gestaba en el taller del florentino. Las idas y venidas de Salai, la extraña relación del maestro con meser Melzi, los paseos por el Tíber rondando los hospitales. Necesitaban ojos y oídos allí dentro. Quizá traer a Leonardo da Vinci había sido un error, pensaban los miembros del Colegio Cardenalicio, pero el obispo de Roma León X quería tener al pintor cerca de él. Por uno u otro motivo, había estado presente en eventos importantes de carácter histórico. Cuando el, ahora jefe de la Iglesia católica, era un niño, fue testigo de cómo un joven atlético ataviado de rosa salvaba a su padre de una muerte segura en Santa Maria del Fiore. Tenía la información de su visita a tierras españolas y de cómo se frustró el atentado organizado por Sixto IV, el papa que instó al abad de Montserrat Giuliano della Rovere a ejecutarlo. Quizá por ello Leonardo se apegó a Cesare Borgia y a Charles II de Amboise, primer ministro del rey francés Luis XII. Todos ellos combatieron contra los ejércitos papales, ya que eran considerados bárbaros en tierras italianas. También sabía de su enfrentamiento público contra la extrema reforma que pretendía llevar a cabo Girolamo Savonarola contra Florencia y Roma.

En definitiva, Leonardo da Vinci era esa clase de hombre que resultaba incómodo. Esa clase de hombre que convenía tener cerca para vigilarlo, o para borrarlo del mapa.

Recogiendo receptivamente los consejos del Colegio, León X le proporcionó al artista florentino dos ayudantes para su taller. Al parecer, el maestro Leonardo, al no recibir encargo alguno, volvió a sus tiempos de investigador del cuerpo humano y realizaba disecciones prohibidas en los terrenos sagrados de Dios. Nadie vio un cadáver nunca. Nadie sabía, si era cierto que Leonardo estaba practicando la herejía, cómo entraban los cuerpos en sus estancias y cómo salían. De ser cierto, a Leonardo se le debería llamar la atención y prohibir inmediatamente las prácticas del diablo.

Para Leonardo, no solo era una investigación. Gustaba de retar el ingenio de las mentes humanas y les ponía a prueba. En el hospital romano de Santo Spirito nadie decía nada, bajo amenaza de perder el sobresueldo que les proporcionaba Francesco Melzi por su silencio. De noche Leonardo y su ayudante partían a caballo. El regreso era registrado por los espías vaticanos, que no se daban cuenta debido a los ropajes y a la oscuridad de que el jinete que seguía al maestro era en realidad un cuerpo sin vida atado mediante poleas a la montura.

Por si esto fuera poco, Leonardo había ejercido una tremenda fascinación en el pintor por excelencia de Roma, con permiso de Michelangelo. Raffaello Sanzio admiraba no solo la obra del florentino, sino su carácter y su tremenda curiosidad. El Vaticano no se podía permitir tener dos herejes en caso de que las sospechas sobre Leonardo da Vinci fueran verídicas.

El alemán Georg, o Giorzio que así lo llamaba Leonardo, el forjador y Johann, Giovanni degli Specchi según Da Vinci, serían los delatores. Se asentaron en los talleres de Leonardo causando más entorpecimiento que producción artística.

Francesco Melzi no sabía el motivo exacto de su inclusión en el taller. No había ninguna razón para tenerles cerca, ya que se negaban a trabajar. Habían sido colocados a dedo.

Leonardo enseguida captó el verdadero motivo de la presencia de los alemanes en el taller. Sin embargo, no sabía que el instigador de todo era el propio Papa. Leonardo descubrió que Giorgio tenía doble cara. Había construido en sus aposentos un pequeño taller alternativo con el fin de realizar encargos para terceros clientes, saltándose el mecenazgo del taller. Leonardo se enojó y deshizo el acuerdo. En realidad, Giorgio solo servía de distracción, puesto que era Giovanni, el fabricante de espejos, quien acumulaba toda la información del taller necesaria para el Colegio Cardenalicio. En principio, la pareja formada por los germanos tenía su explicación. El forjador proporcionaría el soporte de los espejos de Giovanni. Pero las voces corrieron, y Giovanni se reveló ante ellos como el pregonero de todo cuanto sucedía en el taller de Leonardo. Con la ayuda de cantidades ingentes de vino, Salai aportaría sin darse cuenta su granito de arena.

Efectivamente, Leonardo da Vinci se hallaba estudiando anatomía. Más grave aún, en su taller yacían dos cuerpos inertes de mujeres encintas, ya que el objeto de su investigación abarcaba en esos momentos la gestación humana. Tener cadáveres de mujeres desnudas en el sótano del taller podría ser tergiversado de una manera sutil y confusa, y poner en peligro al maestro y a su gente.

La información, a cambio de una importante suma de dinero, llegó a oídos poco transigentes. «Leonardo da Vinci practica nigromancia». Definitivamente, el mensaje estaba manipulado. En el Vaticano debían tomar una decisión. Dejar que Leonardo da Vinci se dedicara al libre albedrío y ensuciara las almas de jóvenes como Raffaello o deshacerse de una vez por todas del molesto anciano. León X dudó. Él, al fin y al cabo, sobrevivió gracias a la rauda actuación de un joven Leonardo durante la conjura de los Pazzi. ¿Debía morir Leonardo da Vinci? ¿De verdad atentaba contra la vida y contra Dios?

Mientras tanto, encerrado con su edad y sus obsesiones, Leonardo se dedicó en cuerpo y alma, pesara a quien le pesara a su deber como científico. El conocimiento puro y duro. La verdad.

Desgraciadamente, tal y como en un principio creyó, Roma no sería su retiro dorado.