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10 de agosto de 1507, taller de Leonardo, Florencia

Leonardo tuvo una buena acogida en Milán. Siempre que alguien relacionado con la nobleza francesa le hacía llamar, le recibía con los brazos abiertos. Esta vez Charles d’Amboise tenía una petición del mismísimo monarca Luis XII. En agradecimiento a los buenos servicios prestados por Girolamo Melzi, capitán de la milicia milanesa a las órdenes del monarca francés, se había propuesto entregar a su hijo de catorce años Francesco bajo la tutela del maestro Leonardo da Vinci. Al maestro florentino, lejos de disgustarle, le causó mucho agrado. Era un honor recibir tales dignidades del monarca francés. Al parecer, el joven Melzi había sido educado de las mejores maneras posibles y era diestro con el pincel. Era bello, como años atrás lo había sido Salai cuando entró a formar parte de la vida de Leonardo. El viñedo de Porta Vercellina recibía así un nuevo inquilino.

Salai, que se acercaba a la treintena, no recibió de buen grado la nueva incorporación. Temía ser desplazado en el orden de preferencias del maestro, aunque de un par de años a esta parte Salai había comenzado a practicar una vida más independiente. Sus idas y venidas del taller eran un misterio para Leonardo que, con cincuenta y cinco años de arrugas y experiencias, comenzaba a peinar canas. Pero Gian Giacomo Salai se había ganado por derecho propio su propia libertad, tanto laboral como personal. Si bien el trabajo, poco para el gusto de Leonardo, lo realizaba en el taller, su vida privada le llevaba a lechos desconocidos.

Francesco Melzi se incorporó como el suplente perfecto, con una educación más exquisita que la que Salai jamás pudo llegar a adquirir. Melzi poco a poco se destapó como un excelente gestor del dinero ajeno en contraposición a Salai, derrochador de cuentas ajenas. Leonardo nunca dejaría de admitir que Salai fue útil mientras él quiso. Sin él, su vuelta a Florencia para consumar su venganza no habría tenido éxito. Pero las inquietudes también movían al ladronzuelo, que comenzó a probar placeres que en el taller de Leonardo no podía encontrar. Solo por ello merecería un premio al final de sus días. Sin embargo, la ayuda de Melzi, a pesar de su juventud, se iba convirtiendo en imprescindible a cada paso que daba.

Por si fuera poco, el refinamiento exquisito de sus modales se veía reflejado en su técnica con el pincel. No había ejercido la profesión de pintor, ni siquiera tenía unas bases adecuadas, pero el cariño y la discreción que ponía a cada tarea que le encargaba Leonardo hicieron que el maestro le permitiese estudiar los apuntes que algún día se convertirían en una especie de tratado de pintura.

Como agradecimiento a tal gesto, Francesco Melzi prometió dibujar un retrato de su maestro en cuanto hubiera adquirido la técnica suficiente, a lo que Leonardo accedió gentilmente.

—Maestro Leonardo, tan pronto como me deis el visto bueno, pretendo haceros un retrato de modo que vuestro rostro sea inmortal para las generaciones venideras.

—Gracias, Kekko. Pero debéis ejecutarlo pronto. Poco a poco voy perdiendo pelo y no quiero que retratéis a un vejestorio.

Leonardo tenía razón. No solo asomaban canas donde antes predominaba el color miel. Tanto cabellera como barba presentaban los síntomas inequívocos que la vejez no perdonaba. Leonardo no parecía estar muy obsesionado. Atrás quedaban los años en los que el físico jugaba un papel importante ante mecenas ansiosos de apostar por un nuevo talento. No tenía que demostrar nada a nadie. A nadie salvo a sí mismo.

Había recibido una importante noticia desde Florencia. En el hospital de Santa Maria Nuova, había ingresado un hombre cuya partida de nacimiento databa de hacía más de cien años. Para Leonardo, era una oportunidad única de comprobar el estado de la anatomía de un anciano frente al cadáver de un recién nacido. Necesitaba saber cuál era el motor de la vida y dónde residía la energía que lo ponía en marcha. Tenía ante él la oportunidad de ver con sus propios ojos la máquina más perfecta de cuantas había diseccionado.

En pocas jornadas, llegaron a Florencia. Salai, como si de una cita se tratara, se excusó rápidamente y abandonó a la pareja en un visto y no visto. «Es y seguirá siendo un diablo», le acertó a explicar Leonardo al joven Melzi. Alcanzaron la estancia acompañados del personal del hospital y Leonardo intentó no perder tiempo alguno. Habló directamente, evitó circunloquios innecesarios.

—Decidme, honorable señor, ¿por cuántos años habéis vivido?

La voz de aquel hombre era pausada, muy pausada. Leonardo estaba impaciente. Tenía todo el tiempo del mundo, pero el anciano agotaba el suyo.

—He vivido más de cien años… Y echando la vista atrás, no recuerdo haber padecido ningún trastorno que no fuera una simple debilidad.

—¿Cómo os encontráis ahora, señor?

Melzi, recluido en una de las esquinas de la sala del hospital, observaba la dulzura y la delicadeza con la que el maestro se dedicaba a entrevistar al centenario.

—Cansado, muy cansado. No tengo dolor alguno, mas no tengo energía ya para seguir viviendo.

—Escuche con atención, señor. Puede que lo que vaya a proponerle ahora le parezca un tanto irresponsable e inoportuno. Pero si usted me concediera el permiso que necesito, pasaría a la historia como el hombre más vetusto que donó su cuerpo a la ciencia.

—¿Qué queréis decir, joven?

A Francesco Melzi le hizo gracia. En comparación con el decrépito hombre que yacía en la cama, Leonardo, a pesar de aproximarse a los sesenta años, era aún joven para él.

—Pretendo estudiar vuestro cuerpo por dentro. Pretendo descubrir el secreto de vuestra longevidad y, asimismo, pretendo descubrir el motivo de vuestra inminente defunción.

A Melzi se le borró la risa de un plumazo. Leonardo había sido sincero. Quizá demasiado. Un exceso de información que el centenario podría no asimilar con su delicado estado de salud. Leonardo definitivamente se había dejado llevar por su pasión, por su espíritu científico por encima de todo.

—Por supuesto, joven, por supuesto —contestó sin dudar ante la sorpresa de Melzi—. El alma no puede estar nunca afectada por la corrupción del cuerpo, y eso es lo que me llevo yo, mi alma. Mi cuerpo corrupto lo dejo en vuestras manos.

Al terminar, el centenario cumplió con su cometido y se llevó su alma lejos de la habitación que albergaba su cuerpo corrupto por los años.

—Amén, señor. Requiescat in pace.

Al pronunciar estas palabras, Leonardo cerró los ojos del cuerpo recién donado a su ciencia y comunicó a los encargados del hospital de Santa Maria Nuova la defunción. Asimismo, firmó los documentos necesarios y cargó con el cuerpo hasta la precaria sala de autopsias.

Francesco Melzi aprendía con cada palabra. Era la pasión la que hablaba a través de la boca de Leonardo. No era su cerebro. Con la pasión, podía conseguir cualquier cosa. En el caso de no conseguirla, si se había realizado con pasión, no había que justificar el fracaso.

Mientras Salai se marchaba bastante apresurado antes de entrar en el hospital solo Dios sabía por qué, Francesco Melzi estaba a punto de recibir su primera clase de anatomía con el cuerpo del hombre más anciano que había visto en su vida. Había llegado la hora de cambiar pincel por bisturí. Todo era aprendizaje a un ritmo frenético. El conocimiento era contagioso, la pasión aún más.

Una vez terminado el trabajo, regresarían a Milán de nuevo bajo la protección de Charles d’Amboise. No había lugar más cómodo ni más seguro. Pero esta vez la decisión tendría una consecuencia casi mortal para Leonardo da Vinci. Los soldados suizos entrarían en Milán en el año 1510 de Nuestro Señor con una ofensiva inesperada, y Leonardo caería víctima de ese ataque. Francesco Melzi le salvaría la vida, pero el daño ocasionado por un derrame cerebral le pasaría factura.