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5 de marzo de 1505, taller de Leonardo, Florencia

«Es imposible que un templo posea una correcta disposición si carece de simetría y de proporción, como sucede con los miembros o partes del cuerpo de un hombre bien formado», decía el arquitecto romano Marco Vitruvio en el capítulo primero de su tercer libro de arquitectura.

El error en la búsqueda de las proporciones humanas se basaba en no saber diferenciar lo importante de lo urgente. Era urgente desentrañar el fenómeno pautado por Marco Vitruvio pero, a su vez, era necesario despejar la incógnita de qué era lo importante. Leonardo lo tuvo claro. Lo que pretendía era demostrar matemáticamente el canon de las proporciones humanas. El resto era secundario. Lo primero que haría sería dibujar un hombre cuyo cuerpo recrearía una cruz. Con ello, representaría la anatomía con sus miembros plenamente extendidos. Necesitaba un eje con el que diseñar el círculo donde contendría el estudio anatómico. No había posibilidad de errores. El ombligo, centro natural del cuerpo humano, era el epicentro del círculo que trazó con sumo cuidado. A partir de ahí, Leonardo evolucionaría el pensamiento. Si intentaba encajar el círculo dentro del cuadrado o viceversa, el resultado sería deforme. Bien los brazos o bien las piernas del hombre dibujado menguarían o engrandecerían en proporciones monstruosas.

—El elemento importante de la composición es el ser humano. No puedo prostituir su figura ante la geometría.

Leonardo pensó, discurrió. Probó con un trozo de papel nuevo, llenándolo de tinta con infinitas pruebas. Al final, la lógica, el sentido común, se impuso.

—Los problemas no tienen por qué tener una única solución. Tengo dos elementos: un círculo y un cuadrado. Tengo un cuerpo con un solo eje. ¡Añadiré un segundo eje!

Efectivamente, Leonardo, al añadir un segundo eje localizado en las partes genitales del hombre, que marcan la mitad del hombre, encajó el cuadrado como si de un simple y brillante puzle se tratara. Añadió dos brazos y sendas piernas para comprobar que matemáticamente era correcto y sonrió.

Por fin había desenmascarado el misterio. En honor a Vitruvio, el arquitecto, y a Vitruvio, su perro. Lo plasmó rápidamente en el último recoveco libre que agonizaba entre apuntes varios.

—La mañana de…

No le satisfizo en absoluto. Le parecía una forma demasiado poco poética para dar a conocer uno de los mayores logros matemáticos de su vida. Merecía algo más profundo, más onírico.

—La noche de San Andrés di con la 41_fmt.jpeg del 42_fmt.jpeg; tocaban a su fin la candela, la noche y el papel en que escribía; al filo del amanecer, quedó concluido.

Debido a la escasez de espacio, sustituyó las palabras «cuadratura» y «círculo» por símbolos. El círculo, símbolo del todo, del universo, sin principio ni fin, representaba a Dios. El cuadrado, los cuatro puntos cardinales; incluso en el islamismo, la representación de las influencias de lo divino, lo angélico, lo humano y lo diabólico, como una vez le contó su madre cuando era niño. Las abreviaturas no restaban en absoluto importancia a tal descubrimiento. La simetría del cuerpo humano.

Había ocurrido pocos meses atrás. Sin embargo, ahora estaba enfrascado en un encargo que requería de cuidadosa preparación. Leonardo, asentado en el local de la Sala del Papa de Santa Maria Novella, preparaba el cartón que después le guiaría a la hora de realizar su versión de la batalla de Anghiari en el palazzo della Signoria. La mano de Machiavelli se notaba en la elección del artista. El diplomático había regresado de Roma después del cónclave de Julio II. En los últimos tiempos, siguiendo los consejos de Leonardo, había realizado un amago de desviar el río Arno, pero, sin la supervisión del ideólogo, estaba encaminado al fracaso. Una vez en la ciudad, procuró dotar a Leonardo de lo necesario para seguir mostrando su talento y maestría. Leonardo había encontrado en Niccolò Machiavelli una persona sin rencor, alguien que le tenía en cuenta, que le deseaba el bien.

Leonardo preparaba y dibujaba su cartón entre libros. Solía decirse que la grandeza de un hombre se medía por los volúmenes que formaban su biblioteca. En el taller de Leonardo, se podían encontrar ciento dieciséis volúmenes de todo tipo: el libro de arquitectura de Alberti, las fábulas de Esopo en francés, algunos sonetos del poeta de los Sforza Visconti, un libro de aritmética de Luca Pacioli, libros relajantes, novelas de caballería y algún que otro poema de tinte erótico. En definitiva, la biblioteca de un curioso, de un investigador, de un amante del misterio en su totalidad.

La información que buscaba no la halló en sus libros. Fue Niccolò quien le facilitó todo cuanto pudiera hacerle falta para llevar a cabo su fresco en la Sala del Gran Consejo del palazzo Vecchio. Así pues, Leonardo, Salai y el resto de ayudantes construyeron un gran andamio móvil con la ayuda del carpintero Benedetto Buchi para evitar las idas y venidas cada que vez que el maestro deseara cambiar de ubicación.

Leonardo se hallaba en lo alto del andamio, inspirado por los planos del andamio de Brunelleschi y Verrocchio para el Duomo años atrás, cuando apareció en la sala Michelangelo.

Dos titanes frente a frente. El de Vinci, con cincuenta y un años. El de Caprese, con tan solo veintinueve. Experiencia frente a frescura.

Buon giorno. Me han concedido la mitad de la Sala del Gran Consejo —fueron las únicas palabras que pronunció Michelangelo al entrar en los aposentos.

El séquito de Leonardo miró alrededor. No había nadie más. Buonarroti venía solo.

—Disculpad, meser Michelangelo —se atrevió a preguntar Salai, el discípulo aventajado de Leonardo—. ¿Dónde se encuentran sus ayudantes?

—¿Me tomáis por estúpido? —la respuesta fue cruel—. No necesito a nadie a mi lado. Soy capaz de realizar la tarea yo solo.

Leonardo no permitió tal insolencia para con sus discípulos.

—Tranquilo, Salai, cuentan en Florencia que son los discípulos los que no quieren trabajar con el maestro Buonarroti. Al parecer, le tiene pavor a la higiene y pasa semanas sin ni siquiera sumergir su cuerpo en agua.

Todos se rieron. Por lo visto, Leonardo no solo tenía memoria, también tenía rencor, como apuntaba desde joven. El único que no se rio fue Gian Giacomo Salai, que quedó prendado de la bruta personalidad de Michelangelo.

—Bueno, al parecer tendrán que pagar una cantidad superior a la mía, ya que no solo pintaréis, sino que además ejerceréis de bufón. ¿Con qué encargo pretendéis sorprendernos, maestro Leonardo?

—Me han encargado la batalla de Anghiari en la que Florencia venció a Milán en el año 1440 de Nuestro Señor. He diseñado una batalla ecuestre sin parangón. Y vos, ¿cuál es vuestro cometido?

—¡Cuidado, bufón! Los caballos nunca se os dieron bien. Me han encargado la victoria de Florencia frente a Pisa en la batalla de Cascina de 1364. Soldados celebrando una victoria en el río. Como veis, Leonardo, siempre estoy antes que vos.

—Puede ser, escultor, puede ser. Pero seguramente os pagarán el doble a vos. No solo por la pintura, sino para que aprendáis el arte del baño como los soldados que os disponéis a retratar.

Leonardo no soportaba la irreverencia del escultor, pero tampoco deseaba un enfrentamiento público violento. La situación parecía terminar inexorablemente en una competición dialéctica y no artística.

—Además —Leonardo no pudo evitar pronunciar estas palabras—, tendréis que mostrarnos que sabéis pintar. La escultura es un arte totalmente mecánico, que provoca sudor y fatiga corporal a su realizador. Lo cubre de escombros, y le deja el rostro pastoso y enharinado de polvo de mármol como un molinero. Salpicado de esquirlas, parece cubierto de copos de nieve, y su habitación está sucia y repleta de escombros y del polvo de la piedra. Vos solo quitáis lo que sobra de un bloque de mármol. Nosotros, los pintores, partimos de cero, añadimos, creamos. Vuestro gremio solo resta. El mío solo suma.

—No sabía que, aparte de ser un fracasado a la hora de fabricar esculturas, también erais poeta. —La ironía de Michelangelo atravesó el orgullo de Leonardo.

En el ambiente flotaba el caballo de arcilla de Leonardo, atravesado por un infinito número de flechas. El de Vinci guardó la compostura.

—La poesía es superior a la pintura en la representación de las palabras y la pintura es superior a la poesía en la representación de los hechos. Por esta razón, considero que la pintura es superior a la poesía. —Leonardo expuso su tesis con suma delicadeza y cuidado.

—La buena pintura es del tipo que se parece a la escultura. —Michelangelo defendía su gremio, su pasión.

—Disculpad, querido amigo. Un buen pintor ha de pintar dos cosas fundamentales: el hombre y la obra de la mente del hombre. Lo primero es fácil, lo segundo difícil.

—No seáis ingenuo, meser Leonardo, no somos amigos. Se pinta con el cerebro, no con las manos. Por eso no dudo.

—Aquel pintor que no tenga dudas poco logrará. —Y con esta última respuesta, Leonardo dio media vuelta y comenzó a trabajar.

De espaldas a la tensa situación, una sonrisa de felicidad recorría el rostro de Leonardo. Si bien era cierto que el escultor y él eran polos opuestos, había encontrado en su oponente una de las mentes más brillantes con las que conversar, con las que discutir.

Sin embargo, la Madre Naturaleza no estaba preparada para decantar su balanza a favor de ninguno de los dos. El papa Julio II, ante las noticias del brillante David, decidió llamar a Michelangelo a Roma. El encargo de la tumba papal se antojaba imprescindible para el maestro del cincel. Dejó el cartón con los dibujos preparatorios de su batalla de Cascina y decidió partir de Florencia dejando el trabajo a medias.

La suerte tampoco saludó al maestro Leonardo. Ante la oportunidad de ganar la batalla pictórica frente a Buonarroti, la jornada del 6 de junio del año 1505 de Nuestro Señor empezó a jarrear. Era tal la cantidad de agua que caía copiosamente de los cielos que las paredes del palazzo della Signoria no pudieron evitar la filtración de humedades. El cartón de Leonardo se desprendió de la pared y los primeros colores aplicados se deslizaron hasta el suelo. Por uno u otro motivo, ambos pintores abandonaron sus trabajos y el palazzo Vecchio perdió dos obras maestras con sus respectivos maestros.

El gobierno italiano concedió a Leonardo un permiso especial para viajar a Milán, donde el gobernador y mariscal de Francia Charles d’Amboise le reclamaba. Leonardo sabía que los franceses admiraban su figura y no quiso dejar pasar la oportunidad. El representante de Luis XII le esperaba con los brazos abiertos.

La Madre Naturaleza decidió que el resultado del enfrentamiento fuera nulo.

No era la primera vez que Leonardo y Michelangelo se enfrentaban.

Tampoco sería la última.