17 de mayo de 1504, taller de Leonardo, Florencia
Para Leonardo, los últimos años habían sido constructivos y destructivos a partes iguales. Desde el último encuentro con Botticelli, un cúmulo de circunstancias hicieron que tomara un nuevo rumbo en su vida. Regresó a Milán solo para ver cómo caía ante el ejército francés. Durante un breve periodo de tiempo, cuidó de la duquesa Isabella de Aragón, ahora viuda de Gian Galeazzo Sforza, y su hijo Francesco el Duchino.
Una tarde Isabella susurró al oído del maestro.
—Conseguí entenderlo sin vuestra ayuda. Vos y vuestra estúpida idea del celibato. Juntos no habríamos conquistado el mundo. No lo hubiésemos necesitado. Pero habríamos conquistado el cielo. Habríamos volado juntos.
La admiración de Isabella pasaba por unas dosis de amor. Leonardo sonrió ante el comentario y dudó. Era demasiado tarde para dudar. La edad no era buena compañera y su apetito sexual había muerto en un calabozo de Florencia años atrás. Pero dudó. Isabella de Aragón habría sido una buena compañera de viaje. Un lienzo demasiado bello donde plasmar sus pigmentos de amor. En otro tiempo, en otro momento, en otra vida.
Por otra parte, se terminaba de fraguar una alianza entre el rey de Francia Luis XII y el papa Borgia Alejandro VI. Cesare Borgia, hijo del Sumo Pontífice, entró a las órdenes del monarca francés después de abandonar su cardenalato y juntos encabezarían su ofensiva contra la ciudad de Milán. Ludovico Sforza estaba en el exilio y corrían rumores de que se alzaría contra los franceses y volvería a recuperar el ducado. Leonardo no esperaría su retorno. Como un superviviente nato se hizo valer frente a la Corona francesa, que recibió de muy buen grado su valía artística. El rey de Francia incluso propuso llevar La última cena leonardesca a territorios francos. Una empresa de tal envergadura no podía llegar a buen puerto, pero Francia le había echado el ojo a Leonardo da Vinci. El maestro florentino se habría quedado de buena gana con los franceses, pero el orgullo le hizo desistir de la idea cuando vio su sueño destruido en pedazos. Un grueso del ejército de Luis XII había decidido que la mejor diana donde practicar tiro con arco era una enorme estatua ecuestre de arcilla que se encontraba en el patio central de armas del castello Sforzesco. Un ataque repentino de ira cegó por completo a Leonardo, pero los buenos consejos de Isabella hicieron que se calmara, so pena de ser arrestado y asociado con Ludovico Sforza.
Sus diseños bélicos tampoco fueron obviados. A Cesare Borgia le parecía un aliado muy poderoso al que tener en cuenta en un futuro próximo. Así fue. Leonardo adoptó un estilo de vida nómada bajo las órdenes del hijo del papa Alejandro VI, que meses después ejercería como capitán del ejército vaticano. Sería nombrado arquitecto e ingeniero militar. Abandonaría Milán, cansado de demostrar una y otra vez sus talentos y valías.
No solo abandonaría la ciudad. Cansado de los pinceles, abandonaría las artes plásticas y se dedicaría, de momento, a las matemáticas y a la ingeniería.
Cesare Borgia era un estratega descomunal. No solo en el campo de batalla, sino también en cuanto a las relaciones políticas se refería. Contrajo matrimonio con la prima de Luis XII de Francia y fue nombrado duque de Valentinois. Pero su ambición no tenía límites. Poco a poco, se fue convirtiendo en el señor de las tierras de Imola, Forli, Pesaro, Rímini o Cesena durante sus campañas en la Romaña. Su ejército de diez mil hombres no tenía rival.
Desde el punto de vista más pacífico y diplomático, a la comitiva se unió Niccolò di Bernardo dei Machiavelli, un funcionario público que debía hacer entrar en razón no solo a Cesare Borgia, sino también a Luis XII en el momento de continuar la guerra contra la ciudad de Pisa. En realidad, ejercía las funciones de espía para la ciudad de Florencia.
La ciudad de Arezzo se había sublevado contra el dominio de Florencia y apoyaba públicamente al Borgia. Los juegos de la Justa del Sarraceno de San Donato en el mes de junio se habían dedicado en el verano del año 1502 a Cesare Borgia. Una gran comitiva había accedido a la ciudad y habían disfrutado de los enfrentamientos de lanzas entre los cuatro quartieri: Porta Crucífera, Porta Sant’Andrea, Porta del Foro y Porta Burgi o Santo Spirito. Cesare Borgia no rehusó la invitación de la familia Leti y Luciano, encargada de las actividades deportivas y artísticas de la ciudad. El mismísimo Dante Alighieri se hacía eco del Giostre ad Burattum en su Divina comedia.
Caballeros he visto alzar el campo,
comenzar el combate, o la revista,
y alguna vez huir para salvarse;
en vuestra tierra he visto exploradores,
¡oh, aretinos!, y he visto las mesnadas,
hacer torneos y correr las justas;
ora con trompas, y ora con campanas,
con tambores, y hogueras en castillos,
con cosas propias y también ajenas.
En esos momentos, los pensadores Niccolò y Leonardo se dieron un respiro y decidieron no tomar parte de la actividad. En su defecto, disfrutaron de un largo paseo a caballo que les condujo hasta la pequeña población colindante, Quarata. Allí cruzaron el río Arno, el mismo río que bañaba la ciudad de Florencia y el mismo caudal que en una ocasión le había salvado la vida. Cruzaron el ponte Buriano, un pontón de siete arcos edificado en el año 1277 de Nuestro Señor, y descansaron en una de sus orillas.
Leonardo expuso sus inquietudes. No deseaba ver más sangre, sufrimiento y muertes. Estaba hastiado de ver tanto horror a su alrededor. Sus diseños de máquinas bélicas habían sido proyectados por el mero instinto de supervivencia, si bien no era un tema que se le diera mal. Leonardo tenía conocimientos de ingeniería y anatomía, una mezcla mortal. Niccolò hablaba de su sueño utópico: ver un territorio unificado. Machiavelli era impulsivo y directo, algo nada conveniente para ejercer la diplomacia, pero sabía bien de lo que hablaba. Las tierras de los Reyes Católicos habían terminado el proceso de reconquista y su horizonte llamaba a la unión. Los territorios franceses presentaban una fuerte solidez y los Tudor empezaron la modernización de su Estado mostrando a Inglaterra como potencia política y marítima. La Península itálica se quedaba un paso atrás, segregada en cinco grandes estados: el ducado de Milán, la república de Venecia, la soberanía de los Médici en la república de Florencia, los territorios papales conocidos como Estados Pontificios y el reino de Nápoles. Niccolò hablaba de banderas. La única bandera que habría defendido Leonardo habría sido la sábana que calentaba a su madre mientras dormía, en Milán, años atrás. Pensaba en su madre mientras observaba con todo lujo de detalles el pequeño puente que se alzaba frente a ellos, cerca de la bella ciudad de Arezzo. Le recordaba a otro puente, lejos de allí: el puente de Monistrol de Montserrat, frente a la montaña mágica.
Pero la aventura de Leonardo no duró mucho más. Cesare Borgia asesinó a tres de sus hombres que parecían no pensar como él. Los estranguló hasta darles muerte. Uno de ellos, Vitelozzo Vitelli, amigo personal de Leonardo. Entonces, recordó las palabras que regaló a un joven llamado Ezio Auditore en su bottega de Florencia. «Nuestra vida está hecha de la muerte de otros».
Ahora, esa sentencia adquiría una nueva dimensión. De repente, se había dado cuenta de que el hombre era en verdad el rey de todos los animales, pues su crueldad sobrepasaba a la de estos. Eran, al fin y al cabo, tumbas andantes. Tras los vanos intentos de convencer a su señor de desviar el río Arno para evitar el enfrentamiento directo con Pisa y la muerte de su amigo, decidió que no era ni su tiempo ni su lugar. No para un científico como él, no para un alma inquieta como la suya.
El destino quiso que Alejandro VI falleciera por envenenamiento y Cesare Borgia no tuvo tiempo de reaccionar. Giuliano della Rovere, antiguo abad comandatario de Montserrat, accedió al trono de Pedro como Julio II y comenzó el ocaso de los Borgia.
Gracias a una llamada del confaloniero de Florencia, Piero Soderini, Leonardo volvió a la ciudad que le había visto crecer. Allí formaría parte de un comité que elegiría el emplazamiento de la nueva obra maestra de la ciudad, la enorme estatua de mármol de un David, esculpida íntegramente por un joven que no alcanzaba la treintena: Michelangelo di Ludovico Buonarroti.
Michelangelo era un joven bastante irascible que había aprendido los oficios en el taller de Domenico Ghirlandaio. Como ocurriera con Leonardo y Verrocchio, Michelangelo superó a su maestro y pronto abrió su propio taller. Cuando Savonarola ocupó el liderazgo de Florencia, Michelangelo partió hacia Roma, evitando así tener que dar explicaciones de su arte y de sus tendencias sexuales. Fue allí donde realizó la Piedad con tan solo veintitrés años. Un bloque de mármol escogido de los Alpes Apuanos que le valió el reconocimiento artístico en los Estados italianos. Savonarola desapareció y, con él, todo tipo de prejuicios para con los artistas. Michelangelo Buonarroti fue llamado de nuevo a Florencia para dar vida a un nuevo patrón de la ciudad. Ese patrón sería el joven pastor David, que acabó con la vida de Goliat, historia narrada en el primer libro histórico de Samuel, en el Antiguo Testamento.
El éxito del David de Michelangelo residió en la sorpresa, tal y como le sucedió a Leonardo en Milán con su cenáculo. Todos esperaban un David victorioso, con la cabeza de Goliat a sus pies, tal y como el Verrocchio lo había representado años atrás. En vez de eso, Michelangelo decidió mostrar el lado más humano del joven héroe. El momento de la duda. El instante en el que decidía si huía o plantaba cara al gigante. Una situación en la que el épico desenlace se presentaba utópico.
Corrían rumores de que, al pasar por el taller del escultor, se podía oír su voz gritando: «¡Libérate de tu prisión de mármol!».
El resultado fue esperanzador. Tenían el bloque de mármol más hermoso de la historia de la ciudad y no sabían qué hacer con él. Piero Soderini designó un comité para ubicarlo formado por Andrea della Robbia, Piero di Cosimo, Davide Ghirlandaio, Simone del Pollaiolo, Filippino Lippi, Pietro Perugino, Cosimo Rosselli, Giuliano y Antonio da Sangallo, Leonardo da Vinci y Sandro Botticelli.
Durante la exposición de opiniones sobre dónde debería situarse la estatua del David, Sandro Botticelli no cruzó ni una sola vez la mirada con Leonardo, mientras este se dedicaba al arte de la oratoria que tanto le gustaba sin prestar atención a un artista cada vez más insignificante que se había quedado clavado en un estilo pictórico obsoleto.
La decisión final se tradujo en la colocación del coloso de mármol junto a la entrada principal del palazzo della Signoria, así se le otorgaría un significado mucho más civil. Un grupo de artistas propuso situarla enfrente, en la Loggia dei Lanzi, alegando que allí no sufriría las inclemencias meteorológicas. Era lógico; se sustituía visibilidad por mantenimiento. Leonardo se encontraba en este último grupo, algo que enojó a Michelangelo, ya que iba en contra de sus intereses y pensaba que aquel grupo actuaba de mala fe. Fue en ese mismo momento cuando comenzó a surgir una inesperada enemistad. El corvado, insolente y huraño Michelangelo Buonarroti frente al esbelto, cortés y charlatán Leonardo da Vinci. El morbo estaba servido.
Un joven Raffaello, invitado por el confaloniero Soderini bajo recomendación de Giovanna Felicia della Rovere, disfrutaba de la ciudad de Florencia. Con solo veintiún años, deseaba aprender todo cuanto estuviera relacionado con las artes. Sabía del comité reunido para la ocasión especial del David y no dudó en presentarse en la ciudad para ver de cerca a dos de sus mayores ídolos: Leonardo da Vinci y Michelangelo. El propio Raffaello fue testigo de un suceso entre los dos genios.
A lo largo de la calle Pacaccia degli Spini, había un grupo de florentinos que discutían sobre un texto de Dante. Raffaello se encontraba en un puesto de especias muy cercano a ellos, por lo que podía escuchar la conversación perfectamente. Leonardo caminaba por allí. Un hombre de su envergadura ataviado de rosa con una larga melena y una barba frondosa era inconfundible. Los ciudadanos le reconocieron enseguida y, en un humilde acto, le preguntaron al de Vinci que les aclarase el pasaje. Leonardo gentilmente se detuvo ante ellos. Respondiendo a sus preguntas, se giró y señaló al hombre que pasaba frente a ellos.
—Ahí va Michelangelo, él os lo puede aclarar.
Buonarroti se sintió insultado. Lleno de ira, se dio media vuelta y le contestó cara a cara.
—Aclaradlo vos, que sabéis tanto. ¡Ah, no! No sabéis tanto como creéis. Es verdad que diseñasteis un caballo para fundirlo en bronce y, al no poder hacerlo, tuvisteis que abandonarlo. El estúpido pueblo de Milán confiaba en vos. ¡Menuda vergüenza!
Michelangelo se marchó, dejando a Leonardo con la palabra en la boca. El mismo Raffaello dudaba de si Leonardo tendría una pronta respuesta, pues la actitud del escultor les cogió a todos por sorpresa. Leonardo se disculpó y partió.
Los meses siguientes fueron un cúmulo de sucesos. El 9 de julio murió ser Piero da Vinci, padre de Leonardo. Lo recogió en sus escritos sin un ápice de preocupación: «En la hora séptima del miércoles, noveno día del mes de junio de 1504, falleció ser Piero da Vinci, notario del palazzo del Podestà, mi padre. Contaba con ochenta años de edad y dejaba diez hijos y dos hijas».
Leonardo cometió dos fallos. En primer lugar, su padre murió en martes y, en segundo lugar, falleció con setenta y ocho años. No prestó mucha atención a lo sucedido. La misma que le prestó su padre cuando años atrás se encontraba preso en el mismo palacio donde tiempo después terminaría trabajando. Los hijos legítimos se disputarían su testamento. Él no participaría de ese juego cruel.
Ese mismo mes, casualidades del destino, Sandro Botticelli era acusado de forma anónima de sodomía. Leonardo no tuvo nada que ver. Él lo habría hecho personalmente. Es probable que un Salai de más de veinte años estuviera celebrando la detención de Botticelli con una pícara sonrisa y una mano dudosamente inocente.
En los meses venideros, Leonardo descubriría uno de los hallazgos más importantes de su vida y, a su vez, competiría con el peor de sus enemigos.
Nada de armas. Solo pigmento y pincel.