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25 de mayo de 1498, Florencia

La ejecución de Girolamo Savonarola aún se respiraba en el ambiente y era tema de conversación. Los ciudadanos organizaban banquetes en las trattorias para conmemorar el final del azote de Florencia y la posible vuelta al poder de los Médici, y los más distinguidos florentinos, fuera cual fuese su profesión, participaban en ellos. Banqueros, artistas o religiosos que plantaron cara al hereje charlaban y bromeaban. Dependiendo del barrio donde se hallasen y del precio del menú, las clases más bajas buscaban también su propio lugar de fiesta.

De repente, la opresión había desaparecido de la ciudad. La gente se sentía libre. Libre de reír, libre de actuar. Incluso algunos de los que participaban activamente en los sermones del fraile se contagiaron de la alegría. Se mezclaban con los pintores o los miembros del cuerpo de seguridad de la Signoria como si todo hubiera empezado de nuevo. Como si Florencia se hubiera despertado de una pesadilla. Las nubes se abrirían y el sol saludaría triunfante de nuevo. No importaba mucho la capacidad gubernamental del Médici que volviera victorioso. Los días de luto y ceniza habían acabado.

Sandro Botticelli fue uno más de aquellos que buscaron la sincronía con los celebrantes. Si el Papa y toda la organización cristiana se habían puesto en contra del fraile, algún motivo tendrían. Sandro no podía decir no a un suculento banquete de celebración. Trató de mantenerse lejos de sus más conocidos, de sus vecinos, o incluso de aquellos clérigos que una vez vitorearon a Girolamo Savonarola y ahora le tildaban de hijo de Satanás. Eligió el sitio más retirado de su taller. No hablaría, no discutiría. Comería y bebería hasta hartarse.

A veces sucede que, cuando alguien obstinado busca, encuentra. La lógica de Leonardo le llevó a discurrir que, si buscaba a Botticelli, debería hacerlo desde el punto más alejado de la ciudad y terminar en el taller. No hizo falta mucho tiempo para encontrarle. En efecto, no tardó en dar con él. Se sentaba a una mesa larga, llena de comensales. Algunos hablaban, otros reían, los más audaces comían sin parar. Un pequeño saco de florines fue suficiente para que el huésped sentado a la derecha de Sandro dejase su asiento al florentino ataviado con una capa rosácea y de barba color miel.

—¡Leonardo! —exclamó Sandro mientras trataba de levantarse.

La fuerza de Leonardo sobre sus hombros hizo que Sandro volviera a ocupar su asiento, esta vez algo más incómodo.

—Amigo Sandro, ¿cómo estáis? —La ironía, de momento, era sutil.

Tutto bene, Leonardo, tutto bene. ¿Y tú? —La voz, temblorosa, le tuteaba, pero Leonardo mantenía verbalmente la distancia.

—¡Vivo, Sandro! Parece mentira, pero lo conseguí.

Sandro sonrió nerviosamente.

—Veo, amigo Sandro, que lo estáis pasando bien, que incluso tenéis ganas de reír. Veréis, os contaré una broma, un chiste.

Sandro estaba desconcertado. Sabía que Leonardo notaba que su risa no era ni mucho menos el reflejo de la alegría al ver a un antiguo amigo. ¿Adónde quería llegar Leonardo?

—Un hombre —comenzó Leonardo— trataba de demostrar, basándose en Pitágoras, que había vivido anteriormente en este mundo, y otro se negaba a aceptar tal argumento. El primero le dijo: «Como prueba de que ya estuve aquí antes, te diré que recuerdo que antes tú eras molinero». El otro, creyendo que el primero se burlaba de él, contestó: «Tienes razón. Yo recuerdo que eras el asno que llevaba la harina».

Leonardo se deshizo en una tremenda carcajada. Le hacía mucha gracia el chiste, pero Sandro no le acompañó como coro en el alborozo. Leonardo tardó unos segundos en retomar la compostura. Se apartó los cabellos que le estorbaban en la cara y prosiguió su soliloquio.

—¿Recordáis el poema que os dedicó el Magnífico? Decía algo así como:

Botticelli, cuya fama no es pequeña,

Botticelli, digo, es insaciable.

Más insistente e indiscreto que una mosca.

¡Cuántas de las locuras que ha hecho le recuerdo!

Si se le invita a cenar,

quien lo hiciera que se ande con cuidado,

ya que no va a abrir la boca para hablar,

no, ni siquiera que lo sueñe, pues tendrá la boca llena.

Llega cual pequeña botellita, y se marcha cual botella rebosante.

Sandro estaba perdido como un náufrago en un mar de dudas. Se debatía entre seguir escuchando o salir corriendo. Pero los antecedentes de Leonardo no invitaban a la fuga. No después de cómo había tratado a los carceleros del palazzo del Podestà.

—Veréis, amigo Sandro. No he venido a contar chistes. Tampoco he venido a recitar poemas. Aquí estáis, llenando la boca, y aquí estoy, recordando la cantidad de locuras que habéis cometido. Os revelaré que he desarrollado la técnica perfecta para sentar a un asesino a una mesa. —Leonardo comenzó el diálogo bruscamente.

—¿A un asesino? Leonardo, ¿has perdido la cordura en vuestros viajes? —replicó Botticelli.

—Vamos, Sandro, ambos sabemos que la traición y el asesinato están a la orden del día en la ciudad de Florencia, ¿verdad?

Sandro recibió la indirecta, aunque no tenía muy claro a qué se refería su amigo Leonardo. Le dejó continuar.

—Escuchad con atención, amigo mío. Si hay un asesinato planeado para la comida, entonces lo más decoroso es que el asesino tome asiento junto a aquel que será el objeto de su arte, y que se sitúe a la izquierda o a la derecha de esta persona dependerá del método del asesino, pues de esta forma no interrumpirá tanto la conversación si la realización de este hecho se limita a una zona pequeña. Después de que el cadáver, y las manchas de sangre, de haberlas, hayan sido retirados por los servidores, es costumbre que el asesino también se vaya de la mesa, pues su presencia en ocasiones puede perturbar las digestiones de las personas que se encuentran sentadas a su lado, y en este punto un buen anfitrión tendrá siempre un nuevo invitado, quien habrá esperado fuera, dispuesto a sentarse a la mesa en ese momento.

—Leonardo, me dejas perplejo. ¿A qué viene este incómodo tema de conversación en una celebración como esta? —preguntó nervioso Sandro.

—A dos razones. La primera de ellas es que no tendríais que estar aquí. —Leonardo dejó la solemnidad a un lado y le tuteó—. Eres tan culpable como Girolamo. Si creías en él, eras tan partícipe de sus atrocidades como él.

Sandro Botticelli guardó silencio.

—La segunda razón —prosiguió Leonardo—, la tienes frente a ti.

Sandro levantó la mirada y vio a un hombre apoyado en el umbral de la puerta. Como si esperara algo.

—No comprendo, Leonardo. No he visto a ese hombre en mi vida.

—Lo sé, amigo Sandro, lo sé. No lo conocerás en vida ni en la muerte. Él es el nuevo invitado de quien te hablaba. Él debería sentarse en el lugar del asesino.

—¿Del asesino? ¿Se va a cometer un crimen en la mesa?

El resto de los comensales, entre el ruido y el ir y venir de bandejas cargadas de manjares, hacía caso omiso al tenso diálogo.

—Sandro, mírame a la cara.

Sandro obedeció. El tono de Leonardo era firme y amenazante.

—Sandro. Sé que tú me traicionaste. Sé que por tu culpa pasé meses encerrado en un calabozo. Sé que, gracias a ti, mi madre sufrió vejaciones y yo fui torturado hasta la extenuación. ¡¿Cómo te atreviste a engañar a mi madre?!

Sandro se ahogaba en su propia saliva. Leonardo había levantado el puño y le asía por el cuello. No tenía ni argumentos ni valor para rebatir las palabras de su ¿amigo? Además, Leonardo era lo más parecido a un héroe entre aquellos hombres, por haber plantado cara a Girolamo Savonarola y por su afinidad a los Médici.

—Mandaste a mi madre a Milán para que no me encontrara nunca. Nunca supiste que yo iría a Milán. Esa ciudad ni siquiera entraba en mis planes. Solo sabías que iría a España. Pero el destino es sabio, amigo Sandro. Cuando salí de tierras aragonesas, me procuré una visita con el duque de Milán. Eso no lo podías controlar, ¿verdad? Podrías haberla enviado a cualquier otro sitio. Al Reino de Nápoles, donde habría perdido la pista para siempre. Pero te equivocaste. Una vez más. El destino te ha castigado, Sandro.

Botticelli mudó de repente el color de su rostro. Los ojos se le empezaron a aguar. Abrió la boca, pero no salió más que un estúpido sonido gutural.

—No necesito ni una palabra tuya, Sandro. Sé muy bien por qué lo hiciste. El sentimiento de envidia y celos no cabían en tu pecho. Nunca encajaste de buena manera que fuera superior a ti. Sandro, yo soy el asesino y tú eres la víctima.

Sandro Botticelli notó una micción entre sus piernas. El miedo le hizo descargar la orina allí mismo, sentado a la mesa de los fieles a los Médici.

Leonardo no lo notó. Estaba sumido en la ira.

—¿Sabes una cosa, querido Sandro? Existe algo peor para ti que la muerte. Dejarte vivir para que veas cómo tu decadencia no ha hecho sino empezar. Mientras tú destruías con fuego, yo creaba con la imaginación. No sé si tiempo atrás, cuando ambos reíamos en el taller del Verrocchio, fui superior a ti. Hoy, ahora, aquí, no tengo dudas. Deja de temblar, Sandro, porque vivirás. Vivirás para ver cómo todos a tu alrededor te superan, y en los tiempos venideros te recordarán con una parte oscura, no solo en tu arte, sino también en tu alma.

Leonardo sacó un puñal y se lo mostró a Sandro.

—Este puñal estaba destinado a tu podrido corazón. Ahora me doy cuenta de que sería una pena ensuciar tan bello acero.

Acto seguido Leonardo clavó el puñal en la mesa. Se hizo un breve silencio en el comedor. Leonardo alzó la vista y dedicó la mejor de sus sonrisas. El alcohol hizo el resto. Los demás comensales rieron al unísono y prosiguió la fiesta. Leonardo se levantó de su asiento, hizo un gesto con la mano, y el caballero apoyado en la puerta se acercó y ocupó su lugar.

A sus espaldas, Leonardo clavó un puñal más hiriente en el ánimo de Sandro Botticelli.

—Tu Venus es un monstruo. Cuello largo, pechos pequeños, hombro izquierdo dislocado y aún no sabes colocar el ombligo en el sitio correcto. ¿Artista te haces llamar? —Y desapareció.

Sandro Botticelli seguía mirando fijamente la daga clavada en la mesa. El tono pálido pintado por el miedo aún no había desaparecido de su rostro.

El pintor no sabía hasta qué punto le afectaría la traición a Leonardo y la admiración hacia Savonarola. En los años venideros entraría en un bucle artístico que lo sumiría en la pobreza.

En cuanto a Leonardo, poco tardarían los ejércitos franceses en entrar en Milán, y todo su trabajo y su esfuerzo habrían sido en vano. Poco a poco se fatigaría con la pintura, fuente principal de sus ingresos, y empezaría una vida que muchos calificarían como «vivir al día».