23 de mayo de 1498, piazza della Signoria, Florencia
«21 de abril de 1498. El lunes se despejará la gran Camera delle Asse de la torre. El maestro Leonardo ha prometido tenerla acabada para finales de septiembre». Así dejaba constancia meser Gualtieri Bascapè, el tesorero ducal de Milán, de las actividades de Leonardo por aquellas fechas. Tenía tiempo de sobra para finalizar la obra. Septiembre aún quedaba muy lejos. Los últimos días de mayo pasarían a la historia y Leonardo quería ser parte activa.
La jornada del 23 de mayo del año 1498 de Nuestro Señor sería coronada por las llamas. Girolamo Savonarola, Domenico Buonvicini y Silvestro Maruffi eran acusados de traicionar a la Constitución, imputados por delinquir contra la política y la religión. Habían traicionado a Dios, lo que este representaba y, para muchos algo incluso más importante que cualquier tipo de fe, habían traicionado a la República de Florencia.
El día anterior, la Signoria había pronunciado el edicto. Morirían ahorcados y quemados en la piazza della Signoria. Desde su captura en las primeras jornadas de mayo, el pueblo florentino sabía que la única forma de salir de la ciudad de Savonarola era siendo ya cadáver. Se sentían engañados y querían venganza. Querían ver el fuego purificador limpiando sus pecados. Nada volvía del fuego, nadie resurgía de sus cenizas. Aquella jornada no estaba pensada para el ave Fénix, por mucho que apareciera en la epístola de Clemente de Roma a los Corintios en el Nuevo Testamento.
Reminiscencias de la familia Pazzi se respiraban por las calles. Leonardo, en cuanto supo la noticia, partió de Milán para estar presente. Había jurado su venganza psicológica y estaba dispuesto a cumplirla.
Pocas veces la ciudad de Florencia y el Papa habían estado de acuerdo en algo. Girolamo Savonarola debía morir. Un mes de confinamiento en solitario fue suficiente. Savonarola estuvo encerrado en el Alberghettino, la cárcel situada en la torre de Arnolfo en el palazzo della Signoria y, a pesar de los interrogatorios y torturas, no había dejado de escribir.
A los tres acusados se les concedieron unos breves momentos para poder hablar entre ellos y, así, administrarse los sacramentos. Las últimas palabras de Girolamo denotaban un vaivén de sentimientos que sus ojos no reflejaron hasta su momento final.
Desgraciado de mí, todos me han abandonado, habiendo ofendido al cielo y a la tierra. ¿Hacia dónde me dirigiré? ¿Hacia dónde me volveré? ¿Dónde estará mi refugio? ¿Quién se apiadará de mí? No me atrevo a alzar la vista al Cielo, ya que he pecado gravemente contra Él. No encuentro lugar de refugio en la tierra, pues en ella soy un escándalo. ¿Qué haré, pues? ¿Me desesperaré? ¡No! La misericordia está en Dios, la compasión está en el Salvador. Dios es solo mi refugio, no despreciará la obra de sus manos, no rechazará a quien es su imagen. A vos, dulce Dios mío, vengo desolado y herido. Vos sois mi esperanza, mi refugio. Pero ¿qué más os puedo decir? No me atrevo a alzar la vista, exhalaré las palabras del dolor, imploraré vuestra compasión y os diré: «¡Compadeceos de mí, Dios mío!», apelando a vuestro perdón. No según el perdón de los hombres, que no es grande, sino según vuestro perdón, inmenso, incomprensible, infinito sobre todos los pecados. Según vuestra misericordia con la cual habéis amado nuestro mundo y le habéis dado a vuestro único Hijo. Lavadme, Señor, en su sangre, iluminadme en su humildad, renovadme en su resurrección.
En la plaza estaba todo dispuesto. Una gran pasarela construida para la ocasión ganaba terreno hacia el centro del recinto. Los más morbosos aguardaban en las primeras filas para ser espectadores de lujo ante la inminente ejecución. No tardó mucho el pueblo florentino en abarrotar la plaza. Las últimas palabras de la liturgia correspondían al obispo Benedetto Paganotti, palabras a las cuales nadie prestaría atención. Florencia quería sangre, no palabras.
Los reos avanzaron de uno en uno hacía el gigantesco mástil que terminaba en cruz. Allí, alzados, serían colgados y quemados. El fuego arrasaría la madera de la tarima, el mástil, la cruz y los cuerpos sin vida de los tres herejes. Los pies descalzos notaban la madera. Alguna astilla hacía mella en sus delicados pies, mas no sentían sino miedo. ¿Acaso no dudó el Hijo del Hombre en sus últimos momentos? Tan solo una toga vestía los cuerpos de los que se disponían a morir. Gritos de «traidores», «herejes» o «pecadores» llenaban la plaza y el alboroto llegaba incluso hasta las orillas del Arno.
Silvestro y Domenico fueros los primeros. Mediante una escalera, auparon sus cuerpos hasta que sendas sogas rodearon sus cuellos. No dejaron de repetir el nombre de «Jesús» hasta el final. Una vez colgados, los florentinos más irascibles trataron de prender las primeras llamas antes de que los reos colgados murieran, para aumentar aún más su sufrimiento final. Los miembros de la Signoria encargados de la seguridad evitaron que la ejecución se convirtiera en un espectáculo todavía más dantesco.
Acusados y acusadores esperaban que la tortura no durara mucho. Al fin y al cabo, la pena de muerte ya era suficiente precio a pagar. La gente tampoco quería que les tomara mucho tiempo. En realidad, los florentinos habían dejado en su estómago espacio suficiente para el postre final: la ejecución de Girolamo Savonarola.
Savonarola no se movió. Miró cómo sus compañeros yacían calcinados sin vida y esperó su turno. No puso resistencia. Incluso en esos momentos se sentía en verdad un enviado de Dios. Le llegó el turno. Con un leve empujón, Girolamo se acercó a la escalera. El ascenso fue interminable mientras intentaba transportar su mente a otro lugar, fuera del alcance de tantos improperios.
Pocos eran los que derramaron alguna lágrima. Los partidarios del fraile, conocidos como los piagnoni o Llorones, hicieron honor a su nombre. Semiocultos entre las gentes, poco podían hacer para evitar el funesto desenlace. Unos, como Sandro Botticelli, prefirieron no estar presentes por miedo a ser arrestados al ser reconocidos públicamente como seguidores del hereje. Otros, sin embargo, como Michelangelo, dejaron sus quehaceres para estar presentes en la ejecución. El de Caprese viajó desde Roma para ver morir al fraile, al que conocía de vista cuando frecuentaba el jardín de artistas de San Marcos, propiedad de Lorenzo de Médici.
Girolamo miró hacia abajo. La soga estaba a punto de ceñirse alrededor de su cuello. Con un poco de suerte, la brusca caída le partiría el cuello, evitando así momentos de dolor y sufrimiento. Había llegado a su fin. Continuaría su misión divina al otro lado. Más allá. Aun así, en sus últimos momentos, no perdió ni la fe ni la esperanza. Miró al cielo y exclamó:
—¡Dios mío! ¡Ha llegado la hora de realizar un milagro!
Savonarola había terminado de exclamar su petición. En ese momento, un ejército de aves oscureció el cielo que tenía sobre él. Por un instante, pensó que se obraría el milagro. Cuando Cristo fue crucificado, los cielos se tornaron en tinieblas y el sol se eclipsó. Savonarola veía una redención en la cortina oscura que apareció ante él. Fue el sonido del aleteo lo que le sacó de su incipiente éxtasis. Cientos de aves salidas de todos los recovecos de la ciudad surcaron los cielos. Y entonces recordó la promesa que le había lanzado un florentino engreído cuya barba se asemejaba al color miel. «Cuando llegue tu hora, volaré sobre tu cabeza».
Habían sido las palabras del llamado Leonardo da Vinci antes de escapar cuando se produjo su detención. El fraile, en sus últimos momentos, buscó con la mirada entre la multitud para focalizar su ira. Era imposible distinguir la cara de Leonardo entre los cientos, quizá miles de personas que se amontonaban pidiendo justicia. Entonces, optó por escudriñar los tejados. Quizá las palabras «volaré sobre tu cabeza» no se referían solo a las aves. Igual lo había pronunciado de manera literal.
Allí estaba él. Leonardo da Vinci había elegido un lugar privilegiado para ver la función. El tejado contiguo a la casa-torre Uberti, donde años atrás había estrellado su máquina voladora, le ofrecía una excelente visión así como una tranquilidad inaudita frente al gentío que se amontonaba en la plaza. Como era habitual en él, había pasado las últimas jornadas en Florencia recorriendo los puestos callejeros que traficaban con animales vivos. Después de desembolsar una gran cantidad por todas las aves disponibles en la ciudad, a cada uno de los mercaderes les dio una orden. Solo soltarían los pájaros en la hora convenida.
Había llegado el momento. La orden que había sistematizado Leonardo se ejecutaría entonces. Coincidiendo con la ejecución del azote de Florencia, como lo llamaba el de Vinci, los mercaderes abrirían las jaulas y dejarían libres a las aves. No preguntaron por qué. Leonardo se encargó de pagar por los animales y por evitar preguntas incómodas.
Allí estaba él. Leonardo da Vinci. Como una gárgola impertérrita observando su ejecución. Los ojos de Girolamo Savonarola se inyectaron en sangre. Más por ira que por la soga que amenazaba su garganta. Quiso decir algo, pero era demasiado tarde. Nada ni nadie podía cambiar el curso de la historia. Leonardo cumplió lo prometido. Girolamo no apartó la vista del vinciano. Esperaba que, en algún momento, Leonardo sonriese. Sonriese vencedor. Así, tendría motivos suficientes para esperarle en el Paraíso y mandarle a los infiernos de una vez por todas. Rezaría por Leonardo, desearía que ascendiera a los Cielos.
No sucedió. Leonardo no sonrió. No disfrutó de la tortura. Era justicia, sí. Pero no un divertimento. Leonardo no cambió el rictus de seriedad en ningún momento. Algo que Girolamo no llegó a entender. De repente, niebla. Le habían colgado y la soga ya le dificultaba la respiración, presionando la nuez. La imagen de la figura esbelta sobre los tejados de Florencia se tornó borrosa. Poco a poco, todo se volvió negro. O blanco. El humo empezaba a ascender. El cuerpo de seguridad de la Signoria había retrasado el desenlace ígneo todo lo posible, pero la gente no podía esperar más. El cuerpo se retiró y las llamas empezaron a devorar madera primero, carne después. La columna de humo sería en breve visible desde cualquier punto de la muralla de la ciudad.
No hubo gritos. No hubo más dolor. Los cuerpos de los tres herejes yacían sobre la madera después de que el fuego hubiera acabado con las sogas. Las llamas devoraron poco a poco la pasarela central construida para la ocasión. Leonardo no se quedó mucho más tiempo. La justicia había obrado correctamente. Los florentinos, sin embargo, esperaron a que los cuerpos se carbonizaran. La Signoria dispuso la orden de arrojar todo aquel resto que quedara sobre la pila de cenizas al río Arno. No quería de ninguna manera que se convirtieran en mártires y, si alguien tenía en mente venerar los restos de los traidores, lo tendría que hacer sumergido bajo las aguas del río que atravesaba la ciudad. Justo el mismo río donde, tiempo atrás, Leonardo se salvó de ser apresado por los piagnoni bajo mandato de Savonarola. Habían compartido destino. Solo que uno de ellos no participó en la hoguera.
Ahora, la familia Médici retornaría al poder.
El rostro de espanto de Girolamo Savonarola al ser ahorcado no solo se grabó en la mente de los florentinos. Michelangelo se encargó de que la piedra fuera también testigo ocular. Las mentes se perturbarían, los hechos se pondrían de manifiesto de manera subjetiva, pero la piedra nunca cambiaría su versión. Justo a la derecha de la entrada principal del palazzo Vecchio, antes de la esquina que conducía el callejón que separaba el palacio del futuro palacio que Giorgio Vasari reformaría y convertiría en una galería, sobre un banco de piedra el talentoso Michelangelo talló el rostro del ahorcado. Sin tiempo para detalles, su cincel trabajó mientras sus ojos no apartaban la vista del ahorcado. Terminó justo antes de que el cuerpo colgante se consumiera por las llamas. El bajorrelieve perduraría por los siglos.
Leonardo estaba a salvo.
Eso creía él.
Próximo objetivo: Sandro Botticelli.