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22 de octubre de 1497, Santa Maria delle Grazie, Milán

La tranquilidad de Milán había sosegado la ansiedad de Leonardo. La experiencia de Florencia se arraigó en su alma en forma de herida abierta. El sol acompañaba la fría mañana de octubre. El viñedo no mostraba síntomas de congelación. Buena señal. El terreno recién estrenado había sido un regalo personal de Ludovico Sforza. Al parecer, no era un hombre rencoroso y sabía mirar el lado positivo cuando le venía en gana, sobre todo después de la soberbia estatua ecuestre de arcilla. La dádiva había facilitado mucho la labor de Leonardo, ya que, al encontrarse en un sitio estratégico entre el monasterio de San Vittore y Santa Maria delle Grazie, podía moverse sin problemas y en un corto espacio de tiempo. Algunos lo llamaban «el huerto de Leonardo». Para el maestro, era su palacete, su jardín y su viña en una zona residencial bastante acomodada en el lado exterior de la porta Vercellina.

Leonardo da Vinci había terminado. Había llegado el momento de mostrar al mundo su obra maestra. La piazza de Santa Maria delle Grazie estaba abarrotada. El mismísimo duque de Milán asistiría al acto a pesar de que había sido un año bastante duro para él. Su esposa Beatrice d’Este había fallecido el pasado mes de enero en el parto. El bebé también había nacido sin vida. Aun así, decidió asistir a la inauguración de la obra que él mismo había mandado ejecutar. Leonardo había concluido el trabajo que tanto tiempo habían estado esperando en el convento dominico.

Había acabado recientemente. Tal era el perfeccionismo con el que quería rematar la obra que luchó hasta el final por encontrar el verdadero rostro que simbolizase a Judas el traidor.

—¿Cuándo terminaréis, maestro? —preguntaba frecuentemente Salai.

—Me queda aún por hacer la cabeza de Judas, que, como sabéis, es el más grande de los traidores —contestó una vez el maestro Leonardo—. Llevo medio año acudiendo todos los días, por la mañana y por la tarde, al Borghetto, donde habita la más baja e innoble ralea. Gentes, muchas de ellas, sumamente depravadas y perversas. Tengo la esperanza de encontrar un rostro para tan maligno personaje.

Fue así como, mediante un permiso especial firmado por Ludovico Sforza con tal de que terminara la obra lo antes posible, Leonardo accedió a los calabozos del castello Sforzesco y allí encontró el rostro que andaba buscando.

El reo acompañó a Leonardo al refectorio, no sin guardia privada, y el pintor se apresuró a plasmarlo en el mural. Tras varias jornadas, cuando hubo terminado, el reo abrió la boca por primera vez.

—¿No me reconocéis, maestro? —preguntó con voz quebrada.

—¿Debería, señor? —preguntó extrañado Leonardo. Su memoria fotográfica no encontraba similitud con ninguna otra persona con la que hubiera tratado anteriormente.

—Ya me habíais pintado con anterioridad. Aparezco por duplicado en esta vuestra obra.

Leonardo le miró atentamente y repasó los rostros de cada una de las trece figuras representadas en la pared del refectorio. Abrió los ojos y devolvió la mirada al reo, con síntomas de confusión e incredulidad.

—Así es, señor, hace dos años serví de modelo para la figura de Nuestro Señor Jesucristo. Ahora sirvo como icono para Judas el traidor. Es obvio que la vida no me ha tratado bien, ¿verdad? —El reo desprendía nostalgia en cada letra.

—Al contrario, querido amigo, al contrario. Sois vos quien no habéis tratado bien a la vida. Muchas personas, después de haber encontrado el bien, siguen buscando y, al final, solo encuentran el mal.

Con estas palabras, cabizbajo, el reo fue conducido de nuevo a las dependencias del castillo regido por el Sforza.

En definitiva, idas y venidas. Jornadas enteras sin parar de pintar frente a ausencias demasiado prolongadas motivo de queja ante el mismísimo duque. Leonardo había pasado por muchas cosas durante el encargo. La muerte de su madre en Milán, junto a él, todavía dolía en su alma; el fuego de Florencia de la hoguera de las vanidades aún le arañaba el rostro; la amenaza de Savonarola o la pasividad de Sandro Botticelli le revolvían las entrañas. Toda esa carga llevaba a sus espaldas un Leonardo que sobrepasaba la cuarentena.

Había decidido hacer una convocatoria pública. Nadie le puso ningún pero. Al fin y al cabo, era la reputación de Leonardo la que estaba en juego. Si el trabajo no era aprobado por el gentío, vería contadas sus horas en el Ducado de Milán. Si, por el contrario, la obra era lo suficientemente buena, saldaría una cuenta pendiente. No ya con Ludovico Sforza. La deuda era consigo mismo.

Los curiosos tuvieron que esperar fuera. Algunos deambulaban por el interior de la capilla de Santa Maria delle Grazie. Los más privilegiados fueron llevados al interior del refectorio. Desde allí, accedieron al comedor de los dominicos. Un salón rectangular donde se celebraban los austeros banquetes. Leonardo había prometido un trabajo de perspectiva que haría que los comensales se sintieran dentro de la propia obra. Para la ocasión, sillas y mesas habían desaparecido dejando el lugar diáfano. Nadie podía ver la obra a simple vista, pues una gran tela cubría la pintura sujetada a un andamio de madera construido para la ocasión. Leonardo seguía disfrutando con el secretismo.

Todo estaba preparado. Mientras la impaciencia se cebaba con algunos, otros murmuraban sobre la posibilidad de que Leonardo desapareciera de nuevo ante otro fracaso público. Las risas estarían aseguradas.

Enseguida, Leonardo tomó la palabra y así las riendas del evento.

Buon giorno, damas y caballeros. —Las palabras del pintor invitaron al silencio—. Gracias en nombre de mi humilde ayudante Gian Giacomo y servidor. Agradecemos la presencia de nuestro ilustrísimo duque Ludovico, de la casa Sforza, en cuyo honor hemos realizado este arduo trabajo que hoy presentamos ante vuestras miradas.

El Moro estaba algo impaciente. De buena mano sabía que el escudo de su familia estaría presente en la obra. Para bien o para mal. Los informes que le habían llegado de Matteo Bandello, un novicio de Santa Maria de la Grazie, no eran para nada alentadores.

Leonardo llegaba a primera hora, se subía al andamio y se ponía a trabajar. A veces se quedaba allí desde el alba hasta la puesta de sol, no dejaba el pincel ni un momento, se olvidaba de comer y beber, y pintaba sin cesar. En otras ocasiones, estaba dos, tres o cuatro días sin coger el pincel, pero en cambio se pasaba dos o tres horas al día delante del trabajo, con los brazos cruzados, examinando y evaluando las figuras en su mente. También lo vi, movido por algún impulso repentino, salir de la Corte Vecchia al mediodía, cuando el sol caía con más fuerza, sin buscar la sombra… y venir directamente a Santa Maria delle Grazie, encaramarse al andamio, coger el pincel, añadir uno o dos trazos, y marcharse otra vez.

Leonardo continuó con su discurso.

—Damas y caballeros. Hace años, cometí un error, lo reconozco. Por causas ajenas a mi persona no pude rendir el homenaje que nuestro duque hubiera merecido al tiempo de desposarse. Pero creedme cuando os digo que ha sido un laborioso esfuerzo el aquí realizado para enmendar, desde una humilde posición, todo cuanto pudiéramos haber causado años atrás. Asimismo, los portadores de la envidia y la maldad, algunos aquí presentes, no me cabe duda, me tildaron a mí, Leonardo da Vinci, de ser un maestro incapaz de alimentar a trescientas personas.

La tragedia se podía respirar en el ambiente. Fue un efecto sorpresa que Leonardo se rebajase tanto frente al duque y los asistentes. Leonardo quería jugar con la contraposición de efectos. Primero, refrescar en la memoria el fracaso en la boda del duque de Milán, algo que le había afectado de manera considerable. Después, al retirar la tela que mantenía a raya a los más impacientes, esta caería provocando el júbilo. Al menos, esos eran los cálculos del único futuro que creía posible Leonardo. Prosiguió.

—Y yo, Leonardo da Vinci, os digo: ¿cómo no voy a ser capaz de dar de comer a trescientas personas cuando soy capaz de dar de cenar al Hijo de Dios?

El experto orador giró la cabeza en dirección a Gian Giacomo Salai, quien rápidamente soltó la tela y, ante los asistentes, se reveló por primera vez La última cena. El cenáculo vinciano.

Bartolomé, Santiago el Menor, Andrés, Judas Iscariote, Pedro, Juan, Jesús, Tomás, Santiago el Mayor, Felipe, Mateo, Judas Tadeo y Simón.

Silencio. Hubo silencio. Ojos sin pestañear y algunas bocas abiertas. Una mezcla de sensaciones que nadie se atrevía a manifestar en primer lugar. Una palmada aislada, seguida de otra y una más, con unos intervalos cada vez más cortos y vertiginosos, rompieron el silencio que inundaba el refectorio. Ludovico Sforza no cabía en sí de gozo. Aplaudió a reventar y el resto de los allí presentes se sumaron a la celebración. Gritos de admiración empezaron a resonar y Leonardo supo que había acertado. El único futuro posible calculado se había cumplido. No podía ser de otra manera. Leonardo miró cómplice a Salai y sonrió, mostrando su impecable dentadura. Salai le devolvió la risa, un cincuenta por ciento condicionada por los nervios. El futuro calculado por Salai albergaba más posibilidades y no todas ellas con un final épico como el que comenzaban a disfrutar.

Mientras unos felicitaban al maestro, otros intentaban escudriñar la pintura desde un punto de vista teológicamente exhaustivo.

—Alabado sea el Señor —dijo un monje de avanzada edad—. La Santísima Trinidad está reflejada con belleza. El Hijo de Dios forma un triángulo en clara alusión a la divina concepción. Incluso los más cercanos al Maestro están agrupados de tres en tres. Verdaderamente este Leonardo es un enviado del Señor.

Frente a esta posición crédula, otros ponían el grito en el cielo ante tanta desfachatez.

—¿Dónde está el halo sagrado de Nuestro Señor? —preguntó uno de los monjes irritado.

—Dicen que el de Vinci es un hereje. En su primer encargo de la Confraternidad Milanesa de la Inmaculada Concepción, hizo lo mismo. ¡Rehusó pintar los halos sagrados!

—¿Y dónde está el cáliz sagrado? —gruñó de nuevo el primer monje.

Salai, huyendo de halagos y conversaciones protocolarias, no dudó en fisgonear alrededor de la sala. Con tono picaresco se sumó a la conversación de los frailes para añadir más leña al fuego.

—Disculpen mi intromisión. Dicen algunos que el pintor ha traído la herejía de Florencia, incluso cuentan que ha retado al mismísimo Dios pintando a una mujer en la composición.

Los monjes se acercaron asustados a la pintura para corroborar la información. Mientras, Salai se alejaba desencajado de la hilaridad que le había provocado semejante broma. «¿Una mujer entre los apóstoles? Bueno, con el maestro te podrías esperar cualquier cosa», pensaba Salai. De todas formas, la duda estaba sembrada.

Un nuevo grupo formado por nobles de alta cuna debatía la pertenencia de los rostros pintados en el mural.

—Fijaos, el segundo por la derecha parece tener los rasgos del propio Leonardo da Vinci —dijo uno de los nobles atribuyéndose el honor de haber realizado semejante descubrimiento.

—Imposible, el maestro cuenta con algo más de cuarenta años. Pocas canas empiezan a asomar en las tonalidades marrones de su cabello. Es mucho más apuesto en persona —corrigió una dama.

Salai, disfrutando como nadie de las conversaciones ajenas, se inmiscuyó de nuevo.

—En mi opinión, podría tratarse de una visión profética del maestro. Si bien es cierto que aún es demasiado joven para aparentar la edad del anciano que aparece en el mural, podría ser él dentro de unos años.

Se quedaron pensativos unos instantes.

—Aunque, en mi opinión —continuó Salai—, creo que el verdadero autorretrato del maestro se encuentra a la izquierda de la composición. El segundo comenzando por la parte más oscura. Santiago el Menor. El mismo rostro, el pelo y las barbas de color miel. ¡Es el verdadero rostro del maestro!

—¡Cierto! —exclamó la dama embelesada ante la belleza del pintor.

De nuevo, surgió una discusión en torno a la información facilitada por Salai. Daba igual si lo que sugería era verdadero o falso, de cualquiera de las dos maneras engrandecía la figura de Leonardo. En definitiva, la obra adquirió una fama sin parangón debido a la facilidad con la que el espectador podía sacar sus propias conclusiones. Mientras unos veían la eterna lucha de la luz contra la oscuridad o penumbra, debido a los efectos de iluminación con los que había impregnado la escena, otros veían una obra cósmica que reflejaba el Universo. Jesús como eje central representando al sol mientras las doce constelaciones orbitaban sobre sus palabras. Además, los cuatro grupos de apóstoles podrían dar a entender la conexión con los cuatro elementos: agua, tierra, aire y fuego.

Alguno incluso se atrevió a justificar la escena buscando equivalencias con la descripción de los signos zodiacales establecida por Hiparco dos siglos antes de Nuestro Señor. De derecha a izquierda y según la escritura especular del maestro, nos encontraríamos a Simón representando a Aries con su barba cabría, Judas Tadeo simbolizando a Tauro a punto de embestir, Mateo invitando a comenzar un diálogo como Géminis, Felipe y sus manos en forma de tenazas aparentando ser Cáncer, Santiago el Mayor con sus brazos extendidos sustituyendo a Leo, Tomás asaltado por la duda con el dedo levantado encarnando a Virgo, Juan interpretando la balanza de Libra inclinando la cabeza, un Judas retorcido sobre sí mismo suplantando a Escorpio, Pedro se revela como Sagitario sustituyendo flecha por cuchillo, Andrés reproduciendo la distancia que muestran los Capricornio, Santiago el Menor personalizando la sociabilidad de los Acuario y, por último Bartolomé, con la cuerda que une a los peces de Piscis.

En definitiva, multitud de teorías, secretos y pseudoconspiraciones que el maestro Leonardo, de haberlas, se llevaría a la tumba. Con una de las mejores campañas de publicidad nunca antes vista, Leonardo recuperó el estatus de gran maestro de la pintura para las gentes de Milán. A pesar de que el florentino no era muy dado a firmar sus obras, plasmó un pequeño detalle solo para los más sagaces.

Ahora llegaba el momento de asestar el golpe final. Ante el calibre de semejante trabajo, conseguiría el material y los fondos necesarios para alcanzar la cumbre. Necesitaba acabar su monumento ecuestre. Se le antojaba imprescindible realizarlo. Jugando con las palabras, Leonardo pintó un vincolo, un nudo en el extremo derecho del mantel, en clara alusión a Vinci, su pueblo natal.

Para sorpresa del ingeniero Da Vinci, el golpe final fue asestado en dirección contraria.

Leonardo recibió una nefasta noticia. Habían pasado los momentos de múltiples elogios y había llegado la hora de hablar de negocios. Las setenta toneladas de metal guardadas para fabricar la estatua ecuestre más grande del mundo irían destinadas a la construcción de cañones, con el fin de parar la avanzadilla del ejército francés. Milán estaba a punto de ser asediada y el duque necesitaba de todo el efectivo posible. En compensación, Leonardo sería nombrado ingeniero y encargado de los trabajos en los navigli.

¿Qué haría Leonardo da Vinci ahora? Había dado el gran golpe sobre la mesa y había conquistado a todo el público milanés. Altos cargos, medianos banqueros y bajos comerciantes. Todos admiraban la nueva obra del genio florentino. Pero ¿cuál era el paso que debía seguir? Tanto tiempo preparando su «caballo» y ahora el modelo de arcilla era todo cuanto quedaba de su titánico esfuerzo.

Los días pasarían y una tormenta de ideas se iría instalando en la cabeza de Leonardo. Encargarse de las esclusas de unos canales que profetizaban su desaparición no era lo que él había soñado. Ni siquiera la gracia del joven Salai era capaz de animar al maestro. No hablaban mucho, Leonardo no confesaba el fuego de otros tiempos que, de nuevo, comenzaba a arder en su interior. Terminaría el trabajo que había prometido a su amigo fray Luca di Bartolomeo di Pacioli. Dibujaría para su obra De Divina Proportione.

Después, Florencia sería de nuevo su destino. La última vez estuvo a punto de convertirse en una aventura mortal, pero las caras de odio de Savonarola y la pasividad de Botticelli desequilibraron la balanza a favor de una palabra. Un término que ya había sido parte de su yo más interno e intenso.

Vendetta.