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6 y 7 de febrero de 1497, piazza della Signoria, Florencia

Florencia estaba bajo el completo dominio de Girolamo Savonarola. Atrás quedaba la prohibición de predicar y sermonear a los fieles. Lejos quedaba el apoyo a la Corona de Francia y su misión consistía en atacar a Rodrigo Borgia, quien llegaría a convertirse en Papa gracias a las preferencias que otorgaba a la hora de conceder cargos públicos. Una vez elegido Sumo Pontífice, obligó a Savonarola a abandonar los púlpitos de Florencia. El fraile hizo caso omiso a la orden de Alejandro VI y subió de nuevo al estrado para cargar contra Roma.

—¡Oh, Roma, preparaos, pues vuestro castigo será duro! Vos, Roma, seréis atacada por una enfermedad mortal. Habéis perdido vuestra salud y habéis olvidado a vuestro Señor. Para purificaros, olvidad los banquetes, el orgullo y la ambición. ¡Roma! El hedor de la lujuria de vuestros sacerdotes ha llegado hasta los Cielos. ¡Roma! Soy un instrumento en manos del Señor, estoy dispuesto a llegar hasta el final.

Se había declarado una guerra religiosa entre los Estados Pontificios y la Florencia de Savonarola. Ni siquiera la tentación de convertirse en cardenal apartó a Girolamo de su obstinada misión. Había comenzado su carrera y en ningún momento estaba dispuesto a dar media vuelta.

Ahora, las calles eran mucho más peligrosas que en tiempos pasados, donde el libre albedrío jugaba un papel importante. En la Florencia de Savonarola, la Guardia Blanca, formada por jóvenes ataviados de ropajes blancos, paseaba por las calles y asaltaba las casas en las que pudiera haber cualquier tipo de indicio de inmoralidad. Los naipes fueron prohibidos, porque encaminaban el alma hacia el juego pecaminoso. Los cosméticos fueron retirados, porque provocaban la lujuria en el hombre. Los enseres pornográficos fueron confiscados, porque ensuciaban lo más profundo de cada ser. Las mujeres que regalaban generosamente su escote eran humilladas públicamente por los pequeños «ángeles blancos». La ciudad se vio sumida en un miedo que ella misma ayudó a crear.

Leonardo cumplió su promesa. Gracias al permiso in extremis otorgado por Ludovico Sforza, pudo ausentarse de las labores que le mantenían ocupado en Santa Maria delle Grazie. El juramento seguía su curso. La venganza se consumaría. Leonardo se vio completamente afectado por el cambio radical de su antaño bella Florencia. Los colores se habían tornado grises y las gentes de la ciudad paseaban sin dejar de mirar de un lado a otro con miedo a ser deportados.

En su cabeza solo tenía tres nombres. Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta. Encontrarles no sería demasiado difícil. No cuando un puñado de monedas puede comprar cualquier silencio o cualquier delación. Los primeros lugares donde comenzar las pesquisas resultaban especialmente prometedores. Burdeles y tabernas. Sexo y alcohol. No esperaba encontrarse a ninguno de los tres en una biblioteca ni mucho menos en una iglesia, a no ser que el miedo difundido por el nuevo líder religioso se hubiera apoderado de ellos.

El primero no tardó en aparecer. Giulio Sabagni, veinte años mayor que la última vez que lo vio en los calabozos, se hallaba fundiendo su sueldo con un par de prostitutas. Su diseño de posibilidades de futuro le había llevado a trazar un plan especialmente fructífero para las damas de compañía. Los burdeles avisarían al galán de capa rosácea si recibían la visita de los tres guardias del palazzo del Podestà, al parecer ahora retirados con la nueva remodelación gubernamental.

Giulio no había cambiado mucho. La calva que una vez estuvo cubierta de pelo era la única señal del paso del tiempo. Los modales eran los mismos, su aversión u odio a las mujeres también. Para él, simplemente eran esclavas del placer, haciendo caso omiso a las predicaciones del jefe religioso de la ciudad. Había pagado una importante suma de dinero para dejarse azotar por dos rameras. Mientras una de ellas, pelo moreno y piel curtida, cabalgaba sobre su sexo, la segunda muchacha, con la piel más pálida, jugaba a amordazar a su cliente con el fin de elevar su éxtasis aún más. Cuando Giulio se quiso dar cuenta, era prácticamente imposible mover los brazos y las piernas, pero se dejó hacer. La mestiza se sacudía con violencia y él disfrutaba.

—Ya está bien, señoritas, gracias por su impecable labor —dijo una voz arropada por una barba perfilada de color miel.

De repente, como movidas por un resorte, ambas fulanas se cubrieron y salieron de la habitación. Cobraban por adelantado, por lo que en esta ocasión sacaron un buen tajo de la visita.

—¡Soltadme! —le gritó a las rameras—. ¿Quién sois, por amor de Dios? —exclamó furioso Giulio Sabagni en dirección al caballero.

—¿No me recordáis, meser Sabagni? —preguntó Leonardo enigmático. Iba a disfrutar del momento, sin duda.

—¡No os he visto en mi vida, lo juro! —Las ataduras aceleraban el nerviosismo del preso.

—Claro que sí, amigo mío, claro que sí. Hace veinte años me presentasteis la cuna de Judas y yo, a cambio, solo pregunté vuestro nombre.

Giulio Sabagni empezó a verlo claro.

—Sois…, sois aquel joven. El mismísimo Lorenzo de Médici os libró de una suerte peor.

—Así es. Soy Leonardo da Vinci. Lástima que esta noche no tengáis un Lorenzo de Médici que vele por vuestra seguridad. ¿Recordáis la tortura de vuestro tenedor de dos puntas?

El silencio hizo las veces de respuesta. Leonardo no estaba dispuesto a callar.

—Solo recé por que vuestro instrumento de tortura no tuviera más puntas. Veréis, he tenido mucho tiempo. He vivido muchos avatares. Digamos que he sobrevivido a muchos avatares. Y he perfeccionado algún que otro instrumento. En particular, vuestro tenedor. Dejadme que os explique, meser Sabagni, que un tenedor de tres puntas ejerce una mayor presión contra la carne que se quiere ensartar. Un bistec a la florentina puede resultar mucho más confortable de disfrutar si podemos atravesar más carne. Aún no lo he puesto a prueba con la carne de ningún hombre. De hecho, le reservaba tal honor.

Poca resistencia pudo ofrecer el reo. Demasiado tiempo fornicando como para impedir que un Leonardo arrastrado por la ira le agarrase del poco cabello que le quedaba y tirase hacia atrás y le clavara con violencia el tenedor de tres puntas en el pecho. De un movimiento brusco, la cabeza volvió a su posición natural atravesando con el tenedor la parte inferior de su mandíbula. Al gritar, Giulio no hizo sino clavarse aún más las tres afiladas púas.

—Tranquilo, no moriréis. No soy partidario de acabar con una vida animal, ni mucho menos humana. Además, sabéis tan bien como yo cuál es la solución ante semejante utensilio. Viviréis, más no volveréis a disfrutar de vuestra lengua nunca más.

Los ojos inyectados en sangre no guardaban rencor. El miedo lo había consumido. Sabía que nadie le sacaría de allí para evitar perder el órgano bucal. ¿Por cuánto tiempo habría alquilado la estancia Leonardo da Vinci? La duda también le consumiría.

—Por cierto, meser Sabagni. Me he reservado el derecho de no atormentar a una rata. Aún sigue agradeciéndome el animal que no le obligue a comer una basura como vos.

En ese momento, mientras Leonardo cerraba la puerta y se oía el sonido metálico de un candado, Giulio Sabagni recordó el tenedor, la celda, el inmundo roedor. Entonces era él quien tenía el poder. Veinte años después, se había convertido en la víctima. Si quería librarse de la tortura, solo podía presionar hacia abajo la mandíbula, sacrificando su lengua para siempre.

Fabio Gambeta abrió los ojos. Yacía boca arriba, con un fuerte dolor de cabeza. Notaba cómo el dolor provenía de la nuca, pero no recordaba nada. A pesar de tener la vista alzada hacia el techo, no notaba ningún tipo de apoyo. Se hallaba liviano, como suspendido en el aire. Fabio nunca llegó a adivinar que un reo al que había torturado después de abusar de su madre veinte años atrás le golpearía la cabeza en un callejón oscuro con tal fuerza que perdería el sentido. Gambeta dirigió la mirada a sus brazos, cuyas muñecas se hallaban atadas a unas cuerdas suspendidas en el aire. Sus piernas se encontraban en la misma posición. Al tratar de buscar un punto de apoyo, Fabio Gambeta comprendió el verdadero significado de la palabra «horror».

A escasos centímetros de su recto, se hallaba la mayor punta acerada de metal que había visto en su vida. Era la versión de una cuna de Judas forjada directamente en el infierno. La precisión de la punta era tal que podía llegar a atravesarle de caer con brusquedad sobre ella. Fabio buscó al artífice de tan macabro juego. Para su sorpresa, no había nadie a su alrededor. Identificó el lugar como una granja que debía de llevar tiempo abandonada, pues estaba muy deteriorada y no había signos de manipulación humana más allá del horripilante instrumento de tortura que tan bien conocía.

Un revoloteo le sacó brevemente de su horror. A escasos metros de distancia, había un plato enorme que colgaba de algún lugar. El recipiente estaba a rebosar de semillas, una cantidad que Fabio no había visto en su vida. Semejante festín estaba siendo disfrutado por un par de aves cuya especie no alcanzó a distinguir. Parecía la parte poética del siniestro martirio al que irrevocablemente estaba condenado. Por momentos, el plato se iba llenando de numerosas aves que no dejaban de ingerir semillas. Una sacudida inesperada le hizo apartar la vista de los pájaros. Fabio intentó no moverse, no forzar las sogas que le mantenían íntegramente sobre la cuna de Judas. ¿Qué había sido aquello? Volvió a mirar a los pájaros. Habían duplicado el número. Las semillas desaparecían violentamente del plato y una nueva sacudida meneaba el cuerpo rígido de Gambeta.

El otrora encargado de los presos del palazzo del Podestà ató cabos. La vista trazó un dibujo en el aire. Allí arriba, a una altura considerable, las sogas que sostenían su cuerpo estaban unidas al plato que mantenía parte de las semillas y decenas de aves en el mejor banquete de sus vidas. Le habían convertido en la otra mitad de una mortífera balanza cuyo extremo opuesto perdía peso cuantas más semillas eran engullidas. Los pájaros aguantaban el balanceo, pero era cuestión de tiempo. En algún momento, al finalizar el sustento, las aves partirían, y su propio peso le conduciría implacablemente a la lanza ávida de carne.

Una nueva sacudida le hizo sudar copiosamente. Su cuerpo desnudo empezaba a reaccionar frente al destino intentando adoptar una posición corporal que le librara del mismo. Al mirar una vez más, se dio cuenta de un detalle que había pasado por alto fruto del terror. En una de las caras de la afilada pirámide metálica, había una escueta nota. Un mensaje dirigido a él:

“Cortesía de Caterina da Vinci”.

Fabio no entendió el mensaje. Solo oyó el sonido de una piedra contra la pared de madera. El impacto fue breve, ligero, pero lo suficientemente amenazador como para que las aves esperaran un segundo guijarro. Al unísono, decenas de aves desplegaron sus alas y alzaron el vuelo. La balanza cayó en el lado de la venganza.

Se hizo negro.

Cuando Stefano Molinari se despertó, notó que algo no iba bien. La resaca no se correspondía con nada que guardara en la memoria. Se notó pesado, mucho. Se notó erecto, aún más. Algo no iba bien. Algo frío le recorría la cintura. Algo frío y metálico. Al recorrerse el cuerpo con las manos se desperezó completamente. Estaba en su cama semidesnudo. La única prenda de vestir que llevaba puesta era un temible cinturón de hierro con un candado en uno de los laterales. El terror se desató. Stefano no podía dar crédito a lo que veía. El problema más grave no era el cinturón en sí. La incógnita era cómo podía haberse despertado con un cinturón de castidad y estar erecto.

—Supongo que no estáis acostumbrado a tales despertares.

Stefano alzó la vista. Allí se hallaba un hombre elegantemente vestido. Una capa rosácea más corta de lo normal. Unos calzones ajustados protegidos por unas botas de cuero de Córdoba hasta los muslos y una túnica que poco escondía el jubón.

—Soy Leonardo da Vinci. Me torturasteis y violasteis a mi madre hace veinte años. He venido a devolveros el favor.

—¿Vos? —Las palabras también eran presas del pánico—. ¡Vos sois aquel preso loco que preguntaba nuestros nombres! ¿No es así? No… ¡No sabía que era vuestra madre!

—Veo que ni siquiera perdéis la memoria cuando estáis a punto de perder vuestro órgano viril. Prestad atención. Como bien sabéis, lo que lleváis en la cintura es un cinturón de castidad. ¿Cómo llegó ahí? Sencillo de explicar. Anoche, mientras ingeríais alcohol en cantidades desproporcionadas, procuré que os administraran opio líquido preparado en infusión con la planta seca triturada. No solo produce somnolencia sino que, además, otorga una mayor virilidad. No sabía a ciencia cierta si iba a dar tal resultado, ya que la erección podría haberse retrasado. La naturaleza es sabia.

La escena era un tanto esperpéntica. Un hombre ataviado elegantemente frente a otro desnudo con un cinturón de castidad del que sobresalía su falo erecto.

—Stefano, ese cinturón está diseñado para las hembras. Nadie puede penetrarlas cuando portan tal armazón. En vuestro caso, tenéis un problema y, a la vez, una solución. Si bien es verdad que la parte metálica dentada impide que algo entre, no pone resistencia cuando algo sale. Ese algo ha sido tu pene. No ha tenido oposición. Pero tarde o temprano esa erección se debilitará y vuestro miembro volverá a su posición natural. Ese será el momento en el que tendréis algún problema. De vuestra capacidad de manteneros erecto, de encontrar al mejor herrero de la ciudad que os libere de esa prisión y de soportar la vergüenza ajena que puede suponer recorrer las calles de Florencia de semejante guisa depende vuestra integridad física.

Stefano Molinari no se lo pensó. Salió corriendo hacia la puerta con el fin de salvar su miembro amenazado. Al alcanzar el umbral, una mano tiró de él con violencia. Leonardo le plantó la cara contra la suya.

—Nunca volveréis a violar a nadie. Caterina da Vinci os saluda desde su tumba.

Stefano no pensaba en violaciones, Caterinas o amenazas. Bajó las escaleras que separaban su piso superior del nivel de la calle y salió corriendo. Su aventura no duró mucho más. En una esquina, esperaba Salai. Su misión era sencilla. Solo tenía que gritar.

—¡Guardia Blanca! ¡Lujuria!

Al otro lado de la calle, el ejército religioso de Girolamo Savonarola avistó al hereje desnudo cuyo férreo cinturón le impedía correr con agilidad. Fue apresado en cuestión de segundos. El miedo fue el último aliado de Leonardo y Salai. El pavor de Stefano frente a la Guardia Blanca le hizo contraer la musculatura. Cuando se dio por vencido, un alarido acompañó el reguero de sangre que dejó en la vía. La carne fue presa fácil para un perro hambriento.

Leonardo alcanzó a Salai. Se miraron.

—Estás hecho todo un diablo Giacomo.

Leonardo no se jactaba de los hechos. Para él había sido una decisión dura de tomar. Pero el corazón se adelantó a la razón a la hora de actuar. Al menos, ninguna muerte caería sobre su conciencia. Al menos no directamente. Giulio perdería la capacidad de hablar y, por consiguiente, de insultar y blasfemar. Fabio habría sentido el desgarro brutal de su sensibilidad y virilidad, y seguramente perdería el apetito sexual para el resto de su vida. Lo mismo le sucedería a Stefano, aunque este último había perdido algo más que el apetito. Ninguno de los dos volvería a poner las manos en ninguna otra mujer.

La jornada del 7 de febrero del año 1497 de Nuestro Señor se levantó en llamas. El fuego de la purificación había descendido de los Cielos y Girolamo Savonarola portaba el pebetero de Dios. Al menos eso decía él. El fraile había dado un paso más en su misión divina y había llegado el momento de purgar todo pecado material de la faz de la ciudad de Florencia.

Las columnas de humo, de más de veinte metros de altura, se podían divisar desde cualquier parte de la ciudad. Al otro lado del Arno, en la parte más alta de Florencia, la basílica de San Miniato al Monte era el lugar más privilegiado para contemplar el flagelo ígneo del fraile. Desde allí, parecía que la ciudad sufría un incendio de magnitud solamente equiparable a la de la Roma de Nerón. El fuego, gracias a Dios o por culpa del mismo, estaba focalizado en un lugar concreto. La piazza della Signoria.

Sería recordado como el martes de Carnaval más ardiente de la historia. El falò delle vanità había comenzado. Los ejércitos de ángeles de la Guardia Blanca habían recopilado todos aquellos objetos dignos de censura y su final se reduciría a polvo y ceniza. Girolamo Savonarola ejercía de maestro de ceremonias y su voz sobresalía entre el murmullo de las gentes y el crujir de las maderas presas del fuego.

Cosméticos, ropajes, cartas, libros de dudosa moralidad, manuscritos y textos con canciones seculares opuestas al ámbito espiritual fueron presas de las llamas. Ese también fue el destino de algunas obras de arte que incitaban a los pecados capitales o a la adoración o admiración de dioses paganos de la antigüedad. Algunos talleres se opusieron de plano a esta medida opresora, mientras que otros fieles devotos, como Sandro Botticelli, entregaron voluntariamente sus pecaminosos encargos para ser devorados por la combustión.

Girolamo Savonarola lo denominó la «hoguera de las vanidades», donde se purgaban pecados y se limpiaban las almas. El Divino tenía a su representante en la Tierra, su brazo armado, su paladín de la fe.

Dieciséis años habían pasado desde que Leonardo, el hijo de Vinci, se había marchado de la ciudad. Por el camino, amores, triunfos, fracasos, reencuentros, pérdidas y conspiraciones. No era el mejor momento para regresar a casa. No era el mejor motivo para volver a Florencia. Leonardo buscaba a Sandro Botticelli, mucho más difícil de encontrar por aquellas fechas. Se acercaba el fin del mundo que tantos profetizaban al acercarse el año 1500 de Nuestro Señor, y ese milenarismo favoreció a Savonarola a la hora de agenciarse nuevos seguidores.

Entre los cálculos de posibles futuros de Leonardo no se divisaba lo que sucedió. Al parecer, alguien, de nuevo anónimamente, le había señalado como el instigador de la amputación de miembros de algunos antiguos carceleros del Podestà. Era obvio que Stefano o Fabio se habían ido de la lengua, ya que a Giulio no se le iría nunca más. Era un hombre señalado, pero ¿cómo le habían encontrado? ¿Cómo un hombre dieciséis años mayor, nada que ver con el joven acusado de sodomía, había sido señalado? Leonardo perseguía a alguien. Pero el cazador se convirtió en presa. Alguien seguía sus pasos. Un piagnone.

Leonardo, aprehendido por un grupo de guardias de la Signoria fieles a Savonarola, fue conducido a la plaza coronada con la hoguera. Mientras la Guardia Blanca seguía alimentado la pira, Savonarola descendió del improvisado púlpito desde donde comandaba las huestes de fieles y alcanzó al grupo con el preso.

—Así que aquí hallamos al famoso Leonardo da Vinci, el pintor. —Las primeras palabras del fraile daban a entender que este sabía de su existencia.

—Prefiero el título de «hombre universal». Es multidisciplinar —bromeó Leonardo frente a su cara.

—¿Un hombre de bellas facciones que quiere asemejarse a Dios Todopoderoso? —preguntó irritado Savonarola.

—Si esta envoltura externa del hombre os parece maravillosamente elaborada, considerad que no es nada frente al alma que la ha formado. Ciertamente, quienquiera que sea el hombre siempre incorpora algo divino.

El grupo de hombres escuchaba. Dedicaron un primer vistazo de asombro a Leonardo y un segundo de confusión a Savonarola. ¿Estaba aquel hombre dando clases de teología? Girolamo Savonarola no pretendía librar una batalla dialéctica con nadie. Él tenía la Verdad Suprema, él era el instrumento de Dios.

—Sois un hombre letrado, Leonardo el de Vinci. Nada que ver con la información que ha llegado a mis oídos.

Detrás del fraile apareció la presa. Sandro Botticelli se asomó, carente de seguridad en sí mismo, y en su cara se reveló el traidor que le había acechado y señalado.

—Según me informan mis fieles, habéis sido toda la vida alguien iletrado.

—Dicen que, por no ser yo un hombre de letras, no puedo expresar bien lo que deseo tratar. Pero ellos no saben que mis cosas han de ser tomadas, más que de las palabras ajenas, de la experiencia, que es la maestra de quien bien escribe. El amor lo vence todo. El amor por la curiosidad, por la observación, por el sacrificio y la perseverancia. El amor por la pasión y el conocimiento. Si un hombre es perseverante, aunque sea duro de entendimiento, se hará inteligente; y aunque sea débil, se transformará en fuerte.

—No deseo que me contéis vuestra patética y pecaminosa existencia. Sois amigo de Sandro Botticelli, fiel siervo de mi mano derecha fray Domenico Buonvicini de Pescia. ¿Algo más que decir?

Da Vinci no sabía que, tiempo atrás, fray Domenico había comprado la voluntad de Botticelli, instándole a que depositara una falsa acusación en la Signoria. Las miradas de Leonardo y Sandro se cruzaron por un breve espacio de tiempo. La mirada de Sandro, huidiza. Los ojos de Leonardo, clavados como flechas. La tensión se respiraba en el ambiente, pero no era Sandro Botticelli el que estaba amordazado.

—Yo reprendo a los amigos en secreto y los alabo en público. Lástima que no vea ningún amigo a mi alrededor.

—Purificadle.

Con esas palabras, Leonardo fue sentenciado a arder en la hoguera. Los tres guardias empujaron a Leonardo. Sandro bajó la cabeza, presa del miedo y la vergüenza.

—Escuchadme bien, miserable marioneta de un Dios al que no reconozco como el mío. Cuando llegue vuestra hora, volaré sobre vuestra cabeza. Y tú, Sandro, que en otros tiempos gozabas de mi amistad… Bienvenido a mi lista de obsesiones.

Un pequeño empujón hizo desaparecer a Savonarola del campo de visión de Leonardo. Un grito oportuno cambió los planes de la guardia.

—¡Al ladrón! ¡Ese pequeño diablo hijo de Satanás me ha robado la faltriquera! ¡Al infierno con él!

Girolamo Savonarola nunca descubriría cuánta razón tenía. En verdad era un pequeño diablo. Salai se había apoderado del pequeño bolsillo colgante del fraile y se había dado a la fuga. Un elemento de distracción que aprovechó Leonardo. Uno de los guardias salió tras él. Otro se quedó a medio camino entre el ladrón y el preso. Leonardo aprovechó ese momento. Con tan solo la fuerza de un hombre sujetándole, fue fácil desprenderse de él. Un golpe fuerte e inesperado y el guardia estaba apoyando el trasero en las escaleras de la Signoria. Cuando el guardia despistado, fruto de su propia duda, quiso darse cuenta, Leonardo corría calle a través deshaciéndose de la capa y desabrochándose el jubón.

—¡Matad a Leonardo da Vinci! —gritó enfurecido Savonarola.

En un abrir y cerrar de ojos, Leonardo se había lanzado a las aguas del Arno. Cuando la Guardia Blanca llegó, esperaron el tiempo suficiente a que el fugitivo volviese a la superficie del agua. Sobre el ponte Vecchio, algunos de los soldados escudriñaban las aguas y vigilaban la orilla contraria. Leonardo no apareció, su cuerpo sin vida tampoco.

Dándolo por muerto, la guardia se retiró de nuevo en dirección a la piazza della Signoria. Salai, desde una posición discreta, observaba atentamente aguardando a que el ambiente se tranquilizase. Poco a poco, se fue aproximando al comienzo del Ponte Vecchio y, tras un salto espontáneo sobre la cornisa pétrea, se dirigió hacia la orilla. Bajo el puente, una escafandra herméticamente aislada fabricada en cuero marrón sobresalía del agua. Dentro, una bolsa pectoral inflada y una válvula que permitía el acceso y la expulsión del aire. Unos casquetes flexibles protegían los tubos respiratorios. Salai se tiró al agua. Era la señal que Leonardo esperaba. Vía libre, camino despejado. Lo habían logrado.

Leonardo esperaba utilizar su prototipo de respiración subacuática una vez hubiera ajustado cuentas con Botticelli, pero la situación se había comprometido demasiado. Aun así, el cálculo no había sido erróneo del todo. Su futuro pasaba por la funcionalidad del rudimentario traje acuático.

—Salai, recuérdame que, si alguna vez visitamos Venecia, proponga este artilugio para la guerra contra los otomanos.

Salai asintió sin hacer mucho caso. Aún seguía en su poder la faltriquera de Savonarola. Al fin y al cabo, el fraile representante de la austeridad portaba algunas monedas.

—Volvamos a Milán, maestro. Tiene que terminar la cena.

El doble sentido de la frase les hizo estallar en una sonora risotada.