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4 de septiembre de 1495, taller de Leonardo, Milán

Caterina da Vinci cerró los ojos e inició un viaje que Leonardo tardaría en recorrer.

Con sesenta y ocho años, una mujer valiente, antes esclava y ahora madre del mayor artista que habían dado los Estados italianos, partía de este mundo en brazos de su hijo. Leonardo contaba con cuarenta y tres años y había esperado treinta y ocho para tener ese último abrazo, cálido y frío al mismo tiempo. En los dos últimos años, habían recuperado todos los momentos perdidos. Madre e hijo gozaron uno del otro. Si bien es verdad que Leonardo a veces se convertía en un animal solitario, su madre le dejaba hacer y cuidaba de un quinceañero Gian Giacomo Salai. Pero como solía pensar el florentino, cosa bella y mortal pasaba y no duraba. Era parte del plan de la vida. Idas y venidas. Luces y sombras, vidas y muertes.

Durante dos años, había tenido el tiempo suficiente para ver cómo su hijo saboreaba las mieles del éxito. Florencia no había sido el lugar ideal, pero la ciudad sin prejuicios de Milán le había encumbrado. Todos saludaban al de Vinci. Todas querían un retrato del maestro florentino. Caterina incluso se mimetizó tanto con el ambiente milanés que trató de buscar sin éxito pareja para su hijo, que vivía con un adolescente como aprendiz. Al principio, trató de hallar la mujer ideal, pero también lo intentó con hombres. Poco a poco, se dio cuenta de que su hijo era inmune al apetito sexual, y Leonardo se cuidó mucho de no contar cuánto había padecido para llegar a tal punto.

Después de un fugaz paso por todos los bellos momentos vividos juntos, las últimas palabras de Caterina se grabaron en la extraordinaria mente de Leonardo.

—Te quiero, hijo mío, te quiero… —susurraba Caterina mientras las lágrimas de Leonardo resbalaban por sus mejillas—. Prométeme que no harás nada, prométeme que te quedarás en Milán.

Leonardo era incapaz de mentir, así que prometió.

—Madre, solo puedo prometer que te convertiré en inmortal.

Caterina da Vinci realizó un último esfuerzo como respuesta a la promesa de su hijo y sonrió levemente, enigmáticamente.

Todo se volvió negro.

Leonardo, intentando hacer caso omiso al dolor, apuntó los gastos del entierro de su madre. No era un entierro lujoso. Su madre no lo habría permitido. Fue una ceremonia austera, noble.

Gastos del entierro de Caterina:

— Kilo y medio de cera 27 sueldos

— Por el féretro 8 sueldos

— Paño para cubrir el féretro 12 sueldos

— Por cargar y plantar la cruz 4 sueldos

— Por cargar el féretro 8 sueldos

— Por 4 curas y 4 monaguillos 20 sueldos

— Campana, libro y esponja 2 sueldos

— Por los enterradores 16 sueldos

— Por el anciano 8 sueldos

— Licencia de las autoridades 1 sueldo

— El médico 5 sueldos

— Azúcar y velas 12 sueldos

— Total 123 sueldos

Así fue como Leonardo, con algo más de seis liras, cerró un capítulo más de su vida. Un capítulo que no debería haber sido escrito, ni mucho menos, con sangre. El final fue feliz. Leonardo era consciente de lo finito que era todo cuanto le rodeaba. Pero al menos, y a pesar del final, hubo una despedida. Hubo un «te quiero». Hubo un «te convertiré en inmortal».

Las semanas siguientes fueron semanas no de dolor, pero sí de una pesadumbre que le minaba el alma. Sentencias de aflicción salpicaban sus cuadernos de notas, con claras referencias a la ausencia de su madre.

“No mientas sobre tu pasado”.

Salai procuró animar al maestro, cuya sonrisa de vez en cuando se ahogaba en su propio mar de lágrimas. No le quedaban fuerzas para seguir con la monumental obra ecuestre en honor a los Sforza, pero tarde o temprano tendría que reunir el ánimo suficiente.

Leonardo divagaba entre razón y sentimiento. Por un lado, la muerte de su madre le había afectado trágicamente. Pero no era lo único que le afligía. Había descubierto quién había sido el artífice de su encierro y tortura, y sobre todo había descubierto quién había permitido que su madre, al tratar de encontrarle, fuera objeto de diversas vejaciones.

Ludovico Sforza estuvo hábil. Recién reformada la iglesia de Santa Maria delle Grazie, necesitaban de artistas para elevar el estatus del futuro mausoleo de los Sforza. Donato da Montorfano había ejecutado ya su obra principal, el fresco de la crucifixión, hacía escasas semanas en la pared meridional del refectorio. Ahora buscaban con ahínco al artista que decorase la pared enfrentada a la obra de Montorfano. Ludovico no lo dudó. Si bien es verdad que las celebraciones nupciales no fueron de su agrado, Leonardo supo recompensarle con el modelo ecuestre de arcilla más grande del mundo. Decidió darle una nueva oportunidad. Le encargaría el fresco del muro virgen.

Los dominicos del convento soñaban con la representación de la celebración de la última cena de Jesús, su Señor, con los apóstoles. Leonardo, con el fin de salir del pozo donde últimamente se hallaba confinado, aceptó. Como única condición, exigió que representaría la imagen de acuerdo con sus ideales. Ludovico Sforza aceptó, incluso se llegó a frotar las manos. Los dominicos se echaron las manos a la cabeza. Todavía rondaba de boca en boca la representación de Leonardo de su Virgen, el ángel, Juan el Bautista y Jesús. Nada bueno podía salir de ese contrato.

La mente de Leonardo estaba muy lejos de allí. Ni siquiera la llegada a la ciudad de la mente prodigiosa de Luca Pacioli le sacaría de sus momentos de tristeza. Pacioli, un monje franciscano de alrededor de cincuenta años, era un maestro de filosofía y matemáticas. En los ratos de menor abatimiento, le abrió un nuevo mundo matemático. Sus conocimientos se verían reflejados en la geometría compositiva de su Última cena e incluso comenzarían a trabajar juntos. Luca Pacioli preparaba una nueva obra y necesitaba de un ilustrador capaz de plasmar la tridimensionalidad de los objetos. Se había juntado la pareja perfecta.

Pero entre clases y clases de matemáticas, mientras Salai y un buen número de ayudantes comenzaban a construir los andamios en el refectorio para el inicio de la obra, Leonardo da Vinci había llegado a una conclusión. Rendiría cuentas a su madre más adelante, en otro sitio, en otra vida quizá.

Saldría de Milán.

Despertaría al león ardiente.

Rugiría la llama de la venganza.

A ti, mia madre Caterina, que ya no estás…

Un vástago debería estar agradecido a una madre toda su vida. No hay motivos para reprender nada, nunca. Aunque la persona no nazca fruto del amor, sino del poder o de la pasión pasajera, la mujer acepta el calvario de los nueve meses de fecundación aun a sabiendas de que puede no llegar a ser amparada por la también imprescindible figura paterna.

Pero aun así, tengo cosas que recriminar.

Siempre me he sentido solo. Sin la figura del padre que me amparara en el dificultoso camino de la prosperidad laboral y sin el amor y la buena cocina de una madre, un vacío interior que será difícil de llenar en los anales venideros.

Solo sé que existo por mi propia conciencia. La breve nota del abuelo que se dispuso a plasmar con su pluma mi venida al mundo certifica legalmente que existo, de una u otra manera: «Nació un nieto mío, hijo de ser Piero, mi hijo, el 15 de abril, sábado, a las tres de la noche y fue llamado Leonardo. Lo bautizó el sacerdote Piero di Bartolomeo de Vinci», eso decía el abuelo.

El abuelo tampoco cumplió su misión. El destino solo nos permitió abrazarnos diecisiete primaveras en las que tú, mia madre, no estabas. Diecisiete primaveras en las que papá Piero solo me veía como una fuente de ingresos más.

Tío Francesco estuvo allí. Me mostró la importancia del saber observar minuciosamente todo lo que nos rodea. De saborear cada puesta de sol en los páramos de Vinci, de correr por los campos que rodeaban las lindes de nuestra casa en Anchiano, de distinguir cualquier tipo de ave que surcara nuestros cielos. En definitiva, de amar la naturaleza. Tío Francesco siempre estuvo allí.

Pero nadie me mostró el camino que uno debe tomar para amar a una persona por encima de todo, más allá de cualquier interés, más allá de cualquier objetivo. El amor puro, surgido del respeto y la admiración. De la pasión y del deseo. El amor surgido de la no explicación. Ese trabajo corresponde a los progenitores. Aquellos que nunca estuvieron a mi lado.

He recibido más amor de un perro y un caballo que de las personas que me trajeron al mundo. Aun así, ya no lo tengo en cuenta. Ya no estás a mi lado, mia madre, y papá Piero está en el final de sus días. No creo que vea salir el sol más allá de un lustro. También veo venir el desenlace final. Como hijo ilegítimo, seré desheredado y todo irá a parar a esos que dicen llamarse mis hermanos solo cuando los rumores apuntan a que Leonardo da Vinci está haciendo algo grande. Pero son ellos, los incultos hermanos, los que no saben que los hombres geniales empiezan grandes obras, pero son los hombres trabajadores los que las terminan. ¡Qué sabrán ellos de sacrificios!

Aun así, mia madre, decidiste ser fuerte. Una esclava como tú no lo tenía fácil. Nunca fue de mi agrado aquel hornero con el que decidiste comenzar una nueva vida. Pero valoro su esfuerzo por hacerte sentir esa mujer que papá Piero nunca logró pulir en ti. Para ese hornero fuiste mucho más que una simple esclava. Y, si fuiste una esclava, pasaste de ser una cautiva a estar cautivada por el amor y la atención.

Y aun así, mia madre, decidiste cumplir con ese deber divino de ejercer de protectora y tu instinto maternal te hizo venir a mí.

Has cumplido tu misión. Me has abierto los ojos. Y tu instinto ha despertado otro en mí. Un instinto disfrazado de matemático que ahora se quita la máscara para pedir solo una cosa. Venganza.

El instinto animal de un león ardiente cuyas llamas no conocen lugar recóndito donde no puedan iluminar, donde no puedan quemar, donde no puedan reducir a cenizas. Que tiemble el mismísimo ave Fénix, ese con el que todos me identifican ahora. El león ardiente se convertirá en el rey de esa selva que llaman Florencia.

Mia madre, la belleza perece en la vida, pero es inmortal en el arte.

Descansa en paz.

io, Leonardo da Vinci