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16 de julio de 1493, jardines ducales del castello Sforzesco, Milán

Dos años habían pasado desde la catástrofe. Durante ese tiempo, el mundo parecía que cambiaba y evolucionaba a pasos agigantados. Solo en el último año un Borgia había ascendido al trono de Pedro. Rodrigo se había convertido en Alejandro VI. En las tierras de los Reyes Católicos, se había librado la última batalla contra los nazaríes de la Granada de Boabdil, y los judíos fueron expulsados mediante decreto ley. Por si fuera poco, Cristoforo Colombo o Cristóbal Colón, como lo conocían sus mecenas españoles, había llegado a las Indias Occidentales. En definitiva, muchos cambios. Nuevas oportunidades.

La ciudad de Milán seguía su curso. Nuevas obras, nuevos proyectos. Leonardo había presentado un nuevo bosquejo para la cúpula de la catedral de Milán, pero fue desestimado. Todo cuanto podía o quería hacer se encontraba con una negativa por respuesta. Al mismo tiempo, se iba preparando la estatua ecuestre que había prometido: el caballo, símbolo del poder conquistador en honor a la casa Sforza; el caballo, noble, rápido, libre, bello; el caballo, su salvoconducto para recuperar el prestigio perdido.

Gracias de nuevo a las peticiones cómplices de Beatrice d’Este y de Isabella de Aragón, Ludovico Sforza recibió a Leonardo. En un intento de desacreditar al pintor e ingeniero florentino, llamó a lo mejor de cada casa para un banquete que se celebraría en los jardines ducales, frente al castello Sforzesco. Precisamente el lugar de donde llegaron las alimañas que acabaron con la tarta más grande del mundo. Irónico.

Allí se encontraban el duque con Beatrice d’Este, su sobrino Gian Galeazzo con la princesa Isabella así como miembros destacados de la corte de Ludovico Sforza. Los escritores de la corte Baldassare Taccone y Gian Francesco Tantio, el escultor Gian Christoforo Romano, el conde de Caiazzo Gian Francesco Sanseverino, el ingeniero Francesco di Giorgio Martini y un largo etcétera. Todos querían ver al genio caer o renacer como el ave Fénix.

Un colosal andamio móvil se había presentado ante ellos. Una base de madera movida por cuatro ruedas que lograban transportar aquel gigante de siete metros de alto cubierto con un telar lo más livianamente posible. Los codazos entre los asistentes denotaban chismorreos y faltas de confianza. Ludovico Sforza el Moro miraba con atención. Gian Galeazzo estaba ausente, medio consumido por la ira, pues en el fondo era él quien debería estar dirigiendo el acto. Ludovico no soltaba el poder, ni lo haría.

—Damas y caballeros, señor mío ilustrísimo duque Ludovico. Fui un hombre iletrado, mas soy y seré siempre un hombre de palabra. Prometí de mi puño y letra realizar un encargo que sirviera de gloria inmortal y honor eterno a la feliz memoria de vuestro señor padre y de la casa de Sforza. He aquí el trabajo realizado. Presento ante ustedes el caballo más grande jamás conocido.

Zoroastro y Salai ayudaron al maestro a escurrir la enorme tela que cubría la talla equina. Ante los asistentes, una inmensa mole de arcilla parecía cobrar vida. Se podía escuchar el relinchar en los corazones y más de uno pensó que ese enorme caballo de siete metros de altura cobraría vida en cualquier momento y saldría al galope.

Los aplausos no tardaron en aparecer. Ludovico, el mismísimo Moro, observaba boquiabierto el enorme titán que Leonardo había construido para su casa Sforza.

Meser Leonardo, tengo que confesaros que la confianza no era un sentimiento que os profesara hasta hace escasos momentos, pero tengo que admitir que estoy gratamente sorprendido. ¿Qué necesitáis para ultimar vuestra obra maestra?

—Setenta toneladas de bronce para fundir, que cubrirán el modelo de arcilla para que la gloria inmortal de la casa Sforza perdure en el tiempo. —Leonardo forzó la petición sin complejos.

—Así sea —respondió sin dudar el duque—. Mientras llevamos a cabo los preparativos y reunimos el bronce, propongo que el caballo de arcilla sea expuesto en la catedral de Milán, para honor de nuestros ciudadanos. Meser Leonardo da Vinci, bienvenido de nuevo.

Allí estaba Leonardo, con la sonrisa de oreja a oreja. Ante él, admiración. Leonardo había renacido de sus cenizas. Ante el público, el resurgir de una joven fogosidad, el renacimiento de un genio, la inmortalidad de una pasión.

Baldassare Taccone, escritor y poeta de la corte de Ludovico Sforza, que se encontraba allí presente, escribió:

Miro su inmensa belleza sobrecogido,

mayor que nada antes visto,

ni siquiera en las antiguas Grecia y Roma,

y ha sido creada por Leonardo da Vinci a solas.

El caballo de Leonardo da Vinci fue el tema de conversación durante las jornadas siguientes. «El florentino ha vuelto», decían unos. «El de Vinci ha resurgido de sus arcillas», bromeaban otros parafraseando la mitología del ave Fénix. Leonardo se sentía cómodo con esos apodos. A sus cuarenta y un años, se sentía joven. Siempre gustaba de equipararse con un «león ardiente» por el juego de palabras que hacía con su nombre: «Leonardo» y el «Leone ardente». Ese pasatiempo le hacía recordar tiempos lejanos en Montserrat, frente a San Jerónimo. Pero la similitud con el ave de fuego le hacía enorgullecerse también. Su fuego interno fusionado con su pasión por el vuelo.

La visita que recibió sí le hizo volar. Muy alto. Muy lejos. Voló en cuestión de segundos a su tierra natal, a su inocente infancia, al calor de su primer hogar.

Allí, en el zaguán de la puerta, una mujer que superaba los sesenta años de edad esperaba la bienvenida. Ese rostro lo había visto antes, mucho tiempo atrás.

Buona sera, signore, soy Caterina da Vinci. Soy vuestra madre.

Unos segundos de pausa, de silencio. El tiempo se había detenido entre los dos. Leonardo se abalanzó sobre ella mecánicamente. La abrazó y la levantó varios centímetros sobre el suelo. Las lágrimas de ambos se fundían en un solo cauce y era difícil discernir qué gota era de quién. Los ayudantes de Leonardo atravesaron el taller y se reunieron en la entrada de la casa, sorprendidos por los sonidos que les llegaban. Allí estaban madre e hijo, fundidos en uno. Abrazados, desafiando al tiempo. El séquito de Leonardo le dejó hacer. Zoroastro agarró al pequeño Salai y se lo llevó fuera del alcance de los bolsillos de la madonna que acababa de llegar.

Después de descargar el austero equipaje que portaba y ofrecerle el aposento más digno que le pudo entregar, ambos se sentaron al aire fresco, pues julio era un mes en el que el calor apretaba, incluso por la tarde. Un par de copas de vino revitalizante rompieron el hielo. Había mucho de que hablar.

Mia madre!, ¿cómo habéis llegado a Milán? ¿Cómo me habéis encontrado?

—Hijo mío, es una historia muy larga y no quiero aburríos hoy.

—Madre, tenemos todo el tiempo del mundo. Hoy mismo he…

—Lo sé, querido Leonardo, lo sé. He visto la estatua de caballo más bella que se pueda encontrar. Y ha sido fruto de las manos de mi propio hijo. En realidad, os consideran un genio. En realidad, sois un genio.

—Bueno, mia madre, no siempre fue así. Pero no quiero malgastar el tiempo hablando de mí. Quiero hablar de vos. Milán está muy lejos de Vinci.

—Antonio, mi marido, murió hace tres años. —Caterina comenzó su historia.

—Descanse en paz, madre… —la consoló Leonardo.

Caterina se tomó su tiempo antes de arrancar de nuevo.

—Durante todos estos años, he dado a luz a cinco criaturas más. A todas ellas les di educación y cobijo, tan dignamente como pude.

Leonardo posó su mano izquierda sobre la rodilla de su madre. Intentaba tranquilizarla, eximirla de culpa, invitarla a que prosiguiera.

—Aún tenía una tarea pendiente contigo, mi pequeño Leo. Solo vine a Milán para decirte que estuve allí. Que no te abandoné. Aunque tú no lo supiste nunca, estuve a tu lado.

Las lágrimas empezaron a brotar de nuevo. Caterina, de una u otra manera, trataba de abrir su corazón a un hijo casi desconocido para ella. No era fácil. Eran muchos los años con la ausencia del amor.

—No os entiendo, madre mía.

—Leonardo, yo estuve allí. Estuve en el palazzo del Podestà. Me avisaron de tu injusto encarcelamiento y aporreé las puertas para pedir clemencia.

Caterina da Vinci hundió la cara en las manos. El llanto proseguía cada vez más fuerte. Leonardo ató cabos. Su madre era la «intrusa». Entonces recordó:

Se vio siendo arrastrado hacia la sala de tortura mientras escudriñaba con la mirada un posible hueco por el que diseñar su plan de huida. De pronto, algo interrumpió su pensamiento; no era la voz de su torturador —que afilaba un instrumento para un próximo tormento—, sino el llanto de una mujer. Escuchó lágrimas acompañadas de lamentos y gritos ininteligibles que provenían de una sala cercana. Y entonces no pudo evitar insultar a su guardia. Le parecía que eran unos cobardes. Y le preguntó si también torturaban a mujeres allí y que esa actitud le parecía muy viril para alguien que acusaba de sodomía. No pudo evitar la ironía. Su torturador le cruzó la cara.

—Madre…, ¿estuvisteis dentro del palacio? ¿En los calabozos?

La madre no levantó la cabeza. Seguía enjugándose las lágrimas en sus manos de campesina. El silencio era una respuesta. En este caso, afirmativa. Los llantos de aquella mujer hacía casi veinte años, a lo lejos en los calabozos, eran los lamentos de Caterina Schiava da Vinci. Su madre. Leonardo conocía de sobra los apelativos de los tres carceleros. Había sincronizado, mediante un ejercicio de memoria fotográfica, las caras y sus correspondientes nombres. Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta.

Leonardo aguardó paciente. La madre se había recuperado poco a poco de la amargura. No era fácil para ella entregarse en cuerpo y alma a su hijo.

Mia madre, ¿qué aberraciones te hicieron sufrir?

Caterina dudó. No deseaba ser explícita. No hacía falta.

—Nada que una mujer, sea cual sea su clase social, deba sufrir ni en la vida ni en la muerte.

Leonardo aceptó la respuesta de mala gana. Era pasado. Posiblemente las heridas psicológicas de su madre se habrían cerrado. O tal vez no. Pero él no podía sino hacerla sentir como en casa. Hacerla feliz.

Mia madre, desearía que descansarais. Mañana os enseñaré el taller y la ciudad de Milán. Veréis qué bello es el castello Sforzesco. Estoy seguro de que seréis bienvenida en el palacio ducal. Pero antes contestadme a una última duda. ¿Cómo supisteis dónde encontrarme?

—Fue fácil. Vuestro buen amigo Sandro Botticelli me facilitó la información. Hace ya años que le vi por última vez, pero me dijo que habíais partido a Milán hacía escasos meses. Yo confié en la capacidad de adaptación de mi hijo. Confié en que te ganarías el aplauso de estas gentes y que no retornarías a Florencia. Cuando murió Antonio, no sabía qué hacer. Fue mi corazón y no mi cabeza el que agarró el petate y, con lo poco que tenía ahorrado, decidí llegar a vos.

Leonardo tiñó su gesto de una grave seriedad. Frunció el ceño y se quedó pensativo. Su madre esperaba otra muestra sentimental, mucho más amable.

—Leonardo, ¿qué sucede? —Su voz se había vuelto más cálida, protectora.

Mia madre. Nunca tuve en la cabeza venir a Milán. Cuando partí de Florencia, solo Sandro Botticelli sabía cuál era mi destino, y estaba lejos de las fronteras de nuestro país. Me fui a la Corona de Aragón, en territorios españoles. Viví allí casi dos años. Debido a un grave incidente, tuve que partir y fue el destino caprichoso el que me encaminó a Milán.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó alarmada Caterina.

—Significa, madre mía, que por uno u otro motivo Sandro Botticelli os mintió. Os alejó de Florencia y, más grave aún, intentó alejarte de mí. Pero la naturaleza es sabia y ha querido que nos juntemos para desenmascarar al traidor. No ha sido vuestro corazón el que os ha traído aquí, mia madre. Ha sido una fuerza muy superior. Ahora descansad, mañana será un nuevo día en el que brillará el sol. Una nueva jornada donde disfrutaremos de todo el tiempo que nos han robado. Mañana la ciudad entera de Milán sabrá que Caterina da Vinci, mia madre, ha llegado a la ciudad.

Una vez se hubieron apagado todas las luces del hogar, Caterina apenas pudo conciliar el sueño con dificultad. Para Leonardo fue imposible. Sandro Botticelli no solo le había traicionado a él. Había conspirado contra su madre y la había vendido a su suerte. Ahora disfrutaría como nadie de ella. Después, quizá, se plantearía volver a la ciudad de Florencia.

Esta vez no regresaría el artista. No retornaría el genio.

Esta vez Florencia recibiría al hombre.