24 y 25 enero de 1491, taller de Leonardo, Milán
La justa organizada junto con el capitán Galeazzo Sanseverino para los prolegómenos del enlace de Ludovico y Beatrice había sido de nuevo un éxito. Esta vez, Leonardo tuvo la osadía de convertir a parte del grueso de los soldados de Sanseverino en hombres salvajes representantes de la Madre Naturaleza. Ellos lucharían contra el capitán en duelos de caballo y lanza, cuyo yelmo, diseñado por el florentino, recordaba a un dragón con los cuernos trazados en espiral acompañados por una serpiente alada.
Debía seguir con el plan establecido. Justo antes del amanecer de la jornada del 24 de enero, había convocado a los mejores arquitectos, cocineros y pasteleros en la plaza central del castello Sforzesco. La tarea prometía ser ardua. El resultado garantizaba la inmortalidad.
—Escuchadme, amigos de Milán —comenzó Leonardo—. Hoy cambiaremos el curso de la historia. Mañana, cuando nos recuerden, decidirán cambiar el nombre de esta plaza, la plaza de las Armas, y la denominarán plaza de las Tartas.
La gente, en un primer momento, no entendió nada. Leonardo, poco a poco, descubrió cuál era su secreto. Había decidido sustituir la tarta nupcial en el enlace del duque con Beatrice d’Este. En su defecto, celebrarían la alianza en el interior de ella. Con un meticuloso plan que Leonardo dibujó en la arena, explicó paso a paso lo que, entre todos, conseguirían.
Crearían una enorme tarta de sesenta metros de longitud con pasteles y bloques de polenta. Un banquete aderezado con nueces y uvas pasas, frutos secos que simbolizaban la fertilidad. En su interior, sustituirían cualquier mobiliario por mesas y sillas hechas de pastel. Sería una boda única.
Se formaron dos grupos de personas. Unos, le tildaban de genio pero se amedrentaban ante la dificultad de conseguir el reto en una jornada. Otros le suponían lunático y demente, pero querían formar parte indiscutiblemente de semejante proeza. Las palabras de Leonardo terminaron convenciendo a todos por igual y, de la mañana a la noche, Milán se convirtió en una única empresa con un fin singular: construir la tarta más grande del mundo.
Al término de la jornada, todos alabaron la capacidad creativa y organizativa de Leonardo, el florentino. Frente a ellos, ya iluminado con antorchas y lámparas de aceite, se alzaba triunfal el enorme pastel que contendría nada más y nada menos que a trescientos invitados.
Marco d’Oggiono se encargó de pagar los estipendios acordados y cada uno regresó triunfante a casa. Leonardo fue el último en abandonar el patio de armas. También sería el primero en llegar la mañana siguiente.
La jornada del 25 de enero del año 1491 de Nuestro Señor fue una hecatombe.
Al llegar, el maestro de ceremonias de Ludovico Sforza, el duque de Milán, enmudeció. A las primeras luces de la mañana, a falta de unas cuantas horas para la celebración de las nupcias, el banquete ya se había celebrado. Leonardo había calculado mal. En realidad, no había calculado como posible desenlace un elemento imprescindible en cualquier ciudad en obras que se precie. Las alimañas. El azúcar utilizado en la elaboración de la tarta despertó los sentidos de cuantos animales andaban por la ciudad. Ratas, gusanos, insectos y aves tuvieron el convite de su vida. Flaco favor le hizo a Leonardo la proximidad del enorme jardín ducal, el Barcho, sede de todo tipo de bestias.
Todo lo que había sido construido en el patio de armas, la plaza central de la fortaleza sforzesca, yacía derrumbado sobre el suelo. Las calzas de Leonardo se iban llenando cada vez más de inmundicia, mientras caminaba alrededor de las alimañas, a las que no parecía importar la intrusión de un nuevo ser. Al fin y al cabo, había para todos. Los instintos animales prohibían desperdiciar tal festín.
Los ayudantes de Leonardo en tal empresa, así como los miembros de su taller, se llevaban las manos a la cabeza. Unos intentaban librar una batalla campal contra las sabandijas. Otros miraban a Leonardo, suplicando una pronta solución. Salai, mientras tanto, se mofaba de las ratas intentando alcanzarlas con restos de nueces esparcidas por doquier. Realmente se divertía, haciendo caso omiso al desastre ocurrido y a los posteriores daños colaterales que ocasionaría.
Leonardo, horrorizado, huyó. No por miedo a Ludovico Sforza, no por miedo a lo que diría. Lo único que le asustaba era él mismo. Había fallado. No había calculado esa posibilidad, no estaba contemplado el fallo. El pequeño Salai se fue detrás de él, divertido, sin saber el alcance de la catástrofe.
Fueron los ayudantes los que tuvieron que dar explicaciones ante el duque. El bueno de Giovanni Antonio Boltraffio llevó la voz cantante. Él era el artífice del retrato de Beatrice d’Este como regalo de bodas y ayudaría a calmar la tensión. Por supuesto, culparon a la mala previsión de Leonardo, pero también supieron jugar una baza a su favor. Zoroastro evidenció que Milán necesitaba esa ansiada reforma urbanística que hiciera desaparecer las alimañas de una vez por todas. Ante semejante axioma, los duques dieron su brazo a torcer.
Aun así, lejos de enfurecerse, Ludovico Sforza actuó raudo. Aún tenían algunas horas por delante para deshacer el entuerto. Despejarían toda la plaza de las Armas para que los olores no afectasen a los invitados y decorarían in extremis la corte ducal coronada con el Pórtico del Elefante. Cuando terminaran las nupcias, ya rendiría cuentas con Leonardo da Vinci. Beatrice d’Este, lejos de sentir que su gran día se había echado a perder, admiró la valentía de aquel hombre. La tarta más grande del mundo yacía en el suelo del patio de las armas pero, al fin y al cabo, era su tarta. Su tarta más grande del mundo.
Ninguno lo vio con los ojos de Isabella, que aún recordaba aquella bella jornada en Montserrat. Aquella tarta habría hecho volar a cualquiera. A partir de ahí, todo fue cuesta abajo. El rumor se extendió como la pólvora y la fama de Leonardo poco a poco fue menguando. El florentino, presa de su propio fracaso, empezaba a imaginar un paralelismo con su antigua ciudad, con la obligación de abandonarla. Todo lo que había creado hasta ahora estaba a punto de desmoronarse. Sus pinturas, su taller, su «paraíso» de Isabella de Aragón. No importaba cuántos buenos trabajos hiciera uno en vida. La gente solo te recordaría por el último.
Tenía que jugarse su reputación a una sola carta. Había llegado el momento de recuperar el fragmento de su carta a Ludovico.
Y, en fin, podrá emprenderse la ejecución en bronce de mi modelo de caballo que, así realizado, será gloria inmortal y honor eterno de la feliz memoria de vuestro señor padre y de la casa de Sforza.
Crearía la estatua ecuestre, recuperaría la fama y la confianza perdida. Todos volverían a admirar a Leonardo da Vinci.
Mientras, en la calle, un rumor. Un fracaso. Una realidad: el genio de Florencia era incapaz de dar de comer a trescientas personas.