24 de julio de 1490, taller de Leonardo, Milán
Giacomo vino a vivir conmigo el
día de la fiesta de María Magdalena
del año 1490. Tenía diez años.
LEONARDO DA VINCI
De repente, como una especie de hijo adoptivo, ingresó un pequeño diablo en el taller de Leonardo. En tan solo dos jornadas, el hijo de unos campesinos de Oreno había puesto el taller y la vida de Leonardo patas arriba. El bello joven de cabellos rizados, Gian Giacomo, solo tenía diez años, pero comía por dos y hacía las mismas trastadas que cuatro.
La idea de Leonardo, a priori, era formarlo como artista. Aprendería primero los oficios de recadero y criado, sirviendo incluso algunas veces de modelo. Pero no iba a ser tan fácil como parecía. La bottega de Leonardo no llevaba mucho tiempo abierta, pero los encargos empezaban a amontonarse y el dinero iba y venía. Se podía decir que no le iban mal las cosas. Entre sus clientes, algunos comerciantes acaudalados de la Corsia dei Servi. Entre el personal de Leonardo, se encontraban como colaboradores los Predis, Ambrogio y Evangelista con los que había colaborado años atrás en el encargo de la Confraternidad Milanesa de la Inmaculada Concepción. También deambulaban por allí Giovanni Antonio Broltraffio, un discípulo práctico y experto, y Marco d’Oggiono, un joven asociado al taller del maestro Leonardo. Iba y venía también de vez en cuando el maestro Tommaso, el metalista conocido como Zoroastro, gran amigo del florentino.
Gian Giacomo resultó ser un auténtico ladronzuelo. De vez en cuando, desaparecían plumas, estiletes con puntas plateadas y alguna que otra moneda de la faltriquera del maestro. En definitiva, Leonardo da Vinci había admitido en su taller a un pequeño diablo mentiroso, obstinado y glotón.
Los días transcurrían y Leonardo parecía sentirse como en su casa. Su taller, mediante Ambrogio de Predis, había facturado un bello retrato de Beatrice d’Este, futura esposa del duque de Milán Ludovico Sforza como regalo de boda. Al mismo tiempo, Leonardo había pintado para el duque el retrato de su amante favorita, Cecilia Gallerani. La bella amante adolescente y el pintor florentino se habían conocido tiempo atrás en el castello Sforzesco, y la virtud de la paciencia de la dama le creaba una enorme curiosidad. Al duque, hombre de dudosa fidelidad, le llenó de orgullo poseer esas dos obras de enorme valor. El poeta Bellincioni se hizo eco del retrato de la Gallerani.
Oh, Naturaleza, cómo envidias a Vinci,
que ha pintado a una de tus estrellas,
la hermosa Cecilia, cuyos bellos ojos
la luz del sol convierten en oscura sombra.
La posición de la bottega crecía y crecía en el Milán de los Sforza. A Leonardo también le avalaba el retrato de Atalante Migliorotti, músico, amigo y profesor del pintor. El mismo Franchino Gaffurio, el músico maestro de la capilla de la catedral de Milán, al verlo quedó impresionado. El retrato portaba un homenaje para él, la partitura del «Angelicus ac divinum», compuesta por el propio Gaffurio.
Atrás quedaba la boda de la bella joven que conoció en Montserrat. La pequeña Isabella de Aragón, princesa de Nápoles, había contraído matrimonio con Gian Galeazzo Sforza, que pasada la veintena aún esperaba hacerse cargo del Ducado de Milán. No perdía el contacto con Leonardo da Vinci, ya que les unía una profunda admiración recíproca. Él decía de ella que era «más bella que el sol». El maestro florentino había creado para sus esponsales una extraordinaria cabalgata. La Procesión del Paraíso. En ella, siete actores cuyas vestimentas representaban a los siete planetas conocidos orbitaban alrededor del escenario ovalado cubierto de oro declamando pura poesía en movimiento. El libreto era de Bernardo Bellincioni, quien había alabado el trabajo del vinciano para Cecilia Gallerani, pero esta vez la composición no estuvo a la altura del arte escénico. Un sistema de poleas provocaba el movimiento de los doce signos del zodiaco, un tema que apasionaba a Leonardo, un espectáculo móvil que la ciudad de Milán tardaría en olvidar. Lo que Ludovico Sforza tardó muy poco tiempo en olvidar fue el menú presentado por el florentino. Leonardo, en un ejercicio retrospectivo, diseñó el menú de la boda desde un enfoque mucho más estético que nutricional. Así pues, Leonardo recomendó:
— Una anchoa enrollada descansando sobre una rebanada de nabo tallada a semejanza de una rana
— Otra anchoa enroscada alrededor de un brote de col
— Una zanahoria, bellamente tallada
— El corazón de una alcachofa
— Dos mitades de pepinillo sobre una hoja de lechuga
— La pechuga de una curruca
— El huevo de un avefría
— Los testículos de un cordero con crema fría
— La pata de una rana sobre una hoja de diente de león
— La pezuña de una oveja hervida deshuesada
Ludovico se negó enseguida. No podía permitir que los invitados le señalaran de avaro y mezquino. El duque decidió que Leonardo se encargaría de las artes escénicas y él mismo del banquete. En contra de Leonardo, el duque encargó:
— 600 salchichas de sesos de cerdo de Bolonia
— 300 zampone (patas de cerdo rellenas) de Módena
— 1200 pasteles redondos de Ferrara
— 200 terneras, capones y gansos
— 60 pavos reales, cisnes y garzas reales
— Mazapán de Siena
— Queso de Gorgonzola que debía llevar el sello de la Cofradía de Maestros Queseros
— Carne picada de Monza
— 2000 ostras de Venecia
— Macarrones de Génova
— Esturión en bastante cantidad
— Trufas
— Puré de nabos
La decisión del gobernador de la ciudad abasteció de buena manera el estómago de los portadores de gula y el creativo de Vinci satisfizo a los hambrientos de espectáculo.
Ahora Leonardo había puesto a su disposición a Giovanni Antonio Boltraffio, quien por esas fechas se encargaba de dar forma a una nueva composición de la Virgen y el Niño usando a Isabella como modelo. El mismo Leonardo podría haberse hecho cargo, si bien es verdad que estaba profundamente sumergido en el estudio de la anatomía.
El panorama, por tanto, era iluminador. Un Leonardo al cien por cien de su capacidad intelectual; un taller que hervía de encargos con un gran número de profesionales trabajando puro talento; un nuevo hijo adoptivo al que llamaría Salai, el pequeño diablo, al que tendría que domesticar y, en breve, uno de los mayores encargos de su vida.
Y por encima de todo aquello, Leonardo da Vinci había sido elegido como maestro de ceremonias del enlace del duque de Milán Ludovico Sforza con Beatrice d’Este.
Hora de pasar a la historia.