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1488-1490, Estados italianos

Jesús, dulce consuelo y sumo bien,

de corazón inquieto,

protege a Roma con perfecto amor.

¡Ay! Mira compasivo en qué tormenta

se halla tu Esposa,

y cuánta sangre se acumula tras de nosotros,

si tu mano piadosa,

que siempre se complace en perdonar,

no le devuelve a aquella

la paz cuando era pobre.

Abre, Señor, ahora tu costado,

y deja que penetren

las oraciones de tus devotos fieles.

GIROLAMO SAVONAROLA

Habían pasado duros años de entrenamiento. Su primera incursión en el ambiente florentino no había arrojado el resultado esperado y, cabizbajo, tuvo que regresar a la vida errante y predicadora. Durante los años siguientes se empeñó en buscar seguidores con pasión. Su fervor oratorio iba in crescendo a medida que se granjeaba fieles y vituperadores por igual. Uno de los que encontró sintonía con el fraile fue Giovanni Pico della Mirandola, el joven humanista de Ferrara que contaba con no más de veinte años por aquel entonces.

Durante el año 1484 de Nuestro Señor, durante las idas y venidas por las tierras de la Toscana y Lombardía, el fraile tuvo una gran revelación. La divina inspiración le había clarificado su misión divina. Durante la Cuaresma en la colegiata de San Gimignano cargó de nuevo contra los vicios reinantes y contra la Iglesia corrupta que regía desde Roma. Amenazaba con un castigo próximo desde los cielos y su agresividad oral se veía recompensada por un extenso número de fieles. Su mensaje era claro: la Iglesia necesitaba una reforma. Debía ser flagelada y renovada. Él marcaría el camino a seguir.

Fue un largo periodo itinerante, pero enriquecedor. Las ciudades de Reggio, San Gimignano, Brescia, Pavía o Génova encontraron en Savonarola un soplo de aire fresco para sus ideales. Se estaba ganando una fama, antes ausente, que le abriría de nuevo las puertas de Florencia. Las palabras sobre su propio Apocalipsis no dejaban indiferente a nadie, y la mayoría veía con buenos ojos una reforma cada vez menos imposible de realizar.

Lorenzo de Médici cometió un error. Influenciado por las palabras de un ya maduro Pico della Mirandola y por la obsesión de dotar a la ciudad de Florencia de todo cuanto pudiera engrandecer la fama de la ciudad, hizo llamar a Girolamo Savonarola. Escribió al maestro de la orden de los dominicos instándole a que les mandara a «Hyeronimo de Ferrara», tal y como lo conocía el Magnífico.

Girolamo Savonarola no lo dudó. Era el momento perfecto. Tenía madurez, tenía experiencia, gozaba de la credibilidad del oyente y su energía rebosaba por los poros de su piel. La primera vez fue decisión suya. Esta vez era reclamado. Regresaba al convento de San Marcos. Volvía a la Ciudad. Volvía a Florencia.

Lorenzo de Médici ya tenía su propio caballo de Troya dentro de la ciudad.