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27 de febrero de 1482, abadía de Montserrat, Corona de Aragón

Leonardo iba diseñando poco a poco su San Jerónimo para una ermita, un espacio pequeño con dos cisternas, necesarias ante la dificultad de conseguir agua. Una pintura al temple y óleo sobre una tabla de poco más de un metro de alto. En definitiva, un encargo menor para un espacio menor. Las ermitas eran los espacios reservados a los primeros custodios de Santa María de Montserrat, que hacían vidas paralelas con los monjes de la abadía, pero ahora habían sido relegados a un segundo lugar.

Se habían acomodado rápido y bien. La antigua hospedería no era desmesurada, pero tenía cobijo para tres inquilinos más. A Vitruvio no se le tenía en cuenta y descansaba fuera, en una pequeña caseta de madera. Leonardo no se sentía el mayor de los pintores con el trabajo encargado, pero al menos estaba en contacto con la naturaleza. La energía que allí se podía sentir era mística. El florentino era un hombre agnóstico que deseaba creer en algo, pero su código de vida le prohibía amar aquello que no era capaz de demostrar. Aun así, y con sus sentimientos expuestos encima de la mesa, era aceptado por la comunidad benedictina. Comía con ellos, siempre en silencio, e incluso les ayudaba en las tareas de campo. El profesor les ayudaba con la creciente biblioteca e impartía de vez en cuando alguna clase magistral. Gonzalo cuidaba de Vitruvio y era admitido entre los pocos estudiantes que allí se encontraban.

Leonardo, gran virtuoso de la música desde pequeño, participó en algunas de las clases de la escolanía de Montserrat. Existían en territorio catalán varias escuelas de cantos y salmos, pero ninguna llegaba a la excelencia de Montserrat. La formación religiosa, intelectual y musical de los mozos no tenía parangón. Gonzalo se sentía muy atraído por la música, pero estaba a años luz de alcanzar un nivel mínimamente aceptable. Leonardo de buena gana le enseñó a tocar la lira. El instrumento, una lira da braccio, constaba de siete cuerdas y se tocaban con un arco mientras los dedos pisaban las cuerdas para producir los sonidos deseados. Gonzalo aprendió algunos poemas de Petrarca o Poliziano y, entre risas, algún poema de tono más elevado de Cammelli. La lira era preciosa, con forma de caballo, construida en plata por el mismo Leonardo. Un regalo que Gonzalo no pudo aceptar cuando hubo de volver a casa. Una vez cada quince días tanto Josep Lluís como el joven porteador marchaban a la ciudad de Barcelona para pasar unas jornadas con sus familias.

Los monjes negros estaban reunidos. El hábito, la vestidura superior que guardaba la camisa de lana y el escapulario era negruzco. Todos estaban ocupando un sitio en la antigua sala capitular. Monjes y ermitaños, a excepción de los donados y los escolanos, como marcaba la Regla de San Benito en su capítulo I sobre las clases de monjes:

Es sabido que hay cuatro clases de monjes.

La primera es la de los cenobitas, esto es, la de aquellos que viven en un monasterio y que militan bajo una regla y un abad.

La segunda clase es la de los anacoretas o ermitaños, quienes, no en el fervor novicio de la vida religiosa, sino después de una larga probación en el monasterio, aprendieron a pelear contra el diablo, enseñados por la ayuda de muchos.

Bien adiestrados en las filas de sus hermanos para la lucha solitaria del desierto, se sienten ya seguros sin el consuelo de otros, y son capaces de luchar con solo su mano y su brazo, y con el auxilio de Dios, contra los vicios de la carne y de los pensamientos.

Los sarabaítas y los giróvagos no eran tenidos en cuenta. Della Rovere se sentó en la poltrona que le correspondía. Cuando todo estuvo en silencio, leyó en voz alta la misiva de Roma. Todos se quedaron ingratamente sorprendidos. No se esperaban tal edicto del papa Sixto IV: «Matar a Leonardo da Vinci». Algunos murmuraron en voz baja, otros agacharon la cabeza. Della Rovere tomó la palabra.

—Estamos ante una prueba más, hermanos. Seguimos la Regla de San Benito y, o bien actuamos con autosuficiencia bajo nuestros propios sentimientos, o por el contrario cumplimos la voluntad del representante de Dios Nuestro Señor en la Tierra. Como es costumbre, lo someteremos a votación. Hermanos, el procedimiento será el mismo. La tradición es sagrada. Bola blanca, a favor de Sixto IV. Bola negra, en contra de la misiva. Bola marrón, abstención. Los jóvenes votarán primero.

Por orden de ingreso en el monasterio, uno a uno fueron votando. El primero de ellos, Gerard Guiu, no había recibido «esa llamada». La llamada de Dios, como mencionaban muchos. Él sentía un vacío en su interior, buscaba la conexión y el desarrollo conjunto entre el cuerpo, la mente y el alma. Creía que Montserrat era el lugar perfecto para descubrir el sentido de su estancia en el Universo. Ahora se enfrentaba a una gran decisión. Era el primero en mostrar en público su opinión. ¿Hacer caso al Vicario de Cristo y convertirse en cómplice de asesinato? ¿Oponerse al Pastor Universal frente a sus compañeros de celda?

Gerard se acercó al recipiente. Miró en su interior. Deseaba que dentro del receptáculo hubiera algún símbolo, una guía que le indicase el camino a seguir. De repente, su cuerpo, su mente y su alma entraron en sincronía. Los tres como una unidad decidieron ejercer su derecho a no voto. Ante la mirada del abad comandatario, Gerard Guiu depositó la bola marrón en el fondo del envase. Sin bajar la cabeza, se sentó de nuevo en su escaño y esperó. De repente, el camino parecía mucho más claro. Uno tras otro, cada monje fue depositando su bola marrón en el recipiente. Sergi d’Assís, Mateo de Penya, Rafael Gerona, Joan Despla, Ludovico Ferrer, Francisco de Rosella, Benedicto Solivella, Gaspar Mirambells. Todos.

Solo quedaba una bola por depositar. El voto de Giuliano della Rovere. En el interior, solo se vislumbraba el color marrón. Nadie había hecho uso de ningún otro color que no significase la abstención de voto. En definitiva, Giuliano della Rovere tenía la última palabra. El color de su bola decidiría el futuro de Leonardo da Vinci. Blanco, moría. Negro, vivía. Marrón, viviría, pero sería expulsado de la comunidad. Nunca antes la hermandad de monjes se había visto en tal situación. Nunca antes, por el contrario, habían recibido la visita de alguien como Leonardo da Vinci. Para algunos, un genio en ciernes. Para otros, un perro que metía su hocico donde no le correspondía.

Giuliano della Rovere debatía consigo mismo. El papa Sixto IV era su tío. Él había llegado donde estaba gracias a su poderosa influencia. Por otra parte, el objetivo final de Della Rovere era llegar a sentarse en el trono de Pedro. ¿Cómo actuar ante semejante dilema? No podía esperar demasiado tiempo. Sería un símbolo de debilidad, de duda.

Giuliano della Rovere tomó la decisión que creyó conveniente. La bola rodó. Leonardo da Vinci estaba sentenciado.

La semana del 27 de febrero la abadía de Montserrat recibió una visita inesperada. Los comentarios de Fernando el Católico sobre la belleza del monasterio y sus gentes no pasaron de puntillas en los círculos reales. Una comitiva arribó al monasterio con un salvoconducto real. En realidad, el séquito partía de viaje hacia las costas italianas. La nieta de Fernando I, rey de Nápoles, viajaba con ellos. La joven solo contaba con doce años de edad, pero era endiabladamente bella.

El matrimonio se había pactado tiempo atrás, y el séquito real alcanzaría el puerto de Barcelona para navegar hasta Génova. Al llegar a Milán, conocería a su futuro marido, Gian Galeazzo, sobrino del duque Ludovico Sforza, y familiar directo de la pequeña. Su nombre era Isabella de Aragón. Todos quedaron prendados de su dulzura, de su hermosura, de su mirar. Leonardo no pasó por alto a semejante musa, y quedó atrapado como el resto de los pobladores de la abadía. Algunos monjes la comparaban con los ángeles del cielo.

La estancia sería breve. Había sido dificultoso llegar hasta el monasterio a través de las pendientes de la montaña. Los caminos no estaban en muy buenas condiciones y las gentes se acumulaban en los apeaderos a uno y otro lado del camino.

El padre Llorenç se encargó de hacer las veces de guía. No hubo rincón alguno que la pequeña Isabella no conociera, incluido el pequeño taller de Leonardo. Allí, en su puerta, un achacoso Vitruvio gestionaba las entradas y salidas del taller. No era fiero, pero su raza no dejaba de ser una raza guerrera y dominante. Aun así, al ver a la pequeña de cabellos castaños y rizados, empezó a comunicarse corporalmente. Orejas relajadas, ojos abiertos, boca jadeante, la cola agitada y en posición de efigie. Solo significaba una cosa: quería jugar. Isabella no le negó la ociosa invitación. El desenlace del recreo solo tenía un final, la niña en el suelo. El peso del mastín, viejo pero fuerte, acabó impulsando al suelo a la pequeña que, lejos de gimotear, seguía sonriendo y agarrando al can en una especie de extraña comunión.

El maestro Leonardo da Vinci abrió la puerta de su bottega y vio el espectáculo. La visión era encantadora. Un grupo de hombres frente a una hermosa niña que jugaba con su perro

—Bienvenida, madonna. Gran distracción debe tener Dios en el cielo para permitir que un ángel como vos se mezcle entre los mortales.

Leonardo besó la mano de la hermosa Isabella, que disfrutaba de la galantería recibida. La pequeña, al entrar como invitada, se quedó entusiasmada con el taller del maestro. Retazos de pinturas, cuadernos con dibujos y maquetas aéreas. Isabella volaba con su imaginación, tratando de averiguar para qué servía cada instrumento que pendía del techado. La comitiva de Isabella les dejó hacer. Decidieron esperar al otro lado de la puerta, mientras Vitruvio se lamía las patas y se acostaba, rendido ante la vitalidad de la niña.

Meser Leonardo, ¿para qué sirven esos artilugios que tenéis?

—Algunos no sirven para nada aún. Pero ese de ahí, el que tiene las alas fijas, sirve para planear.

—¿Planear? —preguntó Isabella sin entender del todo lo que significaba la palabra.

—Para que me entendáis, pequeño ángel, volar. ¡Con él se consigue volar! —Se notaba que Leonardo vibraba con aquella historia.

—¡Volar! ¿Cómo se siente alguien cuando ha volado, meser Leonardo? —preguntó la pequeña.

—Veréis, princesa, una vez hayáis probado el vuelo, siempre caminaréis por la Tierra con la vista mirando al Cielo, porque ya habéis estado allí y allí siempre desearéis volver.

Isabella miraba a Leonardo seducida. A pesar de su corta edad, el hombre que tenía frente a ella era admirable. Había volado, como los pájaros, como los ángeles.

—Seríais un buen esposo —dijo Isabella con una madurez impropia a su edad.

Leonardo se rio.

—No es gracioso en absoluto —le regañó la chiquilla—. Lo digo totalmente en serio. Sería capaz de huir con vos. ¡Volaría con vos!

—Disculpadme, pero no lo creo señorita. ¡No sería buen esposo en absoluto!

—¿Tenéis novia? —El descaro se apoderó de la pequeña.

—¡No! —contestó sonrojado el florentino.

—¿Y novio? Dicen que en Florencia hay chicos que se besan con chicos. Vos sois de Florencia, ¿no es así?

La corta edad de Isabella de Aragón le hacía perder cualquier pudor que pudiera desprenderse de cada pregunta.

—No, mi señora, tampoco tengo novio.

—Entonces deberíais ser mi esposo. Milán se encuentra muy lejos y no conozco al novio que me han elegido. A mí me gustáis vos. Me gustan vuestros ojos azules y me gustan vuestros cabellos largos. ¿Queréis ser mi novio?

Leonardo estaba sonrojado. Pocas personas habían conseguido callar al florentino, pero la niña que tenía enfrente era un torbellino de curiosidad y sensualidad. Seis años antes, Leonardo habría tenido algún problema a la hora de frenar sus impulsos sexuales. Pero entonces había descartado cualquier acto carnal. Ahora lo repudiaba por completo. Un capítulo de su vida que no deseaba recordar. Una herida que no quería cerrarse.

—Veréis, princesa. En realidad, hace tiempo que decidí practicar el celibato.

—¿Qué significa «celibato»? —preguntó, de nuevo, curiosa.

—Es, digamos, complicado de explicar. Cuando seáis mayor, tendré el gusto de despejar vuestra duda. Pero me es imposible atender a vuestra petición ahora.

—Eso significa que no queréis ser mi novio…

Isabella de Aragón se entristeció como una niña caprichosa que no había conseguido su objetivo. Pero, en el fondo de su aún pequeño corazón, sabía que no había nada de capricho en su deseo.

Una diminuta llama se encendió en el interior de la muchacha. Como si de un pacto secreto se tratase, el padrino de la pequeña interrumpió la conversación abriendo la puerta. Hora de retirarse, pues a la mañana siguiente partirían hacia el puerto de Barcelona para embarcarse rumbo a Génova.

Isabella se resistió al principio, pero se rindió pasado un breve periodo de tiempo. Miró seductora a Leonardo, con toda la seducción que una niña de doce años podía tener. Se acercó a él y le besó en la mejilla. Los pelos dorados de su barba vibraron ante un beso que duró más de lo debido. Se dio la vuelta y partió, no sin antes dedicarle una nueva caricia a un Vitruvio que yacía rendido en el suelo después de su momento de ocio. Leonardo no volvió a verla. No habría querido volver a verla. No debía volver a verla.

En otro tiempo, en otro momento, en otra vida. Isabella de Aragón habría terminado de una u otra manera en su vida. Leonardo lo daba por seguro.

Varias jornadas después de la partida de la pequeña Isabella de Aragón, Leonardo estaba creando en el taller. Su mano izquierda comenzaba a plasmar un león frente a San Jerónimo. El león representaba un episodio en la vida de San Gerásimo, pero un error de traducción siglos atrás regalaron a San Jerónimo un animal de compañía. En el fondo, daba igual. Leonardo adoraba a los leones. Solía componer metáforas con su nombre y el rey de la selva.

Leone ardente

Leon ardo

Leonardo

No sacrificaría al animal. En realidad, Leonardo no tendría tiempo de sacrificar nada. Fue llamado de inmediato a la plaza del Abad Oliva. Allí esperaban con síntomas de preocupación el profesor y el guardián de Vitruvio. A su alrededor, monjes y ermitaños se hacinaban en formación esperando al pintor. A medida que se acercaba, Leonardo aminoraba la distancia entre paso y paso. Algo no iba bien. Era incapaz de adivinar lo que se avecinaba y no era un futuro calculado. Se había relajado. Naturaleza, paz, montaña, energía. Era obvio que, tarde o temprano, su vida tenía que dar un giro inesperado. Estaba condenado a no encontrar la paz.

El abad comandatario dio un paso al frente. Leonardo llegó a su posición.

—¿Qué sucede? —preguntó mirando al grupo de benedictinos que le observaba.

—Hemos recibido una orden del Sumo Pontífice Sixto IV.

Leonardo tragó saliva. Los instigadores del asesinato de los Médici no podían guardar nada bueno para él. Giuliano della Rovere continuó.

—La orden del Vaticano es acabar con tu vida.

Ante semejante decreto, Leonardo no hizo sino sonreír irónicamente. No era la primera vez que la parca volaba sobre su cabeza.

—Lo hemos sometido a voto, según nuestras reglas. No rebatiremos la decisión del Padre de la Iglesia.

Gonzalo y Josep Lluís se miraron. Ambos buscaron la mirada del maestro. El peligro era serio.

—Soy todo vuestro. —Leonardo levantó las manos esperando ser apresado.

Si la decisión estaba tomada, si era menester obedecer la orden del Papa bajo pena de excomunión, cualquier intento de fuga era imposible. Leonardo esperó unas últimas palabras.

—Tampoco seremos cómplices de semejante atrocidad. Nos hemos reservado el derecho de voto imparcial. Leonardo da Vinci, no sé qué habréis hecho en vuestras tierras, pero aquí solo te profesamos gratitud. Desgraciadamente, mi deber es instarte a que abandones la abadía en los próximos meses, pues tu presencia ya no es segura ni para vos ni para nosotros.

Leonardo respiró aliviado. Sin saberlo, la última bola que acarició la pared interna del recipiente en la sala capitular era de color marrón. Todos, incluido el abad comandatario, habían ejercido su derecho a no votar.

Leonardo tenía poco tiempo. Debía pensar en sus posibles futuros y rápido. La Toscana a priori no parecía un lugar seguro. Si le habían localizado en Barcelona, Florencia podría llegar a convertirse en una trampa mortal, a pesar de que Lorenzo de Médici seguía en el poder. El reino de Nápoles se hallaba bajo influencia española y pretendía cambiar de aires. Quizá la opción de Milán, al norte, era la más adecuada. Regida por un duque amante del lujo y de lo ostentoso pero, a su vez, gran mecenas. Había acogido a Donato Bramante como arquitecto de la corte y buscaba pintores de exquisita calidad. Además, su sobrino desposaría a la bella Isabella de Aragón. Había llegado el momento de escribir una misiva solicitándole una recepción y una muestra de su talento.

Debía escapar de las garras de Sixto IV.

A Ludovico el Moro.

Después, señor mío ilustrísimo, de haber visto y examinado ya suficientemente las pruebas de cuantos se reputan maestros en la construcción de aparatos bélicos y de haber comprobado que la invención y el manejo de tales aparatos no traen ninguna innovación al uso común, me esforzaré, sin detrimento de nadie, en hacerme oír de Vuestra Excelencia para revelarle mis secretos; ofreciéndole, para la oportunidad que más le plazca, poner en obra las cosas que, en breves palabras, anoto enseguida (y otras muchas que sugieran las circunstancias de cada caso):

1. He concebido ciertos tipos de puentes muy ligeros y sólidos y muy fáciles de transportar, ya sea para perseguir al enemigo o, si ocurre, escapar de él; así como también otros seguros y capaces de resistir el fuego de la batalla y que puedan ser cómodamente montados y desmontados. Y procedimientos para incendiar y destruir los del contrario.

2. Sé cómo extraer el agua de los fosos, en el sitio de una plaza, y construir puentes, catapultas, escalas de asalto e infinitos instrumentos aptos para tales expediciones.

3. Si la altura de los terraplenes y las condiciones naturales del lugar hicieran imposible en el asedio de una plaza el empleo de bombardas, yo sé cómo puede arruinarse la más dura roca o cualquier otra defensa que no tenga sus fundaciones sobre la piedra.

4. Conozco, además, una clase de bombardas de cómodo y fácil transporte y que pueden lanzar una tempestad de menudas piedras, es tanto el humo que producen que infunde espanto y causa gran daño al enemigo.

5. En los combates navales, dispongo de aparatos muy propios para la ofensiva y la defensiva, y de navíos capaces de resistir el fuego de las más grandes bombardas, de la pólvora y los vapores.

6. También he ideado modos de llegar a un punto preindicado a través de excavaciones y por caminos desviados y secretos, sin ningún estrépito y aun teniendo que pasar por debajo de fosos o de algún río.

7. Ítem, construiré carros cubiertos y seguros contra todo ataque, los cuales, penetrando en las filas enemigas, cargados de piezas de artillería, desafiarán cualquier resistencia. Y en pos de estos carros podrá avanzar la infantería ilesa y sin ningún impedimento.

8. En caso de necesidad, haré bombardas, morteros y otras máquinas de fuego, de bellísimas y útiles formas, fuera del uso común.

9. Donde fallase la aplicación de las bombardas, las reemplazaré con catapultas, balistas, trabucos y otros instrumentos de admirable eficacia, nunca usados hasta ahora. En resumen, según la variedad de los casos, sabré inventar infinitos medios de ataque o defensa.

10. En tiempo de paz, creo poder muy bien parangonarme con cualquier otro en materia de arquitectura, en proyectos de edificios, públicos o privados, y en la conducción de aguas de un lugar a otro. Ítem, ejecutaré esculturas, en mármol, bronce y arcilla, y todo lo que pueda hacerse en pintura, sin temer la comparación con otro artista, sea quien fuere. Y, en fin, podrá emprenderse la ejecución en bronce de mi modelo de caballo que, así realizado, será gloria inmortal y honor eterno de la feliz memoria de vuestro señor padre y de la casa de Sforza.

Y si alguna de las cosas antedichas parecieran imposibles o no factibles, me ofrezco de buena gana a experimentarlas en vuestro parque, o en el lugar que más agrade a Vuestra Excelencia, a quien humildemente me recomiendo.

Leonardo da Vinci. Florentino