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1 de octubre de 1475, Florencia

Los años transcurrían veloces. Los talentos se desarrollaban vertiginosamente. Un Leonardo da Vinci cada vez más maduro había pulverizado cualquier récord en cuanto a la permanencia en el taller se refería. Tan solo fueron necesarios tres años para que el hijo de Piero pasara a formar parte del importante gremio de pintores de la Compañía de San Lucas. A pesar de que Leonardo gustaba de juguetear con caballos y que dedicaba mucho más tiempo a la lira, el laúd y diversos instrumentos musicales que a los pinceles, desarrolló la técnica de tal manera que, en pocas jornadas, ya igualaba cualquier trabajo de sus compañeros con semanas de dedicación.

La visita, en el mes de marzo del año 1471 de Nuestro Señor, del duque de Milán Galeazzo Maria Sforza había cambiado de nuevo las perspectivas de un Leonardo cuyo cerebro funcionaba como una esponja. El taller del Verrocchio fue el elegido para dirigir todo cuanto tuviera relación con las celebraciones que tuvieran lugar, ya fueran religiosas o civiles, y todo cuanto tuviera que ver con el protocolo y la recepción de embajadores extranjeros. Leonardo y su inteligencia expansiva, que buscaba relacionar elementos de diversas materias para un único fin, se situó en un lugar aventajado con respecto a sus compañeros de taller y pronto se convirtió en la mano derecha de Andrea.

De la misma manera, hacía casi un lustro que Andrea del Verrocchio había alcanzado el clímax de su carrera artística al coronar con una enorme bola de cobre dorado la cúpula de Brunelleschi. En su concepción, también había participado el joven Leonardo, por lo que pudo acceder a información privilegiada en cuanto a ingeniería se trataba. El de Vinci también tuvo oportunidad, en las jornadas en que los obreros paraban la obra del inmenso armazón de madera que serviría para levantar la enorme esfera, de probar sus propios diseños, hasta ese momento solo inmortalizados en unas hojas. Los cálculos rápidamente se convirtieron en madera, lienzos y cuerdas. Algo de cuero también se dejaba caer por allí. Y, poco a poco, el artilugio alado iba cobrando forma. Andrea del Verrocchio ordenó a Leonardo que se deshiciera de todos aquellos instrumentos fantasiosos, pero el joven se resistió y encontró la manera de poder ocultarlos por partes. En verdad, tenía el esquema de un rápido montaje en su cabeza. Algún día lo retomaría. En la ciudad, aún se hablaba de la fiesta con fuegos artificiales que se había celebrado en honor a la finalización de la obra.

Leonardo pronto adquirió fama en las calles de Florencia, no solo por su pasión desenfrenada en la elaboración de sus tareas, sino también por lo impecable de sus vestiduras y por la belleza adquirida con el paso de los años. La genética le había tratado bien y, lejos de aprovechar las insinuaciones tanto de ellas como de ellos, se dedicó en cuerpo y alma al trabajo. Eso provocaba que no pocas lenguas hablaran de los extraños gustos sexuales del joven, ya que nunca había sido visto acompañado de una buena dama. Tampoco lo verían acompañado de un mozo fornido, pero el hecho era que los rumores sobrevolaban talleres y posadas. Nadie entendía cómo un hombre tan bello y tan bien dotado en cuerpo y mente no se dejara llevar por los placeres más carnales.

«Leonardo es, por su hermosura y elegancia, uno de los jóvenes florentinos más admirados», dijo una vez el mismísimo Lorenzo de Médici.

A Leonardo lo podrían encontrar de la manera más extraña posible. A pesar de que había abandonado el taller del Verrocchio en calidad de alumno tres años atrás para convertirse en maestro, montar un taller propio no era una de sus prioridades, aunque tarde o temprano tendría que ponerse a ello. Algunas veces lo encontraban saliendo de las aguas del Arno poniendo a prueba su capacidad pulmonar. Otras veces, en lo alto de un árbol. Quería calcular la distancia de caída que un hombre podría arriesgarse a saltar sin perder la vida. Otras, rondando los mercados de animales gastándose su sueldo en liberar las aves encerradas en las jaulas. La gente lo veía como alguien extraño, pero Leonardo anhelaba la libertad por encima de todo.

El joven enamorado de las alas de la vida nunca notó que, por encima de las miradas de admiración, celos, envidia o respeto, dos ojos destacaban por encima de todos. Los ojos de una mujer que pocas veces podía permitirse el trayecto desde su lugar de residencia, Vinci, hasta la gran ciudad. Unos ojos que velaban innecesariamente por una seguridad que, como la madre a la que pertenecían, se sentían en la obligación de salvaguardar desde la distancia. Caterina era consciente de que su pequeño Leo, ya convertido en un gran hombre, estaba destinado a hacer grandes cosas. Tenía carisma, tenía talento y tenía capacidad de liderazgo. Quizá le faltaba algo de perseverancia y de confianza para con los demás, pero tarde o temprano se abriría al mundo.

Caterina veía, muy de vez en cuando, cómo Leonardo paseaba con Sandro, su amigo el Botticelli. Les veía conversar, comer, beber e incluso, si la situación le permitía recortar distancias, les escuchaba bromear sobre el emplazamiento que debía tener la trattoria que cambiaría la alimentación de la ciudad. Su hijo era un soñador. Pero de aquellos soñadores que no soñaban su vida, sino de aquellos que vivían sus sueños. Aquellos que, tarde o temprano, convertían en realidad lo que muchos otros dejaban en el tintero de la madrugada.

Mientras los jóvenes pintores que intentaban destacar de una u otra manera se ceñían a una manera de trabajo preestablecida, Leonardo aprovechaba su tiempo y huía de los trabajos tradicionales a base de témpera.

Estaba enamorado de la pintura al óleo. Añadía sus propias dosis de enebrina mezclando granos de mostaza con aceite de nuez. Incluso investigaba la posibilidad de aplicar un barniz brillante al óleo ya seco combinando resinas y yemas de huevo. No había fin, todo se podía hacer mejor.

Por otra parte, Leonardo no tenía en consideración la competitividad de talleres artesanales próximos al del Verrocchio. Se paseaba como un aprendiz más con ansias de saber. Leonardo no competía, aprendía. Solía rondar varios talleres. Por un lado, el taller de los hermanos Pollaiuolo, Piero y Antonio. Leonardo, bajo soborno gracias a sus ahorros de encargos tempraneros, convencía a los hermanos para que le otorgaran permiso para poder estar presente en las disecciones de cadáveres que practicaban en la sala final de su taller. Era tal la obsesión que tenían por plasmar de manera correcta la anatomía humana que solo podían, según ellos, plasmarla entendiéndola y copiándola de la realidad. Por otro lado, el taller del maestro, ya anciano, Paolo di Dono, a quienes sus conocidos llamaban el Uccello. Paolo, ante la insistencia de un joven que decía ser iletrado, le explicó conocimientos básicos de matemáticas y perspectiva, y el joven de Vinci no dejaba de disfrutar cada rato que pasaba con él. Aunque poco pudo disfrutar de su compañía. El estudio de la perspectiva le había sumido en la pobreza y tenía poca alegría. Esbozaba alguna sonrisa cuando el joven aprendiz, aunque ya inscrito como maestro pintor, se desprendía de su capa rosácea y se ponía a practicar sus ejercicios. En breve, redactaría su testamento y no vería llegar el año 1476 de Nuestro Señor.

A Andrea del Verrocchio no le gustaba la idea de «compartir» a su Leonardo, pero el espíritu ardiente de este era como un león indomable y el maestro sabía que, si le llamaba la atención, no volvería a verle durante mucho tiempo. La única manera de tener a Leonardo rondando por el taller era ampliar de algún modo su creciente biblioteca. Años atrás, cuando Andrea contaba con solo cuatro años de edad, sus padres se beneficiaron del Concilio de Basilea del año 1431 de Nuestro Señor que, años más tarde, la peste obligaría a celebrar en la ciudad de Florencia. El padre de Andrea, Michele di Francesco Cioni, trabajaba como recaudador de impuestos después de una vida dura fabricando azulejos y tejas. El concilio, las idas y venidas de dignatarios y mentes letradas, y el tráfico legal e ilegal de textos de toda índole se sucedieron hasta el año 1445 de Nuestro Señor. Los volúmenes que Michele fue adquiriendo se convirtieron en parte del legado que donó a su hijo Andrea el buen día en que se independizó de su maestro, Giulio Verrocchi, y se convirtió en maestro con taller independiente. Poco a poco ese legado fue tomando forma hasta convertirse en una pequeña biblioteca privada en el propio taller del Verrocchio. Allí, Leonardo dejaba volar su imaginación y se enamoró, por alguna extraña razón, de los textos de arquitectura e ingeniería de Marco Vitruvio. Pero a pesar de su amor platónico, insistía en que todo se podía mejorar.

Su maestro y amigo Andrea era consciente de ello. Estos últimos días de septiembre había tenido un compromiso y se había visto en la necesidad de tener que delegar la última parte del encargo de la iglesia de San Salvi de Florencia. El encargo consistía en un bautismo de Cristo y se encontraba en fase de producción final. Andrea se había encargado de ejecutar, con su maestría, la escena central de la tabla al temple y únicamente faltaban los detalles que enfatizasen al San Juan y al Cristo que terminarían de envolver la imagen bíblica. Ahora, falto de tiempo, necesitaba una mano amiga que concluyera el encargo a tiempo. No podía permitirse perder clientela por insustanciales demoras y tampoco decir no a un nuevo contrato. Para ello, requirió de su amigo Leonardo.

El de Vinci aceptó de buena gana con una única condición: él pintaría al óleo. Nunca era tarde para echar una mano a un amigo, y menos aún si tenía una biblioteca tan poderosa como la de Andrea. Solo había una en toda Florencia superior en cantidad y calidad, pero demasiado para sus humildes expectativas, ya que se trataba de la biblioteca personal de Lorenzo de Médici. La biblioteca del regente de Florencia se había convertido en toda una referencia, sobre todo después de la visita de Gemisto Pletón a Cosme de Médici tiempo atrás, quien introdujo volúmenes que contenían textos perdidos de Platón, textos neoplatónicos, himnos órficos y documentos esotéricos del Egipto faraónico. La traducción de los textos corrió a cargo de Marsilio Ficino. Se rumoreaba que el plan del Magnífico era instaurar bibliotecas públicas en la ciudad, algo que Leonardo deseaba imperiosamente. Además, Leonardo había servido como modelo para la escultura en bronce del David de su maestro y sabía que eso le convertiría en inmortal.

Poco tiempo tardó Leonardo en terminar el encargo. Añadió un ángel más arrodillado en la escena, que sobresalía por el brillo mágico que emanaba su figura y por lo realista del cabello. Asimismo, rediseñó parte del paisaje del fondo para otorgarle parte de la perspectiva aprendida en el taller del Uccello y, por último, se permitió la licencia de mejorar algunos aspectos del Verrocchio. Algunos cabellos dotados de mayor naturalidad y realidad fueron añadidos al primer ángel e incluso a la figura de Cristo.

«Sí, hay un hereje en mí», se decía a sí mismo entre risas.

Lo que sucedió cuando Andrea del Verrocchio recogió la pintura ya terminada fue difícil de descifrar. Andrea se quedó pálido cuando se dispuso frente a la tabla. Leonardo no sabía qué hacer y, disimuladamente, se apartaba y se escondía entre las decenas de aprendices que observaban la escena con cierto recelo. Si Andrea estallaba en cólera, que se salvase quien pudiere. El silencio se podía rasgar con una daga. Todos, absolutamente todos, interrumpieron sus quehaceres y se acercaron al tumulto. Andrea no articulaba palabra. Algunos jóvenes miraban a Leonardo, y un mozo atrevido se pasó la mano por el cuello. Mensaje alto y claro. «Te van a colgar», quería decir mientras mostraba una boca a la que faltaba algún diente, fruto seguramente de alguna pelea callejera.

Andrea del Verrocchio giró sobre sus talones. Buscó con la mirada, aún pálido por lo que acababa de ver. Su rostro era indescifrable. Nadie sabía qué podría suceder a continuación. De repente, como una tormenta, su boca descargó un grito:

—¡Leonardo da Vinci!

El silencio de los allí congregados dio paso al sonido que desprendían los calzados de los aprendices arrastrándose por el suelo. De repente, y como si se tratara de alguien que había sido contagiado por la peste, todos aquellos que rodeaban a un Leonardo que quería pasar desapercibido le vendieron como Judas y le dejaron solo en medio de la estancia. Leonardo miró a un lado y a otro, como si con los ojos quisiera decir: «Me las pagaréis, bastardos». Miró de nuevo al frente, pero era tarde para reaccionar. Andrea, su maestro, amigo y confidente avanzaba hacia él con unos pinceles en la mano. Al llegar a su altura, se los puso enfrente de la cara y exclamó:

—¡Leonardo da Vinci! ¿Qué sueles decir a los más jóvenes con respecto a los maestros?

Leonardo no sabía dónde meterse. Ni sabía ni podía. Tragó saliva. No quería que las primeras palabras que emitiese surgieran con un ridículo falsete fruto de los nervios.

—Me… —titubeó—, mediocre es el alumno que no supera a su maestro…

Todos los allí presentes esperaban lo peor. Muy posiblemente, Andrea del Verrocchio estamparía los pinceles contra la cabeza del descerebrado que había osado cambiar las partes principales del encargo a su gusto y sin permiso.

Andrea aún tenía los pinceles frente al rostro de Leonardo. Acto seguido, levantó la mano izquierda, agarró el extremo opuesto de las pequeñas brochas y, en un abrir y cerrar de ojos, las partió por la mitad.

—Has superado a tu maestro, Leonardo. Juro en el día de hoy que no volveré a pintar.

Tiró las mitades de los pinceles al suelo y salió del taller. Leonardo aún no había reaccionado. Ni siquiera había bajado la mirada. Se quedó mirando al frente como si Andrea, el conjunto de cerdas y las palabras aún flotaran delante de él.

Cuando reaccionó, se limitó a repetir la palabra «no» unas cuantas veces. No podía permitir que el maestro no pintara más. No cargaría con esa culpa. El resto de jóvenes observaron cómo Leonardo salía corriendo por la puerta. A la salida, esperaba Andrea con una pequeña camada de perros que acaba de adquirir por unos florines. Leonardo frenó en seco y esperó. Se mantuvo distante. Esperó a que su amigo moviera ficha. Por la esquina, asomaba su colega Sandro Botticelli, que le hacía aspavientos con las manos. Leonardo le miró y se llevó el dedo índice izquierdo a los labios, rogando silencio y prudencia.

Andrea se acercó a Leonardo mientras este no había terminado de bajar el dedo y quedó en evidencia. Parecía no estar enojado en absoluto y le dedicaba una amplia sonrisa a los cachorros que portaba en una cesta de mimbre.

—¡Escoge uno! —le instó Andrea.

—¿Cómo dice, maestro? —preguntó atónito Leonardo ante la mirada de Sandro.

—Vamos, hombre, es para ti. Pensaba regalártelo en compensación por tu trabajo con el bautismo, pero visto el resultado, ¡igual deberías quedarte con la camada entera!

—¡Para nada, maestro! Eso provocaría un agujero en mi bolsillo difícil de remendar —bromeó Leonardo, más aliviado tras las palabras amigables de su maestro.

—Pues no hablemos más, Leonardo. Escoge uno. Es para ti.

Media docena de mastines napolitanos recién nacidos se desperezaban frente a él. Observó cómo un pequeñín macho estaba mucho más espabilado que el resto y no dejaba de moverse torpemente por encima de los demás. Parecía que la curiosidad le obligaba a dar sus primeros pasos en esa vida. Leonardo no lo dudó. Lo cogió y el gesto del pequeño no se torció. Siguió con su instinto de curiosidad y olisqueó la cara de su nuevo dueño. Comenzó a lamer la nariz de Leonardo, lo que le provocó un cosquilleo que se tradujo en risas.

—¿Puedo quedarme uno? —exclamó Sandro Botticelli con una mirada cargada de ternura.

—¡No! —contestó Andrea mientras apartaba la cesta de mimbre del alcance de su antiguo alumno—. ¡En un arrebato de hambre, serías capaz de comértelo!

El comentario de Andrea del Verrocchio provocó una nueva carcajada a Leonardo. No hubo tiempo de despedidas. Cuando Leonardo se hubo recuperado del retortijón, su maestro había desaparecido.

—¿Cómo le llamarás? —preguntó celoso Sandro.

—Podría ponerle Botticello —bromeó Leonardo—, pero creo que nunca llegará a comer tanto como comes tú.