10 de agosto de 1469, Florencia
—¡Bienvenido, ser Leonardo da Vinci!
Una voz ronca y grave se escuchó en el taller. Eran palabras de Andrea del Verrocchio, escultor, tallista, pintor y músico. Amante de la geometría y la orfebrería, Del Verrocchio se convertiría durante los próximos años en el tutor de un Leonardo que ya tenía cumplidos los diecisiete años. A pesar del talento del maestro, su gesto era serio, como si constantemente estuviera malhumorado. Nada más lejos de la realidad. Le encantaba el arte de la docencia y trabajar en todo aquello que le apasionara. Su gesto era una caricatura de sí mismo para que ningún mozo cogiera más confianza de la necesaria. Rara vez le veían sin su delantal de piel curtida de color marrón, pues eran jornadas y jornadas lidiando con pigmentos. Con un aspecto deteriorado, pelo relativamente corto, rizado y una frente bastante despejada, no aparentaba los treinta y cuatro años que tenía. Así lo habría definido cualquiera de sus alumnos.
—¡Déjenos a su hijo, ser Piero, y no se preocupe! ¡Seguro que sacamos algo bueno de él! —añadió el maestro.
Entre sus contemporáneos, Andrea del Verrocchio gozaba de una gran fama. Tan solo dos años atrás había sido el ejecutor del monumento funerario del Padre de la Patria, Cosme el Viejo, Cosimo de Médici. Ser Piero da Vinci sabía que, si su hijo ilegítimo tenía algún talento, Del Verrocchio lo puliría. Además, trabajo no le faltaría, pues un joven, con quien tenía buenos tratos, llamado Lorenzo, había accedido al poder del Estado florentino tras la muerte de su padre.
Aquello era nuevo para el joven de Vinci. De repente, un laberinto de estancias se abría ante sus ojos. Por un lado, una sala servía para preparar los metales; por otro, una habitación de igual tamaño hacía las veces de laboratorio donde se preparaban los pigmentos que habrían de ser utilizados para las obras pictóricas. No era ajeno a Leonardo que tendría que empezar como todos los mozos que se encontraban en aquella gran escuela. Limpiando, preparando las mezclas de colores y trabajando como chico de los recados. No tenía ningún problema. Aprendería más. Aprendería rápido, pero aprendería mucho. Ya tendría la oportunidad de demostrar sus talentos.
Mirara donde mirase, podía encontrar obras de arte de cualquier índole. Pinturas cristianas, esculturas paganas. Perspectivas nuevas, sentido del movimiento. Todo se llenaba de luz y color. En las mesas, yesos, arcillas, hierros, malaquitas, lapislázulis, azuritas, rocas rojas extraídas directamente de la tierra, aceite de linaza, cal, agua…
Algunos pigmentos rojos se obtenían de insectos, de las cosconas o las cochinillas; los azules se extraían del lapislázuli o de la azurita; los púrpuras de la planta conocida como índigo; los verdes de la celadonita o la malaquita; los amarillos de un óxido de plomo llamado massicot o el antimoniato con sobrenombre «Amarillo de Nápoles»; tizas y yesos para los blancos; arcillas para los marrones y los negros que provenían de los viñedos carbonizados o del hollín de las lámparas de aceite. Leonardo registraba todo cuanto veía. Le quedaba aún mucho que recorrer antes de empuñar su primer pincel, pero desde bien joven ya le encantaban los estudios preparatorios. No le importaba el qué, estaba enamorado del cómo.
Leonardo conoció en el taller a un por entonces joven Sandro Botticelli, que contaba con veinticinco primaveras. Solo llevaba dos años bajo la tutela de Del Verrocchio, ya que se había formado previamente con otro gran maestro de las artes, Filippo Lippi, en la localidad de Prato, muy próxima a Florencia. Pronto entablaron una estrecha relación de amistad. Leonardo era un joven con una capacidad de asimilación de conocimientos increíble, pero no por ello se alejaba del muchacho travieso que se había criado en Vinci. Por otra parte, Sandro Botticelli era un alumno que había recibido una educación exquisita antes de convertirse en aprendiz en un taller de arte, pero le encantaba comer y beber. Solo se cohibía cuando suponía que podía ser acusado de pecar contra las normas del Señor, y ese era el punto donde su amistad chocaba de bruces. Sandro había sido criado bajo una tutela cristiana, mientras que Leonardo dejaba ver síntomas de agnosticismo. Poco a poco arraigaba en su personalidad la creencia de que no existía nada que pudiera ser amado sin ser demostrado. Sandro, por otra parte, era creyente y su credo se basaba en la fe. Pero la religión nunca supuso nada más allá de un mero coloquio intelectual que siempre terminaba de la misma manera: sin llegar a un acuerdo.
Sandro estaba convencido de que, al seguir los pasos de Dios, se vería recompensado con riquezas y conocimientos. Quería pasar a la historia como un gran artista, siempre admirando y respetando por encima de todo a sus maestros. Leonardo se reía de los aires de grandeza de su amigo. No pensaba en el mañana. Todavía no. Vivía el día a día, curioseando, observando. Ya tendría tiempo de preocuparse. Pero Sandro sí tenía motivos para tales inquietudes. Al comenzar el siguiente año, el año 1470, Sandro se emanciparía de su maestro y montaría su propio taller. Dependería de él mismo y de su talento. Y, sobra decirlo, de sus clientes.
Leonardo, medio en broma medio en serio, le aconsejó que no inaugurara ningún taller. Dada su afición al comer y al beber, Leonardo le auguró un futuro aún más prometedor si se decantaba por la hostelería.
—¡Amigo Sandro! ¡Deberías abrir una trattoria! —se mofaba Leonardo.
—¡Solo si es contigo, joven Leonardo, alguien tiene que barrer! —contestaba con el mismo sentido del humor Sandro.
Sandro y Leonardo aprovecharon todo el tiempo que pudieron. No se trataba de exprimir todos los momentos que estuvieran juntos, ya que, a pesar de la inminente autonomía del Botticelli, las distancias en la ciudad no suponían ningún impedimento a la hora de reunir a los grandes amigos.
Poco a poco, se convirtieron en el centro de atención del taller. Alguno incluso sacó su lengua cargada de veneno a pasear y sembró la duda sobre la sexualidad de los dos amigos. Nunca hubo nada entre ellos que no fuera pura amistad, pero el sentimiento que se fue arraigando en el resto de los aprendices fue el de los celos. Leonardo y Sandro avanzaban a pasos agigantados. Mientras que Sandro perfeccionaba su técnica desarropándola paso a paso, Leonardo tenía al personal desorientado. Si bien algunas jornadas seguía las técnicas tradicionales de su maestro, a veces experimentaba mezclas a priori incorrectas de pigmentos y sustituía los aceites por yemas de huevo.
No era difícil encontrar a Leonardo lanzando piedras a un estanque y verle observar los movimientos que el impacto producía en el líquido. De repente, como si un rayo hubiera caído sobre él, salía corriendo a su puesto de trabajo y comenzaba a trazar ondulaciones sin ninguna conexión que, en breves momentos, se transformaban en la cabellera de una madonna.
Andrea del Verrocchio no era ajeno a su alumno experimentador. Sabía que tenía algo que no podía descifrar aún. Darle un pincel en aquel momento provocaría una crisis en el taller difícil de apaciguar. A comienzos del nuevo año esperaría a que su otro gran alumno, Sandro Botticelli, se independizase. Viajaría a Roma por un breve espacio de tiempo a terminar un encargo encomendado y, a la vuelta, decidiría qué hacer con el joven pero prometedor Leonardo.
Tarde o temprano descubriría si el joven y a la par bello vinciano era un genio o no.
Lo que descubriría Andrea del Verrocchio al volver de Roma no terminaría de gustarle. Nunca supo que, al darle una oportunidad al muchacho, cambiaría su vida para siempre.