19 de septiembre de 1481, puerto Marítimo, Santa María del Mar, Barcelona, Corona de Aragón
A Leonardo le había tomado unas cuantas jornadas llegar a su destino. Tras partir de Florencia, se dirigió con sus pertenencias hacia el puerto de Pisa, al oeste, evitando caminos principales. Las relaciones entre Pisa y Florencia no eran las más propicias últimamente, a pesar de que la ciudad de la torre inclinada había sido vendida a la ciudad de los Médici en el año 1406 de Nuestro Señor. Allí tomó un barco que fue costeando de cabo a cabo el litoral mediterráneo hasta su destino, Barcelona, en la Corona de Aragón.
Las paradas necesarias empezaron en Génova, otra ciudad en competencia con Pisa por el control mercantil del Mediterráneo. Tras una breve estancia, se puso de nuevo en marcha con parada en Marsella, recién anexionada la provincia de la Provenza. Una ciudad algo turbulenta por aquel entonces, ya que el rey francés Luis XI estaba obcecado con la incorporación de la región al reino de Francia. Después de pasar el tiempo justo para el transbordo, partió hacia su destino final.
La ciudad, otrora condado, de Barcelona pugnaba contra Génova y Venecia por el control del mercantilizado Mediterráneo, aunque a menor nivel. Si bien es verdad que la unión con la Corona de Aragón le había facilitado su expansión por los territorios catalanes y que incluso había llegado a albergar las Cortes de Aragón un buen número de veces, el ánimo de la población mermaba con cada brote de peste negra que venía azotando la ciudad en las últimas décadas. Al menos, Barcelona se beneficiaba de las transacciones de paso entre las rutas marítimas de Sevilla a Génova con el porte de metales preciosos. Incluso la guerra de los Remensas, que enfrentó a campesinos contra nobles, parecía poco a poco llegar a su fin.
Al llegar a las costas catalanas, Leonardo observó cómo los obreros se afanaban en construir el nuevo muelle de Santa Creu, para ganarle terreno al mar. Algo necesario para evitar que los barcos fondearan antes de tiempo.
Al pisar tierra, buscó rápidamente el barrio de la Ribera, uno de los grandes centros económicos de la ciudad. Cogió sus enseres y a Vitruvio y, en el puerto, contrató a uno de los mozos que esperaban para que le llevara el equipaje. La carga era pesada y, aunque el portentoso físico de Leonardo podía soportar grandes fardos, no consideraba que fuera bien visto que un artista de su talante arrastrara sus pertenencias por una ciudad en la que quería labrarse un porvenir. El muchacho, hijo de un profesor de la Universidad de Barcelona fundada en el año 1450, aunque de origen navarro, se abría paso en el mercado laboral con el fin de implantar un negocio de portavoces de humanistas, en el que pudiera conseguir contratos beneficiosos para las tres partes de la negociación. La parte contratante, la parte contratada y el representante de la parte contratada. Él mismo. Sin embargo, al joven no le importaba hacer horas extras en el puerto como mozo de carga para sacar algo más de dinero cada jornada. Tenía pensado formar una familia con su prometida, Ana, amante de la medicina. Su nombre era Gonzalo.
Para salvar la diferencia del idioma, Leonardo había comenzado recientemente el estudio autodidacta de la lengua latina. No solo porque gran cantidad de los volúmenes que caían en sus manos llegaban versados en esta lengua, sino porque además, al tratarse de un idioma utilizado en los templos sagrados, le podría facilitar la comunicación en un país extranjero como en el que se hallaba. En los reinos de Italia, el humanismo que había invadido la península desembocó en que exponentes como Petrarca o Ficcino renovaran el interés por la lengua latina. Pero Leonardo, al no haber recibido la tutela necesaria del pater familias, había dejado de lado las lenguas para centrarse en trabajos manuales y temas relativos a las ciencias. Aun así, se sentía con el nivel suficiente como para poder encontrar, al menos, un lugar donde dormir y otro donde trabajar.
El puerto estaba abarrotado, era uno de los centros económicos de la ciudad y uno de los lugares favoritos de los mercenarios para el estraperlo. Los administradores se encargaban de controlar la carga de los barcos recién llegados. No muy lejos, los oficiales del puerto controlaban a los marineros indispuestos con el fin de evitar un brote de peste en la ciudad. Los sastres, en sus puestos, intentaban tener la mejor jornada de su vida mientras un par de acróbatas deleitaban a los niños que deambulaban sin parar. Un pequeño puesto de madera hacía las veces de oficina de un banquero italiano, cambiante de monedas y dado a conceder préstamos usureros. Un fraile predicador, un puesto de cuero español y alguna pelea relacionada con apuestas ilegales también daban vida al puerto.
Allí se dirigió, al lugar donde la gente podía disfrutar del poder económico del barrio, la basílica gótica de Santa María del Mar, conocida como la «Catedral de los pobres» y rodeada de las viviendas de los pescadores barceloneses. Desde allí mismo se podía respirar la sal del mar y la curiosidad hizo que la circundase para mezclarse con el entorno.
Cerca de la basílica, la calle Montcada era un hervidero de burgueses. En plena obra, un palacio pugnaba contra los ya existentes en calidad y ostentación. El apogeo de la arquitectura fascinó a Leonardo, a quien le habría encantado tomar apuntes de todo cuanto veía. «Un maravilloso cuaderno de viajes», soñaba Leonardo. Pero no tenía tiempo para entretenerse. Era un extraño en una tierra extraña. Más de uno le miraba por los llamativos colores que portaba en su vestimenta, aunque en la zona de Montcada pasó más desapercibido. Se hizo de nuevo con la vía a la basílica en cuestión de minutos, a pesar de que Vitruvio se entretenía a cada paso olfateando todo lo que hallaba en su camino. Tampoco era fácil para el mozo, que cargaba con la vida material de Leonardo, atravesar tanto caos. Dejaron atrás los palacios Finestres y Dalmases.
Leonardo se sorprendió con la fonética de los catalanes. Al ser una lengua proveniente del latín, encontró similitudes orales con el italiano. A pesar de que se podía notar un destierro progresivo del latín, las derivaciones que llegaban a sus oídos no eran tan extrañas para él. Ambas lenguas tenían un alto porcentaje de similitud léxica. Pero el catalán bebía de varias fuentes, como el occitano, la lengua romance extendida por Europa, o lingua d’Oc, como la había llamado el gran Dante. También del castellano, del portugués o del francés, por su cercanía geográfica. Pero Leonardo al menos se sintió aliviado por la similitud con su propia lengua.
Al llegar, el italiano se quedó maravillado. La fachada principal le recibía como una fortaleza con dos torres octogonales como puestos de vigía. Enseguida buscó similitudes con su tierra natal. La forma octogonal de las torres de la catedral le recordaba al altar mayor de Santa Maria del Fiore, donde aún yacía Giuliano en sus pensamientos. Un pensamiento que tardaría bastante tiempo en olvidar.
Un rosetón gigante, protegido por sendos contrafuertes, le otorgaba un halo de invencibilidad. Leonardo se habría pasado jornadas enteras admirando la épica obra gótica catalana, fruto de los talentos, como pudo saber más tarde, de Ramón Despuig y de Berenguer de Montagut.
Después de dejar sus pertenencias a la entrada junto con Gonzalo, ató a Vitruvio para que le hiciera las veces de acompañante al mozo que aguardaba su recompensa final. Como si del profeta Jonás se tratara, la colosal catedral engulló al maestro florentino.
Una vez dentro, escudriñó la iglesia. La gran nave, con una altura realmente excepcional, le recordó de nuevo al Fiore. Aunque la comparación solo tenía que ver con las dimensiones, pues Santa María del Mar era más austera ornamentalmente y de tonalidades ennegrecidas frente al blanco mármol que predominaba en el Fiore. Los únicos rasgos de los que se enorgullecía la basílica eran los elementos que le proporcionaban una verticalidad sin par.
Avanzó por una de las naves hasta llegar al deambulatorio y allí se encontró con el primer paisano que veía. Un tipo que parecía cercano, con gafas. Algo más bajo que Leonardo, con aspecto de profesor bastante letrado.
—Buona sera! —exclamó Leonardo para declararse extranjero.
Esperaba una respuesta en latín. Algo que le habría llevado algún tiempo a la hora de formular oraciones perfectamente desarrolladas. El hombre le contestó en un correcto italiano.
—Buona sera, signore! Come stai? —respondió el «profesor», apelativo que utilizó Leonardo desde ese momento para referirse a él.
Mantuvieron una buena charla. Leonardo le explicó el motivo de su visita. De cómo un pariente lejano suyo, Giovanni da Vinci, estaba enterrado en Barcelona en el año 1406 de Nuestro Señor. Era un notario de reconocido prestigio, como la mayoría de los componentes de la familia Da Vinci a excepción de Leonardo, al tratarse de un hijo ilegítimo. También tenía la necesidad de conocer cuanto fuera posible del pueblo de Vinçà, posible origen etimológico de su familia, que se encontraba al norte de la región. Por otra parte, Josep Lluís, que era el verdadero nombre del «profesor», dijo ser oriundo de la ciudad, amante de la historia en su totalidad y, sobre todo, de sus misterios. Gustaba de apuntar todo cuanto allí sucedía, bien fuera testigo directo del acontecimiento, bien tomando apuntes de los testigos. Un historiador e investigador nato. Se comprometió a buscar tanta información como fuera posible sobre todo aquello que preocupaba al italiano de ojos azules y melena de color miel.
Leonardo aprovechó el momento y preguntó por las demandas laborales. Estaba convencido de que el infortunio que le había obligado a marcharse de Florencia no había traspasado fronteras. Aún no era un pintor de renombre. Josep Lluís estaba bastante informado de las necesidades de la ciudad, y un artista con la reputación de haber ejercido bajo el mecenazgo de los todopoderosos Médici de Italia no caería en desgracia. De hecho, el monasterio benedictino de Montserrat, no lejos de la ciudad, buscaba artistas con talento para realizar algunos encargos religiosos. Leonardo recibió de muy buen gusto aquella noticia. Desde pequeño, en los tiempos en los que correteaba por los viñedos de Vinci con su tío Francesco, se había convertido en un amante de la naturaleza. Vivir lejos de los trajines de la ciudad y acomodarse a las nuevas costumbres. Componer obras de arte mientras, lejos del mundano ruido burgués, diseñaba artilugios que cambiarían el mundo. O eso pensaba él. La idea era endiabladamente irrechazable. Probaría suerte. Convencería a los eclesiásticos.
Él era el hombre.