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13 de febrero de 1481, taller de Leonardo da Vinci, Florencia

Durante dos años Florencia entró en guerra con los Estados Pontificios. En cuanto el papa Sixto IV recibió la terrible noticia del fallido plan de los Pazzi y del brutal asesinato de Francesco Salviati, emitió un interdicto contra la ciudad de los Médici. Con esta decisión, provocó que todos los clérigos de la ciudad dejaran de celebrar sus funciones a excepción del bautismo, con lo que prácticamente convertían la ciudad en maldita. Asimismo, el Papa instó a los venecianos a atacar la ciudad de Ferrara, ya que, en un ejemplo más de nepotismo, se había comprometido con su sobrino Girolamo a entregarle la ciudad. No encontró apoyo en Ludovico Sforza, duque de Milán, que se alió con Florencia para evitar la expansión de los Estados Pontificios. Esta declaración de intenciones hizo reflexionar al Papa, que declaró una tregua temporal.

Ahora la ciudad de Florencia gozaba de una tranquilidad inusual. Tres años después de la rebelión aplastada de los Pazzi, aún se seguía borrando todo rastro de la familia conspiradora pero, de cara al exterior, la política pacífica tranquilizaba los corazones de los florentinos. Pocos meses atrás, Lorenzo el Magnífico había enterrado definitivamente el legado bélico contra el Reino de Nápoles que le había dejado su padre Pedro de Médici al morir. Fernando I y Lorenzo habían alcanzado la paz, y los tiempos de paz siempre eran beneficiosos. Sobre todo para las clases más humildes.

Lorenzo, pese a conservar la amenaza contra la Iglesia en su mente, consiguió que uno de sus hijos tomara la carrera eclesiástica desde muy joven. Giovanni di Lorenzo de Médici estaba dispuesto a tomar los votos. El trono de San Pedro era su objetivo. La familia al completo estaba mucho más tranquila, pues el último de los conspiradores y asesino de Giuliano, Bernardo Bandini, había acabado detenido hacía dos años en Turquía, donde lo habían puesto a disposición de los gobernantes de Florencia, que pagaron un buen precio por su repatriación. En diciembre del año 1479, fue ahorcado en la plaza pública para regocijo del pueblo. El mismo Leonardo registró el acontecimiento con un dibujo en el que reflejaba el momento en que el traidor expiró y lo guardó con recelo.

Llegaron noticias de los cinco reinos de España. Apenas una semana atrás se había celebrado el primer auto de fe de la Inquisición española bajo el control de Tomás de Torquemada, en el que fueron ejecutadas seis personas quemadas vivas por impertinentes. Las posesiones de los herejes fueron incautadas por la Iglesia. La noticia causó revuelo, porque fue el propio papa Sixto IV el que había concedido la bula necesaria, y los rumores que circulaban no ayudaban a resolver la duda. A este paso, ¿qué poder no tendría la Iglesia?

Leonardo, mientras tanto, terminaba de despachar al último cliente de la jornada en su taller.

Grazie mille, amigo.

—De nada, Ezio, de nada. Pero recuerda, nuestra vida está hecha de la muerte de otros —sentenció misteriosamente Leonardo—. Ve con cuidado.

—Así lo haré, maestro.

Con esa frase, el enigmático personaje se despidió, al tiempo que se colocaba su capucha de color blanco. Al salir por la puerta de la bottega, se cruzó con Sandro Botticelli, pero no le prestó ni la más mínima atención.

—¿Quién era? —preguntó curioso Sandro a un Leonardo que no paraba de andar de un lado a otro del taller tratando de dejar todo listo.

—Mi último cliente de Florencia, Sandro. El hijo de un amigo banquero de mi padre, Giovanni. Murió hace poco en extrañas circunstancias durante la conspiración de los Pazzi. Qué desgracia, gran familia los Auditore. Ahora el joven arde en deseos de consumar su venganza.

—Como tú, amigo Leonardo —replicó Sandro cargado de verdad y sin mirar directamente a los ojos de su colega.

—Cierto es, querido Sandro, mas yo guardo el rencor para no derramar sangre innecesaria. Por eso parto de Florencia. Ha llegado el momento de ver mundo. Está todo preparado en la parte de atrás. El carro, el caballo, el material necesario para ganarme la vida… todo.

—¿Adónde te dirigirás? ¿Roma, Milán? —Sandro sabía que no podía haber otro destino para el talento de su joven amigo, aunque a la hora de preguntar parecía como si guardara algo de información.

—¡Para, Vitruvio! —al grito, el mastín napolitano se quedó quieto, pero seguía moviendo el rabo de un lado a otro, como si notara que partían de viaje, algo que parecía gustar al perro.

—Nunca entenderé el nombre del perro…

Sandro tomó asiento con confianza mientras escudriñaba el desangelado taller que, tiempo atrás, había estado cargado de vida, de pigmentos, de arte.

—Es sencillo. Durante nuestro periodo de aprendizaje en el taller de Andrea, leí unos manuscritos incompletos de varios autores desconocidos hasta el momento. El hecho de que el Concilio de Basilea se celebrara finalmente en nuestra ciudad abrió las puertas a un mundo nuevo de conocimientos y textos perdidos. Pude leer parte del trabajo de un arquitecto romano de la antigüedad llamado Marco Vitruvio, que buscaba la cuadratura del círculo a partir del ser humano. Ese estudio, aunque brillante, tenía errores de base, y llamé al can de esa manera para recordarme que tengo que solucionar el error de Vitruvio. Todo a su tiempo.

—¡¿Lo dices en serio?! —Sandro no se lo podía creer. Miró al perro con cariño y condescendencia.

—Por supuesto, ¿por quién me tomas? —respondió ofendido Leonardo a su amigo—. Y contestando a tu anterior pregunta, a mis casi treinta años el destino me aguarda fuera de estas fronteras. Partiré a través del mar hasta el reino de Aragón, uno de los reinos de España. Años atrás un pariente lejano mío murió en la ciudad de Barcelona, Giovanni da Vinci. Creo que allí seré bien recibido. Es un gran puerto mercantil, al nivel de Génova o Venecia. Buscaré a mis antepasados y me alejaré de la maldad que me rodea en esta ciudad. Mi amigo Bernardo Bembo me ha hablado muy bien de sus gentes de mentalidad abierta.

—Leonardo, ¿estás seguro? Después de la acusación…

—¡Falsa acusación! —cortó tajante Leonardo.

—Eso es, falsa acusación —corrigió rápidamente Sandro—. Y tu posicionamiento con la política de Lorenzo el Magnífico… Posiblemente los reinos de España no sean la mejor elección.

—¿Por qué no? —preguntó inquieto Leonardo.

—Es un territorio políticamente inestable. La fusión de algunos reinos para la unificación del país ha provocado revueltas. Creo que debería preocuparte, sobre todo, la implantación de la Inquisición en ese país. Sixto IV en persona apoya la caza y tortura de los infieles. Leonardo, ¡allí queman a las personas vivas!

—Veo que el fresco que pintaste para los Médici en la Puerta de la Aduana ha valido para algo. Cuatro retratos de los ahorcados a cambio de una posición privilegiada a la hora de recibir información. —La cabeza de Leonardo iba más rápido que su lengua—. Escúchame bien. Aquí hacen cosas peores con los reos, Sandro. Tú no estuviste allí dentro, en el Podestà. No oíste cómo gritaban las mujeres y cómo violaban a niños. Ellos sí deberían arder en cualquier hoguera.

—Yo te he avisado, amigo —dijo tristemente Sandro.

—Me habría gustado que me acompañaras, no que me avisaras —sentenció.

La pausa se hizo eterna. Leonardo terminaba de preparar su bolsa de cuero, donde embutió unos últimos pergaminos que quedaban en la mesa de madera. Botticelli dudó, como si buscara en su mente la manera de administrar la información que estaba a punto de articular.

—Leonardo, yo… no puedo… Parto a Roma. El Papa ha convocado a varios artistas para realizar unos frescos sobre la antigua Capilla Magna. Dudan si remodelar la basílica o, por el contrario, encargar la construcción de una nueva obra, pero ahora es el turno de la nueva capilla, la Capilla Sixtina. ¡El propio Ghirlandaio en persona estará! ¡Y Cosimo Rosselli! ¡Y el Perugino!

—¿El Papa? ¿El mismísimo Sixto IV? ¿Por qué no ha recomendado a alguien como yo? ¿Porque según Florencia soy un firenzer? Y otra cosa Sandro, ¿qué hay en Domenico Ghirlandaio que tanto te obnubila? Fue discípulo de Andrea, como tú, y solo goza de la confianza de los Vespucci. De esa familia solo se salva Américo, gran comerciante y navegante. Tú saboreas la seguridad de los Médici y ahora, como él, del propio Papa. Deja de subestimarte, Sandro. Y deja de comer y trabaja más. ¿Qué has hecho estos últimos años?

Sandro no entendía la reacción de Leonardo. Sabía perfectamente que tenía varios ídolos en los que inspirarse, y Domenico Ghirlandaio era uno de ellos. Aquellas palabras le dolían profundamente.

—¿Por qué me atacas de esa manera? —Sandro se puso a la defensiva.

—Porque podrías ser uno de los más grandes, Sandro. Te permites el lujo de aceptar trabajos religiosos hasta para el mismísimo Papa y lo único que has hecho en estos últimos años, aparte de fracasar en la cocina como hice yo, ha sido tu Primavera. Una temática demasiado pagana para alguien tan religioso como tú. La gente, cuando lo ve, no sabe cómo interpretarlo. Deja de marcar los perfiles de las figuras, adopta el realismo. ¿Dónde está la perspectiva en tu obra? ¿No sabes que las figuras más alejadas deben representarse en un tamaño menor? ¿Flotan las figuras en el aire? Solo tus transparencias son dignas de admirar.

—¡Y tú, aprende a pintar brazos de vírgenes! —replicó Sandro.

—¡No es un error anatómico! ¡Es un experimento de perspectiva! —defendió con cólera Leonardo.

—¡Nunca sabes reconocer tus propios errores!

—¡Puedes hacer mucho más, Sandro! ¡Deja de perder el tiempo admirando a tus ídolos y supéralos! ¡Mediocre es el alumno que no supera a su maestro!

Sandro respiró para evitar que la discusión fuera a más. Leonardo era un genio, pero también era testarudo.

—Creo que lo único que tienes son celos, Leonardo. Mientras tú te distraes con animales muertos en tu taller o te dedicas a dibujar ahorcados, como es el caso de aquel conspirador aliado de los Pazzi…

—¡Bernardo Bandini, los muertos también tienen nombre!

—Como se llame, ¿¡qué más da!? Yo voy más allá. Acepto retos, desafíos. Puede que no pinte tan bien como tú, pero estoy convencido de que pintaré mucho más que tú.

Leonardo terminó de colocarse los cordones del justillo y se pasó la capa florentina por encima.

—También se salva la bella Simonetta Vespucci… Cuando regrese de Roma, la convertiré en inmortal. Como la diosa Venus… —se intentó justificar Sandro—. ¿Sabes por qué admiro al maestro Ghirlandaio? Porque él sí termina sus encargos. Los suyos y los tuyos. Sé lo que has hecho en el convento de San Donato de Scopeto. Has engañado a los monjes agustinos. Les has robado veintiocho ducados y te has quedado tan ancho. Ahora, esa tabla está en casa de tu amigo Amerigo Benci, mientras el maestro Ghirlandaio repara el dolor psíquico y el vacío artístico que has dejado. Solo piensas en ti, Leonardo. —Sandro intentaba llamar la atención de su amigo de una y otra manera pero era tarde—. ¡En ti y en lo que crees que es más conveniente para tu persona!

Leonardo, haciendo caso omiso a las palabras de su irritado amigo, al que no le faltaba razón, miró alrededor y se cercioró de no dejarse nada allí, pues en breve entraría un nuevo inquilino en régimen de alquiler, lo que le procuraría algunos florines a finales de año. Después de comprobar que todo estaba como debía estar, se dirigió a Sandro de un modo escueto.

—Hay tres tipos de personas. Aquellas que ven, aquellas que ven únicamente lo que se les muestra y aquellas que nunca ven nada. Hasta otra, amigo Sandro.

Con esta despedida, Leonardo se abalanzó hacia Sandro, quien no se había repuesto de la reprimenda, y le dio un fuerte abrazo. Aprovechó ese mismo momento para introducirle con sigilo una carta en el bolsillo abierto del bolso que le colgaba del cinturón, y por último le besó en la mejilla.

—Te escribiré. Cierra la puerta cuando salgas.

Sin más palabras. Sin mirar atrás. Leonardo miraba al frente. Al futuro. Y dejaba atrás aquello que había ensuciado su alma. No quiso girar la cabeza y ver una última vez el fruto de su ánima emprendedora, ni mucho menos a Sandro, al que consideraba su mejor amigo, pero también alguien que constantemente se subestimaba. Por dentro, la ira, compañera de viaje desde hacía años, dio paso a una profunda tristeza. Pero su testarudez no iba a permitir que nadie lo notase. Con un grácil movimiento, se envolvió la capa al cuello y se tapó la barba. Cualquiera que en esos momentos le mirara pensaría que se escondía de alguien. Pero se equivocaría. Se escondía de algo. De sus sentimientos. De su tristeza. De su adiós.

Dentro de la bottega se quedó solitario y pensativo Sandro Botticelli. Tenía que preparar un viaje. Pero mientras que para Leonardo se trataba de un éxodo, para él era una aventura, una excursión. Mientras que Leonardo huía del fracaso, él avanzaba hacia el éxito. Mientras que su amigo se tapaba la cara, él echaba un último vistazo al taller y esbozaba una leve sonrisa.

Sandro se dirigió a la puerta y, tras cruzar el umbral, cerró la cancilla. Pronto llegaría el nuevo inquilino.

Sin embargo, no emprendió su camino a un paso ligero. Algo le llamó la atención. Al fijarse en el cierre de su bolso, vio cómo el pequeño cuerno de hueso que hacía las veces de cierre estaba fuera de su lugar natural. Rápidamente, metió la mano, pues pensó que, al cruzarse con el tal Auditore, había sido víctima de un pequeño hurto. Pero no fue así. Lo que halló fue una lámina de papel verjurado doblada finamente a modo de carta. No le cupo la menor duda. Leonardo era el emisor y él, el receptor. Cuando levantó la vista en busca de su amigo, este había desaparecido. La calle estaba repleta de gente. Comerciantes, aspirantes a artistas que buscaban sus bottegas, damas de compañía que buscaban clientes con florines para gastar. Pero ni rastro de un carro pequeño tirado por un caballo cuyo dueño tenía un perro de nombre Vitruvio.

Sorprendido, desplegó la carta poco a poco. No tenía muy claro si quería leer lo que contenía. Pero, a su pesar, lo hizo.

A Alessandro di Mariano di Vanni Filipi.

Amigo Sandro, te escribo estas palabras con la certeza de que sabrás perdonar mi cobardía. Son palabras que se deslizan a través de mi pluma, porque no querían resbalar por mi lengua. Palabras que, de un modo u otro, viven en mí y, a partir de ahora, espero vivan en ti.

Desde mis dieciséis primaveras te conozco, amigo Sandro, y ahora que ya son diez abriles durante los cuales juntos hemos reído, llorado, comido, robado, pintado, creado y un sinfín de maravillosas cosas, ha llegado el momento de abrir las puertas de mi corazón.

Me marcho a otro lugar, como ya sabrás. No soporto la idea de tener que enfrentarme a la injusticia que se ha cometido sobre mi figura. Sé que eres creyente y que estás convencido de que la justicia divina traerá a cada uno lo que se merece. Pero en mi interior no hay, de momento, hueco para un dios. Ni siquiera para una fe determinada que no sea la fe en mí mismo. Solo hay sitio para la ira y la venganza, y creo que la mejor manera de apaciguar el fuego interno que crece en mi interior es alejarme del nido de víboras donde nos encontramos. No puedo dejar que el león ardiente dentro de mí tome el mando.

Aún recuerdo aquellas noches de experimentos culinarios en las cocinas de Los Tres Caracoles cerca de nuestro ponte Vecchio. Pensaba que iba a cambiar el mundo de la cocina hasta que llegó la fatídica primavera de 1473. Se insinuó que yo, Leonardo da Vinci, podría ser el culpable del envenenamiento de los cocineros de aquella mísera taberna. Pero supe cómo lograr que no me afectara.

Sin embargo, esto ha ido mucho más lejos. Las pinturas insultantes en el taller, nuestra prometedora taberna de Las Tres Ranas de Sandro y Leonardo quemada… convertida en cenizas, como los deseos que siempre quise compartir contigo. Tú tampoco tenías fe en ello: «Nadie entenderá un menú escrito de derecha a izquierda», decías…

No soy lo suficientemente fuerte como para poder crear y, a la vez, observar tanta destrucción. Te habría pedido que te unieras a mi aventura, a este mi nuevo destino, pero mientras mi espíritu vuela como un milano, el tuyo parece estar anclado sentimentalmente a la tierra que nos vio nacer. Eres un superviviente del día a día mientras que yo miro lejos, más lejos.

Sé fuerte, amigo Sandro, y no tan glotón, y nunca olvides que, cuando la fortuna venga, debes tomarla a mansalva y por delante, ya que por detrás es calva.

io, Leonardo da Vinci

En el año 1481 de Nuestro Señor, Leonardo, el genio de Vinci, abandonó Florencia. Una pérdida que la ciudad no lamentó.

Al año siguiente, Girolamo Savonarola, el brazo armado de Dios, entraría en Florencia. Una llegada que la ciudad terminaría lamentando.