27 de abril de 1478, piazza della Signoria, Florencia
La vaca mugió. No hizo falta esperar mucho más. A la jornada siguiente, lunes 27 de abril del año 1478 de Nuestro Señor, la vaca mugió. Todo florentino sabía qué significaba aquello. La campana de la torre del palazzo Vecchio era conocida como Vaca no solo por el sonido que producía, sino también porque se asentaba sobre una antigua casa-torre propiedad de la familia Foraboschi llamada Torre de la Vaca. El sonido de la vaca indicaba una crisis en la ciudad. Una declaración de guerra, una toma de decisión consensuada con el pueblo. Pero Florencia sabía cuál era el motivo. La ciudad había pasado la noche en vela, fruto de la resaca de la sangrienta jornada anterior. No era fácil olvidar a los insurgentes y el destino fatal que les esperaba. El pueblo estaba triste por el fatal desenlace tanto de la familia Médici como de la familia Pazzi, pero el percance había servido para afianzar los lazos de arraigo. Los florentinos, por instinto, habían actuado en conjunto y habían remado todos a la vez. En la misma dirección. Florencia estaba triste, sí. Pero también orgullosa.
Los vecinos acudieron a la piazza della Signoria. Poco a poco, no fue quedando resquicio que un florentino pudiera ocupar. En la fachada principal, una plataforma en forma de L se alzaba sobre las cabezas de los vecinos. El gentío comentaba los acontecimientos acaecidos e incluso en la esquina de la Loggia della Signoria algunos truhanes aprovechaban para hacer negocios. Eran varios los adictos al juego que no querían dejar pasar la oportunidad de hacer sus propias apuestas con respecto al castigo que esperaba a los conjuradores.
De repente, se hizo el silencio. Las puertas del palacio se abrieron y la imponente figura de Lorenzo de Médici salió a la palestra. La seguridad era extrema. A pie de calle, toda la plataforma se hallaba rodeada de la guardia personal del Magnífico. Los tejados que la rodeaban, por muy lejanos que estuvieran, y la plaza también estaban bajo control ante la posibilidad del uso del arco o la ballesta. Florencia, de un día para otro, se había convertido en la ciudad más inexpugnable de todos los estados que componían la Península itálica.
Lorenzo avanzó decidido y con el rostro serio. No hacía ni una jornada que guardaba luto por su difunto hermano. Cuando llegó a la posición de la pasarela se detuvo y levantó la vista. Nadie osaba pronunciar palabra. Nadie hacía el menor ruido. Todo el mundo estaba expectante. El regente iba a hablar.
—¡Hijos de Florencia! —comenzó Lorenzo.
Los ciudadanos se excitaron con las primeras palabras a pesar de la desagradable voz de Lorenzo, ese día más rota que nunca.
—¡Yo, Lorenzo de Médici, señor de las tierras de Florencia, os doy las gracias desde lo más profundo de mi corazón!
La gratitud mostrada por el Magnífico, fuera sincera o no, fue recibida con vítores por los congregados. Ni por un solo momento habían pensado que Lorenzo mostraría su lado más humano y más humilde. Esperaban a un signore justamente despiadado por el ataque terrorista. Mas Lorenzo lo tenía todo preparado.
—¡Desgraciadamente, mi hermano ya no está aquí, pero gracias al espíritu guerrero y perspicaz, yo sigo entre vosotros!
Lorenzo sabía perfectamente cómo ganarse a su pueblo.
—¡Como dirigente supremo, no tengo por qué pedir permiso ni mucho menos perdón pero aun así, creo que el pueblo florentino debe tomar parte de mi decisión! —La gente estaba tan expectante como excitada—. ¿Queréis que libere a los presos, a aquellos que atentaron no solo contra mi familia, sino contra todo lo que significa la gran Florencia para vosotros?
El pueblo no dudó.
—¡No! —gritaron al unísono cientos de personas.
—¡Muerte a los traidores! —vociferaban otros.
—¡Florencia libre de usurpadores! —se desgañitaban los más patriotas.
Lorenzo, contento con la respuesta popular, se volvió hacia una de las ventanas que daban a la plaza e hizo una señal. El Magnífico lo tenía todo preparado. En uno de los balcones de la Sala del Duecento expusieron el cuerpo aún con vida del arzobispo Francesco Salviati. Llevaba una gruesa soga atada al cuello.
—¡Florentinos! ¡Aquí tenéis a uno de los responsables del caos! ¡Con su disfraz de arzobispo, nombramiento no apoyado por nosotros, los Médici, y portando el nombre de Dios bajo una falsa bandera ha atentado contra el gobierno y contra el confaloniero Petruzzi! ¿Qué queréis que haga con él? ¿Cuál es vuestra voluntad?
Florencia pidió a gritos que lo colgaran. No tardaron mucho en pensarlo.
—¡Colgadlo! —abucheaban unos.
—¡Irá al infierno! —voceaban otros.
Lorenzo, a pesar de saber que esa acción provocaría represalias por parte del papado, accedió a la sed de sangre de su pueblo. En su rostro, se dibujan sus ganas de venganza también.
Su mano derecha dibujó un gesto en el aire. Francesco Salviati llevaba un rato rezando. Pero llevaba mucho más tiempo sudando. En el último momento, dudó de su fe y el miedo se le reflejó en el rostro. Después, el vacío. La caída se vio interrumpida por un tirón súbito que provocó el quiebre de las cervicales del prisionero. Muchos se lamentaron de que no hubiera muerto asfixiado, una muerte mucho más cruel. Pero aun sin vida, el cuerpo de Salviati reflejaba el horror de la caída. Acto seguido, los encargados del reo ofrecieron un regalo más al pueblo. Cortaron la cuerda para prolongar el espectáculo. El arzobispo cómplice de la conspiración cayó como un peso muerto contra el pavimento, y nadie que le hubiera conocido en vida y se acercara le reconocería. Un amasijo de carne, huesos y tela juzgado, condenado y ejecutado. La gente sabía que no era el fin. Había alguien más. Muy posiblemente, los sicarios cómplices de los Pazzi que habían sobrevivido a la revuelta espontánea popular estarían en las cárceles del Bargello o habrían corrido peor suerte. Pero si Salviati había sido humillado en público, eso solo podía significar una cosa. Lo mejor estaba por llegar.
En cuestión de segundos, otra figura apareció en una ventana, bastante más cercana al suelo donde momentos antes se colocaban los espectadores fieles a los Médici. Una figura maniatada y con una capucha en la cabeza que le impedía la visión. Con otro gesto del líder Médici, le arrancaron súbitamente la capucha y la cara de Francesco de Pazzi quedó al descubierto. Al mirar hacia abajo, los ojos casi se le salieron de las órbitas. La piazza della Signoria, otrora un centro pacífico de paseo, negocios y algo de política de vez en cuando, se encontraba saturada de miles de florentinos que pedían su cabeza.
—¡Muerte a los Pazzi! —gritaban a escasos metros de distancia.
—¡Muerte a los traidores! —No hubo ni una sola voz en Florencia que implorase perdón.
Lorenzo de Médici lo tenía claro. Matar a Francesco de Pazzi él mismo sería privar al pueblo florentino de algo que pedía a gritos. Por supuesto, de muy buena gana le habría asestado diecinueve puñaladas con sus propias manos como habían hecho con su hermano, pero lanzarlo al pueblo no solo era reclamar venganza, sino una estratagema política para ganarse aún más a sus súbditos.
—¡Francesco de Pazzi! Yo, Lorenzo de Médici, y todo el pueblo florentino te declaramos culpable. ¿Alguna última plegaria?
Francesco, viendo a la parca llegar, voceó:
—Forza Pazzi!
Las palabras de Lorenzo cortaron el inútil grito del Pazzi.
—Antes de morir, Francesco, quiero que escuches estas palabras. Hoy mismo decreto que la familia Pazzi sea despojada de todo cuanto posea en la ciudad de Florencia. A partir de este día, maldigo tu nombre y el de tu familia. Hoy comenzará la destrucción de todo aquello que pudiera llevar vuestro nombre y vuestro escudo. Francesco de Pazzi, ¿querías Florencia? Yo, Lorenzo de Médici, el Magnífico, el Generoso, te entrego Florencia. Es tuya.
No hubo tiempo para más. El reo fue empujado al vacío. La altura a la que se encontraba Francesco de Pazzi no era mortal, pero sí lo suficientemente elevada como para que el impacto contra el suelo le rompiera ambas piernas. El dolor físico que sintió se unió al dolor psicológico. Todos los que rodeaban al conspirador se enzarzaron en una cruenta batalla para despojarle de sus atavíos. Cuando estuvo desnudo, un grupo de florentinos lo arrastró a través de la plaza para que todos pudieran verle. No resultaba difícil seguir el rastro de sangre que sus destrozadas piernas iban dibujando por los adoquines de la ciudad. A cada paso, una lluvia de salivazos y un torrente de patadas impactaban contra el cuerpo de Francesco. La vía que desembocaba en el río Arno, vecina del ponte Vecchio, quedó atestada de gente. Todos querían participar de la jauría. Al llegar al río, el cuerpo sin vida de Francesco de Pazzi fue lanzado con ausencia total de sentimientos. Era difícil calcular en qué momento había expirado el reo, pero muy posiblemente Francesco habría deseado pasar a mejor vida en la caída desde la cornisa del palazzo Vecchio.
Florencia había reclamado venganza y había obtenido justicia. Lorenzo de Médici se encontraba triste por la pérdida, pero satisfecho por el resultado. El atentado no había hecho más que reforzar su condición de líder y señor de la ciudad.
El Magnífico había procurado poner a todos aquellos que consideró oportuno a buen recaudo. Familiares, amigos, artistas. Incluso al cardenal que debería haber ejercido en la misa que no llegó a celebrarse. Al cardenal Raffaele Riario le consideró un títere en manos de los confabuladores. No solo lo puso en libertad, sino bajo protección.
Cometió dos errores. El primero, regalarle un salvoconducto para su autonomía exenta de cualquier pesquisa. El segundo, no haber ordenado un interrogatorio que le procurase la información de la que carecía.
El cardenal Raffaele Riario era sobrino de Francesco della Rovere. Era familia directa del papa Sixto IV. Era cómplice de asesinato. Y estaba libre.