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26 de abril de 1478, duomo de Santa Maria del Fiore, Florencia

El grupo de defensa de la familia Médici se recomponía gracias al milagro. La gente estaba de parte de Lorenzo. El pueblo florentino se había sublevado contra los conspiradores, algo que estos, ni por asomo, se podían imaginar. Tuvieron el tiempo suficiente para agrupar a los más pequeños y a Clarice de Orsini que, al parecer, en ningún momento había sido señalada como objetivo.

Francesco de Pazzi esperaba un banquete, pero lo que obtuvo fue un corte de digestión. La sacristía de los canónigos se encontraba totalmente vacía. Allí no había nadie. La ira se desbordó en su interior. Enfurecido, salió de nuevo en dirección al altar mayor y, mientras atravesaba a dos florentinos simpatizantes del gobierno Médici, exploraba una posible vía de escape. «¿Cómo diablos no he podido darme cuenta antes?», pensó enfurecido Francesco. El rastro de sangre de Lorenzo marcaba el camino. En efecto, Lorenzo había intentado llegar hasta la sacristía, donde su secretario privado le esperaba. Pero había un viraje brusco en su trayectoria. Los restos de huellas que arrastraban la sangre por el suelo se dirigían inequívocamente a la escalera en dirección a la cúpula. La obra maestra de Filippo Brunelleschi.

Momentos antes, mientras Francesco de Pazzi despachaba al pueblo insurgente y Angelo Poliziano instaba a Lorenzo a entrar en la sacristía, una figura envuelta en una capa rosácea había tirado de él con una fuerza descomunal a la que el objetivo principal de la conspiración no pudo resistirse. Para ganarse la confianza del Magnífico y que este pusiera de su parte, se retiró parte de la capa que le cubría el rostro y Lorenzo entró en razón.

Era imposible no identificar el cabello largo, ondulado, de color miel. Era imposible confundir aquella barba perfectamente recortada con cualquier otra barba en toda Florencia. Era imposible apartar la mirada de aquellos ojos azules, el espejo donde el alma del genio se reflejaba.

—¡Leonardo!

Buon giorno, signore! —dijo Leonardo guiñando un ojo.

Desde ese momento, Lorenzo de Médici entregó su destino a un joven de veintiséis años con el pelo y la barba de color miel y una capa rosa alrededor del cuello. Atravesaron el altar mayor en dirección a la Tribuna de la Cruz y giraron a la izquierda, a la puerta de acceso a la escalera que le llevaría a la cúpula.

Francesco llamó la atención de tres sicarios que se defendían de un grupo de nobles que les atacaban con trozos arrancados de los bancos de Santa Maria del Fiore. Con un gesto, hizo ademán para que le acompañaran rumbo a la cúpula, atravesando el espacio que había sido destinado a una balaustrada octogonal de mármol para resaltar el altar mayor. Si la sacristía era un callejón sin salida, la linterna de la cúpula, única parada posible, era el fin definitivo.

—¡Lorenzo de Médici es mío! ¡Vuestro objetivo es matar al pintor, Leonardo da Vinci!

El ascenso a la cúpula no fue fácil para Lorenzo. Más de cuatrocientos escalones separaban el asesinato de un posible punto de fuga. Leonardo tiraba de él como podía, pero poco a poco el príncipe se iba debilitando cada vez más. Las estrechas escaleras que servían de acceso tampoco facilitaban mucho la vía de escape. El primer tramo fue relativamente sencillo, pues la pendiente no era demasiado inclinada y los escalones eran lo suficientemente anchos como para que el punto de apoyo pisara fuerte. Tan solo unas pequeñas oquedades a modo de ventanas servían de iluminación. Al llegar al primer anillo, avanzaron sin pausa para alcanzar el siguiente tramo de la escalera. No podían permitirse el lujo de comprobar si eran los únicos en tener el valor de subir allí arriba. Lorenzo se asomó un instante a su derecha, al interior de la catedral. Preferiría no haberlo hecho. Al fondo, varios metros abajo, se hallaba la figura de Giuliano, su hermano, en un baño teñido de carmesí. Leonardo volvió a tirar de él y se embarcaron en el siguiente tramo de ascenso. Un rellano, un giro a la derecha y una escalera de caracol, tan empinada como estrecha, que giraba sobre sí misma hacia su izquierda.

Francesco y sus tres secuaces llegaron al primer anillo. Como si de una obra macabra del destino se tratara, el Pazzi dirigió su mirada en dirección opuesta adonde, momentos atrás, Lorenzo la había depositado. Esta vez el líder de la conspiración miró hacia arriba y divisó unos segundos el interior de la cúpula que aún no había sido decorada.

—Sea quien sea, aquí debería pintar el Juicio Final —concluyó Francesco.

Leonardo y Lorenzo, cada vez más lentos, avanzaron por el pasillo que dejaba atrás la escalera de caracol y afrontaron el último trecho. El último esfuerzo. Los pequeños huecos en la pared, lejos de iluminar, ahora eran un elemento indispensable de ventilación. A pesar del cansancio, a esa altura respiraban aire puro. La última escalera empinada que atravesaba la base de la linterna de la cúpula fue la parte más difícil, pero estaban a punto de conseguirlo. Un nuevo rellano minúsculo y los pequeños peldaños que permitían el acceso al mirador exterior.

A medida que se acercaban a su meta podían oír las voces de sus perseguidores. Un último empeño y lo conseguirían. Al pasar por el hueco de acceso, Leonardo soltó literalmente a su amigo en el suelo, con el consiguiente golpe. Lorenzo estaba tan magullado que ni se percató del dolor que le produjo el impacto contra el pavimento. Solo vio que Leonardo se desenvolvía con familiaridad en la linterna de la cúpula. En un movimiento rápido, atrancó la puerta desde el exterior con una tabla de madera y varios ladrillos. Dos segundos más tarde, el golpe estrepitoso al otro lado del listón le sobresaltó. Estaban a salvo, pero no por mucho tiempo. Y la única salida que tenían acababa de ser invadida.

—¡Ahora entiendo por qué Dante incluyó a la familia Pazzi en sus infiernos hace doscientos años!

Leonardo no podía dejar de trabajar con la mente. Incluso en momentos como ese, el humor siempre estaba presente. No quería repetir el sufrimiento psicológico del palazzo del Podestà. Después de cerciorarse de que la madera colocada de una manera un tanto ordinaria evitaría cualquier acceso al exterior durante un tiempo se puso manos a la obra.

—Majestad, ¿cuánto pesa? —preguntó rápidamente Leonardo.

—¡No es momento de hacer este tipo de preguntas, por Dios! ¡Han asesinado a Giuliano!

—No es cuestión de curiosidad, majestad —se excusó Leonardo justificando su falta de sensibilidad—, ¡es cuestión de vida o muerte!

—Alrededor de ciento cincuenta libras —contestó, a punto de entrar en un estado de conmoción.

—Está bien, deshágase de todo cuanto pueda, cualquier cosa que añada un peso extra al suyo. —Al ver que, ante estas palabras, Lorenzo de Médici dudaba, gritó—: ¡Ahora!

El grito añadió una dosis extra de adrenalina. El Magnífico empezó a desprenderse de todo material pesado que portaba en ese momento, que no era poco, ya que el atuendo de gala llevaba demasiada parafernalia. Objetos como las botas, los cinturones y las bolsas de cuero con cantidades importantes de florines quedaron en el suelo. Lo mismo hizo Leonardo, mucho más veloz que su perseguido colega. A todo esto, Francesco y sus tres sicarios se amontonaban en el acceso de la linterna de la cúpula intentando tirarla abajo. Gritaban, insultaban y golpeaban sin parar. Lorenzo de Médici estaba asustado de verdad. Tarde o temprano, la madera, con el peso y los golpes, cedería.

Leonardo no tenía tiempo para estar asustado. Sabía perfectamente que parte de los andamios de madera que su maestro el Verrocchio había utilizado para levantar la enorme bola de cobre sobre la linterna seguían ahí. Al finalizar semejante proeza, un Leonardo de diecinueve años, obsesionado con volar, pidió permiso a su maestro para dejar un prototipo de planeador con el que investigar llegado el momento. «Si eres tú el que te lanzas con semejante artilugio, te matarás. No seas un chiflado, Da Vinci», le dijo su maestro. Leonardo arguyó que pensaba hacer planear el artilugio con un peso muerto, y prometió no probarlo él mismo. Andrea del Verrocchio accedió, siempre y cuando permanecieran los andamios de madera.

«Algunas promesas nacen para no ser cumplidas», se excusó Leonardo. Afortunadamente, los andamios seguían allí con el fin de garantizar el equilibrio de la linterna. El joven de Vinci ya había subido en más ocasiones. No era la primera vez que montaba su planeador. No necesitaba mucho tiempo. Solo el suficiente para no morir allí arriba. Recomponiendo piezas aquí y allá, dibujando un plano imaginario en el aire y volviendo a atar cabos sueltos, el armazón que poco a poco iba adquiriendo forma asustaba. El pánico empezó a invadir a Lorenzo. No sabía muy bien qué venía a continuación. Se encontraba a más de cien metros del suelo y, como únicos espectadores de lo que pudiera acontecer, estaban los sicarios asesinos, cuatro millones de ladrillos que formaban la cúpula de Brunelleschi y algo así como un demente mental que estaba intentando, mediante telas de lino, cuerdas, cuero y madera, crear una especie de murciélago gigante. O al menos, eso es lo que aparentaba la estructura alada que Leonardo estaba a punto de terminar.

—Disculpad, querido amigo, ¿qué pretendéis hacer con ese…, digamos…, artilugio?

—Salvar vuestra vida, señor —Leonardo contestó sin dirigir la mirada a Lorenzo, pues acababa de terminar de atar el último pedazo de madera y sujetaba unas correas de cuero.

—¡No termino de entenderlo, Leonardo! —gritó Lorenzo.

La madera que servía de débil fortificación improvisada en el acceso comenzaba a ceder. Los perseguidores no solo eran fuertes, sino que venían lo bastante motivados económicamente por Francesco de Pazzi.

—¡No se preocupe, majestad, llevo años intentando comprenderlo yo y aun así no creo que pudiera explicarlo! Es simple, señor. Vos y servidor nos lanzamos al aire. Pueden pasar dos cosas. La primera es que nos estrellemos contra el suelo, señor, cosa que personalmente preferiría a ser descuartizado por los cerdos que están a punto de asaltarnos. La otra es que…, ¿cómo decirlo?…, volemos…

—¿Volar? ¿Cómo un pájaro? —Lorenzo no conseguía entender nada—. ¡Eso parecen alas de murciélago!

—¡Pues nos convertiremos en hombres murciélagos, signoria! —Leonardo sabía que estaban perdiendo un tiempo precioso con tan vana discusión.

—¿Estáis mal de la cabeza? —preguntó Lorenzo sin ánimo de esperar respuesta. La pregunta era retórica.

—No tan mal como su cuello, signore.

Leonardo tenía razón. La herida provocada por la daga en el cuello de Lorenzo no paraba de sangrar, a pesar de que el trozo desgarrado de tela taponaba lo suficiente como para no permitir una pérdida mayor. Era imperiosamente necesario que le viera un médico cuanto antes. Leonardo tomó la decisión. Con o sin Lorenzo, había llegado el momento de comprobar la eficacia del estudio al que había dedicado tantos meses. O se deslizaba por el aire o impactaba contra el suelo. No tenía más opciones. Calcular otro tipo de destinos o desenlaces era prescindible. Era A o B. La madera elegida era la correcta, madera de ciprés, resinosa y ligera, con un secado uniforme para evitar que se rajara. Solo tenía una duda. Qué dirección tomar. Si bien la opción lógica y correcta era alcanzar el palazzo Médici que se encontraba a escasa distancia, Leonardo no conocía su interior, y cualquier viraje imprevisto fruto de cualquier corriente de aire pondría en peligro el trayecto. Miró al otro lado y comprobó la dirección del viento. La piazza della Signoria sería un buen espacio para aterrizar. Una zona amplia, con un margen de error bastante grande y espacio suficiente como para posarse sin problemas y sin accidentes. Setenta kilos de peso extra eran demasiados y, aunque el viento que rondaba la catedral a esa altura era bastante fuerte, Leonardo no hallaba ninguna columna de aire caliente proveniente de las hogueras que los florentinos solían hacer por la noche en los tejados, con el fin de cocinar algo de carne. Estaban vendidos a plena luz del día.

—Majestad, iremos al palazzo Vecchio —dijo con decisión Leonardo mientras se colocaba el arnés alrededor del pecho y la cintura—. Acérquese.

Lorenzo se acercó a Leonardo. Este, con un giro brusco, le volteó y presionó su pecho contra la espalda del Magnífico. Le abrazó. Lorenzo se sobresaltó.

—No se preocupe, señor, llevo bastante tiempo sin pensar en ello. —Con el arte del sentido del humor de Leonardo, le dio una nueva orden—. Preste atención, majestad, estamos sobre un tambor poligonal. La cúpula sobre la que nos hallamos consta de ocho caras. Señor, en cuanto diga «Andiamo!», echaremos a correr por la cara frente a nosotros sin parar. No se asuste con la verticalidad, no podremos frenar una vez iniciado el descenso. Necesitamos un breve impulso para tomar la corriente de aire. Capito?

Lorenzo no tuvo tiempo de contestar. La madera que les separaba de una muerte segura cedió definitivamente. Ante el inesperado golpe brusco de la madera contra el suelo, los sicarios tropezaron unos con otros y los ladrillos cayeron sobre ellos. En ese momento Leonardo empujó a Lorenzo y comenzaron a correr en dirección al vacío. No hubo tiempo de decir nada. Cuando Francesco y los esbirros se levantaron torpemente, no encontraron a nadie. Era la segunda vez que le sucedía al líder de los Pazzi. En esta ocasión no había rastro de sangre que seguir.

Mientras, la nave central de Santa Maria del Fiore se había convertido en algo menos que una batalla campal. Los Pazzi y los matones asalariados que mantenían su posición en la cruz latina del Duomo no habían contado con el factor sentimental. Giuliano yacía apuñalado en el suelo. Su madre, como si de una Piedad se tratara, agarraba y abrazaba el cadáver de su hijo en un mar de sangre y lágrimas. Cuatro guardaespaldas en formación circular protegían la dramática escena. Los tutores de la prole de Lorenzo, así como la escolta personal que protegía a Clarice, se abrían paso con violencia a través de sus ciento cincuenta y tres metros de longitud hacia la puerta mayor. Su destino era el palazzo Médici. El reloj pintado en 1443 en la fachada interior por Paolo Uccello era testigo de excepción. En cuestión de minutos los florentinos que se hacinaban en la plaza recibieron la dramática noticia. Un atentado contra sus protectores y benefactores en la catedral de la ciudad, ante los ojos de Dios. Fueron muchos los voluntarios que entraron en el espacio cada vez más abarrotado para desarmar a los pocos intrusos que aún se defendían. La ira fue a más y lo que en un principio parecía una carga defensiva para proteger a los Médici poco a poco se fue transformando en una masacre. Los sicarios, acorralados, se dieron por vencidos y soltaron las armas. Mas ya era demasiado tarde. No hubo perdón. No hubo piedad. En un intento de respetar la casa del Señor, uno por uno, incluyendo los recién descendidos de la cúpula, fueron sacados entre la multitud a la plaza, frente a las puertas de bronce de Ghiberti del baptisterio de San Juan. Los florentinos, como si de un castigo divino se tratara, cargaron contra los terroristas y los aniquilaron con cualquier cosa que tuvieran a mano. El color rojo tiñó por momentos la ciudad.

El otro grueso del pelotón que formaba el golpe de Estado dirigido por el arzobispo Francesco Salviati no había corrido mejor suerte. La falta de planificación dejó sin alternativas a los conspiradores. Salviati logró, debido a su posición eclesiástica, entrar en las primeras estancias del palacio, mientras que el pelotón encargado de hacerse con el control del edificio más emblemático del poder florentino se quedó a las puertas, con el ejército de la ciudad rodeando la plaza y entreviéndose el inminente final de la conspiración. Salviati cayó preso de su propia ignorancia y, en un intento de salir del palacio sin llamar la atención, se encerró en una habitación trampa. Fue el que menos resistencia puso.

Leonardo, Lorenzo y un par de alas gigantes corrieron cúpula abajo tomando una velocidad vertiginosa. Por fortuna, el planeador vinciano logró tomar la corriente de aire suficiente como para no estrellarse. Por increíble que pudiera parecer, la máquina voladora de Leonardo da Vinci se entregó a los cielos de Florencia. La idea de Leonardo era trazar una trayectoria descendente en diagonal para sortear los tejados y llegar a la piazza della Signoria. Los cálculos no estaban pensados para un exceso de peso, por lo que Leonardo tuvo que manejar el artefacto con muchísima dificultad. Pudo ver rápidamente el edificio donde, más de un siglo atrás, había residido uno de los mayores poetas italianos de la historia, Dante Alighieri. «Esto sí que es un infierno», pensó brevemente y por instinto Leonardo. Con un movimiento de vaivén producido por el aire, a punto estuvieron de chocar estrepitosamente con las torres en cuyo interior se encontraban las residencias de la nobleza florentina. A pesar de que, años atrás, este tipo de viviendas se había convertido en algo habitual durante la época de los «comunes» en la Edad Media, la única que se interponía en su trayecto final era la casa-torre Uberti, de los descendientes de la familia que provocó una guerra civil en Florencia en el año 1177 de Nuestro Señor.

En un intento de salvar las distancias, Leonardo probó suerte con un movimiento brusco de las alas, pero la carga de Lorenzo era demasiado pesada como para poder virar. Era la primera vez que probaba a escala real su máquina voladora y, casi con seguridad, la última. La velocidad aumentaba a cada segundo y ese incremento era directamente proporcional a la trayectoria descendiente del planeador. En pocos segundos, el accidente sería inevitable. La única torre que obstruía el paso se puso en su camino, y el ala izquierda se hizo añicos nada más rozar la fortaleza pétrea. Lorenzo de Médici y Leonardo da Vinci salieron despedidos a la parte superior de la vivienda, lo que amortiguó el golpe, y acto seguido se precipitaron de nuevo al vacío por la cornisa sur, que daba directamente a la piazza della Signoria. Solo tuvieron tiempo para cerrar los ojos, porque sabían que, a esa altura, no lo conseguirían.