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16 de julio de 1451-15 de abril de 1452, Florencia, Vinci

En el año 1451 de Nuestro Señor, ser Piero Fruosino di Antonio da Vinci contaba veinticuatro años y ya se perfilaba como un prometedor notario en la ciudad. Su lugar habitual de residencia se encontraba en la pequeña villa de Vinci, que pertenecía a Florencia desde 1254, a una distancia de algo más de media jornada hasta entrar en la piazza San Firenze. Allí tenía su pequeño negocio junto a la abadía Florentina, famosa desde hacía un siglo por ser el lugar de culto escogido por Beatrice Portinari, amor temprano de Dante personificado en su Divina comedia. La oficina, situada privilegiadamente enfrente del palazzo del Podestà y a escasos metros del centro neurálgico de la ciudad, le proporcionaba el suficiente tránsito como para establecer los contactos pertinentes. De hecho, las negociaciones para llevar los asuntos de la abadía comenzaban a dar resultados. Si conseguía cerrar el trato, pronto caerían bajo su supervisión el convento de San Pietro Martire, ¿y por qué no?, la Santissima Annunziata. Con ese trío de ases, Piero llamaría la atención lo bastante como para que los Médici se interesasen por sus talentos.

Ser Piero era un joven avaricioso. Tenía muy claro cuál era su propósito en la vida: amontonar cantidades de dinero para disfrutar de los placeres de la vida. Una política bastante apartada de la tradición familiar pues, aunque la notaría era un cometido de la estirpe, Antonio, el padre de familia, había inculcado unos valores mucho más espirituales. Sin embargo, al estar prometido con Albiera di Giovanni Amador, quería retirarse no demasiado entrado en años y comprar un viñedo al norte de Vinci, en la ladera de Anchiano.

La vida le cambió de la noche a la mañana. Un cliente suyo, Vanni di Niccolò di ser Vanni, partió del mundo de los vivos y, en agradecimiento al trabajo prestado y sin descendiente alguno conocido, legó a su mujer alguna propiedad y a Piero da Vinci el resto de sus posesiones. Esto incluía varias propiedades en la ciudad, incluida una gran casa en la vía Ghibelina y a su criada, una de las quinientas esclavas de Oriente Próximo que servían en la ciudad, de nombre Caterina. Piero no recibió de mala gana este legado y, como buen notario y gestor administrativo, dispuso las propiedades de manera que le proporcionaran un sobresueldo extra. A la esclava Caterina la llevó a su tierra natal, Vinci, para que sirviera a la familia.

Caterina se había convertido a la religión cristiana. Nunca se supo su nombre real, mas era bien conocido que todas las esclavas de la época portaban el mismo nombre. Caterina, la esclava de Piero, era hermosa, bella. Una chica joven, de rasgos árabes, pelo castaño suavemente ondulado y ojos castaños. Una ragazza demasiado bella para los veinticuatro años de Piero di ser Antonio da Vinci. Una tentación irresistible para alguien que sabía valorar los placeres de la vida.

Así es como Piero acabó arrendando una casa a tres kilómetros de su Vinci. No solo como inversión, sino también como lugar donde desatar su pasión. La casa, a los pies de las colinas que comenzaban a formar la cadena montañosa de Montalbano, tenía el espacio suficiente como para pasar largas temporadas. Disponía de tres espacios, dos al nivel del terreno y una despensa en la parte inferior. La cocina se encontraba fuera de la casa. La primera estancia se dividía en tres saletas. A la derecha el estudio, en el centro, un pequeño salón con chimenea, pues los inviernos en Vinci eran fríos, y a la izquierda, un austero dormitorio.

Este dormitorio sería testigo de unas cuantas noches de pasión entre Piero da Vinci y la prohibida Caterina. La muchacha era nueve años menor que su dueño pero, a pesar de que conocía el acuerdo matrimonial entre su amo y Albiera di Giovanni Amador, se dejó llevar por la pasión y las promesas vacías. Caterina creía que era la mujer más afortunada del mundo. Un joven notario, encantador, con ambición. Un joven que la trataba como la mujer más especial del mundo. Un joven que le hacía disfrutar del sexo como nunca antes había tenido la oportunidad de probar. Cada vez que Piero la penetraba, era un paso más cerca del Paraíso. Cada vez que Piero la besaba, un paso más a un futuro lleno de dignidad.

Poco tiempo duró esa red de mentiras y engaños. Para el infortunio de Caterina, esta se quedó preñada de Piero. Un embarazo nada deseado por parte del notario, quien instó a Caterina a deshacerse de la criatura que llevaba en su interior. Piero, al verse envuelto en un lío de amores, le ofreció a Caterina su libertad, pero Caterina se había enamorado completamente de Piero y ahora estaba prendada del pequeño ser que vendría al mundo. Muy a pesar de ser Piero da Vinci.

La noticia se extendió por todo el valle. Incluso llegó a oídos de Albiera, la prometida de Piero. La dama hizo caso omiso a la información. Por un lado, aún no estaba casada con Piero, así que, por mucho que lo lamentase, no le serviría para nada. Por otro lado, la situación laboral y económica de Piero era tan apetecible que todo cuanto le rodease sería ignorado. La única condición que impuso Albiera fue que ser Piero no reconociese al hijo de Caterina, y que se convirtiese en un hijo bastardo de por vida.

Pasaron los meses. Caterina vio cómo poco a poco su vientre crecía. Piero tuvo la decencia de aportar una matrona y un ama de casa. Ellas se encargarían de Caterina, ya que él se ocupaba de otros asuntos de extrema urgencia. A decir verdad, cualquier asunto, por nimio que fuera, era más urgente que acompañar a la joven Caterina. No quería dar un paso en falso. No quería comprometerse con la madre ni con el futuro bebé.

Caterina pasó mucho tiempo sola, aunque de vez en cuando salía a pasear. Quería que su bebé tuviese contacto con la naturaleza, con todas aquellas cosas buenas que proporcionaba la Madre Tierra. Quería que escuchara el sonido del arroyo al pasar, la melodía de los pájaros al cantar, y la de las ramas al moverse cortando el paso al viento. En uno de sus paseos fue donde conoció a Antonio di Piero Buti del Vacca da Vinci, un campesino sin familia que volcó su afecto en Caterina sin importarle de quién fuera la criatura que portaba en su seno.

Llegó el día sábado 15 de abril del año 1452 de Nuestro Señor. Durante todo el día Caterina, ahora con dieciséis años, sufrió de contracciones. Todo indicaba que la criatura había decidido venir a este mundo. Ser Piero llegó a tiempo para darle la bienvenida. Habría estado muy mal visto en la localidad que hubiera renegado por completo de la criatura, por muy ilegítima que fuera. Ordenó que Antonio di Piero Buti, el joven campesino conocido por el apodo Accatabria, no se acercara a la casa, cosa que Caterina criticó mientras se deshacía en gritos de dolor. Así pues, en la tercera hora de la noche, en torno a las diez y media, nació el hijo de ser Piero y Caterina.

Ser Piero, de veinticinco años, a escondidas, le había rogado al Señor que fuera hembra, con una presencia más difuminada en la sociedad. Con casarla con cualquiera de los hijos de sus amigos notarios habría sido suficiente. Quiso el destino que fuera un macho para castigo del certificador, quien, nada más verlo, abandonó la estancia. Este hecho fue muy criticado por su madre Lucía y su padre Antonio, quien anotó los hechos del nacimiento para darle una mayor dignidad al bebé. Fue así como el abuelo del pequeño acabó organizando todo lo necesario para el bautizo de la criatura en la pila bautismal de la parroquia de Santa Croce, a escasos metros de la morada de la familia en el mismo pueblo de Vinci.

Fue así como el abuelo Antonio de Vinci dejó para la posteridad el siguiente escrito: «Nació un nieto mío, hijo de ser Piero, mi hijo, el 15 de abril, sábado, a las tres de la noche. Fue llamado Leonardo. Lo bautizó el sacerdote Piero di Bartolomeo de Vinci».