25 de abril de 1478, Florencia
Los dos últimos años habían desembocado en una época de constantes modificaciones en toda Europa. En lo que al viejo continente se refería, Borgoña y sus fuerzas militares habían sido derrotadas en la batalla de Nancy contra los suizos. Las noticias que llegaban sobre la clase de muerte que le aguardó a Carlos el Calvo eran espeluznantes. La Península ibérica se hallaba en una guerra de sucesión que enfrentaba a Isabel, reina de Castilla desde la muerte de Enrique IV en 1474, con Juana la Beltraneja, sobrina de la primera. El desenlace era inminente y, salvo sorpresas de última hora, Isabel seguiría al mando del reino de Castilla. Quizá lo que más preocupaba acerca de las tierras al otro lado del Mediterráneo eran las breves noticias, a veces tildadas de bulos, que sugerían la inminente creación de un Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.
En los estados italianos, Venecia estaba en boca de todos. En guerra contra los turcos desde 1463 y a pesar de que la ciudad italiana era una gran potencia en sus territorios, estaba a punto de ceder terreno a los otomanos por su ejército naval. La costa de Albania y las islas de Lemnos y Negroponto se preparaban para una invasión inminente. Roma, bajo el mandato de Francesco della Rovere, conocido como el papa Sixto IV, no comulgaba con la política artística liberal de Lorenzo de Médici. El Papa tampoco era un gran ejemplo a la hora de gestionar nada. El mismo Sixto IV ejercía su poder de tal manera que, según la lealtad que se le profesara, así se ascendería de cargo en su gobierno. La preferencia con respecto a su familia era tal que llegaba a ser irritante. Al menos veinticinco familiares directos gozaban de un estatus privilegiado. En relación con Florencia, tal era la confrontación que, durante su mandato, eligió a su sobrino Girolamo Riario como nuevo gobernante de la Toscana. Antes de tomar el poder en su nuevo cargo, Lorenzo y los Médici debían desaparecer. El papa Sixto IV solo puso una condición: sin asesinatos.
En lo que a la ciudad de Florencia concernía, se respiraba en el ambiente un hedor a traición, pues no era ningún secreto para el ciudadano que se avecinaba una guerra por el poder de la ciudad entre la familia Médici y los banqueros Pazzi. Lorenzo el Magnífico, al frente de la ciudad, se había acomodado demasiado y había supuesto que el peso del nombre de su familia sería lo suficientemente fuerte como para evitar cualquier intento de sublevación popular. Pero no era así. Mientras unos admiraban su forma de gobierno por olvidar y dejar atrás costumbres obsoletas de la Edad Media y por su manera de gestionar el progreso intelectual que iluminaba la ciudad, otros pensaban que Lorenzo había convertido sus territorios en un estado feudal cuya economía solo manejaba y malgastaba él mismo. El miedo estaba en las calles. Era cuestión de tiempo saber cómo y dónde, el porqué estaba claro.
Girolamo Riario hizo los contactos necesarios para acceder al puesto que el mismo representante de Dios en la Tierra le había prometido. Con una negociación rápida y ventajosa para ambas partes, accedió a otorgar a la familia banquera de los Pazzi el monopolio de unas minas ricas en alumbre cerca de Tolfa, así como a gestionar algunos derechos en los bancos de la Santa Sede. Nada podía salir mal. Además, era el aliciente final que esperaban los Pazzi. Meses atrás, Lorenzo de Médici les había acusado públicamente de entorpecer las negociaciones de Florencia para la compra de la pequeña ciudad de Imola. Girolamo se cuidó mucho de facilitar cuanta información fuera necesaria para llevar a cabo su brillante plan, pero procuró no dar detalles. La única condición de «no asesinato» del Papa fue omitida. Al fin y al cabo, el fin justificaría los medios.
En medio de esta guerra invisible pseudopolítica, Leonardo estaba ocupado con un retablo que le había sido encargado para la capilla de San Bernardo del palazzo della Signoria, gracias al éxito que había tenido recientemente con su Virgen del clavel para la familia Médici y con el retrato de Ginebra de Benci, encargo de su amigo Bernardo Bembo, que opositaba para senador y gobernador de Rávena. El encargo se había concedido en un primer momento a Filippino Lippi, también por aquel momento amigo y compañero de Sandro Botticelli en la Compañía de San Lucas. Generoso él, le dejó el trabajo a su admirado Leonardo y él se hizo cargo de un pedido posterior, esta vez en la Sala dell’Udienza del mismo palazzo della Signoria o palazzo Vecchio. Aun así, los pagadores no estaban nada contentos con el trabajo de Leonardo. No por la ausencia de calidad, sino por el incumplimiento de los plazos. En su taller, Leonardo dedicaba mucho más tiempo a la ingeniería, la hidráulica y la aeronáutica que a la extracción de colorantes para su nueva obra. Incluso se había inmiscuido en el arte oscuro de la alquimia. Quería conocerlo todo, independientemente de lo que pensaran sus paisanos. El vecindario se había acostumbrado a escuchar sonidos extraños provenientes de su taller, tanto por el día como por la noche, y algunos ya se habían cansado de preguntar qué diablos sucedía en su bottega, pues poco más que el silencio de su propietario se encontraban, ya que Leonardo, bien por protección o bien porque le gustaba cargar con un halo misterioso sobre su persona, imponía la ley del secreto. Fue durante este periodo cuando Da Vinci, receloso no solo de sus inventos y proyectos a largo plazo sino también de sus estudios, apuntes y notas, empezó a escribir de «una manera extraña», como advertirían los escasos privilegiados que atravesaban las puertas del taller como clientes. Leonardo perfeccionó la escritura de derecha a izquierda, de modo especular, para que nadie, ante una posible redada y captura en prisión, fuese testigo de lo que allí experimentaba.
La bottega de Leonardo no tenía la luz natural suficiente como para albergar un taller de pintura propiamente dicho. Era tal el secretismo con el que trabajaba en los últimos tiempos que las ventanas estaban cerradas y solo inmensas cantidades de cera en forma de velas alumbraban el proyecto en el que estuviera metido. Los rayos de sol entraban únicamente cuando recibía a un cliente y, poco a poco, la asistencia a su taller había menguado. Las lenguas eran tan malas como rápidas y Leonardo se acostumbró a recibir y aceptar encargos provenientes de las poblaciones cercanas a las murallas de Florencia.
El aislamiento al que se sometió tampoco ayudó a disipar a los escépticos, con lo que lejos de abrirse al mundo y recuperar la confianza perdida con sus grandes dotes de oratoria, se recluyó en su taller. Los compañeros de la academia del Jardín de San Marcos le echaban de menos.
Habían sido dos años muy duros para él. Mientras estaba a la espera de alguna noticia por parte de Lorenzo de Médici con respecto a las aberraciones que se habían cometido injustamente en el palazzo del Podestà, Leonardo luchaba psicológicamente día y noche contra las pesadillas que le atormentaban. Si durante el periodo de luz solar evitaba acercarse a las pandillas de niños que correteaban por la piazza della Signoria por si pudieran ejercer una prostitución encubierta, de noche se cuidaba mucho de no tomar caminos que incluyeran prostíbulos, tanto heterosexuales como homosexuales. No sabía quién podría estar tras sus pasos. Quizá era un miedo psicológico nada más, pero enseguida la fobia de verse encerrado en una prisión con tres cerdos que caminaban a dos patas le hizo volverse ultraprecavido.
Durante los dos últimos años, la mente emprendedora de Leonardo le había llevado a realizar uno de sus sueños. Bien por pasión o bien por mantener la mente alejada de todo cuanto había sucedido, Leonardo convenció a su amigo Sandro para inaugurar, cerca del ponte Vecchio, su ansiado experimento culinario, Las Tres Ranas de Sandro y Leonardo. Aún no gozaban de la fama suficiente como para que se convirtiera, de la noche a la mañana, en un rotundo éxito. Si bien es verdad que para la inauguración, asistieron un gran número de artistas de la época, sobre todo aprendices, jornaleros, asistentes y algún que otro maestro como Andrea del Verrocchio. Se echó en falta la presencia de algún Médici, lo que le habría dotado de un gran prestigio desde un primer momento. «Agravio comparativo», argumentaron, y no les faltaba razón. Podría ser la primera inauguración de muchas y la asistencia de la más alta nobleza por obligación no sería bien vista por parte de los contribuyentes, que asociarían gastos innecesarios a efectos de dichas celebraciones. Aun así, era un gran motivo para tener el taller bajo mínimos y dedicarse absolutamente a esta nueva empresa. Ya de por sí llamaba la atención la exquisita decoración de la trattoria. El viandante nada más plantarse en la puerta veía perfectamente la división natural desde la entrada. El flanco izquierdo se hallaba decorado por Sandro Botticelli, mientras que el derecho había sido ornamentado por su socio, Leonardo, el de Vinci. No existía competencia en aquel lugar. Nada más lejos de la realidad, pues se hallaban no solo en perfecta armonía, sino también en perfecta sincronía. Mirando de un lado a otro, se podía diferenciar perfectamente el estilo propio de cada uno, pero si uno fijaba la atención en el centro, el sfumato que Leonardo acababa de empezar a perfeccionar cumplía su cometido. Dos artistas para un mismo estilo, el estilo de la cocina.
Pero no todo fue como ellos hubieran querido. Una mañana, un cocinero aporreó la puerta del taller de Leonardo con gritos exageradamente endiablados. El sobresalto de Leonardo fue mayúsculo y tardó unos minutos en recuperar la clarividencia mientras corría por las calles de la ciudad siguiendo a su asalariado sin entender muy bien qué sucedía. Al llegar a su trattoria, se espabiló de súbito. Sandro se hallaba de rodillas, con los brazos abatidos, cabizbajo. Las llamas casi le acariciaban el rostro. Llamas enormes que devoraron todo cuanto podía llegar a quedar en pie. Ni siquiera la proximidad del Arno fue suficiente para apaciguar el incendio, cuyo humo podía verse desde cualquier punto de la muralla que circundaba la ciudad. No era un incendio fortuito. El local llevaba varias horas cerrado. Alguien había decidido tirar sus sueños por tierra. De nuevo. Leonardo no lloró. Sandro lloraba por los dos. El de Vinci sentía la ira que, meses atrás, había sentido cuando le acariciaba la «cuna de Judas». La venganza que trataba de evitar se estaba empezando a convertir en un asunto personal.
Pasaron las semanas y el dolor se fue apaciguando. Cada uno volvió a lo que mejor sabía hacer: pintar. Cada uno volvió a abrir las puertas de sus bottegas. Sin embargo, Leonardo cerró las puertas de su amor y de su corazón.
Su socio y amigo Sandro Botticelli trabajaba duro para Lorenzo di Pierfrancesco de Médici, conocido como el Populista y primo del mismísimo gobernante de la República de Florencia, Lorenzo de Médici. Era una situación complicada para el botticello, pues Lorenzo di Pierfrancesco acababa de romper todo tipo de relación con su primo por una mala gestión de la herencia dejada por Piero el Gotoso de Médici, su padre. La disputa con la familia fue a más, y Sandro se encontró en medio de una guerra familiar con el fisco de por medio. «Demasiadas deudas de unos para tantos gastos de otros», pensaba Sandro. Pero Lorenzo di Pierfrancesco era una pieza fundamental en su economía, pues para este La primavera había sido un primer encargo de los muchos que estaban por llegar. Además, la tabla era grande, dos metros de alto por tres de ancho, lo que significaba mucho pigmento. En definitiva, una no desdeñable suma de dinero. No podía dar un no por respuesta a la espera de que Lorenzo el Magnífico se decantara por él.
En realidad, Lorenzo de Médici se había desentendido de los dos. Tanta era la preocupación del Magnífico por la estabilidad de la ciudad que le dedicaba poco tiempo a las artes, sobre todo en esos días, a punto de celebrar la misa de Pascua en el Duomo.
La preocupación del regente de Florencia no podía ser menos, porque, a pesar de su ignorancia, estaba a punto de producirse uno de los mayores atentados de la historia italiana.
Florencia anocheció.