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2 de junio de 1476, hospital de los Inocentes, Florencia

Abrió los ojos. De repente, se encontró perdido. Después de dos meses de oscuridad, aquella claridad le parecía celestial. La luz natural que entraba por las ventanas tenía el sabor del triunfo, de la victoria, de la verdad. Estaba tumbado, relajado. Con síntomas de haber sido atendido las últimas ¿horas?, ¿días? No lo tenía muy claro. Pero el simple hecho de mezclar la luz natural de la bella Florencia con las risas de unos niños que, al parecer, se encontraban jugando no lejos de su estancia le parecía suficiente. No recordaba mucho más. Tan solo un dolor persistente en la zona rectal le provocaba inevitablemente una retrospección hasta su recién terminado martirio. Era peor que un sueño, peor incluso que una pesadilla. Había sido muy real.

Se puso en pie, no sin dificultad, y se asomó por la ventana. Cuando sus pupilas asimilaron la cantidad de luz, tan ausente en los últimos días, por fin pudo enfocar. Al ver bajo su ventana la piazza della Santissima Annunziata, enseguida ubicó su posición. ¿Ironía? ¿Destino? Fuera como fuese, no era un asunto en el que él pudiera intervenir. El hospital de los Inocentes le parecía un buen lugar para descansar. El edificio había sido diseñado por una de las personas a las que más había admirado, Filippo Brunelleschi, conocido como el «constructor de la catedral imposible».

Gracias a Filippo, el arte de los puntos de fuga desde el punto de vista pictórico ya no era un enigma. Había inventado la perspectiva cónica. Gracias a esa experiencia en la perspectiva, había conseguido grandes logros arquitectónicos, y uno de ellos era exactamente donde Leonardo se recuperaba física y moralmente. El hospital de los Inocentes marcó un antes y un después en la arquitectura del Renacimiento. En el caso del hospital, los porches porticados de gran espacio diseñados exclusivamente por el artista habían marcado un hito. Menos inspirador para la arquitectura y más útil para el ciudadano de a pie fue la inclusión de un torno de piedra en el muro exterior del hospital, donde las mujeres, de una manera anónima, podían entregar sus bebés recién nacidos para que el orfanato se hiciera cargo de ellos.

«Dos maneras de utilizar un torno de piedra», pensaba Leonardo. «El torno del palazzo Vecchio te puede arrebatar la vida. Sin embargo, el torno aquí presente te puede proporcionar una nueva».

Miró a su derecha. Algunos viandantes portaban votivas de cera e, inequívocamente, eso solo podía significar que se encaminaban al interior de la basílica de la Santissima Annunziata, allí donde la milagrosa imagen de la anunciación había sido iniciada por un monje y terminada, según la creencia popular, por un ángel. Se relajó unos minutos, los suficientes como para volver a sus preocupaciones. A la derecha saludaba la vía dei Servi, que unía las dos iglesias más importantes de la ciudad, con permiso de Santa Maria Novella.

Se imaginaba paseando por la plaza con Vitruvio, su perro. El mastín napolitano que le había regalado su maestro Verrocchio la misma semana en la que decidió independizarse. «Ya que no puedo regalaros un ángel como me habéis regalado a mí, os regalo a vuestro futuro mejor amigo», dijo el maestro Andrea. Dudó cómo llamar al can. Andrea, como su maestro; Ficino, como el responsable del neoplatonismo en la ciudad; Brunelleschi, pero le parecía raro. Al final, había optado por Vitruvio en honor a Marco Vitruvio Polión, arquitecto romano del siglo I a. C. Durante su estancia en el taller como aprendiz, tuvo la ocasión de hojear unos apuntes manuscritos incompletos, que habían pasado por tradición oral, de De Architectura que rondaban la botegga, y se quedó fascinado con los avances. Tardaría años en leer los tratados completos e impresos. Pero los breves apuntes que aunaban principios arquitectónicos con la anatomía humana le abrían un mundo de posibilidades. Así pues, para tratar en un futuro estos temas, nombró a su perro Vitruvio.

¿Dónde estaría Sandro? Leonardo estaba seguro de que no solo ignoraría su paradero, sino también su situación actual. Tenía ganas de abrazarle. De contarle lo sucedido. Algo se forjaba en su interior. Algo con forma de venganza. Y quería hacer partícipe de ese sentimiento a su mejor amigo. Aún quedaba pendiente su gran proyecto culinario, aunque hablar en esos momentos de tenedores no iba a ser de su agrado. «Comida caliente con cuchara durante unos meses», pensaba con socarronería.

Algunas reflexiones le conducían inexorablemente a sus padres, pero para evitar el dolor, Leonardo repasó lo poco que recordaba de sus últimas semanas. Su apresamiento, cuatro días antes de cumplir veinticuatro años. «Mamma mia», ya contaba con veinticuatro primaveras. Casi dos meses preso. «¿Qué habrá sido de mis compañeros de celda?». La tortura, «Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta», recordaba perfectamente nombres y rostros. Lo último que recordaba era su rescate. No consiguió invocar el rostro y el nombre de la persona a la que vio en último lugar. Lo que sí consiguió traer a la memoria fue el nombre de la persona que lo había rescatado.

—¡Lorenzo de Médici! —exclamó exaltado Leonardo.

El grito no se debió a un efusivo recuerdo. El mismísimo Lorenzo de Médici había accedido a la estancia de Leonardo. Da Vinci estaba estupefacto, por lo que no tuvo tiempo suficiente para refrescar su memoria y darse cuenta de que el palazzo Médici-Riccardi, el gran edificio de estructura cúbica almohadillada con un fuerte carácter horizontal, se encontraba a no más de quinientos metros del hospital, en la vía Larga.

—¡Tranquilo, Leonardo! —El tono amigable de Lorenzo hizo que Leonardo se pusiera más nervioso.

El príncipe instó a sus acompañantes a que esperaran fuera, ya que le gustaba crear un ambiente distendido cada vez que se rodeaba de artistas.

—Amigo Leonardo, poneos cómodo.

—Pero… —titubeó Leonardo—, disculpe la indumentaria. Si hubiera sabido…

Lorenzo de Médici se rio.

—¿Creéis, amigo Leonardo, que estáis en condiciones de hacer gala de buenas maneras y de comportaros como cualquier artista presumido?

Leonardo se sonrojó.

—Amigo Leonardo, relajaos. ¿Todo va bien? Me acaba de informar vuestra cuidadora de que habéis dormido dos jornadas completas y aún no habéis probado bocado. —La preocupación del príncipe Lorenzo era sincera—. Sentaos, por favor.

—No estoy en condiciones óptimas de sentarme, majestad. En cuanto al descanso, lo necesitaba, no voy a engañaros.

Va bene, va bene. ¿Necesitáis algo más?

—Necesito saber, majestad. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo nos localizó? ¿Qué les ha sucedido a mis compañeros?

Leonardo escupía una pregunta tras otra. La necesidad innata de saber y su excesivo sentido de la curiosidad, sumados a la preocupación innegable de cuanto había ocurrido, hacían que sus palabras sonaran atropelladas en su boca.

—Tranquilo, amigo Leonardo, vayamos por partes. No sabemos muy bien qué ha pasado, pero no me cabe ninguna duda de que se trata de la competencia. ¿Quién? Aún es pronto para saberlo. Quizá no lo descubramos nunca pero lo mejor de todo es que ya ha pasado.

—¿La competencia? No hace ni cuatro años que me independicé y me inscribí en la Compañía de San Lucas. Apenas he tenido trabajos, terminé el año pasado una anunciación, y el contrato se firmó antes de salir del taller de Andrea. Y para nada estoy orgulloso de ese trabajo. ¡Cometí un error de perspectiva! ¿Qué clase de competencia vería una amenaza en mi trabajo? —Leonardo subía el tono cuanto más hablaba—. Aunque en mi defensa sobre esa pintura diré que ¡hay un punto de vista desde el cual todo se vislumbra perfectamente! Si el hipotético espectador se coloca según mira la obra a la derecha de esta…

—Calma, amigo Leonardo, calma —Lorenzo trataba de tranquilizar a su joven promesa—. Hay competencia por todas partes. No olvidéis que ejerzo el mecenazgo en ese mismo taller donde crecisteis y os convertisteis en quien sois hoy. No dudo para nada de vuestra inocencia, ni mucho menos de lo que atañe al taller del Verrocchio. Sé que es poco ortodoxo en el método, que antepone la creatividad de los alumnos antes que las normas estrictas, pero eso no es símbolo de libertinaje, ni mucho menos de sodomía. Pero todo alumno formado en ese taller, así como en el de su competencia, el taller de Antonio del Pollaiuolo, supone una amenaza para todo artista en ciernes. Yo mismo podría serviros como ejemplo. Soy consciente de que no soy un gran gestor. Lo reconozco, pero tengo otras virtudes. Creo que ejerzo la diplomacia política con habilidad, pero aun así, uno se granjea enemigos sin quererlo. Ahí están los banqueros del Papa, los Salviati. Poco a poco van minando la moral de familias florentinas, como es el caso de la familia Pazzi. Pero no me preocupa. No creo que lleguen a ser peligrosos. Algunos florentinos me temen y no me queda más remedio que gobernar con poder absoluto y autoritario. Vuestro caso es distinto, amigo Leonardo. Alguien os profesa ira y envidia. Tanta como para llevarse por delante a tres personas más.

Leonardo repasó mentalmente y de manera prodigiosa las bottegas de pintores que se hallaban en la ciudad. Dentro de los once kilómetros de murallas, cuarenta y cinco torres defensivas y once puertas de acceso bien protegidas, se podían contar, entre los cuatro quartieri en que se hallaba dividida la ciudad, setenta y cinco mil habitantes, ciento ocho iglesias, cincuenta plazas, treinta y tres bancos y veintitrés mansiones a los dos lados del río Arno, unidos por cuatro puentes. Desde el punto de vista comercial, el que a él le concernía, podría encontrar en Florencia unos doscientos setenta talleres especializados en lana, otros ochenta y cuatro especializados en el arte de la talla de madera y casi los mismos dedicados al comercio de la seda. Pero los talleres de artes mayores —pintura, escultura y arquitectura— decidieron romper la vinculación que les unía con la artesanía y cualquier tipo de gremios para gozar de una mayor independencia creativa. ¿Cuántos talleres habría en Florencia? Su déficit de atención en algunas materias le jugaba malas pasadas. Nunca se había tomado la molestia de contar los talleres de sus rivales. Leonardo solo competía contra sí mismo. O eso creía él. Aun así, por aquel entonces, Florencia era una de las ciudades más grandes de Europa. «¿Un lugar con mucha competencia o un lugar donde cuesta mucho hacerse con un nombre?». Dejó a un lado su descuidado recuento y pensó en los suyos.

—¿Cómo están? Baccino, Tornabuoni, Bartolomeo. ¿Están bien?

—Hay buenas y malas noticias. —Lorenzo bajó la mirada, respiró y continuó—: Lionardo Tornabuoni está bien. Gracias a él fue que os encontramos. ¡Es familia mía, por el amor de Dios! No sé cómo no se dieron cuenta en el Podestà. Mi madre quiere arrasar con el consistorio ese. Quiere reconvertirlo en una biblioteca o una sala de exposiciones y acabar con los horrores que allí se cometen. No creo que esto suceda, pero mi madre no entiende de utopías. En cuanto al sastre… la próxima vez tendrá que rezar sin manos…

—¿Le cortaron las manos? ¿Sin juicio? —Leonardo estalló.

—La lengua también, por soplón, supongo… Los carceleros estarían ebrios…

—¡Valientes figli di puttana! —Dio un golpe en la ventana y se llevó las manos a la cara.

—De Bartolomeo no sabemos nada. No sabemos si huyó o si nunca salió de allí. En cuanto a Saltarelli —Leonardo abrió los ojos—, lo encontraron en la orilla del Arno, debajo del ponte Vecchio. Estaba rodeado de carne y pescado putrefactos. Vivo, pero con signos evidentes de haber recibido una paliza y abusos sexuales. Tenía un desgarro anal bastante desagradable y le faltaba algún diente. Todo esto es bastante extraño. Prometo que dirigiré una investigación para hallar a los máximos responsables. Alguien de la Guardia de la Noche tendrá que responder por estos crímenes.

Unas lágrimas recorrían las mejillas del joven de veinticuatro años nacido en Vinci. No sentía mucho aprecio por sus compañeros de celda; de hecho, incluso le molestaban. A Jacopo Saltarelli ni le conocía. Pero lo que allí se había cometido era una injusticia. Y una locura.

—Príncipe Lorenzo —dijo enjugándose las lágrimas—, éramos…, somos inocentes, no hicimos nada. Jacopo era solo un modelo.

—Lo sé, amigo Leonardo. Aun así, todos los artistas de esta generación saben que respeto con quién se quiere ir cada uno al lecho. Me dan igual las relaciones entre hombres, mujeres… Pero la acusación de sodomía ha sido a conciencia. Unos cuatrocientos implicados son acusados cada año y alrededor de cuarenta son castigados y torturados. Debo hacer algo… ¿Qué haréis ahora?

Leonardo se tomó un tiempo para contestar. Necesitaba ordenar de nuevo sus pensamientos. No se hacía a la idea de lo que les había ocurrido a sus compañeros de celda por culpa de una acusación injusta. No tenía explicación para tanta maldad.

—No…, no lo sé… —intentó buscar las palabras adecuadas—. Supongo que comprobaré el estado de mi taller. Debe de estar bastante abandonado. Mi perro debería estar allí. Intentaré retomar el contacto con mis amigos…

—Intentad descansar, amigo Leonardo. Si fuera de vuestra necesidad, no dudéis en localizarme en palacio.

—Gracias, majestad…

—Necesitamos artistas como vos para que se siga escribiendo la historia.

Con ese halago, Lorenzo de Médici hizo ademán de abandonar la sala. Antes de cruzar el umbral de la puerta, la voz de Leonardo reclamó una última atención.

—Una cosa más, majestad —intervino—. Encuentre a los culpables. Se lo suplico. Recuerde que quien no castiga la maldad ordena que se haga.