30 de mayo de 1476, calabozos subterráneos del palazzo del Podestà, Florencia
De nuevo, otra mano conocida le cruzó la cara. Como resultado, Leonardo recuperó algo la claridad, no solo de vista sino también de pensamiento. Lo suficiente para darse cuenta de que no era su padre Piero el que había venido en su busca.
—Hemos acabado con la intrusa y el zagal ha recibido lo suyo. ¿Qué se cuece por aquí?
Eran dos nuevos guardias de la noche que iban a sumarse a la fiesta. Quizá su barba no crecería mucho tiempo más.
—Bene, bene… ¿Qué tenemos aquí? Otro joven salido que no sabe que hay agujeros donde está prohibido meter la verga… —Uno de los guardias agarraba la cabeza de Leonardo, forzando a que se pinchara un poco más.
—Ja, ja, ja, con lo fácil que es contratar en Florencia los servicios de cualquier ramera, ja, ja, ja —se sumó el otro.
—Tú sí que eres un figlio di puttana, Stefano, ja, ja, ja, ja —contestó el primero soltando el pelo del prisionero.
—¡Basta! —gritó el líder, aquel que llevaba interminables minutos torturando al joven Da Vinci—. Tenemos trabajo que hacer. Quitadle la silla, las correas y todo lo demás. Dejadle desnudo.
Acto seguido, los dos fortachones arrancaron de un tirón el mortífero tenedor punzante y lo depositaron en una mesa. Uno de ellos cogió la jaula y cerró la puerta. «Podría ser la cena», pensaba. En pocos segundos las tiras de cuero desaparecieron de muñecas y tobillos, dando lugar a unas marcas amoratadas fruto de la mala circulación por la presión. Leonardo no tuvo fuerzas para impedir que le arrebataran las pocas ropas que llevaba. El esfuerzo que había realizado con el cuello, así como con el abdomen, le habían dejado exhausto. No podía decir no. No podía evitar lo que pudiera acontecer a continuación. Su cerebro funcionaba despacio y selectivo, como si la poca energía que le quedaba fuera para suministrar órdenes estrictas de supervivencia a sus órganos vitales.
Una vez despojado de toda ropa y dignidad, sintió cómo tobillos y muñecas eran presos, de nuevo, de unas cintas aún más anchas que las anteriores. Un cinturón metálico le agarraba el tronco, con varias cuerdas fijadas que se suspendían de una abrazadera de hierro. De repente, un tirón inesperado accionado por el líder de los carceleros le volteó en el aire y le dejó suspendido.
—Bueno, bueno, bueno…, querido firenzer, ha llegado el momento más placentero de la tortura —volvió a decir Giulio con sarcasmo—. ¡Stefano, acércalo!
A la orden, Stefano aproximó una estructura que Leonardo no había visto en su vida. No entendía el porqué de la estructura piramidal que, paso a paso, venía hacia él.
—Si en algún momento creíste que íbamos a tirar de las cuerdas hasta arrancarte las extremidades, te equivocabas —explicó lentamente Giulio—. He dicho que esta parte es la más placentera. Parece ser que la nueva corriente sodomita que invade Florencia rinde culto al sexo anal, algo solo reservado para los animales. No sé, querido amigo, si eres de cabalgar o de ser montado, pero en esta ocasión hemos decidido que tú seas el receptivo.
Leonardo se sentía indignado. No solo por la falsa acusación, sino también por el trato despectivo que Giulio profería a aquellos hombres que, de una forma u otra, habían decidido amar a otros hombres. Tenía muchos amigos que así lo sentían, y no por ello su amor era fruto de la lujuria o de la perversión. Había visto, años atrás, en las dependencias del taller del Verrocchio, a dos zagales besándose con tanta pasión y respeto que no pudo encontrar parangón en ningún otro tipo de pareja. Nada más lejos del vicio. Pero no era momento de hacer entrar en razón a su torturador. Tenía que ganar tiempo.
—Soy inocente de lo que se me acusa —recuperó la palabra Leonardo—. No tengo nada que ver con ese muchacho, Jacopo Saltarelli. Era un modelo del taller de mi maestro en otros tiempos, mas yo llevo cuatro años con mi propio taller, independiente de todo lo que allí se gesta. ¡Podéis preguntar en la Corporación de Pintura de Florencia! ¡Estoy registrado en el Libro Rojo del Gremio de San Lucas! ¡Ellos darán fe de lo que digo!
—Sí, sí. Eso mismo han dicho tus compañeros de celda —afirmó uno de los recién incorporados—. Incluso uno de ellos, el que reza mucho, se ha declarado culpable y os ha culpado a todos vosotros, con tal de que no continuáramos con el, digamos, interrogatorio. Solo por traicionar la amistad que os profería, nos hemos entretenido un poco más con él. En cuanto a Saltarelli…
Todos los hombres de la sala, a excepción de Leonardo, se rieron. Acto seguido, elevaron el cuerpo del joven de Vinci a una altura de dos metros y colocaron la estructura piramidal de forma que coincidiera con el ano del reo.
—Te presento la cuna de Judas. Así la llamamos. ¿No es encantadora? Podemos hacer esto de dos maneras. Poco a poco, para comprobar si es de tu agrado; o, por el contrario, dejarte caer con tu propio peso, aunque lamentablemente no creo que sobrevivieras al impacto.
Los dos nuevos guardias, como respuesta a un gesto de Giulio, empezaron a soltar las cuerdas poco a poco, y el cuerpo de Leonardo comenzó a descender suavemente hacia la afiladísima estructura piramidal que, impacientemente, esperaba a escasos centímetros de su cuerpo.
Leonardo tensaba el cuerpo con las pocas fuerzas que le quedaban, pues el agotamiento era extremo, mas sabía que, si se rendía, el vértice de la pirámide acabaría por desgarrarle el ano o los testículos, que colgaban débilmente encarando la cuna de Judas.
—No te defiendas, tarde o temprano te relajarás. Tarde o temprano te dormirás y, entonces, no habrá semental capaz de llenarte por detrás. ¡La última vez que utilizamos la cuna, el confesor quedó con un ano de dos metros!
Los tres guardias rieron al unísono. Leonardo interrumpió el jolgorio.
—Quiero saber vuestros nombres…
Los guardias se quedaron asombrados por la inesperada petición. Todos menos Giulio, que ya había pasado por ese examen.
—Vai, vai, decid vuestros nombres, mostrad un poco de condescendencia con el preso. Tranquilos. Simplemente quiere recordar vuestros nombres para vengarse cuando salga de aquí. —El tono jocoso era más que evidente.
—Pero si no va a salir de aquí —comentó Stefano ingenuamente.
—Por eso mismo, si es una de sus últimas voluntades, concedédsela —replicó con aspavientos Giulio Sabagni para que no perdieran más tiempo.
—Sono Stefano Molinari, rata inmunda —el insulto sonó impostado.
—Sono Fabio Gambeta. —Este último le escupió.
—Ahora no tenéis escapatoria. Cuando salga de aquí, me vengaré —dijo Leonardo con los ojos cargados de ira.
—¿Es una amenaza, firenzer? —cargó de nuevo contra él Gambeta, esta vez sin salivazo, pero con más agresividad en su hablar.
Leonardo memorizó las caras de cada uno de ellos, sincronizando nombres con rasgos faciales: Giulio Sabagni, Stefano Molinari y Fabio Gambeta.
—Es una promesa —sentenció Leonardo tan seguro de sí mismo que, por un momento, el silencio se apoderó de la cruel situación.
Pasaron horas. Los guardias se habían retirado a comer y a descansar, mientras Leonardo yacía colgado a punto de ser atravesado por una pirámide fálica afilada solo para él. Durante toda la noche, el insomnio provocado por el estrés de la grave situación le hizo pensar en muchas cosas. Tuvo que focalizar la energía parte por parte, recorriendo cada centímetro de músculo en tensión para no convertir sus fuerzas en flaqueza. Pero su mente expansiva le llevaba lejos de allí. A kilómetros de distancia, no en un plano horizontal, sino en un plano vertical. Deseaba poder volar. Volar y escapar de allí. Escapar de todo. Dos alas nada más. ¿Por qué el Creador no nos había otorgado un par de alas para poder escapar de la prisión del suelo?
Volar. Solo volaba con la imaginación. Juró que, si escapaba de allí, centraría sus esfuerzos en conseguir que el hombre surcara, de una u otra manera, los cielos.
Un desgarro hizo que sus pensamientos se estrellaran contra el suelo. Su cuerpo cada vez más fatigado iba cediendo terreno, y la pirámide había alcanzado a su presa. Levemente, había empezado a punzar entre nalga y nalga. Primero notó un pinchazo que se extendió por las ingles. La punzada dio paso a un dolor irritante debido a la incipiente perforación que la pirámide iba ejecutando.
Leonardo pensó en la mujer, aquella cuyos gritos le habían llevado a enfrentarse a Giulio. Aquella mujer que, de una u otra manera, había sido torturada por Stefano y Fabio. A saber cuál habría sido su crimen, si lo había, y cuál habría sido su tortura. También pensó en Saltarelli. «Le habían dado lo suyo», ¿qué significado tenían esas palabras? ¿Significaban que el propio Saltarelli, aquel sobre el cual supuestamente se había cometido el delito, era tan preso como ellos? ¿Qué sentido tenía todo?
El dolor llamó de nuevo a la puerta. Leonardo no sabía de dónde provenía. Sabía que, de momento, los testículos los tenía a salvo. Una de las caras de la pirámide le rozaba y sentía el frío metálico. La zona anal la tenía desubicada por el dolor. No sabía muy bien si el recto era la zona más afectada de su cuerpo o si, por el contrario, con tanto movimiento y tensión de su cuerpo, había conseguido desplazar algún centímetro su complexión para dificultar la penetración.
Solo tenía clara una cosa. Había herida. Y por lo tanto, sangraba.
¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Minutos? ¿Horas? Imposible saberlo a ciencia cierta, ya que la sala no contaba con ninguna oquedad que facilitara la entrada de luz natural a la estancia. ¿Era de día?, ¿de noche? Leonardo trataba de pensar en cosas cotidianas para evitar pensar en el dolor físico.
«Mamma, babbo», pensaba en sus padres. «Vitruvio», pensaba en su perro. Seguro que estaba defendiendo día y noche el taller hasta que llegara su dueño. A pesar de ser casi un cachorro de mastín napolitano, era fiel y muy valiente. «Quiero un caballo», pensaba en los caballos, en lo mucho que le gustaban y lo mucho que deseaba tener uno. «En cuanto salga de aquí compraré un caballo, aunque tarde mucho tiempo en sentarme sobre él». A pesar de lo incómodo de la situación, Leonardo aún tenía tiempo para bromear consigo mismo.
Algo le sacó del trance. De repente, notó mucho movimiento en los pasillos. ¿Se habían olvidado de él? «Una pregunta estúpida», pensó. «Por supuesto. No quieren que confiese, les da lo mismo». Y en efecto, así era. Tarde o temprano corroborarían su culpabilidad y serían colgados en las ventanas del palacio, siempre y cuando tuvieran la suerte o la desgracia de sobrevivir a los «interrogatorios».
Leonardo no habría imaginado ver lo que contempló a continuación ni en tres vidas. Algo parecido a un magistrado daba órdenes a varios varones que, rápidamente, retiraron la pirámide de Judas. En efecto, un leve rastro de sangre reflejaba el sufrimiento de Leonardo, quien al no sentir el hiriente punto de apoyo, se dejó vencer fruto de la fatiga. Con suma delicadeza, los individuos recostaron el cuerpo de Leonardo como si se tratase del descendimiento de una crucifixión, y le desataron por completo. Con una capa, envolvieron el cuerpo de Leonardo que de vez en cuando, reaccionaba con un espasmo provocado por la humedad y las bajas temperaturas de la habitación.
—Ahora tranquilícese —susurró una voz amable—, Lorenzo de Médici está aquí. Están todos en libertad.
Leonardo cerró los ojos. Pocas cosas le importaban en ese momento. Cerró los ojos y voló.