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30 de mayo de 1476, convento de San Marcos, Florencia

Sandro paseaba por las calles de Florencia sin un rumbo fijo. Botticelli, le llamaban sus más allegados. Un apodo que poco tenía que ver con él. Botticello era el sobrenombre por el que era conocido su hermano mayor Giovanni, un tipo al que le gustaba comer y beber a partes iguales y que, de muy buen talante, aceptó ese apelativo impuesto con más maldad que bondad. Al pasar la mayor parte de su tiempo con su hermano, este no solo le transmitió sus pocos conocimientos, sino también el apelativo por el que sería reconocido en Italia.

Botticelli deambulaba preocupado. Parecía incluso estar perdido en su propia ciudad. Varios pensamientos sin aparente conexión convergían en su cabeza. Casi sin darse cuenta, se topó con un callejón que reconoció enseguida. Su amigo Leonardo, cuatro años atrás, se había independizado del maestro Andrea para montar su propio taller. Se hallaba al final de la calle, a la derecha. «En el futuro, crearé la Academia Vinciana», solía decir Leonardo. Pero lo que se hallaba al final del callejón era una pequeña bottega, suficiente para trabajos esporádicos y con capacidad para tres o cuatro personas. Lamentablemente, el estado en el que se encontraba el taller no tenía nada que ver con cómo se hallaba dos meses atrás, cuando Leonardo lo abría por la mañana temprano. Los listones de madera que hacían las veces de enrejado se hallaban maltratados, pintarrajeados. Alguien había hecho correr la voz, y el rumor se había extendido por la ciudad. La joven promesa de la pintura que gestionaba ese taller se encontraba en las dependencias del palazzo del Podestà acusado de sodomía, prácticas sexuales innobles con un joven inocente. El vecindario no lo perdonó. Sin comprobar la información y sin pulsar la opinión de la mayoría de la ciudadanía, algunos vándalos se habían tomado algo parecido a la justicia por sus propias manos.

Palabras desagradables aparecían talladas irregularmente en la madera. Alguno se había tomado la molestia de utilizar pigmentos para colorear las tablas horizontales. «Cazzo», «firenzer» y otras palabras de mal gusto se podían leer con una caligrafía poco ortodoxa.

Si volvía Leonardo, se llevaría otro gran disgusto. ¿Cómo remontar el taller? ¿Cómo empezar una nueva empresa culinaria? Pero Sandro no quería malgastar el tiempo con esos pensamientos. Tenía que preocuparse de sus encargos.

Apresuró la marcha. Esa visión le había producido cierto malestar, y debía tener todos los sentidos puestos en el siguiente encargo, y a cuya reunión llegaba tarde. De repente, se encontró en la Loggia de Pesce, el gueto de Florencia, y ahí se percató de que su cabeza no estaba centrada en su próxima asamblea privada. Cruzó el Mercato Vecchio no sin dificultad, ya que se encontraba atestado de gente y los olores que allí se mezclaban dejaban sin aliento a más de uno. Debía tener cuidado y mantener los ojos abiertos, ya que muchos peregrinos que pasaban por Florencia en aquellos tiempos llegaban a su destino con mucho menos de lo que había portado desde casa.

Tras sortear una lista interminable de productos comerciables, Sandro aligeró el paso a través de la vía Larga. Pronto llegó a la piazza de San Marco, donde se hallaba el convento del mismo nombre. Allí se efectuaría el pago por su último encargo. Por aquel entonces, el edificio, convento dominico cedido en 1436 por Cosme de Médici, se encontraba en proceso de reestructuración social, ya que Lorenzo de Médici, el Magnífico, estaba estudiando un proyecto de reconversión de parte del convento en biblioteca pública, la primera en el mundo occidental.

Nada más llegar, Sandro se adentró por la puerta principal del convento desde la piazza de San Marco, a la derecha de la basílica. Se persignó y giró a la derecha, en dirección al corredor del Peregrino, donde el legado de Fra Angelico reposaba sobre sus paredes desde hacía no menos de treinta años. Tras rodear el claustro de San Antonio y girar a su izquierda, avanzó por el refectorio hasta llegar a la sala capitular. Allí esperaba su pagador.

Al entrar, lo primero que llamaba la atención era el Santo Domingo asentado en el luneto de la sala y, ya en el interior, una Crucifixión del ya mencionado Fra Angelico. Fray Domenico, de Pescia, esperaba con un grupo de frailes en el centro de la sala. En cuanto llegó Sandro, hizo un gesto leve y su compañía desapareció lentamente. Tan pronto como su séquito se disgregó, fray Domenico abrió los brazos en señal de hospitalidad.

Caro Alessandro, benvenuto —dijo en un tono de voz que no perturbó la paz del convento.

Sandro, nervioso, imitó el hilo de voz de su pagador.

—Un piacere, fray Domenico. Y un honor.

—El honor es nuestro, querido amigo. ¿Puedo ofreceros algo, por muy humilde que sea?

—No, gracias —contestó nervioso Sandro—. Solo vine a recoger el pago por los servicios ofrecidos.

—Claro, claro. Un artista como vos debéis de estar hasta arriba de encargos, ¿y quién soy yo para robar el tiempo a la musa de la inspiración?

—No son buenos tiempos, fray Domenico. Hay mucha competencia. Ya sabéis…

—Claro, claro… —Fray Domenico alargó la pausa—. ¿Satisfecho con el trabajo realizado? —inquirió el fraile.

—Se podría hacer mejor, pero entonces debería haberlo realizado otro —se defendió Botticelli—. Yo lo hice lo mejor que pude.

—Fue suficiente, amigo mío. Aquí tenéis el pago.

Grazie mile.

El sonido de las monedas en el saco de tela era directamente proporcional al brillo en los ojos, segundos antes apagados, de Sandro Botticelli. Era un trabajo muy bien remunerado, y con poco esfuerzo para un artista como él.

Sandro dio media vuelta, no sin antes hacer la señal de la cruz por segunda vez. Avanzó decidido hasta la puerta de la sala capitular, pero la misma voz que hacía unos segundos era un hilo tenue casi celestial, ahora retumbó en la habitación.

—¡Sandro Botticelli!

Sandro se quedó petrificado en el sitio. Sabía como buen devoto que cualquier gesto contra la casa de Dios era motivo suficiente para arder en los infiernos toda la eternidad. El tiempo que tardó en girar sobre sus pasos se le hizo eterno. Más que un gran artista de una época dorada que florecía en los estados italianos a pasos agigantados, parecía un chucho a punto de ser castigado. Cabizbajo, giró la cabeza e inició un leve movimiento vertical hasta que sus ojos miraron a la cara de fray Domenico.

—Amigo mío, se me olvidaba proponeros una cosa más…

Sandro dudó. No sabía si se trataba de un nuevo encargo espontáneo o de una estrategia preparada con anterioridad. Que hubiera gritado su nombre en lo sagrado de la sala no ayudó a alimentar su confianza.

—Sandro querido. Después de lo bien que habéis ejecutado vuestro reto anterior, no quería dejar pasar la oportunidad de ofreceros de nuevo un gran trabajo.

—Soy todo oídos, fraile —asintió desconcertado.

—Tengo a otro gran artista de la ciudad pintando para nosotros. ¡Un cenáculo! Acaba de empezar la obra, pero doy por seguro que será una obra maestra. ¡La gente pagará por verla!

Fray Domenico se encontraba satisfecho de su visión de negocio y de la posibilidad de ampliar sus rentas.

—¿De quién se trata? —preguntó celoso Sandro.

—De Domenico di Tommaso Curradi —respondió el fraile sin más. Sabía perfectamente que Sandro Botticelli le reconocería.

—¿El maestro Ghirlandaio? ¡El año pasado pintó los frescos de la capilla de la iglesia de Ognissanti y su nombre suena para convertirse en el retratista oficial de la alta sociedad de la ciudad!

Fray Domenico no cabía en sí de gozo. Sabía perfectamente de quién rodearse.

—Como veis, amigo Botticelli, no escatimamos en gastos. Nunca —más que una afirmación parecía una sentencia.

La inseguridad de Sandro creció. Aceptar un trabajo al lado del maestro Ghirlandaio era todo un reto difícil de asumir, casi imposible de superar. «Lo difícil se consigue, lo imposible se intenta», decía su amigo Leonardo. Pero desgraciadamente su amigo no se encontraba allí con él para llevar la voz cantante y, sin reflexionar, haber aceptado la oferta en nombre de Sandro. Pero ahora tenía su taller bajo el mecenazgo de la familia Médici. Un año atrás, mientras el maestro Ghirlandaio pintaba la capilla de Ognissanti, él creaba para la poderosa familia italiana una Adoración de los Magos donde se podía distinguir perfectamente a Cosme, Piero, Giovanni, Giuliano y Lorenzo. Todos ellos Médici. Incluso se había tomado la libertad de autorretratarse como rúbrica laboral. También sabía que esa obra era del gusto del papa Sixto IV, y se rumoreaba entre el gremio que tarde o temprano sería llamado a Roma. No podía ni quería negar un trabajo a la Iglesia. La disyuntiva surgió cuando fue la Iglesia dominica la que le procuró un nuevo encargo.

—Pondré en orden mi calendario de compromisos y os responderé tan pronto como pueda, fray Domenico. Muchas gracias por vuestra confianza.

—Muchas gracias a vuestro talento, querido Sandro. Ya sabéis dónde está la salida. Permitidme que no os acompañe.

Grazie, chi vediamo.

—Id con Dios…

Esta vez Sandro aceleró el paso. No quería que su nombre retumbara entre las paredes de la sala capitular y en cuanto cruzó la puerta y giró hacia la derecha para atravesar el largo refectorio que desembocaría de nuevo en la Sala del Peregrino, dejó de sudar.

El sol de la Toscana volvió a acariciarle el rostro. Era el mismo sol que unos minutos atrás, solo que esta vez, acariciaba un rostro con un buen puñado de monedas fruto de un gran trabajo.

Sin pensarlo dos veces, deshizo el camino andado y regresó al barrio del Mercato Vecchio, esta vez convencido de su destino. Se había ganado un buen banquete, pero no de olores, sino de sabores. Paladearía el triunfo. Y se cuidaría mucho de que no le robaran tan preciado botín. Pasaría de largo una vez llegase al Malvagia, más conocido como el prostíbulo de las «mujeres embrujadas» o «las rameras feas», para evitar la tentación, y quizá se tomase un descanso en la Taberna del Caracol, jugase una partida de dados y bebiese una buena copa de un vernaccia o de un trebbiano, vinos de precio prohibitivo, mas no tanto para un recién retribuido Sandro.

Durante el resto del día, tres nombres revolotearían por su cabeza: fray Domenico, Domenico Ghirlandaio y Leonardo da Vinci.