30 de mayo de 1476, calabozos subterráneos del palazzo del Podestà, Florencia
El joven Leonardo, con un aspecto desmejorado después de dos meses sin los cuidados a los que le gustaba someter su pelo ondulado de color miel, miraba fijamente la pared recién tallada al bajorrelieve. Miraba, mas no observaba. Sus pensamientos estaban en otra parte. Ni siquiera los ronquidos de Tornabuoni, que se había quedado dormido, ni los rezos de Baccino en voz baja le sacaban de sus reflexiones.
No encontraba una explicación al porqué de la ausencia y el silencio de su padre Piero. En primera instancia, y ante el ofrecimiento del juez, tuvo la posibilidad de solicitar defensa del exterior, y Leonardo no tuvo ninguna duda. Ser Piero Fruosino di Antonio da Vinci, su padre, era un importante notario en la nada más y nada menos que poderosa ciudad de Florencia. Sería una ayuda valiosa e imprescindible para demostrar que todo lo vertido, no solo sobre él, sino sobre el resto de su compañía, era falso. Pero lo único que había obtenido por respuesta era el silencio. La duda le asaltaba. ¿Le habría llegado la misiva? El miedo le asaltaba por partes iguales. ¿Habría ignorado el mensaje de auxilio?
La relación con su padre no había sido como él hubiera querido. Desgraciadamente, el hecho de haber nacido fuera del matrimonio y fruto de una noche de pasión le hacían partir con desventaja con respecto a sus hermanos en cuanto a educación y cariño. «Fruto de una noche de pasión, no hay mejor manera de nacer», se consolaba Leonardo. La poca pasión desplegada en una noche de sexo con una campesina fue desapareciendo poco a poco de la mente de ser Piero. Aquella relación no podía ir a más. Su hijo no podría portar su apellido. Ser Piero estaba prometido con otra mujer. Siguiendo la tradición de la familia, orquestó un matrimonio ventajoso desde el punto de vista económico y social. Albiera, una muchacha de dieciséis años hija del notario Giovanni Amadori, pasó a hacerse cargo de la noche a la mañana de un joven bastardo de menos de un año de edad. Ser Piero quiso que su hijo fuera participando poco a poco en las labores del campo, y Leonardo tenía en su mente imágenes muy frescas de aquellos tiempos en los que se dedicaba, siendo todavía un niño, a la siembra y a la recolecta mientras varios milanos revoloteaban en las proximidades de su cercado. Albiera ya no estaba. A causa de un parto murió repentina e inesperadamente, pero eso no le supuso a su padre ningún impedimento para formalizar un segundo contrato matrimonial con Francesca, hija de ser Giuliano Lanfredini.
Su madre, Caterina, una esclava oriental reconvertida en campesina, se vio obligada a rehacer su vida ante la imposibilidad de hacer frente a los cuidados de un por entonces muy joven Leonardo. Un tiempo después, contrajo matrimonio con un hombre de la región llamado Antonio di Piero Buti del Vacca, conocido por aquellas tierras como Accattabriga, por su pasado como soldado. En estos momentos, se acordaba de ella. De lo mucho que la echaba de menos, de lo mucho que hacía que no se veían. Del cariño que tendría guardado para él. Pero su condición social no habría bastado para deshacer este enredo conspirativo.
Tampoco habría servido la compañía de su abuelo Antonio y de su tío Francesco, grandes impulsores del talento que desarrolló Leonardo junto a ellos. Si no hubiera sido por Francesco, Leonardo nunca habría llegado a Florencia para entrar como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio, años atrás. Necesitaba a su padre. Ese notario y otrora embajador de la República de Florencia. Ese hombre cuyos contactos no tenían fin.
«Ya que no me diste educación, concédeme la libertad».
Leonardo estaba confuso. No podía haber ningún error. La vieja pañería reformada que servía como oficina para el notario ser Piero da Vinci se encontraba exactamente en la esquina de la vía della Condotta y la piazza Sant’Apollinare, a escasos metros del palazzo del Podestà, donde cuatro individuos se encontraban recluidos sin ningún tipo de justificación. La notificación de Leonardo no debería haber caído en saco roto. Por si eso fuera poco, la casa del notario se encontraba a escasos metros de la oficina donde ejercía, entre la misma piazza Sant’Apollinare y la vía delle Prestanze. No podía tratarse de un error. A menos que no fuera un error.
A pesar de la confusión casi tormentosa, seguía contemplando mentalmente la posibilidad de la fuga, pero cuando echaba un rápido vistazo a su plan tallado en piedra, se daba cuenta de las opciones que quedaban al azar. Cuántas posibilidades no dependían de él. Y poco a poco el plan se fue tiñendo de un negro utópico.
«No puede ser el fin», se decía a sí mismo. «Sé que, tarde o temprano, brindaré al mundo conocimientos nuevos. Soy discípulo de la experiencia. Tiene que ser así». Estaba convencido de su valía. Valores como la curiosidad, la observación, la perseverancia y el sacrificio le habían llevado a abandonar las tierras de Anchiano y Vinci, a trabajar para el maestro Verrocchio e, incluso, a forjarse un espíritu emprendedor con su amigo del alma, Sandro Botticelli.
Estaría fuera, preguntándose en qué lío se habría metido su joven y alocado Leonardo, mientras diseñaba cómo sería su nuevo negocio: Las Tres Ranas de Sandro y Leonardo. Un restaurante con el que pensaban cambiar la historia de la cocina. Seguro que Sandro seguía diseñando cómo sería la fachada de la nueva andadura de sus espíritus emprendedores. En la vida podría imaginar que su socio, su amigo, estaba a escasos metros de distancia con un futuro cuando menos incierto.
Sandro Botticelli se desvaneció en la cabeza de Leonardo cuando los miembros de la guardia se acercaron a la celda vociferando improperios. Leonardo alzó la vista para ver cómo cuatro hombres se aproximaban con un regocijo que no acababa de entender. Tornabuoni, que aún roncaba, se despertó sobresaltado y pasó en cuestión de segundos a un estado nervioso fruto de la visión que tenía delante. Baccino siguió rezando, más fuerte incluso, pero esta vez las oraciones relegaban el protagonismo a unas incipientes gotas de sudor que le surcaban las arrugas de la frente. Bartolomeo, que se mantenía en silencio y distante desde la última conversación, seguía preocupado por su propia integridad y en ningún momento buscó complicidad ni auxilio en sus compañeros. Simplemente se rascaba los brazos con una energía progresiva.
Por alguna extraña razón, los cuatro miembros de la guardia se reían mientras uno de ellos extraía la llave que abría la cancela que separaba a cuatro inocentes de la libertad. Los cuatro ocupantes de la celda pronto descubrirían lo que motivaba la risa de sus captores.
—¡Cerdos sin escrúpulos! ¡En pie! —La voz retumbó en el austero agujero.
El guardián que llevaba la voz cantante no tuvo que repetirlo una vez más. Como impulsados por resortes, los cuatro cuerpos que albergaban almas cada vez menos esperanzadas se alzaron, sin dejar de manifestar síntomas de una mala alimentación durante las últimas semanas, que se traducían en movimientos pausados sin firmeza. No hubo muchas palabras más. Con un simple gesto de cabeza, los tres perros guardianes aferraron al azar a Baccino, Tornabuoni y Bartolomeo y los expulsaron de la celda. El líder de aquel grupo, más parecido a unos mercenarios que a una corporación de justicia, agarró a Leonardo y repitió la operación.
Fuera de la celda, cada uno de los acusados fue conducido por un pasillo diferente, no lejos de la estancia donde habían sido recogidos. Leonardo oía las voces de sus compañeros. Baccino seguía rezando. Bartolomeo intentaba negociar en vano su libertad ofreciendo lo imposible. Tornabuoni se decantó por la parte más protocolaria y mentó a la familia Médici, parientes suyos. El guardia, obviamente, no le creyó, y Tornabuoni solo logró incrementar las risas de su guardián.
Leonardo callaba. Solo observaba. Si había una posibilidad de escapar, pasaría de la utopía a la realidad a través de su riguroso método científico de observación. Escudriñar cada detalle de las celdas, los pasillos, los guardias que iban dejando atrás. El detalle de cada gotera, de cada entrada de luz natural, de los puntos muertos donde solo la luz de las candelas arrojaba algo que no fuera intimidad. Leonardo observaba todo hasta que llegó a la siguiente sala. Una estancia con la que no contaba. Un lugar que no desearía haber visto nunca.
Era una de las salas de tortura del palazzo del Podestà. Leonardo miró a su alrededor con la intención de racionalizar qué le esperaba. Pero no tuvo tiempo suficiente. El guardia le sentó en una silla de madera algo inestable. El hecho de que su centinela fuera más alto, mucho más fuerte y que, posiblemente, estuviera mejor alimentado disipaba cualquier intento mental de Leonardo de enfrentarse a él. Una vez sentado, escasos segundos bastaron para que brazos y piernas fueran fijados con fuerza a la madera mediante unas tiras de cuero que amenazaban con cortarle la circulación sanguínea.
Leonardo probó a mirar a su alrededor de nuevo. «Si sobrevivo a esto, posiblemente encuentre aquí algo útil para mi huida», pensó. Pero no fue la voz del forzudo que afilaba un instrumento inapreciable lo que interrumpió su pensamiento. Fue el llanto de una mujer. Lágrimas acompañadas de lamentos y gritos ininteligibles provenientes de una sala no muy lejana.
—¿Torturáis también a mujeres, cobarde? —acusó Leonardo—. No es una actitud muy viril para alguien que acusa de sodomía.
Una mano le cruzó la cara a Leonardo de izquierda a derecha. Fue la única respuesta que obtuvo frente a la acusación. Solo cuando el forzudo terminó de afilar el objeto fino y punzante que tenía entre las manos pronunció palabra.
—No te preocupes, firenzer. Cuando acabemos con esto, serás tú quien llore y grite como una mujer…
Acto seguido, se despejó la incógnita. Lo que hacía unos momentos era un instrumento que necesitaba afilarse, ahora era un amenazante tenedor de dos puntas por ambos lados. Dos aguijones recién afilados en cada uno de los extremos ansiaban carne para trinchar. Leonardo no entendía nada. No sabía dónde ni cómo iba a ser utilizado. No tuvo mucho tiempo para poner a prueba la rapidez de su inteligencia. De repente, la mano derecha del hercúleo captor le agarró del pelo y le obligó a levantar la cabeza directamente hacia el techo. Sintió cómo el tenedor se le clavaba tanto en el triángulo submandibular como en la parte superior de los pectorales, allí donde los trapecios buscan un punto en común. La posición en la que se encontraba imposibilitaba a Leonardo bajar la cabeza a su posición natural, por lo que en poco tiempo le generaría un gran dolor muscular, debilidad en la zona y, por lo tanto, una inevitable flaqueza con un final no muy agradable.
—A ver cuánto tiempo tardas en bajar la cabeza, bocazas —espetó el guarda.
—¿Cómo te llamas? —murmuró entre dientes Leonardo evitando así ensartarse la boca en el amenazante tenedor.
—¿Y para qué diablos querrías saber mi nombre? —masculló el vigilante mientras desempolvaba una maquinaria al fondo de la habitación.
—Para devolverte la cordialidad que me has ofrecido cuando salga de aquí —dijo Leonardo.
El corpulento torturador se acercó casi doblado de la risa que le habían provocado las últimas palabras de su indefenso prisionero.
—Ja, ja, ja, en estas condiciones acepto el reto, firenzer. Me llamo Giulio.
—Giulio… ¿Qué más? —insistió Leonardo.
—Sabagni, Giulio Sabagni.
Esta vez el guardia se lo deletreó despacio, con cierta ironía, al hombre que tenía en sus redes.
—Te voy a decir algo Giulio Sabagni —masculló Leonardo casi sin poder despegar un labio de otro sobre la amenaza lacerante—. Soy Leonardo da Vinci y no solo tengo memoria. Tengo rencor.
Bajo esta amenaza, el recién identificado Giulio salió de la estancia y, en un breve lapso de tiempo, volvió con un nuevo elemento sorpresa entre las manos. Una jaula que guardaba en su interior un ser que, en masa, había provocado una plaga denominada «peste negra» el siglo anterior. De niño, su abuelo le había contado que, en Florencia, solo un quinto de la población había sobrevivido a esa pandemia provocada en gran parte por las pulgas y las ratas. Y no era precisamente una pulga lo que se hallaba en el interior de la jaula.
Giulio abrió la puerta de la pequeña jaula que sostenía entre las manos y la aproximó al pecho de Leonardo. La rata tenía vía libre para salir, siempre y cuando atravesara las tripas del prisionero. Un pequeño aliciente bastaría para convencer al roedor. Giulio se acercó a una de las candelas que alumbraban la estancia y la aproximó al lado opuesto de la jaula, donde la puerta chocaba contra el pecho del artista. La rata, presa del pánico al ver la llama al otro lado de la jaula, se dirigió a la puerta abierta y se estrelló de lleno con el fino pedazo de tela que le impedía la absoluta libertad. El fuego amenazaba con no dejar de arder, así que la rata se sirvió del instinto más primitivo de todo hombre o animal: el de supervivencia.
Rápidamente, el animal intentó escarbar en la andrajosa vestimenta que Leonardo portaba desde hacía semanas. Al principio, el de Vinci notó una fuerte fricción en el vientre, pero poco a poco se fue agudizando. El tenedor que le sujetaba la cabeza permanecía impasible y Leonardo acusaba en el cuello los dolores de la tensión, aunque procuraba no abrir demasiado la boca a pesar del dolor.
Sin noción del tiempo alguna, al cabo de un rato Leonardo notó cómo la rata le había desgarrado un poco de piel del vientre. Como un acto reflejo, su mente se llenó de imágenes, entre las que destacaban algunas poderosamente por encima del resto. En la primera, se imaginaba a él mismo como una rata desgarrando la pared para trazar un plan de fuga en la roca, tal y como el animal hacía en su vientre. La segunda imagen evocaba a su tío Francesco. Gracias a él, la actividad física y un ligero culto al cuerpo se habían arraigado en Leonardo y su cuerpo atlético tenía una resistencia extra. Había ganado un concurso de fuerza no hacía mucho doblando herraduras con las manos, aunque la parte más musculada y fibrosa de su cuerpo había dado paso a una incipiente delgadez fruto de la escasa ingesta alimenticia en la prisión.
—Vamos, firenzer, solo tienes que cantar —le intentó persuadir Sabagni—. Declárate culpable, acepta las acusaciones y todo esto terminará mucho más rápido. ¿Quién sabe? Igual en la hoguera tardas poco en arder… ¿Qué me dices?
—Solo te agradezco que el tenedor no tenga más puntas… —ironizó Leonardo entre dientes.
Giulio, sorprendido con la respuesta, retrocedió. Le restó importancia, pues sabía que tarde o temprano su preso cedería, bien su lengua mediante declaración, bien su piel mediante la presión de la tortura.
Segundos o minutos, daba igual. Para Leonardo, parecían siglos. Sabía que las gotas que iban surcando su bajo vientre no eran de sudor, tenían un tinte carmesí.
Ese rojo carmesí se tornó metafóricamente en verde esperanza cuando una visita inesperada irrumpió en la sala. Giulio, en un acto reflejo, apartó la llama de la celda. La rata se calmó y frenó su deseo de atravesar carne y entrañas. Leonardo respiró aliviado con síntomas de una imperiosa necesidad de desmayarse, a lo que su cerebro se negaba, ya que cualquier vacilación desembocaría en un cráneo ensartado. Y ese era un futuro que no había calculado ni en sus peores pesadillas. En ese estado de trance, no alcanzó a descifrar la conversación que tenía lugar a escasos metros, pero su cuello de repente se encontró libre, sin presión. El arma punzante había desaparecido. Respiró tranquilo. La rata parecía estar sosegada. Las heridas del cuello provocadas por los aguijones metálicos cicatrizarían. Dejaría crecer aún más la incipiente barba de su cara, eso haría. Todo arreglado. Una barba de color miel.
—¿Padre Piero? —preguntó suplicante con un hilo de voz casi inaudible.
De nuevo, otra mano conocida le cruzó la cara. Como resultado, Leonardo recuperó algo la claridad, no solo de vista sino también de pensamiento. Lo suficiente para darse cuenta de que no era su padre Piero quien había venido en su busca.
—Hemos acabado con la intrusa y el zagal ha recibido lo suyo. ¿Qué se cuece por aquí?
Eran dos nuevos guardias de la noche que iban a sumarse a la fiesta. Quizá su barba no crecería mucho tiempo más.