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1476, basílica de San Domenico, Bolonia

Todo había sido silencio. Paz y estudio. Desde que abandonara la casa natal de su padre en Ferrara dos años antes, la tranquilidad del convento de Santo Domingo, en la ciudad de Bolonia, le había servido para poner en orden sus pensamientos. El silencio era un canalizador perfecto para su misión divina. El disgusto que le provocaban horrores como la maldad del ser humano o los cada vez más frecuentes adulterios en unos estados italianos demasiado liberales para su gusto era sutilmente apaciguado por la satisfacción espiritual que le otorgaba la soledad.

Gracias a su abuelo Michele, un buen día descubrió la Biblia. Algo que transformaría para siempre su mente y su alma. Michele, al ejercer de médico de la familia ducal de Ferrara, contaba con una situación económica bastante boyante y no reparó en gastos a la hora de instruir a su pequeño pero curioso nieto.

Ávido de conocimiento, devoraba volúmenes de Platón, Aristóteles, Petrarca o Santo Tomás. Poco a poco moldeaba su realidad desde un punto de vista cada vez menos utópico. Pero, desgraciadamente, su mentor expiró sin completar su formación. Un joven de dieciséis años, ya iniciado en una carrera teológica sin parangón, decidió honrar la memoria de su abuelo, el único miembro de la familia que estuvo verdaderamente a su lado, y lo hizo contra pronóstico, ya que su padre estaba convencido de que sería un buen facultativo.

La ciudad de Ferrara se le quedaba pequeña. Próxima a Venecia, lejos quedaban otros centros políticos y económicos como Milán o Florencia y, más lejos aún, el centro del catolicismo por excelencia, Roma.

Paralelamente, se venían desarrollando, por un lado, tensiones religiosas que condujeron al nacimiento de ideologías conciliaristas que le restaban autoridad al mismo Papa; por otro lado, un periodo de grandes cambios culturales que, desde su punto de vista, llevaban a los Estados italianos a la total destrucción. El pueblo italiano parecía ser partícipe de una floreciente época dorada. Atrás quedaban las historias orales sobre la guerra de los Cien Años, que colapsó los bancos más importantes de Florencia. Atrás también quedaba el miedo a un nuevo resurgir de la peste negra que un siglo atrás había barrido ciudades enteras. El pueblo italiano renacía. Pero para un joven afincado en Ferrara que deseaba despertar a los pecadores y cambiar el mundo, un renacimiento no era suficiente. La sodomía, palabra que instauró el monje benedictino Petrus Damiacus en el siglo XI, se adueñaba de las clases sociales más bohemias. Cualquier acto sexual que no estuviera relacionado con la reproducción sería objeto de castigo terrenal y celestial. Más aún ahora, con el brote de los firenzer, simpatizantes masculinos del sexo anal procedentes de Florencia, la cuna de Piero el Gotoso.

Estaba decidido. Tenía una misión bienaventurada. Esperó el momento oportuno y no tardó mucho en llegar. Siete años de espera no eran nada comparado con lo mucho que tendría que hacer. Durante ese tiempo, Piero di Cosme de Médici fue víctima de la gota y le sucedió Lorenzo de Médici, amante de las artes y el mecenazgo y que, según muchos, propiciaría un periodo de riqueza cultural e intelectual. Venecia perdió de nuevo Negroponto frente a los ejércitos otomanos y, fuera de las fronteras italianas, las coronas de Castilla y Aragón se unieron en una monarquía decididamente católica mediante el matrimonio de Isabel de Castilla con Fernando de Aragón.

En 1474 había llegado la señal que esperaba de los cielos. Un sermón pronunciado por un padre agustino en la pequeña ciudad de Faenza, a cincuenta kilómetros al sudeste de Bolonia, fue el detonante definitivo. Saldría de la tutela de su padre y se trasladaría a Bolonia, nada más que una escala en el meticuloso plan que poco a poco se forjaba en su mente.

Una nota nada más. Ese sería el mensaje que dejaría a su familia, ya que el dolor que le provocaba apartarse de sus seres queridos solo lo mitigaba el amor profundo que sentía por el nuevo mensaje mesiánico que crecía en su interior.

Os ruego, pues, padre mío querido, que pongáis fin a los lamentos y no queráis darme mayor tristeza y dolor de los que ya tengo. Pronto pasarán estos días, en los que la herida es reciente y, después, espero que vosotros y yo seamos consolados por la gracia de este mundo y por la gloria del otro. No me resta sino pediros que varonilmente, como corresponde, consoléis a mi madre, a la cual, tanto como a vos, ruego me concedáis vuestra bendición, y con todo fervor rezaré por vuestras almas.

Dos años después del sermón revelador ya estaba instalado en la ciudad de Bolonia, en un habitáculo lo suficientemente discreto como para seguir con la instrucción necesaria. Todo estaba a punto para su primera aparición pública. Su carácter perseverante le había proporcionado la proposición generosa de oficiar una misa, nada más y nada menos que en la basílica de San Domenico, una de las mayores iglesias de la ciudad. «No podía ser de otra manera», pensó mientras repasaba las palabras que ahora reposaban en un papel pero que, más tarde, se asentarían en su memoria. No podía defraudar a los oyentes, no podía defraudar a San Domenico, fundador de la orden de los dominicos y cuyos restos reposaban en el mismo lugar sagrado donde él estrenaría su trayectoria profesional. Y mucho menos podía defraudar a Dios.

Se había puesto la cogulla de lino teñido de color negro, pues había rechazado cualquier color que pudiera significar lo contrario al luto que sentía en su corazón. Luto por las almas perdidas que intentaría recuperar con la oración. Solo el cíngulo le apretaba el hábito en la cintura como símbolo de castidad. Un voto que juró ejercer la primera y única vez que probó en sus carnes el despecho de un amor no correspondido. Laodamia Strozzi. Aún recordaba su nombre. Y sus ojos. Y su pelo. Mas nunca estuvo lo suficientemente cerca de ella como para recordar su olor. Y ante la negativa del amor, juró no entregarse al querer con ninguna mujer. El cordón que ceñía su alba así se lo recordaba una y otra vez.

No hubo rito de entrada. Ni canto ni saludo. La misa se celebró fuera de la basílica. Miles de personas se amontonaban en la piazza San Domenico, expectantes. Inseguras al principio al ver a aquella figura aparecer en el púlpito de la esquina izquierda del templo. Una señal de la cruz como saludo a la asamblea dominica expectante y al pueblo reunido fue suficiente. La capucha de la cogulla dejaba entrever una imagen poco usual. De aspecto casi enfermizo a pesar de la edad que tenía, los ayunos prolongados y las continuas vigilias se habían apoderado de su porte. Las mejillas hundidas, los pómulos pronunciados, la frente estrecha y la nariz grande y curva invitaban mucho más a la desconfianza que a la fe.

No le hacía falta nada más allá de su voz. No era melodiosa, ni mucho menos dulce. Pero era una voz severa, autoritaria, más parecida al castigador Yahvé que al Padre Todopoderoso anunciado por Cristo. Pero dentro de la supremacía de su voz, la gente hallaba verdad. Aunque fuera su verdad. Escucharle era como ver un amanecer con distintos ojos.

—Veo el mundo al revés, las virtudes y las buenas costumbres olvidadas. Es feliz quien vive de la rapiña y se alimenta de la sangre de los otros. El alma es más hermosa cuantos más fraudes y engaños acumula. Aquel que desprecia al Cielo y a Cristo y procura mantener a los demás bajo su bota gana los honores del mundo. Roma yace postrada, hombres y mujeres compiten en herirse mutuamente. Creo, ¡oh, Rey de los Cielos!, que debes reservar tu castigo solo para hostigar con mayor severidad a los más culpables.

La multitud gritó. Como si se tratase de un clamor único, el nombre del novato predicador se alzó a los cielos. El carácter melancólico y retraído del otrora aspirante a galeno desaparecería para dar paso a un nuevo dominico con una voluntad férrea. Nada más y nada menos que quince mil almas coreaban al novato predicador en la piazza San Domenico. A pesar del fuego que ardía en su interior, no se sentía abrumado. Sabía perfectamente que esas ánimas serían las primeras de otras muchas miles. Tal era su convicción.

Con solo veinticuatro años, en un claro acto de rebeldía, exhibía en público su repugnancia para con Roma, que, a su juicio, había corrompido el mensaje evangélico.

Con solo veinticuatro años, acababa de renacer. Y se había convertido, de la noche a la mañana, en el peor enemigo de Florencia, de Roma y de la propia Iglesia.