02.jpg
2

29 de mayo de 1476, calabozos subterráneos del palazzo del Podestà, Florencia

En el año 1476 de Nuestro Señor, una mano trabajaba con esfuerzo sobre la fría y húmeda pared de piedra que cerraba una de las celdas de la prisión, en las estancias inferiores del palazzo del Podestà, futuro palazzo del Bargello, situado a poco más cuatrocientos metros del centro neurálgico de Florencia. Un edificio bastante reconocible desde la lejanía, pues su torre almenada era una de las más altas de la ciudad. Allí residía el magistrado gobernador de la urbe, un extranjero elegido con el fin de representar la objetividad a la hora de ejercer la justicia.

En la fachada, una inscripción advertía del poder de Florencia:

Florencia está repleta de inimaginables riquezas.

Se proclama vencedora contra sus enemigos tanto en la guerra como en las contiendas civiles.

Disfruta del favor de la Fortuna y tiene una poderosa población.

Con éxito fortifica y conquista castillos.

Reina sobre los mares y las tierras y sobre la totalidad del mundo.

Bajo su mandato, toda la Toscana rebosa felicidad.

Al igual que Roma, Florencia siempre triunfa

La mano rasgaba una y otra vez en el mismo sentido, para que lo grabado quedara nítido y se pudiera desarrollar la idea siguiente. Ajeno a todo lo que le rodeaba, el veinteañero dueño de esa mano parecía aplicar el arte de la docencia a unos pupilos inexistentes en vez de estar tramando un imposible plan de fuga. Las líneas horizontales terminaban en una bifurcación, y cada opción se convertía en una nueva línea que volvía a concluir irremediablemente en una nueva divergencia. Una ramificación pedregosa con una sola intención. Sus compañeros de celda no sabían distinguir qué le controlaba, su obstinada testarudez o la genialidad que poco a poco le rebosaba por los poros de la piel.

Baccino, días atrás sastre y hoy también prisionero, no se atrevió a preguntar. Sabía perfectamente cuál sería la respuesta del hombre que tenía a escasos metros. El silencio. Tal era su concentración. Aunque tampoco era necesario pronunciar palabra alguna para descodificar el misterio que poco a poco se extendía por la celda pétrea. Estaba calculando probabilidades; «calculando posibles futuros», le habría contestado su compañero de celda. Lo sabía muy bien. Le había visto crear de la misma manera en el taller de Verrocchio, situado desde hacía cinco años en el cuartel de San Michele Visdomini en vía Bufalini, adonde una vez al mes llevaba las indumentarias remendadas de los aprendices por orden del maestro Andrea. El taller era fácil de localizar, pues al menos quince pequeños edificios habían sido demolidos a su alrededor para la inminente construcción del futuro palazzo Strozzi y él tenía que proteger los ropajes que portaba del polvo que se levantaba.

Pero a Baccino se le escapaba esa información, ya que, para él, creyente en el Todopoderoso, solo había un destino y, en el momento y en el lugar en el que se encontraban, este parecía muy próximo. Lo aceptaría con resignación si era lo que el Señor había decidido. Aunque, para qué negarlo, parte de su espíritu deseaba volver al barrio de Or San Michele, donde recientemente había emprendido un negocio, su propia tienda. Trató de ayudar a su manera, escudriñando cualquier indicio de debilidad de la celda con forma de cúpula en la que se encontraban. «Demasiado pequeña, aun para cuatro ocupantes. Es inhumano», pensó.

De repente, sus ojos se posaron en Tornabuoni, con su habitual hábito negro, que descansaba con las manos apoyadas en la cabeza en la esquina opuesta, como si lamentara cada uno de los minutos de vida que se le escapaban bajo las capas infinitas de roca y humedad. No quería que esa falsa imputación manchara el inmaculado apellido que portaba, emparentado nada más y nada menos que con Lucrecia Tornabuoni, esposa de Piero de Médici y madre de Lorenzo de Médici. En definitiva, emparentado con la mujer más influyente de la familia más poderosa de los Estados italianos.

Todo se remontaba a dos meses atrás, a cuatro días antes del vigésimo cuarto cumpleaños de Leonardo. Una mano tan anónima como cobarde destapó la caja de Pandora en una arqueta lateral del palazzo Vecchio. No se conocían las motivaciones de ese individuo, pero el caso es que desató la guerra. Depositó una acusación falsa en el peor sitio donde podía depositarla en toda la ciudad de Florencia. El buzón de piedra, la boca de la verdad, el tamburo. Una simple nota con una acusación detallada con nombres y apellidos era suficiente para comenzar la persecución de los calumniados y conducirlos, como mínimo, ante la justicia. El documento notarial sería desestimado en unas semanas si no llegaban pruebas definitivas y testigos de peso sin cortinas de anonimato para reafirmar la acusación.

«Absoluti cum condizione ut retamburentur».

La entrada a prisión había sido grotesca. El recibimiento en el palacio había sido una constante guerra psicológica. Nada más penetrar por la puerta de la inexpugnable fortaleza, el patio les acogió con una serie de explícitos murales difamatorios, donde los criminales eran atormentados por sus pecados y los diablos les torturaban de camino al infierno.

Una vez dentro, la duda revoloteaba por el reducido techo de la prisión. ¿Se presentaría alguien? ¿Serían condenados? O, por el contrario, ¿quedarían absueltos del crimen imputado? Fuera como fuese, nadie cuestionaba que la duda sembrada mancharía la reputación de más de uno. Solo tenía que correr de boca en boca el texto de la acusación entregado en el tamburo:

Os notifico, signori Officiali, un hecho cierto, a saber, que Jacopo Saltarelli, hermano de Giovanni Saltarelli, vive con este último en la orfebrería de Vacchereccia enfrente del tamburo: viste de negro y tiene unos diecisiete años. Este Jacopo ha sido cómplice en muchos lances viles y consiente en complacer a aquellas personas que le pidan tal iniquidad. Y de este modo ha tenido muchos tratos, es decir, ha servido a varias docenas de personas acerca de las cuales sé muchas cosas y aquí nombraré a unos pocos: Bartolomeo di Pasquino, orfebre, que vive en Vacchereccia; Leonardo di ser Piero da Vinci, que vive con Verrocchio; Baccino el sastre, que vive por Or San Michele, en esa calle donde hay dos grandes tiendas de tundidores y que conduce a la loggia dei Cierchi; recientemente ha abierto una sastrería; Lionardo Tornabuoni, llamado «il teri», viste de negro. Estos cometieron sodomía con el dicho Jacopo, y esto lo atestiguo ante vos.

Dos meses de interrogatorios, torturas y vejaciones que, poco a poco, acabaron minando la moral de los acusados.

Bartolomeo, el orfebre vecino de la localidad de Vacchereccia, fue el primero en rasgar el ambiente con su voz preocupada.

—¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó con inquietud más por su integridad que por el resto de sus acompañantes.

—No creo que a estas alturas nos paseen por la calle con un capuchón con la palabra «sodomita» zurcida. Nos van a torturar. Y por muy falsa que sea la acusación, cualquier indicio de veracidad será motivo suficiente para que nos castren. Eso o nos llevarán directos a la hoguera.

La voz era firme. Los ojos no acompañaron la dirección de las palabras que acababa de pronunciar. Seguía pendiente de los ramales que se desvirtuaban en su mente y se restauraban en múltiples oportunidades, la mayoría con resultado funesto. Bartolomeo permutó su preocupación por miedo.

—¡¿Nos van a torturar y quemar?! ¡¿Por una simple acusación anónima carente de pruebas?!

Su reclamo se podía oír a metros de distancia, pero no importaba ni a los nuevos inquilinos de los subterráneos ni a los pocos Oficiales de la Noche y Custodios de la Moralidad de los Monasterios. Baccino se puso a rezar. Estaba tan seguro de su inocencia que sabía que el fin no podía ser otro que el Paraíso, pero una plegaria nunca estaba de más.

—Solo temo una cosa —interrumpió Tornabuoni intentando reflejar una serenidad que no acompañaba al sentimiento que le recorría el cuerpo—. Si los guardias sobornan a Saltarelli y declara en nuestra contra, dará por verdadera la calumnia vertida sobre nosotros y tendremos graves problemas. Jacopo es un imberbe de diecisiete años al que no creo que le guste que le señalen por la calle como un perro al que le agrada que le azoten con la verga.

—¿Crees que se venderá por un par de florines? —se apresuró a indagar Bartolomeo.

—No lo creo —respondió dubitativo Tornabuoni.

Baccino interrumpió la oración. Los ojos se le salían de las órbitas. No daba crédito a la conversación que sus compañeros de celda, que no amigos, mantenían mientras aguardaban un castigo consistente en flagelos y sabe Dios qué cosa peor.

—¡Ignorantes! —gritó, como si de repente quisiera iniciar un ritual cristiano—. ¿No lo veis? Si Judas traicionó a Nuestro Señor por un puñado de monedas, ¿qué no hará este joven de quien nadie hace carrera? ¡Maldita sea, seremos ejecutados en la plaza! Dios mío, ten piedad…

—Dios es sordo.

De nuevo, la voz del ingeniero que surcaba la piedra con un punzón metálico sesgó como una hoz la discusión tan inútil como acalorada que se mantenía en los escasos metros cuadrados que les servían como estancia. Mantenía un tono tranquilo y seguro y no solo en apariencia. El convencimiento de sus palabras y la serenidad de su entonación no eran propios de una situación tan preocupante.

—Y un poco de silencio, per favore. Intento concentrarme. No es fácil para alguien iletrado como yo mantener la serenidad de mis pensamientos si solo decís necedades.

—¿Necedades? —preguntó ofendido el creyente Baccino—. Por lo menos jugamos a adivinar el futuro unos con otros. No tratamos de agarrar con avaricia al destino con las manos y un punzón y adueñarnos de él ignorando la compañía que, tan injustamente acusada como tú, te rodea.

A pesar de que no había una profunda relación entre ellos, nunca se habían hablado de esa manera, todo había sido cortés y educado. Pero el miedo y la incertidumbre poco a poco hacían mella entre los más débiles e inseguros, como era el caso de Baccino.

—La boca ha matado a más gente que la espada, querido Baccino —pronunció la voz. Y añadió—: La libertad es el mayor don de la naturaleza. En cuanto nace la virtud, la envidia viene al mundo para atacarla; y recordad lo que os digo, amigos míos, antes habrá un cuerpo sin sombra que virtud sin envidia.

—Vamos, amigo mío, no es momento de filosofar —inquirió Bartolomeo—. ¿Qué piensas hacer?

Durante unos segundos, el único sonido que hacía caso omiso al silencio que se había producido en la sala eran las esquirlas de piedra que saltaban al suelo golpeadas por un incansable punzón. Nadie se esperaba lo que iban a oír. No era una propuesta. Era una sentencia.

—Yo, Leonardo da Vinci, pienso escapar de esta prisión. Antes muerto que sin libertad.

Mientras tanto, a ciento veinte kilómetros de allí, estaba a punto de emerger la encarnación del nuevo representante del Cielo en la Tierra para desatar su propio Juicio Final.