2 de mayo de 1519,
mansión de Clos Lucé, Amboise
«Majestad, Leonardo da Vinci se muere».
Salvó las amplias escaleras que separaban la entrada de la primera planta de la hacienda de Clos en cuestión de segundos. Francisco I, rey de Francia, hizo caso omiso de la conducta propia del protocolo real para llegar cuanto antes al lecho de su amigo. No había dudado lo más mínimo en dejar a buen cuidado a su esposa Claudia de Valois un par de días atrás, una vez comprobado el estado de salud de su cuarto hijo y futuro delfín de la casa Valois-Angulema. Confiaba plenamente en el servicio del château de Saint-Germain-en-Laye.
El mensajero había sido escueto y directo. «Majestad, Leonardo da Vinci se muere». No hizo falta añadir nada más. Francisco y Claudia solo necesitaron una mirada para comprender que ese imprevisto tenía un único desenlace. El mismísimo monarca estaría presente en el último aliento del maestro florentino. Como rey, como padrino, como alumno, como amigo.
Dos días intensos de camino reflexionando sobre los últimos tiempos. Solo hacía tres años que Francisco I de Valois y de Angulema había entrado victorioso en Milán después de vencer en la batalla de Marignano a la Confederación Suiza, que por aquel entonces se proclamaba dueña del Milanesado. En ningún momento sus ansias de expansión territorial habían cegado la mente de este joven rey amante de las letras y de las artes. Desde su buen juicio, solo reclamaba lo que por herencia le pertenecía a su esposa Claudia, hija del anterior rey de Francia Luis XII de Orleans.
Allí, en Milán, esperaba un Leonardo cada vez más anciano, pero lo suficientemente vivaz como para embarcarse en una aventura más: cruzar de nuevo las fronteras de su patria y, esta vez, aceptar la invitación de todo un monarca para convertirse en primer pintor, primer ingeniero y primer arquitecto del rey. Aunque, por aquel entonces, Francisco tenía otros planes. Quería, más allá de cualquier cargo cívico, un consejero, un amigo, un padre.
«Haz lo que quieras». Esas fueron sus palabras a un Leonardo que, nada más llegar a la nueva residencia campestre, ya estaba imaginando su nuevo taller mientras el servicio aún no había terminado de desembalar los útiles y las pinturas del maestro.
«¿Cómo despedirte de alguien cuando no estás preparado? ¿Cómo despedirte de alguien cuando sientes que te queda mucho por compartir?». Esas preguntas rondaban la mente del rey mientras subía las escaleras directo a la primera planta de la hacienda donde se había asentado su amigo italiano tres años atrás.
Sus pocos amigos, el servicio, parte de la corte real destinada en Amboise, todos estaban allí, encerrados en una construcción de ladrillo rojo y pizarra. Al cruzar la puerta, no quiso interrumpir el ritual que se celebraba a los pies del anciano que yacía en la cama. Más tarde se enteraría de que Leonardo, que siempre se había debatido entre la fe y la razón, se acababa de confesar y estaba recibiendo la extremaunción, un indicio de que el hijo de Vinci sabía que, poco a poco, se le iba extinguiendo la vida.
Echó un vistazo a la estancia. Todo seguía igual. El escritorio de su amigo seguía donde lo vio escribir por última vez, frente a la ventana. A su derecha, la chimenea, sin síntomas de que se hubiera utilizado recientemente.
En cuanto el sacerdote terminó el trabajo de Dios, se apartó de la cama para dejar paso al rey de Francia. Esta vez, la prisa con la que había llegado hasta el dormitorio se transformó en una sucesión de zancadas pesadas, lentas, prudentes, respetuosas. A medida que Leonardo tornaba la cabeza y, con sorpresa, recibía esa inesperada visita, Francisco I supo valorar con una sonrisa forzada la compañía de la que gozaba su «padre».
Mathurina, su cocinera, ama de casa y la extensión viva de la residencia, ya entrada en años, aguardaba a un lado con una manta, ya que solía preocuparle que su señor cogiera frío. Las arrugas que acumulaba en el rostro eran, en realidad, un conjunto de volúmenes sobre la experiencia que no se habría podido encontrar ni en las mejores colecciones de Lorenzo de Médici.
—Lo último que cenó fue una sopa caliente —dijo entre dientes apartando la mirada al rey, quien a pesar de la confianza que tenía con su señor le causaba un profundo respeto.
Francesco Melzi estaba junto a la cabecera. El fiel secretario personal de Leonardo no llevaba más de doce años junto a él, pero su cariño, su preocupación y su trato familiar le habían valido para ser su mano derecha.
—Todo está dispuesto, majestad —le dijo al rey.
El monarca lo captó enseguida. Leonardo había tenido el suficiente tiempo y reparo para preparar su marcha, y daba por sentado que tenía el testamento dispuesto y que nada más le ataba al mundo de los vivos.
Francisco I de Francia dirigió una rápida mirada a su consejero real, François Desmoulins. Una de las habilidades del joven regente era la comunicación no verbal, algo muy útil en situaciones como aquella. En una fracción de segundo, Desmoulins instó a la comitiva que abarrotaba la pequeña sala que hacía las veces de dormitorio principal que otorgaran a su majestad unos minutos de intimidad. Con un leve gesto de la mano, indicó que los allegados a Leonardo podrían, si era de su agrado, quedarse en la estancia. Nada tenía que ocultar a quienes compartían el mismo afecto por la misma persona.
—Mon père… —fueron las únicas palabras que se atrevió a pronunciar el gobernante de Francia.
—Francesco —dijo con una confianza más allá de toda solemnidad real y un finísimo hilo de voz Leonardo, que había mantenido la costumbre de italianizar los nombres de aquellos con quienes trataba—. Grazie por realizar semejante…
—Nada que agradecer —interrumpió Francisco, evitando que el anciano malgastase esfuerzos en vano—. ¿Dónde está Caprotti? Pensaba que, en un momento así, querría estar presente. —Sabía que la pregunta era la menos adecuada, pero necesitaba arrancar de una u otra manera, y no sabía cuánto tiempo le quedaba.
El joven Francesco se apresuró a contestar. Sabía que Salai era consciente del delicado estado de salud del maestro. Él mismo había procurado hacérselo saber mediante una carta, de la que obtuvo como respuesta un escueto «Tarde o temprano tenía que suceder». Una información que gestionó con cuidado y disimulo, ya que la misiva nunca llegó a manos de Leonardo. Ganas no le faltaron a Francesco, ya que, a pesar del abandono, Leonardo se había acordado de Gian Giacomo Caprotti, alias Salai, con gran generosidad en su testamento. Pero era la voluntad del mayor genio que él había conocido, y decidió mantenerle en la ignorancia para no provocar males mayores. No le costó demasiado mentir a un rey.
—Giacomo se encuentra en Florencia arreglando unos asuntos financieros —afirmó con una credibilidad apabullante— y, ante la imposibilidad de llegar a tiempo hasta vuestras tierras de Francia, he preferido no alertarle de este funesto acontecimiento.
—¡Maldito fornicador, este diablo! —gritó Leonardo acompañando las palabras de una ruidosa tos—. Seguro que está sacando a pasear su verga y, a la vez, limpiando bolsillos, ¡no sabe hacer otra cosa!
Francesco tuvo que apartar la mirada para esconder su risa. Buscó complicidad en Mathurina, pero lo que halló fue una silenciosa reprimenda que le hizo sonrojarse. Francisco seguía con atención toda la escena y, a pesar de la tristeza que se respiraba en el ambiente, esbozó una mueca que bien podría haber desembocado en un gesto hilarante. Pero acto seguido, Leonardo volvió a posar sus ojos en el rey de Francia, como llevaba más de veinte años haciendo.
—Leonardo, mon ami, tranquilo… —susurró Francisco mientras mesaba los cabellos de un anciano ahora alterado que se revolvía ligeramente bajo las sábanas—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti, maître?
—No, majestad. Ya no hay nada que hacer. Querían matar a Leonardo da Vinci. De una u otra manera, lo han conseguido.
Unas diminutas lágrimas se asomaron por los espejos del alma de Mathurina. Francesco Melzi negó con la cabeza.
Cuanto más tiempo pasaba, más le costaba a Leonardo da Vinci articular alguna palabra, y se tomaba su tiempo para poder dosificar el aliento que expelía de una manera inteligente y racional, como si se tratara de un nuevo invento para formular las palabras necesarias en el tiempo correcto.
—Tenéis que disculparme, majestad. —Los ojos atónitos de Francisco I no entendían el porqué de esta súplica—. Vos y todos los hombres. Vos y el mismísimo Dios que está en el cielo. Pido perdón, porque mi trabajo no tuvo la calidad que debería haber tenido. Y es una ofensa para el Creador y para todo lo creado…
Esta vez fueron los ojos de Leonardo los que, a través de la humedad, se volvieron cristalinos. El aire que se respiraba en aquella habitación tenía olor a despedida… y sabor a amargura. François Desmoulins, la personificación del protocolo en la corte real, hacía un titánico esfuerzo por mantener la compostura. No había formado parte del círculo de confianza del casi extinto maestro florentino, pero le profesaba cariño solo por cómo trataba a su alumno y, a la vez, señor de Francia. A los pocos meses de instalarse en los dominios franceses de Francisco, ya se podía leer en la cara del avezado artista italiano la expresión más sincera de agradecimiento por un mecenazgo sin parangón en su tierra natal.
—No soy yo quién para dar consejos a un rey, eso es trabajo de otros que, muy posiblemente, lo hagan mejor que yo —dijo Leonardo señalando con su única mano útil a François, que en ese momento salía de sus pensamientos—. Pero dejadme deciros, majestad, que tenéis que procurar adquirir en esta, vuestra juventud, lo que disminuirá el daño de vuestra vejez. Vos, amante de las letras y las artes, que creéis que la vejez tiene por alimento la sabiduría, haced lo que sea posible e imposible en vuestra juventud de tal modo que, a vuestra vejez, majestad, no os falte tal sustento.
—Así haré, maître Leonardo…
Un nudo en la garganta le impedía hablar. Ni siquiera el utilizar sesenta cañones de bronce contra veinte mil soldados pertenecientes a los tres contingentes de los confederados en la batalla por Milán le había dejado sin palabras.
—Kekko, amigo mío —se dirigió a Melzi—, disponed de todo tal y como hemos decidido. Ahora vos sois el protector.
Las pausas entre palabras eran cada vez más largas.
—Así se hará, maestro —asintió de manera más sentimental que profesional Francesco—. Todo está preparado. Podéis descansar en paz.
Leonardo se volvió hacia su vetusta sirvienta. Antes de abrir la boca, la abrazó con una enorme sonrisa. Mathurina se secaba las lágrimas con un paño, el mismo que días después le sería entregado de una manera especial.
—Mathurina, mandad mis cumplidos a Battista de Villanis, que cuide de Milán y de Salai. Y a vos, constante compañera, gracias por cada palabra de aliento que me habéis dedicado. —Ni siquiera la tos del maestro ensució la atmósfera de cariño—. A veces, al igual que las palabras tienen doble sentido, las prendas están cosidas con doble forro.
Nadie entendió esta última frase, ni siquiera Mathurina. Tampoco nadie hizo un esfuerzo ipso facto por entender el enigma de sus palabras. Tarde o temprano, alguien se llevaría una sorpresa o el maestro se llevaría el resultado del acertijo a la tumba.
—Leonardo, he dado la orden de iniciar vuestro proyecto. El château de Chambord se empezará a construir en cuanto dispongamos de lo necesario. Domenico está ansioso por visualizar su trabajo arquitectónico fusionado con tu escalera de doble hélice. Francia e Italia todo en uno. A pesar de la dificultad que suponía crearlo partiendo de la nada, os aseguro que será un éxito, mon ami.
Francisco I le regaló esas bellas palabras. Sabía de sobra que Leonardo nunca llegaría a ver la obra terminada. Ni siquiera llegaría a ver el ocaso del sol. Aun así, daba por hecho que una buena noticia alegraría los oídos receptivos de su sabio amigo. Sin embargo, el rey no estaba preparado para escuchar las palabras que serían pronunciadas a continuación.
—Majestad, no he perdido contra la dificultad de los retos. Solo he perdido contra el tiempo… —dijo Leonardo restando importancia a las noticias de Chambord.
—Maître, prefiero que me llaméis Francesco —respondió el rey en un acto de humildad que Leonardo supo agradecer con la más cálida de sus miradas.
—Así sea, querido Francesco, así sea. —Y cerró los ojos—. Kekko…, acercaos…
Su ayudante se aproximó raudo. En ese breve espacio de tiempo, Francesco Melzi obvió la presencia del rey de Francia, y el mismo Francisco I pasó por alto cualquier ausencia de formalidad.
—Decidme, maestro… ¿Qué necesitáis? —preguntó como si el tiempo se parara solo para complacer a su instructor.
—Solo un abrazo, amigo mío. Solo un abrazo —respondió Leonardo con un delicado tono de voz.
Cuando Melzi se abalanzó apaciblemente sobre el cuerpo de su mentor, se creó tal fusión que cualquier pareja de amantes habría recelado. Pero lejos de toda libido, allí se respiraba cariño, respeto, admiración y dolor, mucho dolor.
—Kekko, amigo mío. No estéis tan triste. —Leonardo intentó apaciguar a su joven incondicional con bellas palabras—. Viviré cada vez que habléis de mí. Recordadme. —Y terminó guiñándole un ojo cargado de complicidad.
Leonardo inhaló de tal manera que los camaradas allí presentes supieron al instante que no vería un nuevo amanecer. Que se le escapaba la vida. Después de tanto sufrimiento y tanta persecución. Después de tanto mensaje cifrado y tanta pincelada para la historia. Leonardo da Vinci llegaba a su fin.
—Francesco…, amigos… Ha llegado la hora… —Venerable y vulnerable a la vez, Leonardo estaba preparado para partir—… de que andéis el camino sin mí.
—¡Maestro! —gritó Melzi sin reprimir el sollozo.
—Maître… Mon père… —Las siguientes palabras del rey se ahogaron no solo en su propio mar de lágrimas, sino en el océano que se fusionaba con las lágrimas de los demás.
—Ha llegado la hora… de volar…
Y voló. Más alto y más lejos que nunca. Un vuelo solo de ida. Un vuelo que, tarde o temprano, todos tomaremos. Un silencio sepulcral invadió la sala.
François Desmoulins, como si de un fantasma se tratara, dio media vuelta y, sigilosamente, cruzó la puerta que, acto seguido, cerró con extrema precaución.
Mathurina empapó de lágrimas el paño que ya no enjugaba líquido alguno.
Francisco I guardó silencio. Un silencio cortés y admirable. Un silencio que lo decía todo.
Francesco Melzi, Kekko, se derrumbó en el suelo al pie de la cama con el guiño cómplice revoloteando en su memoria.
Leonardo da Vinci había conquistado el cielo anclado al suelo.