EL DESARROLLO Y OTROS ESPEJISMOS

APENAS consumada la derrota militar del antiguo régimen, el país tuvo que hacer frente al peligro que amenaza a toda revolución triunfante: la anarquía. Las querellas entre las distintas facciones que componían el movimiento revolucionario no fueron menos violentas que la rebelión armada del pueblo contra la autocracia de Porfirio Díaz y su ejército profesional. Las facciones eran más personalistas que ideológicas pero representaban ya, en forma rudimentaria, los intereses y tendencias de las distintas clases y grupos: campesinos, rancheros, pequeña burguesía, naciente clase obrera, etc. Aunque la recién adoptada Constitución (1917) preveía la transmisión pacífica del poder por medio de elecciones democráticas, la realidad era muy distinta: los partidos políticos no existían y el país estaba regido por la dictadura revolucionaria, es decir, por la dictadura de los caudillos militares de la Revolución. La lucha entre las facciones nunca fue democrática: no era el número de votos sino el de soldados y fusiles lo que le daba supremacía política. Cada elección presidencial degeneraba en una lucha armada que terminaba con la muerte de uno o varios de los aspirantes al poder y de muchos de sus partidarios, para no hablar de la gente inocente arrastrada por las aventuras y rencillas de los grandes. Después de haber destruido la dictadura de Porfirio Díaz, el país parecía condenado a repetir otra vez (y para siempre) el ciclo monótono y sangriento de la dictadura a la anarquía y de la anarquía a la dictadura. Pero la eliminación progresiva y violenta de los caudillos militares facilitó el tránsito hacia un régimen que, si no era democrático, tampoco era suicida ni autodestructivo. La primera medida, negativa, fue la prohibición constitucional de la reelección presidencial. Así se evitó la dictadura personal. La segunda medida, positiva, fue la fundación del Partido Nacional Revolucionario (1929). Así se aseguró la dictadura revolucionaria. Mejor dicho: la dictadura del grupo vencedor en la lucha entre las facciones.

El PNR fue una asociación de jefes militares y políticos en torno a la figura del general Calles. Agente, brazo civil del poder revolucionario, el Partido no poseía fuerza por sí mismo; su poder era el reflejo del poder del Caudillo y de los militares y caciques que regían las provincias. No obstante, a medida que la paz se extendía y que el país iniciaba el regreso hacia la normalidad, el Partido cobraba fuerza —no a expensas del Caudillo sino de los generales—. La estructura política dual del México contemporáneo estaba ya en embrión en el PNR: el Presidente y el Partido. La función del nuevo organismo fue sobre todo de orden negativo: no sirvió tanto para implantar un programa como para reducir los choques entre las facciones y someter a los levantiscos. Aunque no fue una semilla de democracia, fue el comienzo de una estructura política nacional, estrechamente fundida al nuevo Estado. Entre las palabras que formaban su nombre, la significativa era la segunda (nacional): el PNR combatió y debilitó el poder de los sátrapas regionales y de los atamanes revolucionarios.

En 1938 Lázaro Cárdenas cambió el nombre del Partido, su composición y su programa. El Partido de la Revolución Mexicana tuvo una base social más ancha que el PNR y lo integraron cuatro grupos: el obrero, el campesino, el popular y el militar. Fue una tentativa por crear una democracia por funciones más que una democracia política. Su programa y su acción fueron auténticamente revolucionarios. El prm se convirtió en un eficaz instrumento de auscultación y consulta del pueblo: los ojos y los oídos del excelente y generoso presidente que fue Lázaro Cárdenas. A pesar de que su lema era «Por una democracia de trabajadores», el PRM tampoco fue un partido democrático. Si no queda memoria de sus debates es porque no los hubo: su política nunca fue el producto de una deliberación pública sino que le fue dictada por el presidente Cárdenas. Incluso el ingreso al Partido de las agrupaciones obreras y campesinas, lejos de fortalecerlas, contribuyó a su servidumbre ulterior. Según la mayoría de los historiadores, la Revolución propiamente dicha terminó en la década que va de 1940 a 1950. Desde entonces el desarrollo económico y la industrialización se han convertido en los objetivos inmediatos y primordiales del régimen. El iniciador de esta política fue Miguel Alemán, un presidente no menos enérgico que Cárdenas. En 1946 Alemán cambió otra vez el nombre del Partido, que ahora se llama, intrépidamente y como una curiosa ilustración de las paradojas de la política más que de la lógica: Partido Revolucionario Institucional.

Los tres nombres del Partido reflejan los tres momentos del México moderno: la creación del nuevo Estado, la reforma social y el desarrollo económico. Pero ninguna de las tendencias que caracterizan a estos tres momentos surgió del Partido sino de arriba, de la presidencia y sus consejeros. ¡Ninguna idea y ningún programa en los cuarenta años que lleva de vida! El Partido no es una agrupación política en el sentido recto de la palabra: ni su forma de reclutamiento es democrática ni en su seno se elaboran programas y estrategias para realizarlos. Es un organismo burocrático que cumple funciones político-administrativas. Su misión principal es la dominación política, no por la fuerza física sino por el control y la manipulación de los grupos populares, a través de las burocracias que dirigen los sindicatos obreros y las asociaciones de los campesinos y la clase media. En esta tarea cuenta con la protección del poder público y con la benévola neutralidad, cuando no con el apoyo descarado, de la casi totalidad de los medios de información: el monopolio político implica no sólo el control de las organizaciones populares sino el de la opinión pública. Al mismo tiempo, el Partido es un órgano de exploración de la conciencia popular y de sus aspiraciones y tendencias. Es una función capital y que, en el pasado, le dio flexibilidad, vitalidad y aun popularidad, pero que ahora, debido a su organización jerárquica y a la esclerosis que lo paraliza más y más, cumple con creciente ineficacia. La sordera del pri aumenta en proporción directa al aumento del clamor popular.

Por sus funciones y por el uso inmoderado de una jerga radical, el PRI podría parecerse a los partidos comunistas del Este europeo: uno y otros son burocracias políticas incrustadas en la economía nacional, aunque las de aquellos países sean economías estatales y la nuestra sea mixta. Pero el PRI no es un partido ideológico sino de grupos e intereses, circunstancia que, si ha favorecido la venalidad, nos ha salvado de los terrores de una ortodoxia cualquiera. La variedad de tendencias que coexisten en su interior, mejor dicho: que hasta hace poco coexistían, podría asemejarlo al Partido del Congreso de la India, sólo que hay una diferencia de cuenta: el partido mexicano no conoce la democracia interna y está dominado por un grupo de jerarcas que, a su vez, prestan obediencia ciega al presidente en turno. Esto ha sido particularmente infortunado porque la diversidad de corrientes y opiniones dentro del Partido —reflejo de las que dividen a la nación y que constituyen su realidad política y social— hubiera permitido intentar un experimento que, además de vitalizar y regenerar el régimen, habría ofrecido una solución a la crisis que desde hace más de diez años vive el país: iniciar la reforma democrática en el PRI mismo. Es lo que esperábamos muchos y lo que se propuso hacer, recientemente, Carlos Madrazo[24]. El fracaso de su tentativa es un signo de que ese remedio es ya tardío.

Al asegurar la continuidad gubernamental, el Partido ha sido un instrumento de paz y estabilidad. Frente a la pesadilla de la dictadura personal sin más límites que el poder del Caudillo y que terminaba casi siempre en una explosión sangrienta, los jefes revolucionarios idearon un régimen de dictadura institucional limitada e impersonal. El presidente tiene poderes inmensos pero no puede ocupar el puesto sino una sola vez; el poder que ejerce le viene de su investidura y desaparece con ella; el principio de rotación y selección opera dentro del Partido: para ser presidente, gobernador, senador, diputado o alcalde, hay que pasar por el PRI, aprobar las asignaturas y ascender escalón por escalón. El PRI es una escuela, un laboratorio y un cedazo de dirigentes políticos y gobernantes. Los métodos de promoción son los mismos que en todas las burocracias; para ascender se requiere disciplina, espíritu de cuerpo, respeto a las jerarquías, antigüedad, capacidad administrativa, dedicación, eficacia, habilidad, suavidad, astucia, energía despiadada… Los ascensos se hacen por consenso de los superiores. Si el Partido desdeña el principio democrático de elección, acepta en cambio el derecho aristocrático de veto: aunque el presidente tiene el privilegio indisputado de designar a su sucesor, debe consultar antes con los antiguos presidentes y con los grandes jerarcas. La regla no formulada es que su candidato no debe, por lo menos, provocar la oposición de estos dignatarios. Cada uno de ellos representa poderosos intereses, desde los de las empresas privadas hasta los de las burocracias de los sindicatos obreros y las organizaciones campesinas. El derecho de veto corresponde particularmente a los antiguos presidentes: son la voz de la tradición y representan la continuidad revolucionaria, algo así como el Consejo de los Ancianos.

Derecho de veto pero no de censura: el PRI jamás ha sido un órgano de crítica de la acción presidencial; al contrario, lo ha sido de apoyo incondicional a sus medidas y de diligente ejecución de sus órdenes. En México hay un horror, que no es excesivo llamar sagrado, a todo lo que sea crítica y disidencia intelectual; una diferencia de opinión se transforma instantánea e insensiblemente en una querella personal. Esto es particularmente cierto por lo que toca al presidente: cualquier crítica a su política se convierte en sacrilegio. Aclaro que es una veneración que desaparece al ceder el puesto a su sucesor; en verdad, la devoción se rinde más a sus atributos cívicos que a su persona real: esos atributos lo recubren como la máscara que ocultaba el rostro de las divinidades de los antiguos mexicanos y lo trasmutan, literalmente, en uña Imagen. El respeto fanático a la persona del caudillo es un sentimiento de origen árabe que se encuentra en todo el mundo hispánico; la religiosa reverencia que inspiran los atributos impersonales del presidente a los mexicanos es un sentimiento de raíz azteca. Volveré más adelante sobre esto. Por ahora me limitaré a señalar lo siguiente: el Senado y la Cámara de Diputados han sido y son dos cuerpos parlanchines y aduladores que jamás han ejercitado crítica alguna; el Poder Judicial es mudo e impotente; la libertad de prensa es más formal que real; la radio y la televisión están en manos de dos o tres familias más interesadas en ganar dinero anestesiando al público con sus programas que en analizar con honradez y objetividad los problemas del país. Por último, dueño del Partido y de los medios de información, el presidente goza de una facultad casi ilimitada para utilizar los fondos federales. Lo extraordinario es que con semejantes poderes nuestros presidentes no hayan sido ni Calígulas ni Nerones. La razón reside, quizá, en los largos años de disciplina y adiestramiento que el PRI impone a sus fieles. Aparece de nuevo la relación orgánica entre la institución presidencial y el Partido; desde su origen fueron y son realidades complementarias: respuesta a una situación histórica de crisis, representaron compromiso entre la dictadura personal de los caudillos y el programa democrático de la Revolución mexicana.

Las virtudes y los defectos del PRI son obvios. Entre las primeras sobresale su independencia del poder militar. El PRI representa el principio de separación entre el cuerpo militar y el cuerpo político de la nación, algo que no ha logrado todavía casi ninguno de los países de América Latina. ¿Conservará esa independencia en el futuro? Lo dudo muchísimo: a medida que la crisis política se encone, el PRI dependerá más y más de la fuerza física de las armas. La mayoría de los escritores que se ocupan de la historia moderna de México piensan que el Partido ha sobrevivido pero señalan que, cualesquiera que hayan sido sus defectos, contribuyó poderosamente a la paz y estabilidad del país, sin las cuales hubiese sido imposible el desarrollo de México. Aunque coincido con esta opinión, me pregunto si muchos de los defectos de nuestro desarrollo no se deben precisamente al PRI: si es verdad que preservó la continuidad de la acción gubernamental, también lo es que impidió el análisis y la crítica de esa acción. Además y sobre todo: protegió la irresponsabilidad y la venalidad de los funcionarios encargados de realizar los programas de desarrollo económico. En cuanto al presente: concebido como un remedio extremo contra una enfermedad que parecía crónica y que amenazaba con destruir el país —el peligro de caer en el ciclo de la dictadura a la anarquía y de ésta a aquélla— el Partido perpetúa ahora un régimen de transición y de excepción. En México no hay más dictadura que la del PRI y no hay más peligro de anarquía que el que provoca la antinatural prolongación de su monopolio político.

Durante la segunda Guerra Mundial se terminó el periodo propiamente revolucionario del México moderno y se inició la etapa del desarrollo económico. El proceso ha sido semejante, aunque no idéntico, en todos los países en donde han triunfado movimientos revolucionarios que no contaban con una base económica previa y capaz de afrontar sin bancarrota el peso de las reformas sociales. Ésta es la gran limitación —sería más exacto decir: condenación— de todas las revoluciones en los países atrasados, sin excluir por supuesto ni la rusa ni la china: hay una contradicción inescapable entre desarrollo y reformas sociales, una contradicción que siempre se ha resuelto a favor del primero. En el caso de México el cambio de orientación se debió, entre otras circunstancias menores, a estas tres: la decisión del régimen de proceder a la industrialización aun si sólo podíamos realizarla en escala modesta, como único remedio a los males del país; la influencia de los Estados Unidos y la aparición de una nueva clase capitalista. Lo primero fue determinante. En el transcurso de la guerra los mexicanos descubrieron que, a pesar de que los precios de sus materias primas habían aumentado considerablemente en el mercado internacional, no podían comprar nada en ese mismo mercado; un poco después, en la posguerra, se dieron cuenta de que la fluctuación de los precios de esas mercancías y su continua tendencia a la baja, así como el alza de los precios de los productos manufacturados, no sólo se comían todos sus ahorros sino que impedían la capitalización y, por tanto, el desarrollo. Para evitar en lo posible las condiciones desventajosas que nos imponía el comercio internacional, el gobierno se preocupó por diversificar la producción y volver así menos vulnerable y dependiente nuestra economía. Gracias a nuestros recursos —y también a nuestros esfuerzos— hemos sido más afortunados en esto que otros países: Cuba, por ejemplo, todavía depende del azúcar. Sin la diversificación de los productos y la bonanza de la década 1940-1950 no hubiese sido posible el acelerado desarrollo de los últimos veinte años. Sin esas circunstancias de orden económico y, agrego, sin la voluntad del gobierno de cambiar la estructura económica del país: la decisión política no fue menos importante que la coyuntura económica.

La influencia de los Estados Unidos fue considerable pero no central; en otros países no es menos determinante su presencia económica y, no obstante, en ellos no se han operado cambios estructurales equivalentes a los de México. Como este tema ha provocado y provoca muchas discusiones, debo analizarlo brevemente. El único recurso de los países débiles frente a los poderosos es aprovechar hasta el máximo las querellas entre los grandes. Ésta ha sido la política de los gobiernos mexicanos. La regla del juego es simple: a mayor número de potencias mundiales, más libertad de movimiento de las medianas y pequeñas. El juego se ha hecho más difícil desde la segunda Guerra Mundial. Primero se borraron todos los matices y posiciones intermedias por la alianza entre norteamericanos y rusos; inmediatamente después, a esa alianza sucedió una rivalidad que polarizó a las naciones en dos bandos irreconciliables. La ausencia de una política internacional independiente de los países de Europa occidental (el degaullismo apareció, para México, como una alternativa tardía), el carácter expansionista y nacionalista de la Rusia estalinista y la actitud intransigente y agresiva de Dulles, acentuaron el carácter defensivo de la política internacional mexicana. Y no hay que olvidar que desde 1840 la política de México frente a los Estados Unidos ha sido y es esencialmente defensiva. No sin trabajos y contradicciones el gobierno conservó, cada vez con mayor timidez y de una manera paulatinamente formal, nuestra tradición en el frente internacional; el cambio se realizó en el interior. Aunque la presión exterior propició ese cambio, lo decisivo fueron las consideraciones de orden interior. Ante la disyuntiva de acometer la industrialización o de resignarse al estancamiento, el gobierno se decidió por la primera alternativa; esta decisión lo llevó a la siguiente: aceptar que el sector privado debería ser parte esencial en el programa de desarrollo y, por tanto, favorecerlo en lo posible. Dado el carácter incipiente del capitalismo mexicano en esos años, se aceptó, no sin muchas vacilaciones y disputas internas, que en la tarea del desarrollo debería participar también el sector privado internacional (norteamericano). Así se acentuó la dependencia económica de México. Al llegar a este punto se impone una digresión, no de orden económico —no soy perito en esa materia— sino histórico.

La realidad del imperialismo económico y político de los Estados Unidos es un hecho que no es necesario demostrar y sobre el cual abundan los análisis. Ahora bien, la oposición entre los Estados Unidos y América Latina no es únicamente de naturaleza económica y política; la dicotomía es más antigua y más profunda. El imperialismo puede desaparecer mañana, ya sea por un cambio de régimen en los Estados Unidos o, más probablemente, porque la técnica y la ciencia acabarán por descubrir sustitutos para nuestras materias primas y porque las economías de los países desarrollados serán progresivamente autosuficientes. Tal vez en un futuro no demasiado lejano los países adelantados ni siquiera esquilmarán a los subdesarrollados: los abandonarán a su miseria y a sus convulsiones. Lo cual no quiere decir que dejaremos de ser lo que somos ahora: el teatro de sus disputas y el campo de sus batallas. Pero lo que deseo subrayar es lo siguiente: la desaparición del imperialismo económico no implica la nivelación de poderes; así, pues, mientras exista ese desequilibrio de fuerzas, existirá la dominación de los Estados Unidos sobre el resto del continente. Se trata de un fenómeno que no depende directamente de la naturaleza de los regímenes económicos y políticos de cada país sino de la desigualdad de poderío entre las sociedades. Esa desigualdad se da lo mismo entre los países capitalistas que entre los llamados socialistas. Testigos: Santo Domingo y Praga. Supongamos que inclusive ese desequilibrio desaparece: la oposición persistiría porque vive en estratos más profundos que los de la organización económica y política. Hablo de realidades que han sido olvidadas o negadas de un modo terco y obtuso por el mundo moderno y que, no obstante, reaparecen ahora con mayor energía: todo ese conjunto de actitudes ante el mundo y el trasmundo, la vida y la muerte, el yo y el otro, que constituyen lo que llamamos una civilización.

Aunque rusos, chinos y japoneses hayan abrazado con parecido furor la causa de la modernidad y el progreso —dos ideas de Occidente— siguen y seguirán siendo rusos, chinos, japoneses; serán distintos y serán los mismos, como el grifo que vio Dante en el purgatorio. Dumézil ha mostrado que la estructura tripartita de la ideología indoeuropea ha pervivido durante milenios, a pesar de que esas sociedades experimentaron cambios que no fueron menos sino más profundos que los que han sufrido las naciones modernas. El tránsito de la sociedad nómada a las grandes civilizaciones urbanas durante el segundo milenio antes de Cristo no fue menos radical que el salto del feudalismo a la edad moderna; no obstante, el sustrato ideológico, como lo llama Dumézil, persistió y persiste. El ejemplo del psicoanálisis me ahorra demorarme en una demostración fastidiosa: la persistencia de traumas y estructuras psíquicas infantiles en la vida adulta es el equivalente de la permanencia de ciertas estructuras históricas —o más bien: intrahistóricas— en las sociedades. Tales estructuras son el origen de esos haces de rasgos distintivos que son las civilizaciones. Civilizaciones: estilos de vivir y morir.

Cierto, la oposición entre los Estados Unidos y América Latina no es una oposición entre civilizaciones sino que pertenece al subgénero de contradicciones dentro de una misma civilización. Hecha esta salvedad, agrego que se trata de diferencias radicales, como me he esforzado en mostrar en muchas páginas de El laberinto de la soledad. Es verdad que esta relación de oposición podría ser fecunda si la fuerza de uno de los interlocutores y la angustia del otro no empañasen y viciasen el diálogo. De todos modos, el diálogo es difícil: apenas se rebasa el nivel informativo y cuantitativo, la conversación entre norteamericanos y latinoamericanos se convierte en un arriesgado caminar en círculo entre equívocos y espejismos. La verdad es que no son diálogos sino monólogos: nunca oímos lo que dice el otro o, si lo oímos, creemos siempre que dice otra cosa. Ni siquiera la literatura y la poesía escapan a este enredo de confusiones. La mayoría de los poetas y escritores norteamericanos ignoran o disminuyen a la cultura o al hombre latinoamericano. Ejemplo de lo primero: en los Cantos de Ezra Pound, ese gran monumento de la voracidad enciclopédica de los Estados Unidos, aparecen todas las civilizaciones y todos los hombres, excepto el mundo precolombino y la América his-panolusitana: ni los templos mayas ni las iglesias barrocas, ni el Popol vuh ni Sor Juana Inés de la Cruz. Ejemplo de lo segundo es la actitud de casi todos los norteamericanos que han escrito sobre o desde América Latina, sin excluir a un poeta de la distinción de Wallace Stevens: invariablemente nuestro pasado indígena o nuestro paisaje los exalta pero también invariablemente encuentran insignificante al hombre latinoamericano contemporáneo. América Latina: ruinas, naturaleza y unas figuras borrosas —los criados y el gerente del hotel—. Las visiones que tenemos los latinoamericanos de los Estados Unidos son descomunales y quiméricas: para Rubén Darío el primer Roosevelt era nada menos que una encarnación de Nabucodonosor; a Jorge Luis Borges, cuando visitó Texas, lo primero que se le ocurrió fue escribir un poema en honor de los defensores del Álamo. Exageraciones de la cólera, la envidia o la obsequiosidad: para nosotros los Estados Unidos son, al mismo tiempo y sin contradicción, Goliat, Polifemo y Pantagruel.

En su ensayo «The Mexican Revolution, Then and Now», el historiador Daniel Cosío Villegas afirma que el gobierno mexicano se ha convertido en un prisionero de la nueva clase capitalista y que así paga su error inicial: haber confiado al sector privado una parte central de los planes de industrialización y desarrollo[25]. Esta afirmación, exacta en lo esencial, debe modificarse levemente. Empezaré por subrayar un hecho poco comentado: la nueva clase es una criatura del régimen revolucionario, su deliberada creación, como la clase capitalista japonesa lo fue del movimiento de modernización que siguió a la restauración Meiji. En ambos casos se invierte la relación a que el marxismo nos había acostumbrado y que simplifica con exceso la realidad del proceso: el Estado no es tanto la expresión de la clase dominante, al menos en su origen, sino que ésta es el resultado de la acción del Estado. A esta circunstancia agrego otra: la existencia del PRI como una organización burocrático-política relativamente autónoma y que comprende a las burocracias de las organizaciones obreras y campesinas. Es un rasgo que no aparece en otros países, excepto en los «socialistas». El PRI está incrustado en el capitalismo mexicano pero no es el capitalismo mexicano. Al analizar la nueva clase de entrepreneurs, Frank R. Brandenburg indica que el «régimen de Alemán originó una clase dual: parte de sus miembros se pusieron al frente de compañías privadas y otra parte asumieron la dirección de las empresas estatales»[26]. Entre los segundos se encuentra ese amplio grupo de funcionarios que ha procurado defender, con éxito variable, la herencia de la Revolución mexicana. Es un sector distinto al del PRI y constituye la otra burocracia del nuevo Estado, la de los técnicos y los administradores como el PRI es la burocracia política. Brandenburg observa que la nueva clase de entrepreneurs «muy pocas veces ocupa puestos oficiales aunque muchos políticos pasan del manejo de los asuntos públicos a los negocios privados». En suma, no sólo hay un margen de independencia entre el sector privado y el público sino que el PRI conserva considerable autonomía. La izquierda oficial, el sector técnico dentro del gobierno y muchos grupos de intelectuales han especulado siempre con la posibilidad de que el gobierno, valiéndose precisamente de la fuerza del PRI y de los sectores populares que domina, se enfrente algún día a la iniciativa privada. Me parece que el 2 de octubre disipó esas esperanzas. Para enfrentarse a los banqueros y financieros, el PRI necesitaría primero recobrar su ascendencia entre las clases populares y para ello debería transformarse y democratizarse, algo que no puede ni quiere hacer. Por otra parte, como el Partido empieza a mostrar una alarmante incapacidad para absorber o siquiera desviar las frecuentes oleadas de inconformidad y de descontento, el sector privado tarde o temprano sentirá la tentación de deshacerse del PRI. Aquí reaparece la doble alternativa que planteó el movimiento estudiantil, la alternativa en que termina todo análisis de la presente situación mexicana: democratización o dictadura.

El desarrollo de México hubiese sido imposible sin las tres circunstancias que acabo de describir. Hay otra, igualmente importante: aunque las reformas revolucionarias no crearon un nuevo orden social, al destruir el antiguo régimen de grandes latifundistas liberaron a las fuerzas históricas que han cambiado la fisonomía de México en los últimos veinticinco años. Mencionaré lo más saliente: la tasa del crecimiento económico ha sido constantemente superior al índice del crecimiento demográfico, a pesar de que este último es uno de los más altos del mundo; el ingreso real por cabeza también ha aumentado durante todo ese periodo; se ha construido una red de comunicaciones que ha roto el tradicional aislamiento de los pueblos y villorrios; se ha creado una infraestructura económica relativamente sólida; el país ha cumplido la primera etapa de la industrialización (o sea: necesita importar cada vez menos bienes de consumo) y se prepara, con ciertas dificultades, a la segunda etapa; a consecuencia de la reforma agraria, la política de irrigación y construcción de presas, la aparición en el norte de la agricultura capitalista y de los magníficos esfuerzos combinados de los geneticistas mexicanos y norteamericanos que han creado nuevos tipos de semillas, especialmente de trigo, se han hecho impresionantes avances en materia agrícola y México ya puede alimentarse; los progresos en la esfera de la salud pública han sido considerables y muy apreciables los de la educación, aunque en esta rama hayan sido más lentos e insuficientes, sobre todo por lo que toca a la educación media y superior. Todos estos hechos se resumen en lo siguiente: la aparición de una clase obrera, una clase media y una clase capitalista. El viejo sueño de los liberales mexicanos del siglo pasado parece haberse realizado: al fin México es un país moderno. Sólo que si se observa con cierto detenimiento el cuadro, se perciben vastas zonas de sombra. Una modernidad desconcertante.

La política económica de desarrollo no obedeció a un plan integral y nacional a largo plazo. Así, unas regiones han sido el objeto de la solicitud y los créditos del gobierno y otras han sido abandonadas casi del todo. A esta desigualdad horizontal corresponde otra, vertical: a pesar de que el índice de pobreza ha descendido continuamente desde hace treinta años, ese descenso no ha sido, ni con mucho, proporcional al crecimiento económico. En números absolutos hay ahora más ricos que hace treinta años pero también hay muchísimos más pobres, aunque la proporción de estos últimos haya disminuido. El desarrollo económico ha sido notable; no lo ha sido, ni con mucho, el desarrollo social: México sigue siendo un país de escandalosas desigualdades. Después de esto es fácil inferir el defecto principal de la industrialización, un defecto que hace cerca de veinte años había ya señalado el economista norteamericano Sanford Mosk: la debilidad del mercado interno. Si el gobierno no ataca este problema ampliando el mercado actual y fortificando el poder adquisitivo del pueblo, el ritmo del desarrollo decrecerá y aun se paralizará. Pero para emprender esa acción son indispensables tanto una política de reformas sociales como el restablecimiento de las libertades sindicales en el interior de las agrupaciones obreras, hoy dominadas por una burocracia acomodaticia. Sin una política social de integración de la población marginal y sin libertad real de negociación de los trabajadores, el desarrollo de México se interrumpirá. La relación se ha invertido: primero fue imperativo el progreso económico; ahora, para que éste continúe, es igualmente imperativo el desarrollo social: la justicia.

En un libro reciente, James W. Wilkie resume así la evolución moderna de México, en sus tres etapas: «La revolución política destruyó el viejo orden pero no creó un Estado democrático; la revolución social atacó la antigua estructura de la sociedad pero no produjo, ni en lo social ni en lo económico, una sociedad nueva; la revolución económica aceleró y llevó a un alto nivel la industrialización pero no logró un desarrollo económico ni creó un vasto mercado interno…»[27]. Justas en lo esencial, estas conclusiones olvidan la característica fundamental de la situación contemporánea: la existencia de dos Méxicos, uno moderno y otro subdesarrollado. Esta dualidad es el resultado de la Revolución y del desarrollo que la siguió. Asimismo es fuente de muchas esperanzas y, simultáneamente, amenaza futura. El dilema se presenta así: o el México desarrollado absorbe e integra al otro o el México subdesarrollado, por el mero peso muerto del crecimiento demográfico, terminará por estrangular al México desarrollado. Hasta ahora el primer México crece y el segundo disminuye, aunque no con la rapidez ni la proporción deseables y, sobre todo, posibles. Para el sociólogo Pablo González Casanova el signo positivo de la situación actual es la movilidad social: «los campesinos de ayer son los obreros de hoy y los hijos de esos obreros pueden ser mañana profesionistas». Pero el mismo escritor advierte que es urgente enderezar y reorientar el sentido del actual desarrollo económico, que deberá cumplir una función social y nacional; de otro modo la distancia entre los dos Méxicos aumentará más y más. Ahora bien, creo que todos coincidimos en pensar que cualquier enmienda o transformación que se intente exige, ante todo y como condición previa, la reforma democrática del régimen. Sólo en una atmósfera realmente libre y abierta a la crítica podrán plantearse y discutirse los verdaderos problemas de México, entre ellos algunos inmensos y que el gobierno ni siquiera se ha atrevido a abordar, como el del excesivo crecimiento de la población.

Una revisión leal de lo que ocurre tanto en nuestro país como en las otras partes del mundo nos llevaría a ver con otros ojos el tema del desarrollo a toda prisa y cueste lo que cueste. Olvidemos por un momento los crímenes y las estupideces que se han cometido en nombre del desarrollo, de la Rusia comunista a la India socialista y de la Argentina peronista al Egipto nasserista, y veamos lo que pasa en los Estados Unidos y en Europa occidental: la destrucción del equilibrio ecológico, la contaminación de los espíritus y de los pulmones, las aglomeraciones y los miasmas en los suburbios infernales, los estragos psíquicos en la adolescencia, el abandono de los viejos, la erosión de la sensibilidad, la corrupción de la imaginación, el envilecimiento de Eros, la acumulación de los desperdicios, la explosión del odio… Ante esta visión, ¿cómo no retroceder y buscar otro modelo de desarrollo? Se trata de una tarea urgente y que requiere por igual la ciencia y la imaginación, la honestidad y la sensibilidad; una tarea sin precedentes porque todos los modelos de desarrollo que conocemos, vengan del Oeste o del Este, conducen al desastre. En las circunstancias actuales la carrera hacia el desarrollo es mera prisa por condenarse… Pero nos está vedado hablar de estos temas mientras no hayamos conseguido lo mínimo: ese ámbito libre que es el espacio natural en que se despliega lo mismo el pensamiento crítico que la imaginación.

Las crisis políticas son crisis morales. En 1943, en un artículo famoso, Jesús Silva Herzog anunció que la Revolución atravesaba por una crisis quizá mortal y que esa enfermedad era más de índole moral que física. En esos años se inicia el tercer periodo de nuestra historia contemporánea, esa etapa que el historiador norteamericano Stanley R. Ross ha llamado el «Termidor mexicano»: las ideas se transforman en fórmulas y las fórmulas en antifaces. Los moralistas se escandalizan ante las fortunas acumuladas por los antiguos revolucionarios pero no han reparado en que a este florecimiento material corresponde otro verbal: la oratoria se ha convertido en el género literario predilecto de la gente próspera. Más que un estilo es una marca, un distintivo de clase. Al lado de la oratoria y sus flores de plástico, triunfa y se propaga la sintaxis bárbara en los diarios, las inepcias de los programas de la televisión norteamericana doblados en nuestro idioma por gente que ignora tanto el inglés como el castellano, la diaria deshonra de la palabra en altavoces y radios, la cursilería empalagosa de la publicidad —toda esa asfixiante retórica a un tiempo nauseabunda y azucarada de gente satisfecha y aletargada por el mucho comer—. Sentados sobre México, los nuevos señores y sus cortesanos y parásitos se relamen ante gigantescos platos de basura florida. Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje. La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y con el restablecimiento de los significados. Esto es lo que ha ocurrido en México. La crítica del estado de cosas reinante no la iniciaron ni los moralistas ni los revolucionarios radicales sino los escritores (apenas unos cuantos entre los de las viejas generaciones y la mayoría de los jóvenes). Su crítica no ha sido directamente política —aunque no hayan rehuido tratar temas políticos en sus obras— sino verbal: el ejercicio de la crítica como exploración del lenguaje y el ejercicio del lenguaje como crítica de la realidad.

La nueva literatura, la poesía tanto como la novela, comenzó por ser simultáneamente una reflexión sobre el lenguaje y una tentativa por inventar otro lenguaje: un sistema de transparencias para provocar la aparición de la realidad. Para realizar este propósito era indispensable limpiar el idioma y extirpar la ponzoña de la retórica oficial; de ahí que los escritores tuviesen que enfrentarse a las tendencias heredadas del periodo revolucionario y que habían terminado por corromperse enteramente: el nacionalismo y el arte social comprometido. Ambas tendencias habían sido protegidas por los regímenes revolucionarios y por sus sucesores. No deja de ser aleccionadora esta coincidencia entre la estética oficial del estalinismo y la estética oficiosa de los políticos y jerarcas mexicanos. La pintura mural mexicana —originalmente un movimiento vigoroso— fue el ejemplo máximo de esta convivencia entre el régimen y los artistas «progresistas». La crítica del nacionalismo de colorines y del arte de slogans patrióticos o revolucionarios fue moral más que estética: crítica de la impostura y del arte servil. Esta crítica se extendió de la pintura mural (oratoria pintada) a esa oratoria en verso (poesía mural) que con una insistencia que se asemeja a la depravación practican muchos poetas hispanoamericanos —y no de los menores, como el gran Neruda—. Liberar el arte fue el comienzo de una libertad más ancha.

La crítica del arte revolucionario o nacionalista llevó a los escritores, acompañados por los pintores jóvenes, a la crítica de la sociedad creada por la Revolución y los regímenes epígonos. De nuevo, esa crítica no fue ni es directa; tampoco contiene ningún mensaje explícito ni está inspirada por ninguna doctrina establecida. La forma que adopta no es la de la moral o la de la política sino la de la exploración; no es una crítica en nombre de éste o aquel principio ni es un juicio sobre la realidad: es una visión. La crítica del lenguaje es una operación activa que significa minar el lenguaje para descubrir lo que está escondido: los cimientos carcomidos de las instituciones, el subsuelo fangoso, los animales viscosos, el cemento y la sed, los corredores y los subterráneos interminables como prisiones, esas prisiones mexicanas que ahora encierran a tantos jóvenes… La aparición de este arte crítico y pasional, obsesionado por las imágenes dobles de la banalidad y lo maravilloso cotidianos, el humor y la pasión, sorprendió y turbó a la nueva casta en el poder. Era natural. La clase de los entrepreneurs, banqueros, financieros y jefes políticos da ahora sus primeros pasos por la senda que hace más de cien años caminaron sus correspondientes en Europa y los Estados Unidos; los da precisamente en el momento en que esas naciones, que han sido sus modelos y el objeto de su admiración y de su envidia, comienzan a sufrir transformaciones sustanciales, lo mismo en el orden de la tecnología que en el económico, en la esfera social y en la espiritual, en el pensamiento y en la sensibilidad. Algo termina en los países desarrollados: eso mismo que apenas se inicia entre nosotros. Lo que es alba en México es ocaso allá y lo que allá es aurora no es nada todavía en México. La modernidad en que creen los jerarcas del régimen ya no es moderna y de ahí su horror y su pánico ante los escritores y artistas: a sus ojos representan esas tendencias de disolución, crítica y negación que minan a Occidente. Así ha terminado el largo periodo de tregua —iniciado por la Revolución y prolongado por las necesidades (el espejismo) del desarrollo— entre los intelectuales y el poder. La cultura mexicana ha recobrado su vocación crítica.

Las instituciones de enseñanza superior en la capital y en los estados han sido los grandes centros de independencia política en los últimos años. La ideología y la fraseología de los estudiantes y los profesores mexicanos refleja la de los grupos análogos en los Estados Unidos y en Europa occidental pero, en realidad, según se vio por sus demandas, su actitud expresa las aspiraciones de las nuevas fuerzas sociales creadas por la Revolución y el desarrollo industrial. Me refiero especialmente a esos grupos que forman lo que, con un término bastante vago, se llama la clase media. Abundan en ella los individuos dedicados a tareas técnicas e intelectuales; como son los más activos e independientes, ejercen considerable influencia sobre los otros. Aunque nuestra clase media no es todavía la nueva clase de trabajadores intelectuales que ha originado la sociedad tecnológica, tampoco es la clase media tradicional. Constituye un estrato móvil de la población que, a pesar de estar relativamente satisfecha desde el punto de vista económico, sabe que su situación puede variar mañana. Esta inseguridad le infunde una agresividad y una inquietud que no aparece entre los obreros, instalados en las posiciones conquistadas y protegidos por sus sindicatos y las leyes del trabajo. A la inseguridad social debe añadirse otro sentimiento no menos poderoso; la clase media es un producto de la sociedad posrevolucionaria y nadie le asignó un lugar en el nuevo orden de cosas, de modo que carece de un estatuto explícito como el proletariado o implícito como la nueva burguesía: ni sindicato ni club. Por último, es muy sensible a las desigualdades que advierte entre las funciones que realiza (considerables), su condición económica (mediocre) y su influencia política (nula). Todo esto explica que se haya convertido en la propulsora y defensora de los anhelos de cambios democráticos: escritores, profesores, intelectuales, artistas y estudiantes pertenecen a la clase media. Pero no posee una organización propia ni me parece que le sea posible crear una. Su función histórica no es expresarse como clase sino ejercer su acción crítica en muchos sitios y medios, tal como lo hace ahora: lo mismo en las universidades que en las agrupaciones de trabajadores al servicio del Estado y aun en el seno de las organizaciones obreras y del PRI. Es una fuerza nacional difusa, activa y crítica. Semillero de inconformidad y rebeldía, está destinada a despertar e inspirar a los otros grupos y clases a medida que, en el porvenir inmediato, la persistencia de la crisis agudice las luchas políticas. Esto último es seguro y no vale la pena preguntarse si habrá o no grandes batallas políticas en México, sino si serán públicas o clandestinas, pacíficas o violentas. Se trata de una pregunta que sólo el régimen tiene el privilegio —y la responsabilidad— de contestar.

El proletariado mexicano no es esa clase satisfecha y arrogante que en París abandonó a los estudiantes y que en Pittsburgh desfiló contra los negros. Tampoco es una clase activamente crítica e inconforme como ciertos sectores de la media. A pesar de que sus condiciones materiales dejan muchísimo que desear, su nivel de vida la convierte en un grupo privilegiado frente a la gran mayoría de los campesinos y, sobre todo, ante la inmensa y miserable masa flotante de semidesocupados que han emigrado del campo a los centros urbanos. Este último sector es numerosísimo y su desamparo es casi absoluto. Su doble situación de desarraigados del campo y de la ciudad convierte a todos estos mexicanos andrajosos y humillados en una fuente potencial de rebelión; pero es un conjunto amorfo, aún demasiado ligado a la cultura tradicional y con nociones rudimentarias sobre el mundo y la política. No obstante, sería un error exagerar su pasividad o desdeñar su fuerza dormida. Otro tanto debo decir del proletariado: la indiferencia con que escucha las fórmulas y consignas radicales de los jóvenes extremistas no implica que manifieste la misma indiferencia ante el programa de democratización. Al contrario: los obreros han sido mediatizados y burlados por las corrompidas burocracias que dirigen los sindicatos, esas burocracias que son el pilar más fuerte del PRI. Estoy convencido de que uno de los puntos vulnerables del régimen está precisamente en las organizaciones obreras. Las aspiraciones de la clase media y de la clase obrera coinciden en esta coyuntura: ambas reclaman mayor participación política y una efectiva autonomía. Los obreros tienen necesidad de librarse de sus líderes, casta de cínicos que han convertido su función en un negocio y una carrera político-burocrática. La crítica política del régimen exige, en primer término, el restablecimiento de la democracia interna en los sindicatos. El tránsito de la democracia sindical a la política será insensible.

Ciertos voceros del gobierno —periodistas, líderes obreros y campesinos, antiguos presidentes y unos cuantos ingenuos— enarbolaron frente al movimiento estudiantil dos espantajos: el de la revolución «marxista-leninista» y el del cuartelazo militar. Para unos, la revuelta estudiantil era el preludio de la revolución social; para otros, una pérfida conspiración del imperialismo yanqui destinada a provocar un pandemonio que justificase la intervención del ejército y la liquidación del orden constitucional. Observo que el ejército efectivamente intervino, pero no para liquidar el orden reinante sino a varios cientos de muchachas y muchachos reunidos en una plaza pública. Cierto, no puede ni debe descartarse una recaída en el militarismo; advierto, no obstante, que no se trata de una eventualidad inmediata. El régimen presidencialista y el PRI fueron creados como un recurso contra la recurrencia de las rebeliones militares; si en el futuro próximo se clausurase la posibilidad de una solución democrática a la crisis actual, las tensiones, desórdenes y violencias serían tales que, a la larga, abrirían la puerta a los militares. Todavía no hemos llegado allí… La posibilidad de una revolución social es aún más remota. El análisis que se ha hecho a lo largo de estas páginas excluye, desde luego, la hipótesis de una revolución en las ciudades. Falta la clase social, el protagonista histórico: en las circunstancias presentes ninguno de los sectores urbanos populares reúne las condiciones que pide la acción revolucionaria. ¿Y en el campo, en el otro México, el subdesarrollado? En vastas zonas de ese México se encuentran las causas que, según la idea general, producen las revoluciones. Digo que esa idea es «general» porque es uno de los poquísimos puntos en que casi siempre coinciden los observadores de izquierda y derecha. Disiento de unos y otros, como se verá por lo que sigue.

En el campo hay inquietud y descontento; en muchos lugares esa inquietud es ya exasperación y en otros el descontento se traduce con frecuencia en actos de violencia desesperada. Es natural: la industrialización y el desarrollo han sido pagados, en gran parte, por nuestros campesinos. En tanto que su bajísimo nivel de vida apenas si se modificaba, nacían y crecían clases nuevas y relativamente prósperas, como la obrera y la media: medio México semidesnudo, analfabeto y mal comido contempla desde hace años los progresos del otro medio. Aquí y allá ha estallado la violencia popular; ninguno de esos brotes ha tenido caracteres realmente revolucionarios: han sido y son conflictos locales. Además, el régimen posee dos armas de disuasión: el ejército y la movilidad social. El primero es odioso pero real; la segunda es un factor decisivo, una verdadera válvula de seguridad. Gracias a la movilidad social y a otras circunstancias no menos positivas —dotaciones de tierras, obras de irrigación, etc.— sería absurdo decir que la situación del campo es revolucionaria. No lo es decir que es angustiosa. Pero mi desacuerdo frente a los profetas de la revolución del campo se apoya en razones distintas a las fundadas en la condición económica y social de los campesinos. Sobre los movimientos agrarios —esto lo vio Marx mejor que nadie— pesa una doble condenación: disiparse en una serie de rebeliones locales o inmovilizarse a medio camino, hasta que son destruidos u otras fuerzas sociales se apoderan de ellos y los transforman en verdaderas revoluciones. Entre el ejercicio del poder y la clase campesina hay una suerte de contradicción esencial y permanente: no ha habido ni habrá un Estado campesino. Los campesinos nunca han querido ni quieren tomar el poder; y cuando lo toman, no saben qué hacer con ese poder. Desde Sumeria y Egipto hay una relación orgánica entre el Estado y la urbe; existe la misma relación sólo que en sentido inverso de oposición y contradicción, entre la sociedad campesina y el Estado. Nuestro único vínculo con el neolítico, esa edad feliz que apenas si conoció al monarca y al sacerdote, son los campesinos.

Un ejemplo muy claro de esta repugnancia ante el poder —o de esta incapacidad para conquistarlo— es Hidalgo y su ejército de campesinos ante la ciudad de México: la saben inerme y abandonada pero no se atreven a tomarla; dan marcha atrás y unos meses después el ejército campesino es aniquilado e Hidalgo fusilado. En el periodo revolucionario, durante la ocupación de la capital por las tropas de Zapata y de Villa, los dos jefes populares visitaron el Palacio Nacional; todo el mundo sabe que Zapata vio con horror la silla presidencial y que, a diferencia de Villa, se negó a sentarse en ella. Más tarde dijo: «Deberíamos quemarla para acabar con las ambiciones». (Una observación al pasar: la supersticiosa veneración que inspira a los mexicanos la Silla Presidencial —aquí las mayúsculas son de rigor— es un indicio más de la permanencia de lo azteca y lo hispanoárabe en nuestra sensibilidad; el culto que profesamos al poder está hecho de adoración y terror: los sentimientos ambiguos del cordero frente al cuchillo). Zapata tenía razón: el poder corrompe y deberíamos quemar todas las sillas y tronos. Ahora bien, en el contexto inhumano de la historia, particularmente en una etapa revolucionaria, la actitud de Zapata tenía el mismo sentido que el gesto de Hidalgo ante la ciudad de México: a aquél que rehúsa el poder, por un proceso fatal de reversión, el poder lo destruye. El episodio de la visita de Zapata al Palacio Nacional ilustra el carácter del movimiento campesino y su suerte posterior: su aislamiento en las montañas del sur, su cerco y su final liquidación por obra de la facción de Carranza. La victoria de este último y, más tarde, la de Obregón y Calles, se debió a que los tres caudillos, a pesar de que representaban tendencias conservadoras, especialmente Carranza, expresaban igualmente y sobre todo aspiraciones y programas nacionales. Villa era la dispersión y Zapata era el aislamiento, la segregación; los otros, una vez derrotados los ejércitos campesinos, integraron las demandas del movimiento agrario en un programa más vasto y nacional.

El campesino está atado al suelo; su visión no es nacional y aún menos internacional; por último, concibe las organizaciones políticas en términos tradicionales: sus modelos de asociación son los lazos consanguíneos, los religiosos y los patrimoniales. Cuando brotan en el campo rebeliones, siempre son locales y provinciales; para que esos brotes se transformen en un movimiento revolucionario son imprescindibles, por lo menos, dos condiciones: una crisis del poder central y la aparición de fuerzas revolucionarias capaces de transmutar las rebeliones aisladas de los campesinos en revoluciones nacionales. Esto último se cumple, en general, a través de un proceso que esencialmente consiste en el desarraigo de los campesinos y en su militarización: el campesino se convierte en soldado y el soldado en revolucionario. El proceso debe coincidir con la crisis del poder central y su desmoronamiento en las ciudades, sea a causa de una derrota militar (Rusia) o de un conflicto interior doblado de una guerra extranjera (China). Si esas dos condiciones no se presentan, la rebelión campesina es una llamarada que se extingue; Zapata habría sido un líder oscuro perdido en las soledades del sur de no haber coincidido su insurgencia con la insurrección general del país y con el derrumbe del régimen de Díaz en la capital. El caso de Cuba se ajusta también al esquema que acabo de esbozar, aunque con la diferencia radical de que en Cuba ni siquiera hubo rebelión campesina: un pequeño ejército de revolucionarios liquidó a un régimen podrido y que carecía ya de todo apoyo popular, inclusive el de la burguesía. Las teorías sobre la guerrilla del infortunado comandante Guevara (la disidencia intelectual no excluye ni el respeto ni la admiración) fueron y son un extraño renacimiento de la ideología de Blanqui en pleno siglo XX. Extraño por inesperado y por desesperado. Pero Blanqui, al menos, fundaba su acción en la homogeneidad de la masa urbana, en tanto que la teoría de la guerrilla ignora la heterogeneidad entre el campo y la ciudad. Repetiré, por último, que si un movimiento rebelde campesino no se inserta en un proceso revolucionario más amplio de carácter nacional, se inmoviliza. La rebelión de los Turbantes Amarillos, al final del periodo Han, en la antigua China, logró hacer frente por años a los ataques combinados del poder imperial y la burocracia confuciana. Los Turbantes Amarillos eran campesinos-soldados, dominaban un extenso territorio, se habían organizado en una sociedad de tipo comunitario y estaban unidos por lazos más estrechos y fuertes que los de cualquier ideología moderna: un taoísmo popular con una fuerte coloración magicorreligiosa. Todas estas circunstancias les dieron energía para resistir al poder central, no para vencerlo: incapaz de propagarse, la rebelión se inmovilizó hasta que, cercada, fue extirpada sin piedad. La rebelión de los Turbantes Amarillos no representaba una alternativa nacional… En suma, para que una revuelta campesina prospere es indispensable que coincida con una crisis profunda del poder central en las ciudades. En México todavía no se produce esa conjunción.

Tres conclusiones se desprenden de mi análisis: en primer término, la crisis de México es una consecuencia del cambio en la estructura social y de la aparición de nuevas clases —es una crisis del México desarrollado—; en segundo lugar, sólo una solución democrática permitirá que se planteen los graves problemas del país, en especial el de la integración del México subdesarrollado o marginal, y que se adopte una política de verdad nacional, lo mismo en el exterior que en el interior; por último, si el régimen impidiese la solución democrática, el resultado no sería el statu quo sino una situación de inmovilidad forzada que terminaría por provocar una explosión y la recaída en el ciclo de la anarquía a la dictadura.

No faltará quien advierta que en este esquema no aparece la otra solución, la extrema: la solución revolucionaria. Sobre esto ya me he explicado en estas páginas. Además, depende de lo que se entiende por revolución: si es lo que ha entendido Occidente desde el nacimiento de la edad moderna, ya he expuesto en varias obras (Corriente alterna y Conjunciones y disyunciones) mi creencia: asistimos al fin de la época de las revoluciones en los países desarrollados. ¿Y en los subdesarrollados? Sin duda nos aguarda un periodo de grandes revueltas y cambios profundos; esas transformaciones serán inmensas pero no sé si sea legítimo llamarlas revoluciones, en el sentido riguroso del término. Experimento la misma duda, por lo demás, ante las revoluciones de esa primera mitad del siglo. No es ésta la ocasión para tratar el tema; diré solamente que es algo más que una querella lingüística. En todo caso, la historia de la edad moderna nos muestra que, por lo visto, hay dos clases de revoluciones: aquéllas que son consecuencia del desarrollo (el histórico, económico y social tanto como el cultural) y cuyo ejemplo más perfecto es la Revolución francesa; y aquellas otras que estallan a causa precisamente de un desarrollo insuficiente. A estas últimas son a las que no sé si les conviene el nombre de revolución. Llámeselas como se quiera, lo cierto es que son movimientos que, al triunfar, deben enfrentarse al problema del desarrollo y que, para resolverlo, sacrifican sus otros objetivos sociales y políticos. En este caso la revolución no es un resultado del desarrollo sino un método para acelerarlo. Ahora bien, todas esas revoluciones, de la rusa a la mexicana, internacionalistas o nacionalistas, degeneran en regímenes burocráticos más o menos paternalistas y opresores.

Nadie sabe la forma del futuro: es un secreto —ésa es la enseñanza de este medio siglo de trastornos— que no está ni en los libros de Marx ni en los de sus adversarios. Pero podemos decirle algo a ese futuro que en alguna parte construyen unos muchachos apasionados y terribles: toda revolución sin pensamiento crítico, sin libertad para contradecir al poderoso y sin la posibilidad de sustituir pacíficamente a un gobernante por otro, es una revolución que se derrota a sí misma. Un fraude. Mis palabras irritarán a muchos; no importa, el pensamiento independiente es casi siempre impopular. Hay que renunciar definitivamente a las tendencias autoritarias de la tradición revolucionaria, especialmente de su rama marxista. Al mismo tiempo, hay que romper los monopolios contemporáneos —sean los del Estado, los partidos o el capitalismo privado— y encontrar formas, nuevas y realmente efectivas, de control democrático y popular lo mismo del poder político y económico que de los medios de información y de la educación. Una sociedad plural, sin mayorías ni minorías: en mi utopía política no todos somos felices pero, al menos, todos somos responsables. Sobre todo y ante todo: debemos concebir modelos de desarrollo viables y menos inhumanos, costosos e insensatos que los actuales. Dije antes que ésta es una tarea urgente: en verdad, es la tarea de nuestro tiempo. Y hay algo más: el valor supremo no es el futuro sino el presente; el futuro es un tiempo falaz que siempre nos dice «todavía no es hora» y que así nos niega. El futuro no es el tiempo del amor: lo que el hombre quiere de verdad, lo quiere ahora. Aquél que construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente.