ES BASTANTE difícil hacerle preguntas sobre El laberinto de la soledad, que es una obra sumamente coherente, marcada por un balanceo dialéctico constante, y que sugiere al lector los calificativos de «claridad y transparencia» con los que usted define en el mismo libro la obra de Alfonso Reyes. Sin embargo, con motivo de lo que es algo como un aniversario, a 25 años de la primera publicación del libro, podemos tratar de hacer un balance de los principales problemas planteados por El laberinto de la soledad. Usted mismo, en 1970, después de los acontecimientos de 1968 en México y en otras partes del mundo, sintió la necesidad de volver sobre el libro y darle una «prolongación» titulada Postdata, donde escribe: «El laberinto de la soledad fue un ejercicio de la imaginación crítica: una visión y, simultáneamente, una revisión. Algo muy distinto a un ensayo sobre la filosofía de lo mexicano o a una búsqueda de nuestro pretendido ser. El mexicano no es una esencia sino una historia».

Mi primera pregunta será más bien técnica: ¿cuáles son las diferencias esenciales entre la primera edición de El laberinto, publicada en 1950, y la segunda, de 1959?

Yo no creo que haya ninguna diferencia esencial entre las dos ediciones. Las correcciones más importantes tienden a poner el libro al día. Además, hay correcciones secundarias, una tentativa por darle mayor precisión, mayor concisión. Hay cosas un poco naïves de la primera edición que traté de corregir… Pero fundamentalmente es el mismo libro.

¿Qué había cambiado en la situación interior mexicana, entre las dos versiones del libro?

Creo que cuando hice la segunda versión, ya era visible que habíamos pasado el periodo activo de la Revolución mexicana. Estábamos en pleno régimen institucionalista, en esta paradoja de la revolución petrificada o institucionalizada.

Y en lo que toca a la situación internacional, la oposición entre países desarrollados y países subdesarrollados, ¿se había afirmado plenamente?

Fue algo que me impresionó mucho en esos años. La oposición entre los países pobres y los países ricos quiere decir, desde el punto de vista de la historia y la cultura: países centrales o imperiales y países periféricos o marginales, países sujetos y países objetos. El libro forma parte de esa tentativa de los marginales para, literalmente, recobrar la conciencia: volver a ser sujetos. Otro tema que no figuraba en la primera edición: la crítica del partido único. Es un libro escrito después de la terrible experiencia del estalinismo. Se trata, sin embargo, de un fenómeno universal: los partidos únicos aparecieron lo mismo en países fascistas (Italia y Alemania) que en países con revoluciones en el poder, como la Unión Soviética o como México. Y ahora el fenómeno, lejos de disiparse, se extiende por todo el Tercer Mundo. Un hecho concomitante ha sido la aparición de los dogmatismos ideológicos. La ortodoxia es el complemento natural de las burocracias políticas y eclesiásticas. Ante las modernas ortodoxias y sus obispos siento la misma repulsión que el pagano Celso frente a los cristianos primitivos y su creencia en una verdad única. Por fortuna, el partido mexicano no es un partido ideológico; como el Partido del Congreso de la India, es una coalición de intereses. Esto explica que en México no haya habido terror, en el sentido moderno de la palabra. Tampoco inquisición. Ha habido violencia estatal y violencia popular, pero nada parecido al terrorismo ideológico del nazismo y el bolchevismo.

¿Cómo fue acogido el libro al ser publicado?

Más bien de un modo negativo. Mucha gente se indignó; se pensó que era un libro en contra de México. Un poeta me dijo algo bastante divertido: que yo había escrito una elegante mentada de madre contra los mexicanos.

¿Cómo se situaba el libro en relación con la obra de Samuel Ramos y con la producción de lo que se podría llamar la escuela de José Gaos?

Este tipo de reflexión sobre los países es tan viejo como la cultura moderna. En Francia, en el siglo pasado, hubo algunos ensayos importantes en este aspecto. En nuestra lengua, la generación española del 98 inició el género. En la Argentina, el ensayo de Ezequiel Martínez Estrada. Cuando escribí El laberinto de la soledad no lo había leído; en cambio, sí había leído dos o tres ensayos breves de Borges en los que tocaba, con gracia y rigor, aspectos del carácter y del lenguaje de los argentinos. En México la reflexión sobre estos asuntos comenzó con Samuel Ramos. Las observaciones de Ramos fueron sobre todo de orden psicológico. Estaba muy influido por Adler, el psicólogo alemán, discípulo más o menos heterodoxo de Freud. El centro de su descripción era el llamado «complejo de inferioridad» y su compensación: el machismo. Su explicación no era enteramente falsa pero era limitada y terriblemente dependiente de los modelos psicológicos de Adler.

Después de Ramos, por la influencia del filósofo español Gaos, se insistió mucho en la historia de las ideas. Salieron varios libros, uno de O’Gorman sobre la historia de la idea del descubrimiento de América, otro de Zea acerca del positivismo en México. Este último me interesó particularmente, pues analizaba un periodo decisivo para el México contemporáneo. Cuando apareció ese libro, publiqué un artículo en Sur de Buenos Aires en el que hacía ciertas reservas críticas. El libro es un examen excelente de la función histórica del positivismo en México y explica cómo esta filosofía fue adoptada por las clases dominantes. Lo mismo en Europa que entre nosotros, el positivismo fue una filosofía destinada a justificar el orden social imperante. Pero —y en esto reside mi crítica— al cruzar el mar el positivismo cambió de naturaleza. Allá el orden social era el de la sociedad burguesa: democracia, libre discusión, técnica, ciencia, industria, progreso. En México, con los mismos esquemas verbales e intelectuales, en realidad fue la máscara de un orden fundado en el latifundismo. El positivismo mexicano introdujo cierto tipo de mala fe en las relaciones con las ideas. Equívoco no sólo entre la realidad social —neolatifundismo, caciquismo, peonaje, dependencia económica del imperialismo— y las ideas que pretendían justificarla sino aparición de un tipo de mala fe particular, pues se introducía en la conciencia misma de los positivistas mexicanos. Se produjo una escisión psíquica: aquellos señores que juraban por Comte y por Spencer no eran unos burgueses ilustrados y demócratas sino los ideólogos de una oligarquía de terratenientes.

Hay que mencionar, además, los trabajos de un grupo más joven, el grupo Hiperión. También eran discípulos de José Gaos y en ellos fue muy profunda la influencia de la filosofía que en aquellos años estaba en boga, el existencialismo, sobre todo en la versión francesa de Sartre y Merleau Ponty. Uno de estos jóvenes, Luis Villoro, examinó con penetración la primera etapa de la Independencia desde la perspectiva de la historia de las ideas; quiero decir: analizó la relación entre los caudillos revolucionarios, Hidalgo especialmente, y las ideas que profesaban. Otros hicieron brillantes análisis psicológicos, como el ensayo de Portilla sobre el relajo. En general, esos muchachos trataron de hacer una «filosofía del mexicano» o de «lo mexicano». Incluso uno de ellos —una inteligencia excepcional: Emilio Uranga— habló de «ontología del mexicano». En cuanto a mí: yo no quise hacer ni ontología ni filosofía del mexicano. Mi libro es un libro de crítica social, política y psicológica. Es un libro dentro de la tradición francesa del «moralismo». Es una descripción de ciertas actitudes, por una parte y, por la otra, un ensayo de interpretación histórica. Por eso no tiene que ver, a mi juicio, con el examen de Ramos. Él se detiene en la psicología; en mi caso, la psicología no es sino un camino para llegar a la crítica moral e histórica.

Y en El laberinto usted dice que la tipología tal como la establece Ramos tendría que ser superada por el psicoanálisis.

Sí. Una de las ideas ejes del libro es que hay un México enterrado pero vivo. Mejor dicho: hay en los mexicanos, hombres y mujeres, un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados. Intenté una descripción —claro que fue insuficiente: apenas una ojeada— del mundo de represiones, inhibiciones, recuerdos, apetitos y sueños que ha sido y es México. El estudio de Freud sobre el monoteísmo judaico me impresionó mucho. Hablé antes de moral; ahora debo agregar otra palabra: terapéutica. La crítica moral es autorrevelación de lo que escondemos y, como lo enseña Freud, curación… relativa. En este sentido mi libro quiso ser un ensayo de crítica moral: descripción de una realidad escondida y que hace daño. La palabra crítica, en la edad actual, es inseparable del marxismo y yo sufrí la influencia del marxismo. Por esos años leí los estudios de Caillois y, un poco más tarde, los de Bataille y del maestro de ambos, Mauss, sobre la fiesta, el sacrificio, el don, el tiempo sagrado y el tiempo profano. Encontré inmediatamente ciertas analogías entre aquellas descripciones y mis experiencias cotidianas como mexicano. También me enseñaron mucho los filósofos alemanes que unos pocos años antes había dado a conocer en nuestra lengua Ortega y Gasset: la fenomenología, la filosofía de la cultura y la obra de historiadores y ensayistas como Dilthey y Simmel.

Ya en esa época pensaba lo que pienso ahora: la historia es conocimiento que se sitúa entre la ciencia propiamente dicha y la poesía. El saber histórico no es cuantitativo ni el historiador puede descubrir leyes históricas. El historiador describe como el hombre de ciencia y tiene visiones como el poeta. Por eso Marx es un gran historiador (ésa fue su verdadera vocación). También lo es Maquiavelo. La historia nos da una comprensión del pasado y, a veces, del presente. Más que un saber es una sabiduría.

En fin, mi tentativa fue ver el carácter mexicano a través de la historia de México.

Con esto llegamos a una clave de El laberinto de la soledad, es decir, la concepción de la historia que se desprende del libro. Es un libro antianecdótico. Usted rehúsa toda historia événementielle, todo determinismo histórico, y trata de determinar lo que ciertos historiadores franceses actuales llaman «intrahistoria». Para confirmar esta orientación, se puede citar una de las primeras frases de Postdata: «El mexicano no está en la historia, es la historia». ¿Puede usted explicarlo?

El español tiene una ventaja un poco desleal sobre el francés: tenemos estar y ser. «Estar en la historia» significa estar rodeado por las circunstancias históricas; «ser la historia» significa que uno mismo es las circunstancias históricas, que uno mismo es cambiante. Es decir, que el hombre no solamente es un objeto o un sujeto de la historia, sino que él mismo es la historia, él es los cambios. Uno de los llamados factores históricos que operan sobre él es… él mismo. Hay una continua interacción. A mí me parece que la expresión «intrahistoria» —¿no fueron los españoles los primeros en usarla: Unamuno o Américo Castro?— es más adecuada que otra expresión que ustedes emplean, «historia de las mentalidades». Porque las mentalidades, al menos para una persona de lengua española, son algo externo: tienen que ver con la mente y con las ideas. Yo creo que la historia auténtica de una sociedad tiene que ver no sólo con las ideas explícitas sino sobre todo con las creencias implícitas. Ortega y Gasset distinguía, me parece que con bastante razón, dos dominios: el de las ideas y el de las creencias. Las creencias viven en capas más profundas del alma y por eso cambian mucho menos que las ideas. Por ejemplo, todos sabemos que la Edad Media fue tomista, el siglo XVII cartesiano y que ahora mucha gente es marxista. Sin embargo, en Londres, en Moscú y en París, la gente sigue leyendo tratados de astrología que tienen sus orígenes en Babilonia, o acuden a prácticas mágicas del neolítico. Lo que me interesó en el caso de México, fue rastrear ciertas creencias enterradas.

Todo esto nos lleva a otra noción esencial, la del mito. ¿Puede concebirse El laberinto de la soledad como un décryptage de los mitos mexicanos?

Sí, ésa fue mi intención. En esto hay que recordar lo que Lévi-Strauss ha dicho: todo desciframiento de un mito es otro mito. Los cuatro volúmenes de Le cru et le cuit son un tratado de mitología sudamericana y, también, son otro mito. Un mito en otro lenguaje. Yo creo que El laberinto de la soledad fue una tentativa por describir y comprender ciertos mitos; al mismo tiempo, en la medida en que es una obra de literatura, se ha convertido a su vez en otro mito.

En un artículo de la revista Esprit, Lévi-Strauss escribía que ocurría que un mito «s’exténue sans pour autant disparaitre. Deux voies restent encore libres; celle de l’élaboration romanesque et celle du remploi aux fins de légitimation historique». ¿Cree usted, como Lévi-Strauss, que los mitos degeneran y mueren?

¿No se han convertido los mitos mexicanos en partes de programas políticos o en obras intelectuales?

Creo que los mitos, como todo lo que está vivo, nacen, degeneran, mueren. También creo que los mitos resucitan. Pero hay algo en lo que no estoy de acuerdo con Lévi-Strauss. Me extiendo sobre esta divergencia en el ensayo que escribí sobre él. Para Lévi-Strauss hay una diferencia esencial entre la poesía y el mito: el mito se puede traducir y la poesía es intraducibie. Creo lo contrario: creo que el mito y la poesía son traducibles, pero que la traducción implica transmutación o resurrección. Un poema de Baudelaire traducido al español es otro poema y es el mismo poema. Ocurre lo mismo con los mitos: las antiguas diosas precolombinas renacen en la Virgen de Guadalupe, que es su traducción al cristianismo de Nueva España. Los criollos traducen la Virgen de Guadalupe —virgen española— al contexto mexicano. Doble traducción de mitología hispánica e india. La Virgen de Guadalupe es uno de los pocos mitos vivos de México. Asistimos todos los días a su resurrección en la sensibilidad popular. El caso de Quetzalcóatl —también examinado por su compatriota Jacques Lafaye— es muy distinto. Ahí sí, como piensa Lévi-Strauss, el mito se ha transformado en política y literatura. El mito literario de Quetzalcóatl —la novela, el poema, el teatro— ha sido más bien desafortunado. Lo mejor fue La serpiente emplumada de Lawrence, un libro desigual, brillante y deshilvanado. Como mito político, Quetzalcóatl ha tenido más suerte: muchos de nuestros héroes no son, para la imaginación popular, sino traducciones de Quetzalcóatl. Traducciones inconscientes. Es significativo porque el tema del mito de Quetzalcóatl —y el de todos sus sucesores, de Hidalgo a Carranza— es el de la legitimación del poder. Fue la obsesión azteca, fue la de los criollos novohispanos y es la del PRI.

En el fondo de la psiquis mexicana hay realidades recubiertas por la historia y por la vida moderna. Realidades ocultas pero presentes. Un ejemplo es nuestra imagen de la autoridad política. Es evidente que en ella hay elementos precolombinos y también restos de creencias hispánicas, mediterráneas y musulmanas. Detrás del respeto al Señor Presidente está la imagen tradicional del Padre. La familia es una realidad muy poderosa. Es el hogar en el sentido original de la palabra: centro y reunión de los vivos y los muertos, a un tiempo altar, cama donde se hace el amor, fogón donde se cocina, ceniza que entierra a los antepasados. La familia mexicana ha atravesado casi indemne varios siglos de calamidades y sólo hasta ahora comienza a desintegrarse en las ciudades. La familia ha dado a los mexicanos sus creencias, valores y conceptos sobre la vida y la muerte, lo bueno y lo malo, lo masculino y lo femenino, lo bonito y lo feo, lo que se debe hacer y lo indebido. En el centro de la familia: el padre. La figura del padre se bifurca en la dualidad de patriarca y de macho. El patriarca protege, es bueno, poderoso, sabio. El macho es el hombre terrible, el chingón, el padre que se ha ido, que ha abandonado mujer e hijos. La imagen de la autoridad mexicana se inspira en estos dos extremos: el Señor Presidente y el Caudillo.

La imagen del Caudillo no es mexicana únicamente sino española e hispanoamericana. Tal vez es de origen árabe. El mundo islámico se ha caracterizado por su incapacidad para crear sistemas estables de gobierno, es decir, no ha instituido una legitimidad suprapersonal. El remedio contra la inestabilidad han sido y son los jefes, los caudillos. En América Latina, continente inestable, los caudillos nacen con la Independencia; en nuestros días se llaman Perón, Castro y, en México, Díaz, Carranza, Obregón, Calles. El caudillo es heroico, épico: es el hombre que está más allá de la ley, que crea la ley. El Presidente es el hombre de la ley: su poder es institucional. Los presidentes mexicanos son dictadores constitucionales, no caudillos. Tienen poder mientras son presidentes, y su poder es casi absoluto, casi sagrado. Pero deben su poder a la investidura. En el caso de los caudillos hispanoamericanos, el poder no les viene de la investidura sino que ellos le dan a la investidura el poder.

El principio de rotación, que es una de las características del sistema mexicano, no existe en los regímenes caudillescos de América Latina. Aquí aparece, al lado del tema del padre terrible, otra vez el tema de la legitimidad. El misterio o enigma del origen. Algo particularmente grave para la América Latina, desde la Independencia. El caudillismo, que ha sido y es el verdadero sistema de gobierno latinoamericano, no ha logrado resolverlo; por eso tampoco ha podido resolver el de la sucesión. En el régimen caudillesco la sucesión se realiza por el golpe de Estado o por la muerte del caudillo. Él caudillismo, concebido como el remedio heroico contra la inestabilidad, es el gran productor de inestabilidad en el continente. La inestabilidad es consecuencia de la ilegitimidad. Después de cerca de dos siglos de independencia de la monarquía española, nuestros pueblos no han encontrado todavía una forma de legitimidad. En este sentido el compromiso mexicano —la combinación de presidencialismo y dominación burocrática de un partido único— fue una solución. Lo es cada vez menos.

Podemos ahora detenernos en el proceso histórico analizado en El laberinto de la soledad. En su presentación de la Revolución mexicana de 1910, usted privilegia el zapatismo, lo que en la época en que fue escrito el libro era algo nuevo y excepcional, en la medida en que casi no se hablaba de Emiliano Zapata. Cuando aparecía en los periódicos o en unos escritos se le presentaba invariablemente como el «Atila del Sur», como un bandido sanguinario, etc. ¿Cómo se explica el relieve que tiene el zapatismo en su libro?

Hay dos razones. La primera es de tipo anecdótico, y es que mi padre, aunque originario de una familia burguesa, fue amigo y compañero del gran revolucionario Antonio Díaz Soto y Gama, uno de los fundadores de la Casa del Obrero Mundial. Mi padre formaba parte de un grupo de jóvenes más o menos influidos por el anarquismo de Soto y Gama. Estos jóvenes querían irse al norte, en la época de la dictadura de Victoriano Huerta, donde estaban los ejércitos más disciplinados y los que realmente, desde el punto de vista militar, le dieron el triunfo a la Revolución. En el norte dominaban los rancheros y la clase media; en el sur, los campesinos sin tierra, bandas que la prensa llamaba «bárbaros», hunos, etc. Sucedió que esos jóvenes no pudieron unirse a las fuerzas norteñas y se fueron al sur, donde conocieron a Zapata y fueron conquistados por el zapatismo. Mi padre pensó desde entonces que el zapatismo era la verdad de México. Creo que tenía razón. Más tarde, la amistad con Soto y Gama y otros que habían combatido en el sur con los ejércitos campesinos consolidó mis creencias y sentimientos. El sur era y es acentuadamente indio; allá la cultura tradicional está todavía viva. Cuando yo era niño visitaban mi casa muchos viejos líderes zapatistas y también muchos campesinos a los que mi padre, como abogado, defendía en sus pleitos y demandas de tierras. Recuerdo a unos ejidatarios que reclamaban unas lagunas que están —o estaban— por el rumbo de la carretera de Puebla: los días del santo de mi padre comíamos un plato precolombino extraordinario, guisado por aquellos campesinos: «pato enlodado» de la laguna, rociado con pulque curado de tuna…

La idea que la propaganda oficial ha dado del zapatismo es bastante falsa y convencional. Como traté de explicar en El laberinto de la soledad, lo que distinguía al zapatismo de las otras facciones fue su tentativa por regresar a los orígenes. En todas las revoluciones hay ese impulso de regreso a un pasado que se confunde con los orígenes de la sociedad. Un pasado en el que reinaban la justicia y la armonía, violado por los poderosos y los violentos. Las revoluciones son las encarnaciones modernas del mito de regreso a la edad de oro. De ahí su inmenso poder de contagio. En el zapatismo este anhelo se expresó como una vuelta a la propiedad comunal de la tierra, al ejido. Esa forma de propiedad había existido realmente en la época precolombina y, lo que es más notable, había sido reconocida por la monarquía española. Bien que penosa y difícilmente, el ejido coexistió con la gran hacienda colonial y con los enormes latifundios de la Iglesia. La primera demanda de los zapatistas fue la devolución de la tierra y la segunda, que era subsidiaria, la repartición. La devolución: la vuelta al origen.

La paradoja del zapatismo consiste en que fue un movimiento profundamente tradicionalista; y en ese tradicionalismo reside, precisamente, su pujanza revolucionaria. Mejor dicho: por ser tradicionalista, el zapatismo fue radicalmente subversivo. Ese elemento a un tiempo tradicional y revolucionario fue el que, desde el principio, me apasionó. El zapatismo significa la revelación, el salir a flote, de ciertas realidades escondidas y reprimidas. Es la revolución no como ideología sino como un movimiento instintivo, un estallido que es la revelación de una realidad anterior a las jerarquías, las clases, la propiedad.

Precisamente, usted insiste mucho en que la Revolución mexicana no tuvo bases ideológicas.

Ésta es la gran diferencia con movimientos como el liberalismo del siglo pasado. Llamar revolución a los cambios y trastornos que se iniciaron hacia 1910 es, quizá, ceder a una facilidad lingüística. Años más tarde, al repensar el tema de los grandes trastornos y conmociones del siglo XX, he llegado a la conclusión de que hay que distinguir entre revolución, revuelta y rebelión. He dedicado a esto algunas páginas de Corriente alterna, Conjunciones y disyunciones y Postdata. Las revoluciones, hijas del concepto de tiempo lineal y progresivo, significan el cambio violento y definitivo de un sistema por otro. Las revoluciones son la consecuencia del desarrollo, como no se cansaron de decirlo Marx y Engels. Las rebeliones son actos de grupos e individuos marginales: el rebelde no quiere cambiar el orden, como el revolucionario, sino destronar al tirano. Las revueltas son hijas del tiempo cíclico: son levantamientos populares contra un sistema reputado injusto y que se proponen restaurar el tiempo original, el momento inaugural del pacto entre los iguales.

En los trastornos de México, entre 1910 y 1929, debemos distinguir varios fenómenos. Primero, una revolución de la burguesía y de la clase media para modernizar al país; es la que ha triunfado y a ella se deben muchas de las cosas buenas y muchas de las malas que hoy existen —por ejemplo, este horror que es la ciudad de México—. Frente a esta revolución progresista y que continúa al liberalismo y al porfiris-mo está su negación, la revuelta de los campesinos mexicanos en el Sur. Esta revuelta fue vencida militarmente y su jefe, Zapata, asesinado. Después, ideológicamente, fue expropiada y desfigurada por los vencedores. La facción triunfante concibió al ejido en términos predominantemente económicos. Ahora bien, como sistema de producción el ejido es inferior a la agricultura capitalista. Pero el ejido no sirve para producir más sino para vivir mejor —para vivir de una manera diferente, más justa, armoniosa y libre que la actual—. Su función consiste en ser la base económica de un tipo de sociedad que está igualmente lejos del modelo capitalista y del modelo que, sin mucha exactitud, se llama socialista.

El movimiento zapatista fue una verdadera revuelta, un volver al revés las cosas, un regreso al principio. Su fundamento era histórico porque los campesinos querían volver a la propiedad comunal de la tierra; al mismo tiempo, estaban inspirados por un mito: la edad de oro del comienzo. La revuelta tenía una intensa coloración utópica: querían crear una comunidad en la cual las jerarquías no fuesen de orden económico sino tradicional y espiritual. Una sociedad hecha a imagen y semejanza de las aldeas del neolítico: económicamente autosuficientes, igualitarias —salvo por las jerarquías «naturales»: padres e hijos, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, casados y solteros, etc.— y en las cuales se reducía al mínimo la autoridad política y la religiosa, es decir, se eliminaba a las dos burocracias: la estatal y la eclesiástica. Un hecho significativo: los zapatistas llevaban estandartes e insignias de la Virgen de Guadalupe; eran religiosos pero no clericales. Tampoco eran nacionalistas: la realidad que conocían y defendían era el pueblo, la pequeña comunidad de agricultores y artesanos, no las abstracciones crueles que son la Nación y el Estado. Si hubiera podido, Zapata habría quemado la silla presidencial. Soto y Gama, en su famoso discurso en la Convención, estrujó la bandera nacional y la llamó: este trapo.

Este concepto de utopía vuelve a aparecer periódicamente en la historia mexicana: en tiempos de la Conquista, con los misioneros, en el siglo XIX, con el liberalismo; y a principios del siglo XX con el zapatismo.

Sí, este concepto utópico, comunitario, lo encuentro en los misioneros y también en el zapatismo. No lo encuentro en el liberalismo, que es utopismo en el sentido racionalista de la palabra. La mayor parte de las revoluciones del siglo XX han sido como la revolución liberal mexicana del siglo XIX: tentativas por imponer esquemas geométricos sobre realidades vivas. Han engendrado monstruos. En México, la facción vencedora en las luchas revolucionarias continúa el proceso de «modernización» iniciado en el siglo XIX. Entre Juárez y Carranza hay una conexión muy clara; no la hay entre Juárez y Zapata. Cegado por su odio a Juárez, no se dio cuenta Vasconcelos de que Zapata era el anti-Juárez, la negación de todo jacobinismo y de todo progresismo. Creo que uno de los grandes méritos de Jean Meyer es haber visto esto con mucha claridad, en su excelente libro La Revolution Mexicaine. El libro de John Womack también arroja luz sobre el verdadero zapatismo. ¡Un yanqui y un francés!… Pero vuelvo a lo que decíamos: por más contradictorias que nos parezcan sus figuras y sus ideas, hay una continuidad entre Lorenzo de Zavala, Mora, Gómez Farías, Juárez, Ocampo, Porfirio Díaz, Justo Sierra, Limantour, Carranza, Calles, Bassols, Lombardo Toledano, etc. Esta continuidad es el «progresismo», la tentativa por «modernizar» a México. Todos esos proyectos tienen en común el querer borrar, por decirlo así, la mancha, el pecado original de México: el haber nacido frente y contra el mundo moderno. Zapata es la negación de todo eso. Zapata está más allá de la controversia entre los liberales y los conservadores, los marxistas y los neocapitalistas: Zapata está antes —y tal vez, si México no se extingue, estará después—.

Una última pregunta sobre este periodo revolucionario. A propósito del cardenismo su posición aparece por lo menos muy matizada.

Yo fui testigo del cardenismo, lo viví; mientras el zapatismo lo leí, lo estudié, lo respiré, lo mamé, pero no lo viví. Creo que la política del general Cárdenas en muchos aspectos fue admirable. Por ejemplo, en el campo de la política internacional, en su actitud contra el fascismo, Hitler, Mussolini, la invasión de Etiopía, España. Todo eso fue irreprochable. No olvidemos tampoco algo que a mí me conmueve mucho: fue el único jefe de Estado que dio asilo a León Trotsky. Cárdenas fue el hombre que abrió las puertas a los refugiados españoles, primero, y luego a los europeos. La acción internacional de Cárdenas fue posible no sólo porque existían las condiciones internas para realizarla —es decir, porque correspondía a una realidad nacional y expresaba las necesidades y las aspiraciones de México en ese momento— sino también porque la coyuntura internacional era favorable. El mundo todavía no se petrificaba en dos bloques y las rivalidades de las grandes potencias daban cierta latitud de maniobra a las naciones medianas y aun las pequeñas. Después de la segunda Guerra Mundial hemos asistido a la congelación progresiva de la vida internacional, a pesar de los esfuerzos antihegemónicos de un De Gaulle y, ahora, de China. El ejemplo de Cuba muestra que es casi imposible librarse de las garras de una de las superpotencias sin caer en las redes de la otra. Pero las cosas empiezan a cambiar de nuevo y ya comienza a ser posible, dentro de ciertos límites, una política internacional independiente. Naturalmente, habrá que definir esa política. No se trata de regresar a la de Cárdenas: sería un anacronismo. En política internacional, como en todo, hay que huir de la gran tentación latinoamericana: los gestos no sustituyen a los actos.

La presencia de los intelectuales europeos, sobre todo la de los españoles, en el México de la década de la guerra, fue muy benéfica. A ellos les debemos, en buena parte, la renovación de la cultura mexicana. Pero la política de Cárdenas en materia cultural padeció de graves limitaciones. No tuvo ninguna simpatía por la Universidad ni por los aspectos superiores de la cultura, quiero decir, por la ciencia y el saber desinteresados y por el arte y la literatura libres. Sus gustos artísticos —o los de sus colaboradores cercanos— tendían al didactismo seudorrevolucionario y al nacionalismo. Ésa ha sido, por lo demás, en materia de arte y literatura, la política de nuestros gobiernos, con excepciones contadas como la de Vasconcelos. El arte público de México es un arte estatal, hinchado como un atleta de circo. Su único gran rival es el arte soviético. Nuestra especialidad es la glorificación de las figuras oficiales —sobre todo exfuncionarios de los gobiernos recientes—, pintadas o esculpidas con el conocido método de la amplificación. Producción en serie de gigantes de cemento. Una vegetación de pesados monolitos cívicos aplasta nuestros parques y plazas. Pero Cárdenas no tuvo mucha culpa en esto; el horror empezó antes y se multiplicó bajo sus sucesores. En cambio, sí permitió que se echase del gobierno y que se injuriase a los poetas y escritores del grupo Contemporáneos —lo mejor de la literatura mexicana en aquellos días— bajo la odiosa acusación de ser homosexuales y reaccionarios. Lo más extravagante del periodo cardenista fue lo de la educación socialista en un país que no era socialista. Era otra vez la enajenación ideológica.

En los aspectos económicos y sociales la obra de Cárdenas fue importante y, en general, positiva. La nacionalización del petróleo fue un gran paso, aunque no haya dado los frutos que se esperaban. (Éste es un asunto sobre el que ya es tiempo que se haga una investigación). También fue ejemplar su política agraria y obrera. Pero ni Cárdenas ni sus sucesores sospecharon lo que nos tenía reservado el porvenir y no supieron prever las desastrosas consecuencias del irreflexivo culto al desarrollo y a la industrialización à outrance. La política conservadora de sus sucesores —la miope adopción del modelo de desarrollo a la norteamericana— no hizo sino precipitar lo que ya está a la vista: el fracaso. El camino escogido para resolver los viejos problemas de México no fue un camino sino un muro ante el que nos hemos estrellado. Empeñados en la «modernización» del país, ninguno de nuestros gobernantes —todos ellos rodeados de consejeros, «expertos» e ideólogos— se dio cuenta a tiempo de los peligros del excesivo e incontrolado crecimiento de la población. El «otro» México, el no desarrollado, crece más rápidamente que el desarrollado y terminará por ahogarlo. Tampoco tomaron medidas contra la centralización demográfica, política, económica y cultural, que ha convertido a la ciudad de México en una monstruosa, hinchada cabeza que aplasta el endeble cuerpo que la sostiene. A pesar de que bastaba con asomarse a la frontera para enterarse de que en las grandes ciudades norteamericanas el aire era ya irrespirable —para no hablar de los otros horrores físicos y morales de las sociedades industriales— no hicieron nada contra la contaminación atmosférica. Tampoco previeron el gigantesco fracaso de los planes educativos y el desplome de la educación superior… ¿Sigo? En cuanto a la política propiamente dicha: bajo Cárdenas se gozó de gran libertad de expresión. Mérito inmenso. Otro no menos grande: Cárdenas fue el primer Presidente que dejó voluntariamente el poder y que no quiso gobernar detrás del trono, como Calles. El estilo de gobernar de Cárdenas fue también admirable. Para los presidentes de México es muy grande la tentación de convertirse en ídolos; Cárdenas la resistió. Mientras estuvo en el poder, tuvimos la sensación, extraña entre todas, de que nos gobernaba un hombre, un ser como nosotros. Sin embargo, el cardenismo no intentó la experiencia democrática sino que fortaleció al partido único. El general Cárdenas siguió a los antiguos jefes revolucionarios que habían fundado el Partido Nacional Revolucionario, transformado por él en Partido de la Revolución Mexicana y que se llama ahora Partido Revolucionario Institucional. En esos tres nombres se concentra la historia de la burocracia política que domina al país desde hace medio siglo.

Nadie puede entender a México si omite al PRI. Las descripciones marxistas son insuficientes. Imbricado en las estructuras del Estado, como una casta política con características propias, gran canal de la movilidad social, ya que abarca del municipio de la aldea a las esferas más altas de la política nacional, el partido único es un fenómeno que no aparece en el resto de América Latina (salvo en Cuba, recientemente y con rasgos muy distintos). Por cierto, en México el poder es más codiciado que la riqueza. Si es usted millonario, le será muy difícil —casi imposible— pasar de los negocios a la política. En cambio, puede usted pasar de la política a los negocios. El enorme prestigio del poder frente al dinero es un rasgo antimoderno de México. Otro ejemplo de cómo los modos de pensar y sentir premodernos, precapitalistas, aparecen en nuestra vida diaria…

Volviendo a las evocaciones históricas de El laberinto de la soledad, tenemos que detenernos en el periodo colonial. Por una especie de balance dialéctico, usted escribe que la religión católica sirvió de «refugio» a las poblaciones indias. Y algunas líneas después añade que en realidad se trataba de una religión «petrificada». ¿Cómo conciliar estos dos aspectos?

Hay que partir de un hecho: el sincretismo. Cuando los españoles llegaron a México, se encontraron con la sociedad azteca. En el templo mayor de México se levantaba la imagen de Huitzilopochtli, que era el dios tribal azteca, y la imagen de Tláloc, el dios de la lluvia. Este dios no era azteca, era un dios anterior. El primero que describió —con penetración— el sincretismo del Estado azteca fue Jacques Soustelle en La pensée cosmologique des anciens mexicains. La versión de la civilización occidental que llegó a México también era sincretista. Por un lado, el sincretismo católico, que había asimilado la antigüedad grecolatina y los dioses de los orientales y de los bárbaros; por el otro, el sincretismo español. Los siglos de lucha con el Islam habían perneado la conciencia religiosa de los españoles: la noción de cruzada y de guerra santa es cristiana pero también es profundamente musulmana. Hay que comparar la actitud de los españoles con la de los ingleses, los holandeses y los franceses: ninguno de ellos tiene esa idea española de «misión», cuyas raíces son medievales y musulmanas. Bernal Díaz del Castillo, al ver los templos de Tenochtitlan, habla de «mezquitas». Para él, como para Cortés, los indios eran «los otros» y los otros eran, por antonomasia, los musulmanes.

Los españoles derriban las estatuas de los dioses, destruyen los templos, queman los códices y aniquilan a la casta sacerdotal. Es como si hubiesen quitado los ojos, los oídos, el alma y la memoria al pueblo indígena. Al mismo tiempo, el catolicismo les da una visión del mundo y del trasmundo; les da un estatuto y les ofrece un cielo; los bautiza, es decir, les abre las puertas de un orden distinto. El catolicismo fue un refugio porque era una religión sincretista: al bautizar a los indios, bautizó a sus creencias y dioses. Pero el catolicismo, además, era una religión a la defensiva. El catolicismo que vino a México era el de la Contrarreforma. En la Universidad de México, la más antigua de América, se enseñaba el neotomismo; es decir, la cultura mexicana nace con la filosofía que en ese momento el Occidente abandonaba. El sentido de la oposición del México tradicional frente al mundo moderno, y sobre todo frente a los Estados Unidos, no podrá entenderse si se olvida que México nació en la Contrarreforma. Es una diferencia esencial: ellos nacieron con la Reforma; nosotros con la Contrarreforma. En ese sentido hablo de una religión «petrificada».

¿No cree usted que a lo largo de los años el catolicismo cambió de forma, como por ejemplo lo apunta Mariano Picón-Salas en su ensayo De la Conquista a la Independencia, cuando sostiene que el catolicismo fue en los primeros tiempos esencialmente militante, misionero, itinerante, abierto, para luego encerrarse en las ciudades, bajo la influencia de los jesuítas?

El catolicismo cambió pero no en el sentido que dice Picón-Salas. Los jesuitas no tenían por qué ir al campo: ya estaba convertido. Pero la conversión de California fue en gran parte obra de los jesuitas. También fue obra suya la evangelización de los nómadas en el norte de México y en el sur de los Estados Unidos. Según Robert Ricard, la política de los franciscanos y de los primeros misioneros —influidos por el milenarismo de Joaquín de Flora— fue la de hacer tabla rasa de las creencias indígenas. Los sucedieron los jesuitas, la orden religiosa más rica, poderosa e influyente de Nueva España en los siglos XVII y XVIII. Ellos fueron los principales autores de la «traducción» al cristianismo de los mitos indígenas. Fueron guadalupanos fervientes y los que trataron de justificar la fantástica hipótesis de que Quetzalcóatl era el apóstol Santo Tomás. Ése fue el cambio decisivo de la Iglesia: los jesuitas mexicanizaron al catolicismo mientras que los franciscanos querían cristianizar a los indios. Digo todo esto a pesar de que no tengo gran simpatía por la Compañía de Jesús. Los jesuitas son los bolcheviques del catolicismo.

Claro, pero por otra parte poco a poco la Iglesia viene a ser el terrateniente más importante de México y el catolicismo extiende sobre el país, por lo menos al nivel del indio y del peón, una estructura opresiva.

Sí, pero llamar terrateniente a la Iglesia tal vez sea demasiado simplista. Hay que hacer, por lo menos, dos distinciones. En primer término, habría que hablar en plural y decir las propiedades eclesiásticas; eran muchas: las de la Iglesia secular, las de las órdenes religiosas, las de los conventos, etc. En segundo lugar, esas propiedades no eran bienes individuales sino que pertenecían a distintas colectividades. En este sentido, se parecían más bien a la propiedad comunal de los pueblos. Así lo vieron Juárez y los liberales, que decretaron al mismo tiempo la desaparición de ambas modalidades. El latifundismo del régimen porfirista fue una consecuencia de la reforma liberal. La propiedad eclesiástica, si usted quiere, también podría parecerse a la de las modernas compañías y consorcios por acciones. En esas compañías no es tanto la voluntad de los accionistas individuales lo que cuenta como la de la burocracia técnica que las rige. Algo semejante ocurría con las propiedades de los conventos, las órdenes y los obispados. Pero sería una exageración comparar a las empresas capitalistas modernas con la Iglesia de Nueva España. Después de todo, el ánimo ostensible de estas corporaciones es el lucro, mientras que ni el más primario anticlericalismo puede reducir la función de la Iglesia en esos siglos a la mera ganancia. Hay que examinar de nuevo la naturaleza social e histórica de Nueva España. Es una de las omisiones de El laberinto de la soledad y me gustaría escribir sobre esto. Insinué algo en el prólogo al libro de Lafaye sobre Guadalupe y Quetzalcóatl. Lafaye parte de la idea de que la historia de México es una desde el mundo precolombino hasta nuestros días; yo creo que no, que hay una ruptura y varias interrupciones. En realidad, estamos ante tres sociedades distintas. La primera es la precolombina, a su vez dividida en el periodo, el más alto de esa civilización, llamado de las grandes teocracias (Teotihuacan, Palenque, Monte Albán, etc.) y después el periodo de las ciudades-Estados militaristas, que empieza en Tula y tiene su apogeo en Tenochtitlan. Aquí se sitúa el gran corte de la Conquista. Ésa es la línea de separación. En el siglo XVII surge la nueva sociedad: la sociedad criolla, dependiente de España pero cada vez más autónoma. Nueva España es creadora original en la arquitectura, en el arte de gobernar, en la poesía, en el urbanismo, en la cocina, en las creencias. A fines del siglo XVII nace un proyecto nacional, el primero de México: hacer de la Nueva España una España otra, el Imperio de la América Septentrional. Es un reflejo doble de Roma y de México-Tenochtitlan: la herencia latina y la indígena. En ese proyecto los jesuitas tuvieron una participación cardinal. Pero la Independencia —que es, simultáneamente, desmembramiento del Imperio español y nacimiento de otra sociedad— significa el fin de la sociedad criolla. La agonía de Nueva España fue larga y se consumó sólo hasta la segunda mitad del siglo XIX con la República Restaurada. Así, en el siglo XIX abortó el proyecto imperial del siglo XVIII. De las ruinas de ese proyecto nace una tercera sociedad, ésta que vivimos ahora, y que todavía no acaba de formarse completamente. La sociedad novohispana de los siglos XVII y XVIII es un todo mucho más perfecto y armónico que la sociedad mexicana de la primera mitad del siglo XX. Para mí la arquitectura es el testigo insobornable de una sociedad. Comparemos a las tres sociedades en sus obras: las pirámides y templos mesoamericanos; las iglesias, conventos y palacios de Nueva España; la chabacana y pesada arquitectura —megalomanía estatal y espíritu de lucro de la burguesía mexicana— del siglo XX.

En El laberinto de la soledad, usted afirma que este «catolicismo-refugio» implantado por los españoles, ha permitido también la supervivencia del fondo precortesiano. ¿En qué consiste esta supervivencia?

La palabra sincretismo lo dice todo. O la expresión de aquella periodista norteamericana, Anita Brenner, «ídolos detrás de los altares». El catolicismo mexicano no ha creado una teología ni una mística pero ha creado muchas imágenes y ha fundido las de Occidente con las del mundo precolombino. ¡Ay de la religión o de la sociedad que no tiene imágenes! Una sociedad sin imágenes es una sociedad puritana. Una sociedad opresora del cuerpo y de la imaginación.

Para cambiar otra vez de tema, podemos pasar a otro plano importante en el libro, el de la vida cultural mexicana. Usted la define a través de dos términos antagónicos: «compromiso» y «crítica». Por otra parte, usted volverá a insistir sobre la necesidad de una actitud «crítica» en Postdata. ¿Nos puede dar su sentimiento sobre este punto?

Yo creo que el término «compromiso», de origen sartreano, es equívoco. No sabemos muy bien lo que quiere decir un compromiso. Si se entiende por compromiso la relación de un escritor con su realidad y con la sociedad en que vive, todos somos escritores comprometidos, incluso los que no quieren estar comprometidos. Lo que a mí me parece inaceptable es que un escritor o un intelectual se someta a un partido o a una iglesia. En el siglo XX hemos visto a muchos y grandes escritores ceder ante las exigencias de los partidos y de las iglesias. Pienso en Claudel y en sus odas a Franco y Pétain; pienso en los himnos a Stalin de Aragón y Neruda. Nuestro siglo, decía Benjamín Peret, ha sido «el del deshonor de los poetas». También el de su honor: la sátira de Mandelstam contra Stalin, que le costó la vida, o el sacrificio de Lorca.

La crítica es, para mí, una forma libre del compromiso. El escritor debe ser un francotirador, debe soportar la soledad, saberse un ser marginal. Que los escritores seamos marginales es más una condenación que una bendición. Ser marginales puede dar validez a nuestra escritura. Y debo decir algo más sobre la crítica: para mí la crítica es creadora. La gran diferencia entre Francia e Inglaterra, por un lado, y España e Hispanoamérica, por el otro, es que nosotros no tuvimos siglo XVIII. No tuvimos ningún Kant, Voltaire, Diderot, Hume.

En El laberinto aparecen también los problemas sobre los cuales usted insistirá extensamente en obras posteriores, como por ejemplo Signos en rotación: los problemas del lenguaje. El lenguaje concebido como una máscara…

Mire usted. Hemos hablado de las deudas mías: Freud, Marx… No hemos hablado de una influencia esencial, sin la cual no hubiera podido escribir El laberinto: Nietzsche. Sobre todo ese libro que se llama La genealogía de la moral. Nietzsche me enseñó a ver lo que estaba detrás de palabras como virtud, bondad, mal. Fue un guía en la exploración del lenguaje mexicano: si las palabras son máscaras, ¿qué hay detrás de ellas?

En esta búsqueda de un lenguaje auténtico, usted destaca la importancia de la obra de Alfonso Reyes.

Reyes fue fiel al lenguaje, y en este aspecto fue admirable. Claro que el hombre tuvo debilidades morales. Quizá fue demasiado obsequioso con los poderosos. Hay que olvidar todo eso y recordar que fue un escritor que logró que el español fuese transparente en ciertos momentos. Por ejemplo, en su gran poema Ifigenia cruel, y en algunos textos en prosa. Bioy Casares me contaba que él y Borges, cuando querían saber si un párrafo estaba bien escrito, decían: «Vamos a leerlo con el tono con que lo leería Alfonso Reyes».

¿Cuál debe ser la actitud del creador en relación con el lenguaje?

Yo creo que la actitud del creador frente al lenguaje debe ser la actitud del enamorado. Una actitud de fidelidad y, al mismo tiempo, de falta de respeto al objeto amado. Veneración y transgresión. El escritor debe amar al lenguaje pero debe tener el valor de transgredirlo.

En el capítulo de El laberinto de la soledad titulado «Nuestros días», usted aborda el problema del enfrentamiento entre países pobres y países ricos. En relación con ese asunto, ¿qué piensa usted del concepto de «cultura de la pobreza», elaborado por el antropólogo Oscar Lewis a partir del ejemplo mexicano?

No estoy muy de acuerdo con eso. En primer lugar, este concepto es poco científico, poco exacto. ¿Qué quiere decir «pobreza»? Pobreza es una categoría muy relativa. ¿Pobreza con respecto a qué? El mérito de Lewis es otro. Su tema fueron los campesinos que viven en una cultura tradicional y que, debido a la sobrepoblación y al desempleo rurales, atraídos por la fascinación de la gran ciudad, dejan su pueblo. Es un fenómeno que conoció Europa en el siglo XIX y que nuestra América vive de modo mucho más trágico en el siglo XX: la perversión y destrucción de la cultura tradicional. Los campesinos son cultos aunque sean analfabetos. Tienen un pasado, una tradición, unas imágenes. Llegan a México o a Guadalajara y olvidan todo. Y entonces, ¿qué tienen sus hijos, y los hijos de sus hijos? La cultura de la sociedad industrial moderna. Pero las formas de la cultura industrial, cuando llegan a México, ya son muy inferiores a las de los Estados Unidos o de Europa. A su vez, lo que llega a la gente que pertenece al lumpenproletariat son los restos, los detritos de esas formas e ideas. Esto no tiene nada que ver con la pobreza en sentido estricto sino con el fenómeno de coexistencia de dos sociedades: sociedades industriales y sociedades tradicionales. Es el fenómeno de la «dependencia», como se llama ahora, o para hablar más sencillamente, del imperialismo. Asimismo, de la sobrepoblación urbana.

El hombre, por el hecho de ser hombre es un enajenado. Marx pensaba que si el hombre fuera dueño de sus productos, sería dueño de su destino: recobraría su ser natural y cesaría la enajenación. Pero yo creo que la enajenación consiste, fundamentalmente, en ser otro dentro de uno mismo. Esa enajenación es el fondo de la naturaleza humana y no de la sociedad de clases. Estoy más cerca de Nietzsche y de Freud que de Marx y Rousseau. Todas las civilizaciones son civilizaciones de la enajenación y todos los civilizados se rebelan contra la enajenación.

¿Podría usted dar una respuesta a la pregunta que hace en El laberinto: «¿Qué es lo que da sentido a nuestra presencia en la tierra?»? Por otra parte, ¿ha encontrado México esa «forma» que desde hace siglos busca y combate a la vez?

Comenzaré por la segunda pregunta: México no ha encontrado esa «forma». En el zapatismo había probablemente el germen de la respuesta. Pero otra vez se han superpuesto formas externas a nuestra realidad y se han aplastado los gérmenes de salud que había en la revuelta zapatista. Evidentemente, en el campo de la creación poética y literaria sí, ahí hay expresiones que me devuelven la fe en la originalidad de México. En cuanto a saber «lo que da sentido a nuestra presencia en la tierra»: me reconozco hombre no en la respuesta que podría dar ahora a esta pregunta sino en la pregunta misma. Esa pregunta, repetida desde el principio, desde Babilonia y aun antes, es lo que da sentido a nuestros afanes terrestres. No hay sentido: hay búsqueda del sentido.

En el último capítulo del libro, usted afirma que en nuestro mundo el amor y la poesía son forzosamente marginales. ¿Sigue usted pensando que hay una oposición entre «historia» y «poesía»?

Sí. Creo que hay una oposición fundamental entre lo que yo llamo la realidad real y la otra realidad. Hay una frase de Marx (está en el Manifiesto comunista) que Luis Buñuel pensó en utilizar como subtítulo de su película La Edad de Oro. Usted sabe que el tema de esa película es la suerte del amor en el mundo moderno. La frase de Marx es, en español, un alejandrino perfecto: En las aguas heladas del cálculo egoísta. Eso es la sociedad. Por eso el amor y la poesía son marginales.