EIREN Y KAROS
Un rato después
Casi sin darse cuenta, el rey consorte terminó paseando entre los árboles del bosque que había a un lado del campamento. Eiren iba distraído pensando en qué hacer a partir de ahora. ¿Debía dar por terminada su accidentada relación con Karos; dejar de sufrir por su errático amor, y volver a Althir, o perdonar todo el daño recibido y probar un último intento para salvarlo?
«¿Realmente merece la pena que lo intente?» se preguntó a sí mismo por millonésima vez. «Más importante aún, ¿quiero perdonarlo?».
Siguió internándose cada vez más en el bosque. No corría peligro de perderse, porque no había abandonado una estrecha senda de lo que parecía un camino bien definido entre los árboles, y que debía llevar a algún sitio.
«Madre, me dijiste que el amor pocas veces cuenta en los matrimonios de estado, pero que eso no significaba que no lo pudiera encontrar con el tiempo» recordó Eiren las palabras de la reina. «Tenías razón, lo encontré. Quiero a Karos, y él me quiere. ¿Pero cómo y cuánto? ¿Me quiere lo suficiente para hacer, que no me aterre la posibilidad de que vuelva a ocurrir algo parecido?».
El camino desembocó en un pequeño claro. Eiren se paró justo en el borde que delimitaba el círculo de árboles. Se quedó mirando lo que parecía un antiquísimo ara de una divinidad. Era una losa de forma irregularmente rectangular, apoyada sobre otras dos colocadas verticalmente a ambos lados. Todo el conjunto estaba casi cubierto de musgo y liquen, ayudados en su crecimiento por la humedad que se respiraba en el ambiente y que provocaba, a parte de la climatología invernal, el hilillo de agua que emanaba de una agrupación rocosa en forma de manantial a un par o tres de varas de distancia a la derecha del altar.
Un destello blanco en el rabillo de su ojo derecho, hizo que Eiren girase la cabeza hacia allí. Vio a una figura envuelta en albos ropajes, agachada sobre unas plantas entre las rocas y la línea de árboles. El personaje hizo un rápido y preciso movimiento con una pequeña hoz, y cortó algunos tallos, metiéndolos en un zurrón que llevaba en bandolera.
Se irguió y se dio la vuelta clavando su mirada en el joven rey consorte. Era un viejo druida, probablemente el guardián del ara de la divinidad a la que estuviera consagrado el bosque. Tenía una blanca y lisa melena cayéndole hasta casi el pecho, y una profusa barba que casi le ocultaba la boca. Vestía una túnica larga hasta los tobillos cubiertos por unas gruesas botas de piel vuelta, y encima una capa con capucha, también como el resto de sus prendas, de lana sin teñir.
—Hanên lauk, dragoäs, velkomninn. Niê äu haldiê therü, kemdu, kemdu —le dijo el anciano en kal-ananiê, Eiren lo entendió, pero con dificultad, pues utilizó la forma rústica o vulgar de la antigua lengua, y Eiren solamente había estudiado, y poco, la clásica. Lo que más o menos le había dicho fue: «hola, amigo, bienvenido. No te quedes ahí, acércate, acércate».
—Hanên lauk, näoim. Deberás perdonarme, pero hablo poco la kal-ananiê, aunque la entiendo bastante bien —le explicó el rey consorte llamándole ilustrísima, al considerar al druida como siervo de los Dioses al mismo tiempo que entraba en el claro.
Le sonrió el viejo y le dijo:
—¿No debería el koningur siôur de los anani dominar la lengua de su pueblo? Entonces, si queremos conversar tendremos que utilizar la lengua común, ¿cierto? —Y se rio al ver la cara de sorpresa de Eiren, al ver que se había dado cuenta que el druida sabía quién era él.
—Näoim, si conocías mi identidad, ¿por qué no me has dado mi título antes? —le preguntó curioso y sorprendido al mismo tiempo el rey consorte.
—Ah, os llamé «amigo», porque eso es lo que erais cuando entrasteis en el bosque de Eniracillo, el Dios a quién está consagrado éste. ¿Lo conocéis? —explicó el druida.
—No, nunca lo oí nombrar antes.
El hombre negó un par de veces decepcionado.
—No me extraña, los anani poco a poco van perdiendo sus tradiciones y creencias —dijo—. Es el efecto de los años que llevamos en contacto con los otros pueblos de Hyperhenion. Una lástima. ¿Queréis que os hable de él?
Eiren no tenía cabeza para la teología en ese momento precisamente, pero no quiso ofender al pobre viejo.
—Sí, por favor, näoim.
Una gran sonrisa emergió de entre la barba del druida.
—Eniracillo es el Dios del gran viaje. Fue el que hizo que los anani dejaran de luchar contra los gigantes del hielo, contra los que poco podían hacer, y abandonaran su viejo país para venir al sur. Es un gran Dios, muy querido por el pueblo, aunque ahora muchos apenas lo recuerden.
—Lo más importante, koningur siôur, es que Eniracillo es la divinidad del buen consejo. El que disipa las dudas de los hombres cuando no saben que decisión tomar, y el que puede mostrar el futuro al enamorado que padece inseguridad en el amor.
Eiren le clavó una sorprendida mirada al anciano druida. ¿Cómo lo había sabido?
—El koningur siôur ¿quizás desee mirar tras el velo del tiempo, y ver cuál será su futuro? —le preguntó el druida—. Si se lo pedís, Eniracillo os lo podría mostrar.
El joven consorte real no sabía que pensar. Ese viejo era más de lo que en apariencia parecía. Podía ser un enviado de los Dioses o un charlatán que buscaba unas monedas de un incauto como él.
—Me gustaría mucho si fuera posible, näoim —acabó por decir, decidiendo que nada perdería en el caso de que el anciano fuera un alucinado.
—Bien, bien, koningur siôur. Venid, venid por aquí —le expresó el druida mientras se dirigía hacia el manantial. Eiren lo siguió, y vio como el viejo hombre se inclinaba entre dos grandes rocas y sacaba una bella jarra de plata, labrada y decorada con un bonito dibujo de líneas, curvas y espirales. La llenó en la poza que quedaba justo bajo el goteo constante que fluía de las piedras, y con ella se dirigió hacia una roca plana por su parte superior, donde había una jofaina también de plata.
Volcó el hombre parte del contenido de la jarra en la jofaina, y tras dejarla en el suelo junto a la piedra, se volvió hacia Eiren y tendiéndole la mano, le dijo:
—Dadme vuestra mano, koningur siôur.
Vaciló un momento el rey consorte, pero finalmente, con algo de suspicacia, colocó su mano sobre la envejecida del hombre. Este realizó un rápido movimiento cortando la palma de la mano de Eiren con una pequeña y afilada daga que había extraído de su cinto.
El joven monarca siseó al sentir el ligero ardor en su mano y trató de retirarla, dándose cuenta de que el anciano la mantenía con fuerza sobre la jofaina. Vio Eiren como iban cayendo las gotas de sangre en el agua, y como formaban cordones de retorcidas formas durante unos instantes antes de que se fueran diluyendo.
El druida recitaba algo. Apenas un susurro, que le era imposible al consorte real identificar.
—Mirad ahora, koningur siôur. Mirad tras el velo del tiempo —le pidió.
Eiren miró hacia bajo nuevamente. Aún quedaban algunos cordones sanguinolentos formando rizados dibujos en el agua. No vio absolutamente nada más. «Ya sabía yo que esto sería una chaladura provocada por la fantasía de un demente» se dijo algo decepcionado.
Repentinamente, sin embargo, algo comenzó a formarse en el agua. Fuera lo que fuera, iba tomando cuerpo, y un sorprendido Eiren se dio cuenta de que eran imágenes. Fijó más la vista y esto fue lo que vio:
Una sala de un castillo. No era el Rocanegra, estaba seguro de ello. La imagen se movió, y el rey consorte se vio a sí mismo sentado con un bebé en sus brazos. Un involuntario jadeo se le escapó de entre los labios al darse cuenta de que era su hijo. ¿Cómo lo supo? No estaba seguro de la respuesta, pero lo sabía. La imagen volvió a temblar, y un niño de unos tres años llegó corriendo hasta casi chocar con sus rodillas. Le tendió su bracito, mostrándole algo que tenía en su mano. Eiren se vio a sí mismo mover sus labios, obviamente diciéndole algo al pequeñajo. El niño se giró y señaló.
Era la viva imagen de Karos. Su luminoso pelo blanco y sus facciones, al igual que sus hermosos ojos grises, proclamaban su identidad sin ninguna duda posible. La imagen se amplió o rotó, no estaba seguro, pero el caso es que Eiren, pudo ver lo que señalaba momentos antes el niño. El rey, su esposo, aparecía por la puerta de la sala. Estaba algo cambiado, el joven no podía decir en qué exactamente, pero no era el mismo Karos que hasta ahora había conocido.
El Karos de la imagen en el agua le sonrió. A Eiren se le llenaron los ojos de lágrimas al ver el inmenso amor que evidenciaba su esposo en su mirada. Ese amor era todo para él. Ni siquiera la presencia de los niños en la imagen podía empañar el hecho de que su esposo reservaba todo su amor para Eiren.
Otra leve ondulación de la imagen le mostró a la hermana procreadora Adalis en avanzado estado de gestación, y a él, paseando del brazo por lo que reconoció era el bosquecillo sagrado del castillo de Rocanegra. De repente unos brazos aparecieron tras su imagen empequeñecida, y vio como era arrastrado hacia el fuerte pectoral del rey, quien comenzaba a darle besos en su cuello.
Eiren ahora sí, permitió que sus lágrimas cayeran por sus mejillas, era una imagen tan parecida a lo que presenció entre su cuñado Kaisaros y Orisses, que una emocionada felicidad lo embargó.
—Lo que el Dios me está mostrando, ¿es mi futuro? —le preguntó al druida sin dejar de mirar las imágenes.
—Es uno de vuestros posibles futuros, koningur siôur. Pero depende de vos que se haga realidad —respondió con calma el hombre mayor.
—No sé si seré capaz de lograrlo. Me falta la confianza para aceptar esa posibilidad.
El druida le miró a los ojos, y asintió diciéndole:
—No lo sabréis si no lo intentáis. ¿Qué problema hay para que os sintáis así? —preguntó a su vez el anciano.
Eiren, en pocas palabras, le hizo un resumen de lo ocurrido entre Karos y él desde su difícil primer encuentro. El druida lo escuchó con atención, y después se quedó pensativo durante un rato.
—¿Me permitiría el koningur siôur que le diga una forma de saber si el koningur Karos será sincero cuando habléis con él? —indagó finalmente el hombre. Cuando Eiren asintió mostrando su acuerdo, continuó diciéndole—: Desde hace miles de años, hay una formula entre nuestro pueblo, que obliga a un anan… umm… a hablar, digamos que, «con el corazón en la mano», como popularmente se dice entre los otros pueblos. La diferencia es que para nosotros, los anani, no es una simple frase hecha. Es un mandamiento de los Dioses, y el no ser sincero cuando se la utiliza puede traerle al infractor toda clase de maldiciones divinas.
Eiren escuchaba interesado. No sabía a dónde quería llegar el anciano.
—Vos, koningur siôur decidle a vuestro esposo lo siguiente: Kalleê seydän-ug amnaëtun ëlunem.
—¿Háblame con el corazón sobre la nieve?, es así, ¿verdad?
—Veo que el koningur siôur domina la kal-ananiê mejor de lo que decía —se rio el viejo druida—, y me alegra ver que es así, porque estáis a punto de tener que pronunciarlo —dijo mientras señalaba.
Eiren se dio la vuelta para mirar lo que le estaba indicando, y se sorprendió al ver a Karos entrar al claro del bosque.
—Eläoir —le dijo simplemente cuando estuvo ante él.
Eiren lo miró, le dolió oírle llamarlo así. «Amor mío» era algo que sentía que era demasiado pronto para decirle nuevamente. Se apartó del rey cuando este hizo el amago de rozar su mejilla. Una expresión de dolor pasó por el semblante de Karos.
—¿No se me permite tocarte, mihensê? —le preguntó con la voz plena de una profunda congoja.
—No, no lo tienes permitido, Karos. Todavía no, al menos.
Recordó de pronto la presencia del viejo druida y se giró para presentarlo al rey, pero el hombre había desaparecido. Eiren lo buscó desconcertado. ¿Dónde demonios se había metido?
—¿Qué buscas, Eiren? —preguntó su esposo.
—Mm, eh… ¿qué?, oh sí, al anciano druida, el guardián del ara de Eniracillo. Estaba hace un instante justo aquí —le explicó algo confuso—. Supongo que habrá entrado entre los árboles para darnos privacidad.
Karos se quedó mirándolo, ¿estaría afiebrado su esposo? Le habría gustado que el hombre le permitiera tocar su frente para comprobarlo.
—Eniracillo no es al Dios a quien está consagrado este bosque, mei mihensê, es a Eppona a la que pertenece. La Diosa de la fertilidad, la cosecha y los caballos.
El joven consorte fue ahora el que se quedó mirando todavía más desconcertado a su esposo.
—Pe… pero, el druida me dijo… me dijo que Eniracillo era el Dios titular de este santuario.
—Eiren, en la piedra del ara se ve claramente el signo de Eppona. ¿De qué druida hablas?
El rey consorte no contestó. Comenzaba a darse cuenta de quién había sido realmente el anciano druida. Ahora entendía que supiera quién era él sin que se lo hubiera dicho ni hubiera nada que lo pudiera identificar como soberano consorte de estas tierras. Optó por callar y no contarle a Karos su firme sospecha. Igual Karos pensaba que había perdido la cabeza. Se rio, no lo pudo evitar. ¿No sería gracioso que terminara encerrado como un loco y así evitar la difícil conversación que tenía por delante?, continuó riéndose ahora más fuerte.
—Erien, me estás asustando. ¿Qué te pasa? —Volvió a preguntar Karos, esta vez con nerviosismo en su voz.
—Nada, Karos, nada. Lo siento, es solo una broma privada —le respondió por fin—. Tenemos que hablar.
El rey lo miró con aire circunspecto, y movió una sola vez la cabeza en asentimiento.
—Te escucho.
Ahora que estaban ahí, Eiren se percató de que no sabía por dónde empezar. En realidad, ¿qué era lo que había pasado entre ellos? Siendo completamente sincero con él mismo, ¿podía culpabilizar realmente a Karos por el daño que el hombre le había causado? Ya no estaba seguro. Y de qué iba servir que le reprochara los días de angustia que había sufrido. Estaba claro con solo mirar al rey, que este había sufrido tanto o más que él con lo provocado por Geseladin.
Recordó como había comenzado su matrimonio. Todo lo que había pasado con Tagus. Las primeras noches en los vados, y los días de viaje por las marcas orientales más tarde. Repasó mentalmente los días pasados juntos, antes y después de su partida y regreso de Uxama. ¿Acaso no habían aprendido a conocerse y a amarse? ¿No sería a eso a lo que se refería su madre cuando le dijo aquellas palabras sobre los matrimonios de Estado?
Una gran revelación fue abriéndose paso lentamente en su mente. Nada de lo ocurrido tenía la más mínima importancia. Él amaba a Karos con todo su ser y, si Karos lo amaba a su vez, ¿por qué no hacer borrón y cuenta nueva con lo pasado?
Eiren se volvió hacia el rey, se colocó justo frente a él, y le dijo:
—Kalleê seydän-ug amnaëtun ëlunem, Karos. ¿Me quieres y me querrás hasta el fin de tus días?
El monarca lo miró sorprendido como poco. Una gran emoción comenzó a burbujearle en el pecho. Tuvo ganas de reír, de llorar y de gritar, todo a un mismo tiempo. Se contuvo sin embargo, y muy seriamente le dijo:
—Con mi corazón sobre la nieve. Te prometo Eiren el Aúrico que te quiero y te querré con toda mi alma, mi corazón y mi pensamiento, por todo el tiempo que me reste en esta tierra, e incluso después de abandonarla. Te amaré en todo momento, mientras las estrellas cuelguen del firmamento y la luna y el sol bailen en los cielos su inacabada danza.
—Te lo juro aquí y ahora, con los Dioses por testigos. Tú, y solo tú, serás mi eläoir ykuinem, mi amor eterno.
—Mi corazón sobre la nieve es la prueba de ello.
Qué podía hacer Eiren tras algo así, salvo lo que hizo, limpiarse el mar de lágrimas en que se había convertido su rostro, y tirarse seguidamente a los brazos de Karos para buscar sus labios, fundiéndose en un apasionado beso, en el que quería demostrarle a su esposo que el sentimiento demostrado por el hombre, era correspondido en la misma proporción sino más aún.
FIN