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Buscando descendencia I

EIREN

Castillo de Rocanegra

Sede real de los Amarokiên

I marca central

Skhon. Año 763 de la IV Era

Mes de aëgesttol

Dos meses habían transcurrido desde su llegada al ancestral hogar de los Amarokiên y su relación con Karos seguía en un punto muerto. La primera semana, tres días antes del Kaurentiade, el festival conmemorativo en honor al primer rey de su familia, los esposos fueron hasta el bosque sagrado y renovaron los votos matrimoniales en presencia de todos los cortesanos y servidores. Allí mismo, ante las imágenes que representaban a los Dioses, Karos lo coronó como rey consorte de Skhon.

Los días posteriores se dividieron entre las actividades del festival durante el día y los pantagruélicos banquetes por las noches, cuando el gran comedor del castillo se llenaba hasta los topes y todo eran risas y canciones. Las actuaciones de los bardos y los cuentos y leyendas narrados por los juglares, divertían y amenizaban a todos los comensales. Por supuesto no faltaron las justas y combates de rigor. Eiren se vio obligado a presenciarlos todos, pese al desagrado que le producía toda esa violencia gratuita, sentado en la tribuna real a la izquierda de su esposo, en un trono de alto respaldo, tan solo un poco más bajo que el del propio Karos.

Ciertamente fueron unos días si no completamente felices, si al menos muy entretenidos. Pero en realidad, los dos reyes parecían incapaces de avanzar y llegar a confesarse mutuamente lo que cada cual sentía por el otro. Una vez acabaron los festejos, se veían en las comidas o en las cenas, pero el resto del tiempo apenas coincidían.

A Karos, sus deberes como monarca lo tenían ocupado casi todo el día. Los rumores sobre una más que posible guerra con Sekaissa parecían cada vez más ciertos, por lo que las reuniones con su strategos y generales del ejército eran frecuentes. Por contra, Eiren también debía encargarse de atender a multitud de peticionarios en las audiencias, en las que escuchaba pacientemente los problemas y las peticiones que los solicitantes le exponían. Era asistido algunas veces por el senescal del reino, otras por su primo Leukon y en otras por el hermano de este, el príncipe Laro.

Algunas noches, aunque no todas, Karos iba hasta la cámara de Eiren y le hacía el amor o mejor dicho, tenía sexo con él, porque eso era en realidad lo que su joven consorte pensaba que tenían, puro y simple sexo, ni más ni menos. El corazón del rey consorte cada día que pasaba estaba más dolido y tenía menos esperanzas de que las cosas cambiaran para bien.

Lo único bueno en toda la situación era que su amistad con Kaisaros crecía cada vez más. El muchas veces infantil hermano de Karos se había convertido, en poquísimo tiempo, en alguien muy importante para Eiren; con el que pasaba muchos ratos hablando, contándose sus cosas y planeando actividades en común que hicieran sus días menos aburridos.

Se encontraban los cuñados esa mañana en el bosque sagrado del castillo, donde habían ido a orar ante un antiguo Dios de Skhon de nombre Melmanio, al que tradicionalmente se le pedía que mediara en los conflictos bélicos de los hombres, para pedir por la pronta resolución de los problemas con Sekaissa. Una vez que terminaron los ritos y habían dejado el exvoto en la losa de piedra del ara del Dios, Kaisaros se detuvo y mirándole le preguntó a Eiren:

—¿Tú crees que mi hermano concederá a Orisses el puesto que pide en el ejército? —Nada más soltar la pregunta se ruborizó y desvió la mirada.

—Sinceramente no lo sé, Kai, tu hermano no me cuenta nada de lo que piensa —contestó tocándole esta vez ser el que enrojeciera. Era muy vergonzoso evidenciar que la relación con su esposo carecía de la confianza suficiente para compartir lo que pensaba o decidía.

El príncipe pareció pensar en sus palabras mientras retomaban su camino entre los árboles.

—Yo no quiero que se lo conceda —soltó Kaisaros.

—Estoy seguro de que Karos no tiene intención de prescindir de los servicios del comandante, Kai.

—Eiren, me gustaría decirte algo, pero es un secreto. No lo sabe nadie, excepto Leukon.

El joven rey se paró nuevamente y, asintiendo, le pidió que continuase.

—Te prometo que nada diré. ¿De qué se trata?

—Quiero mucho a Orisses, le quiero tanto que hay veces que me duele aquí —le dijo llevando su mano al pecho, justo donde se encontraba su corazón.

El rey consorte que ya sabía eso por mediación de Leukon se hizo el sorprendido y le preguntó cuanto hacía que lo quería.

—No lo sé, creo que lo quiero desde que era un niño. Él es muy bueno, siempre tiene mucha paciencia conmigo, incluso cuando me equivoco o se nota que soy tonto, no se enfada ni permite que nadie se ría de mí.

A Eiren lo conmovió escuchar al bondadoso joven hablar así sobre él mismo.

—Kai, no deberías decir eso, tú no eres tonto. De hecho creo que eres mucho más listo que yo, todo lo que conoces sobre las estrellas y constelaciones, y que me explicaste la otra noche en el observatorio, yo lo desconocía.

El príncipe le sonrió, pero insistió.

—Pese a eso, sé muy bien que no soy tan listo como los demás. No pasa nada. Ya casi no me duele saber que nunca seré normal. Desde que los sanadores me dan sus nuevas pociones me es fácil evitar los ataques, pero incluso así, sé que soy retrasado. Mi antiguo tutor siempre acababa perdiendo la paciencia y me gritaba que debía dar las gracias a los Dioses porque mi hermano me quería, incluso siendo un estúpido que no servía para nada.

Erien lo miró con los ojos desorbitados, no se podía creer lo que había oído.

—¿Tu tutor te decía eso?, Kai, no tenía ningún derecho a tratarte así. ¿Qué edad tenías entonces?

—Catorce años. Ya sé que no debía hablarme así. Un día que se enfadó mucho porque no conseguía leer apropiadamente la lección de alto kal-ananiê que me había mandado aprender el día anterior, me gritó diciendo cosas muy feas de mí, y como me puse aún más nervioso, lo hacía cada vez peor, acabó por darme un bofetón justo en el momento en que Karos entraba en la sala de estudio, se enfadó muchísimo y lo agarró por el cuello, creo que lo podría haber estrangulado. Yo estaba muy asustado, no sabía que hacer, así que grité muy fuerte hasta que entraron en la sala unos guardias y el viejo Bilistages, él ordenó a los soldados que separaran a mi hermano del tutor; creo que si no lo hubiera hecho, Karos habría matado al pobre hombre.

—Kai, ese hombre se lo merecía, no te culpes por eso. ¿Qué ocurrió después?

—Oh, los guardias se llevaron al tutor, Karos se fue tranquilizando y cuando ya estuvo calmado, me interrogó mucho tiempo sobre todo lo que el tutor me hacía o decía. Bilistages y él me explicaron que no debía permitir nunca más que nadie me tratara así, que si volvía a ocurrir se lo dijese a ellos. Mi hermano despidió al hombre y lo mandó a una aldea de la costa del ámbar, creo.

Eiren estaba conmocionado y emocionado a partes iguales por lo que le había contado su cuñado. Sin poderse contener, lo sujetó por el brazo y lo giró echándole los brazos al cuello cuando lo tuvo de frente, le dio un fuerte abrazo al hombre más alto. Mantuvo los ojos fuertemente cerrados para evitar que las lágrimas que intentaban escapar lo consiguieran.

—Me alegro mucho de que seas mi hermano, Kai —le dijo cuando estuvo seguro de que su voz sonaría natural.

—A mí también me alegra mucho que lo seas tú.

El rey consorte dejó de abrazarlo y lo miró sonriéndole.

—Hmm, casi me olvido de decirte lo que he pensado hacer esta noche —le recordó entonces Kaisaros.

—¿Qué has pensado?

—He pensado en colarme en la cámara de Orisses cuando todos estén dormidos —soltó el príncipe sin inmutarse.

Si su cuñado hacía eso y lo pillaban, no quería ni pensar en la reacción de Karos.

—Kai, creo que no has pensado bien en eso. Tú no quieres causarle ningún daño al comandante, ¿verdad?

—No, no, claro que no. ¿Por qué me dices algo así? —le preguntó Kaisaros con aire confundido.

Eiren levantó una mano para contenerlo cuando el hombre parecía que tomaba aire para continuar.

—Espera, déjame acabar. Si haces algo así, lo pondrás en una situación muy comprometida. Conociendo a Orisses, creo que su sentido del deber le hará ir hasta tu hermano y confesar lo que has hecho. Además, piensa en si te pillan introduciéndote en su cámara por la noche. Probablemente sería acusado de seducirte y al rey no le quedaría otra opción que castigarlo. Me imagino que no querrías eso, ¿cierto?

El inocente hombre movió negativamente la cabeza sumido en un apenado silencio que se prolongó durante un buen rato.

—Creo que no es tan buena idea como había pensado —reconoció finalmente—. Pero Eiren, tengo que hacer algo, cada día tengo más miedo de que acabe casándose con otra persona.

—Bueno, yo en tu caso no me preocuparía demasiado de que eso vaya a suceder.

—Ah ¿no?, ¿por qué lo dices? ¿No has visto como lo sigue con la mirada Liteno, el hijo del camarlengo? —exclamó Kaisaros transmitiendo más agitación con cada pregunta—. Desde que Karos ya no le presta tanta atención ni lo mete en su lecho tan seguido, esa víbora de Liteno ha puesto sus ojos en Orisses.

El enfadado príncipe no se percató de cómo sus palabras habían sacudido hasta los cimientos a su cuñado. Continuó despotricando contra el hijo del camarlengo, pero Eiren no le escuchaba. «¿Desde que Karos no lo mete en su lecho tan seguido? ¡Oh Dioses que idiota he sido! ¿Cómo no me he dado cuenta?» su cabeza bullía con pensamientos a cada cual más doloroso. «Las noches que no ha venido a mis habitaciones, lo mismo era porque estaba entretenido con Liteno».

Lo que le pasaba por la mente debió acabar haciéndose evidente en su cara, porque Kaisaros repentinamente le agarró por un brazo deteniendo su avance.

—¿Eiren, Eiren, qué te ocurre? —Lo sacudió preguntando a la vez.

—¿Qué?, oh, nada, es solo algo de dolor de cabeza. No te preocupes. Deberíamos volver dentro, tengo que recibir a Bilistages en un rato. Hablaremos más tarde, ¿de acuerdo?, pensaremos en algo, pero por favor, no pongas en práctica lo de colarte en la cámara del comandante. Prométemelo.

El príncipe le dio renuente la promesa y apresuraron el paso dirigiéndose hacia la torre del homenaje.

* * *

Realmente lo que menos le apetecía a Eiren, tras escuchar el desliz de Kaisaros sobre su esposo y Liteno, era reunirse con el viejo senescal. Se encaminó a su cámara, porque lo cierto es que había comenzado a sufrir de verdad un fuerte dolor de cabeza. Cuando llegó hasta ella, corrió las cortinas de las estrechas ventanas, oscureciendo todo lo posible la habitación, y se tumbó en la cama.

No quería pensar, no quería seguir sufriendo por las dudas que no paraban de bailotear en su cabeza. Cerró sus ojos e intentó dormir. Cuando despertara ya habría tiempo de enfrentarse a ese dolor que le oprimía el pecho.

El tiempo que consiguió descansar, no sabría decir cuanto había durado cuando la mano de Thoren lo sacudió con delicadeza despertándolo.

—Mi señor, os ruego me perdonéis, pero el senescal Bilistages aguarda en la antecámara y pide si podéis recibirle.

Eiren suspiró, volvió a cerrar por un breve momento sus ojos y finalmente se incorporó, yendo hasta el aguamanil que estaba en una esquina de la cámara, echó un poco de agua en la palangana y se refrescó la cara. Solo entonces se volvió hacia su paje.

—Dile a Bilistages que en seguida estaré con él —ordenó. Volvió a acercar la cara a la palangana y se quitó los últimos rastros de amodorramiento que el sueño le había producido.

Cuando hubo comprobado que su aspecto era presentable mirándose en el gran espejo de bruñido metal que estaba al lado del aguamanil, se dirigió a su antecámara para escuchar lo que el viejo servidor le tuviera que exponer.

—Senescal, aquí estoy, en qué puedo ayudarte —le dijo al hombre al entrar, este se levantó del sillón donde se encontraba sentado y se inclinó profundamente manifestándole el respeto que debía a su real persona.

Koningur siôur, ruego vuestro perdón, pero afuera se encuentra Korbis, el strategos del koningur Karos, y me gustaría que pudiera participar en la conversación si no tenéis inconveniente.

Eiren dio su consentimiento, pero comenzó a intranquilizarse ante eso, la audiencia que le había solicitado Bilistages era en principio para él, si el viejo servidor pedía la incorporación del maestro de estrategias, significaba que lo que debían tratar afectaba a la política del reino.

Entró el hombre de mediana edad, alto, corpulento y completamente calvo; el rey consorte lo saludó con la cabeza y les indicó a ambos que tomaran asiento.

—Bien mis señores, de qué se trata lo que queréis hablar conmigo —preguntó una vez los tres se encontraban sentados; Thoren se acercó con una bandeja en la que portaba tres copas de vino aguado y las ofreció, primero a Eiren y luego a los dos hombres mayores.

Me’hssur sin duda está enterado de la situación casi bélica en la que nos encontramos con Sekaissa —comenzó el strategos.

Asintió Eiren, esperando que prosiguiera.

Koningur siôur, nuestro hssur Karos, ha recibido una propuesta del reino vecino que opinamos nos obliga a precipitar algo que esperábamos poder postergar algo más de tiempo —continuó el senescal en lugar de Korbis sorprendiendo al joven rey.

—¿Cuál ha sido la propuesta de Sekaissa? —preguntó cada vez más intranquilo, se barruntaba lo que vendría a continuación, pero tenía al mismo tiempo la esperanza de equivocarse.

Los dos hombres se miraron el uno al otro, como decidiendo en silenciosa disputa cual de los dos debería continuar. Pareció ganar el strategos porque fue el senescal el que se expresó de la siguiente manera:

Me’hssur, dada la imposibilidad, por las evidentes razones, de que podáis dar descendencia a nuestro koningur. El monarca sekaissano ofrece la paz total, la retirada de sus tropas de la frontera sekaissana y volver al statu quo previo a la reciente tensión entre nuestros dos países. A cambio, el koningur Karos deberá tomar a su hija, la karalittes Aunia, como segunda esposa. El primer hijo varón nacido de la unión, deberá ser entregado a Sekaissa a los cinco años de edad para ser educado por la familia de la karalittes.

Eiren se quedó blanco, ya se esperaba que todo el asunto tuviera algo que ver con la paternidad, pero que tuviera que compartir permanentemente a su esposo con otra persona, encima mujer, lo superaba completamente. Porque de eso precisamente se trataba la propuesta. No sería un arreglo de unas pocas veces hasta conseguir el deseado embarazo, aquí se hablaba de un segundo matrimonio permanente y definitivo para Karos.

—¿Me estáis diciendo esto, porque soy yo el que tiene que decidir si se acepta o no la propuesta? —preguntó finalmente, porque aún no entendía claramente lo que se esperaba de él en estas circunstancias.

Los dos servidores volvieron a mirarse entre ellos unos breves instantes.

—No, me’hssur, vuestro real esposo se ha negado en redondo a cualquier posibilidad de aceptar esos términos —respondió Korbis haciendo que Eiren exhalara con alivio—. Pero —continuó serio el hombre haciendo ver que no había notado la exhalación, algo que le agradeció el rey consorte en su interior—. Nos preocupa, koningur siôur, si finalmente entramos en guerra la sucesión de la corona. Sobradamente conocéis la valentía del koningur en el combate, pero pese a la creencia popular, no es invulnerable, y si cayera peleando dejaría al reino sumido en el más profundo de los abismos.

—¿Por qué?, el rey y yo aún podríamos planear la concepción de un heredero, incluso estando el país en guerra —preguntó Eiren, aunque el pensamiento de perder a Karos hizo que un escalofrío le recorriera la espalda—. Y aparte contamos con el príncipe Kaisaros ¿No es así?

—No, koningur siôur, no lo es —le contestó Bilistages—. Mi señor Kaisaros no sería aceptado como heredero de su hermano ni por los barones feudales ni por el pueblo, debido a su conocido retraso y deficiente salud, y antes de que lo mencionéis, los kuningiksai Leukon y Laro, están por detrás del kuningiks Caelo, el tío de vuestro esposo, y también de su hijo Chalbos. Es precisamente por esto que la sucesión del koningur es imperioso que sea asegurada lo antes posible.

Eiren se encontraba perdido, no comprendía la urgencia de todo lo tratado. «Karos no aprecia a su primo Chalbos, lo sé, pero ¿por qué su antipatía lo descalifica tan rotundamente para la sucesión?, aquí hay algo que se me sigue escapando y ya comienzo a estar cansado de tantos circunloquios» pensó enfadado. Miró a los dos hombres y enderezó la espalda.

—Bien, señores, ¡ya estoy harto! —les dijo utilizando un tono autoritario que raramente usaba, los dos servidores reaccionaron como esperaba mostrando la sorpresa en sus semblantes—. Me vais a hablar claramente a partir de este momento. Quiero saber cuál es el problema que aquí se me plantea. Qué ocurre con el tío y el primo de mi esposo. ¡Hablad!

El strategos fue el primero en cumplir la orden completamente ruborizado por la reprimenda real.

—El tío del koningur está casado con la karalittes sekaissana Neitin, hermana mayor del actual rey de ese país, por tanto, su hijo el kuningiks Chalbos y sus dos hermanas no son aceptables para la sucesión, de hecho toda la familia del kuningiks Caelo es sospechosa de connivencia para con los intereses de ese reino enemigo del nuestro —expuso el hombre de carrerilla, casi sin tomar aire.

—¿Comprendéis ahora koningur siôur, por qué necesitamos al menos tener concebido a un heredero varón del koningur antes de que comiencen los ejércitos a combatir?

Eiren asintió, verdaderamente, tal y como lo habían explicado no había muchas opciones, se necesitaba un hijo y heredero, la cuestión ahora era, ¿cómo?

—¿Qué proponéis?

Presintió que no le iba a gustar demasiado la posible solución en cuanto los dos consejeros se miraron entre ellos con los rostros serios y claramente preocupados. El viejo Bilistages pasó a explicarle el plan que ya habían concebido previamente.

—Deberéis partir inmediatamente hacia la ciudad sagrada de Uxama, en las tierras del mediodía; allí requeriréis los servicios de una hermana procreadora del quinto círculo, en la Casa Capitular de la Orden de Las Matres de Amma. A tres días del castillo, en las confluencias de los ríos Obione y Selu, os espera un dragkis, es uno de nuestros barcos guerreros más rápidos, en el podréis llegar a Uxama y volver en pocas semanas. La propuesta de Sekaissa expira en tres meses.

«¡Infiernos y condenación! Otra vez de viaje» pensó Eiren con tristeza.

Las Matres de Amma era una antiquísima orden de sacerdotisas de Amma, la Diosa de la fertilidad, de las madres y los nacimientos. Se decía que la propia Diosa hacía cientos de años les había encomendado el deber de dar a luz a los hijos de aquellos matrimonios que, por cualquier causa, no pudieran concebir. Para ayudarlas con el mandato divino, les enseñó a las sacerdotisas secretas técnicas para estimular a los óvulos una vez fecundados, con lo que conseguían forzar el sexo de los fetos a lo elegido por los padres. Las hermanas procreadoras nacieron así, y desde la sagrada ciudad de Uxama viajaban a cualquiera de los reinos, siempre que se les pagara sus altísimos estipendios.

—¿Por qué debo ser yo el que realice el viaje?, ¿no podríamos reclamar a una de las hermanas para que venga, o mandar a alguien a buscarla?

El viejo senescal movió negativamente su cabeza y le dijo:

—No es posible koningur siôur, los mandamientos de la Diosa son claros en lo tocante a ese aspecto. Vos, me’hssur, seréis el mahel matriâe, el padre menor, que hará el papel materno con vuestros futuros hijos, por tanto, como manda la Diosa, sois vos el que debe ver y elegir a la mejor de las candidatas, al igual que, llegado el momento, deberéis estar a su lado cuando sea fecundada por nuestro señor y koningur en su calidad de denorâe, el donante, el fecundador.

Eiren, creyó recordar vagamente que el senescal de su padre, el anciano Adon, le había explicado ya esas cosas cuando él, con nueve años, anunció su preferencia por su mismo sexo.

—¿El rey está enterado de este plan? —les preguntó a continuación a los hombres sentados frente a él.

—Lo estoy —respondió la voz del propio Karos de pie en el marco de la puerta abierta de la antecámara de Eiren. Ninguno de ellos había oído como la abría de tan distraídos como se encontraban con la conversación. Los dos consejeros se levantaron rápidamente y volviéndose, se inclinaron profundamente. El rey agitó una mano, señalándoles que podían volver a sentarse.

Los reyes mantenían sus miradas clavadas uno en el otro. «Por las garras del Dios demonio, que guapo es mi esposo, todo ese enorme y duro cuerpo hace que nada más verlo, quiera correr hasta la cama y abrirme a mí mismo para él» acabó por decir Eiren para sí.

—Acepto el plan —les anunció finalmente a los consejeros, aunque en ningún momento dejó de mirar a los ojos al rey Karos.

—El comandante Orisses y veinte capas rojas serán vuestra protección —le dijo Korbis.

Eiren desvió entonces su mirada hacia el strategos y, preparándose mentalmente para la muy posible disputa que iba a generar, exclamó:

—El príncipe Kaisaros me acompañará también.

—¡No! —Resonó como esperaba el vozarrón del rey.

—Sí.

—¡Maldito mocoso insolente! —Soltó maldiciendo con la rabia saliendo a borbotones a través de su enfadada mirada. Repentinamente pareció percatarse de las bocas desencajadas por la sorpresa en sus antiguos consejeros por lo que hizo un probo esfuerzo por calmarse—. ¡Dejadnos! —Les ordenó entonces Karos mirando a sus servidores.

Ambos hombres se apresuraron a levantarse y tras hacer una reverencia a Eiren y después más profundamente al rey Karos, salieron apresuradamente de la real antecámara.

Los esposos se miraban fijamente, ninguno de los dos parecía querer decirse nada, al menos hasta no estar convencidos de que habían controlado sus ánimos. Karos, que había dado dos pasos dentro de la habitación cuando soltó su exabrupto, comenzó a acercarse despacio a Eiren. Él continuó exteriormente impertérrito, aunque por dentro los nervios se lo estaban comiendo.

—Tengo la impresión, mihensê meûn, que aún no te ha quedado claro quién manda en este matrimonio —le dijo cuando estuvo a dos dedos de su joven consorte, invadiendo su espacio personal sin ningún pudor.

—Y yo, mi rey y señor, la tengo de que en lugar de un esposo, piensas que posees un esclavo —le soltó Erien a la recíproca—. Quizás tú debas enterarte de que yo no soy ni un humilde sanador ni el hijo de un camarlengo.

Apenas salió el reproche de sus labios se lamentó de haber hablado de más. Al rey Karos se le demudó la expresión del semblante. Las implicaciones de las palabras de Eiren lo hirieron en lo más hondo de su ser. ¿Cómo se atrevía a acusarlo de tal forma? Sí, él había jugado a provocar los celos de su consorte en cuanto a Eurol, pero no le había tocado ni un hilo de sus ropas. En cuanto a la implicación de Liteno, no era menos injusta, pues desde el mismo momento en que se encontró con Eiren en el atacado Castillo del Vado, no volvió a pensar en el joven hijo de su camarlengo. Su esposo, su consorte real, por el que se había tragado su orgullo cuando supo de su tonteo con Tagus, ¿le echaba en cara ahora a él, tal cosa? Una ira fría, heladora, le atenazó las entrañas.

Eiren no vio la mano que salió disparada hasta que la fortísima bofetada lo lanzó despedido hacia la izquierda. Cayó cuan largo era al suelo. Su cabeza zumbó durante unos momentos, como si de un tambor golpeado repetidamente se tratara, y un hilillo de sangre se deslizaba por la comisura de su labio.

Fue el vivo color rojo de la sangre lo que calmó de golpe a Karos.

—¡Oh Dioses de mis padres, fulminadme! —exclamó con fuerte voz y se precipitó al lado del joven caído agarrándolo por los hombros y atrayéndolo a un apretado abrazo—. Perdóname, mi amor, por favor, perdóname te lo ruego. Lo lamento tanto, perdón, perdón, te lo suplico, perdóname. Te quiero, te quiero tantísimo, eläoir —no paraba de repetir entre lágrimas una y otra vez.

Eiren estaba conmocionado, no por la bofetada, ni por la sangre, sino por escuchar lo que le decía entre desgarradores sollozos ese hombre grande, fuerte y viril, a quien se dio cuenta en ese preciso instante, de que lo amaba con todo su ser. Más de lo que ya pensaba que lo hacía. El verle tan devastado, fue como un revulsivo para su corazón. Las palabras tan esperadas, seguían resonando en su cabeza, «mi amor», «eläoir». Se olvidó del dolor, de su enfado, se olvidó incluso del sabor de su sangre en la boca. No podía pensar en nada que no fuera en Karos, ahí, abrazándole y repitiendo su mantra de amor y perdón.

—Shsss, calla, amor mío, estoy bien, mírame Karos. ¡Mírame! —le dijo con las lágrimas deslizándose también por sus mejillas. La felicidad que lo embargaba en ese momento por la accidentada confesión de amor, compensaba sobradamente el dolor que había sentido.

Renuentemente el rey soltó la presa de sus brazos en torno al delgado hombre y lo fue separando de su cuerpo, aunque mantenía la mirada baja, sin atreverse a comprobar lo que podía contener la expresión de Eiren. Notó como la mano del joven en su mejilla lo invitaba a mirarlo y finalmente reunió el valor suficiente para enfrentar el veredicto.

—Yo también te quiero, Karos. Te amo con todo mi corazón desde aquella primera noche en que te ayudé a desvestirte y me hiciste el amor sentado sobre tu regazo.

Un nuevo sollozó escapó del pecho del rey. No pudo ni quiso evitarlo. Entonces, Eiren lo besó; al principio tiernamente, pero en seguida profundizó el beso, tragándose tanto los jadeos como los estremecimientos que el llanto aún hacían que brotasen de la boca de Karos. Su lengua buscó la de su corpulento esposo, jugando con ella cuando finalmente el otro comenzó a tranquilizarse y responder al beso.

—Llévame al lecho mi amor, haz que olvidemos todo lo ocurrido amándonos, por favor —le pidió interrumpiendo el beso únicamente el tiempo justo para pronunciar esas palabras y volver a unir sus bocas inmediatamente otra vez.

Karos lo alzó en brazos con pasmosa facilidad y se dirigió hacia la cámara continua, mientras que el pequeño joven apoyaba la cabeza en su musculoso hombro. Lo dejó con la mayor suavidad posible en la gran cama y comenzó a desnudar a Eiren, sin prisas, con una ternura inaudita en alguien de temperamento tan fogoso como era habitualmente el rey.

«Sigue sintiéndose culpable por haber perdido los estribos y haberme golpeado» se dijo Eiren al ver la timidez con la que el hombre lo estaba tratando. Cuando Karos acabó de quitarle toda la ropa, se quedó mirando fijamente su cuerpo desnudo. En el brillo de los ojos del rey se leía claramente la culpa mezclada con el deseo que embargaba al hombre. Todavía no había vuelto a pronunciar palabra.

—Desnúdate para mí, amor mío, y ven a mi lado. Quiero sentirte en mi interior. Lléname con tu amor, por favor —le pidió Eiren con voz cargada de deseo.

Karos no dijo nada, pero comenzó a quitarse sus ropas despacio, sin dejar de admirar el desnudo y juvenil cuerpo perteneciente a su esposo tendido en la cama ante él, y siendo más consciente que nunca, que lo amaría hasta que exhalase su último aliento.

Se tendió sobre Eiren y tras agarrar su rostro, lo miró y pronunció un:

—Te amo.