3
En el camino

EIREN

Camino real de Althir, a unas trescientas leguas de la ciudad de Gargoris.

Seis días llevaban viajando de camino a Skhon.

Durante el trayecto a caballo, fue, el ya rey consorte, conociendo más y mejor a sus custodios. Los tres hombres eran amables y pacientes con él. Aunque quien más buscaba su compañía era el capitán Tagus, algo que en nada molestaba a Eiren.

Un claro coqueteo se había establecido entre los dos. El capitán parecía haber caído completamente rendido ante la belleza y la, en ocasiones juvenil e ingenua, personalidad del joven rey. Este, aunque sin ninguna experiencia en esos lances, era lo suficientemente despierto para instintivamente saber como alentar las atenciones del guapo hombre.

Sus sentimientos por el capitán, reconocía Eiren con sinceridad hacia sí mismo, no podía llamarlos amorosos, pero sí que era consciente que se sentía encandilado por aquel hombre.

En otras ocasiones era el príncipe Leukon el que cabalgaba junto a Eiren. El hombre era tan irreverente como ocurrente, lo que hacía que rieran juntos mientras viajaban.

Cada noche, cuando la comitiva hacía alto para acampar, se levantaban las tiendas de campaña y se preparaban ricas carnes para cenar en el fuego del campamento.

Eiren y sus custodios cenaban juntos en la tienda real, en un ambiente gentil y amistoso, al menos en lo que respectaba a los tres más jóvenes, el comandante Orisses por lo general era mucho más serio y parco en palabras.

—¿Sabes primo?, aquí nuestro buen comandante ha solicitado a tu esposo su baja como comandante de la guardia real —le comentó Leukon esa noche a Eiren mientras estaban en la mesa—. El muy loco quiere que lo envíe a combatir a esos salvajes bolskanes.

El serio hombre le echó una mirada con tal frialdad a su nuevo primo que hizo temer a Eiren que terminara congelando al deslenguado.

—Leukon, en ocasiones deberías contener tu desbocada insolencia —dijo el joven rey para evitar que el evidente enfado del comandante siguiera fermentando.

—Ah, koningur siôur, mucho me temo que pedís un imposible —habló entonces el grave guerrero—. Siempre he pensado que al kuningiks un día su lengua le terminará cortando la garganta.

Rio el aludido como si la velada amenaza no fuera con él.

—Puedo preguntaros, comandante, si os ha respondido ya el Koningur —intervino el capitán Tagus en un intento de tranquilizar lo que parecía, podía convertirse en una grave disputa entre sus dos superiores.

Negó el hombre con gesto adusto sin dejar de mirar al príncipe Leukon.

—¿Por qué razón, mi buen Orisses, quieres dejar el servicio de mi esposo?, si me permites la indiscreción, ¿no sois feliz en la guardia? —preguntó Eiren antes de que el comandante desviara la conversación, ya que sentía curiosidad por conocer su motivación para querer tal cosa.

El hombre quedó unos momentos en silencio para acabar contestando:

—En absoluto, mi señor, he sido muy feliz sirviendo a mei koningur en su real guardia. Mis razones para pedir la baja en ella no son otras que mis ganas de servir a mi pueblo combatiendo más activamente a sus enemigos.

—Y algo de mal de amores también hay en ello —volvió a soltar el príncipe sin ningún miramiento por los sentimientos del hombre.

—¡Leukon! —exclamó Eiren desorbitando los ojos por la sorpresa y mirando seguidamente al comandante para frenarlo si fuera necesario—. ¿Qué te ocurre esta noche?

Se puso de pie el comandante Orisses, miró con desprecio al inconsciente primo político de Eiren y le dijo:

—Mi señor, sois muy afortunado de ser quien sois y estar a la mesa de nuestro koningur siôur. Si no fuera el caso, ya estaría vuestra cabeza rodando por el suelo.

Palideció Eiren pensando que la cosa acabaría mal, más aún cuando escuchó la respuesta de su primo.

—Nada me placería más que el que por una vez olvidarais mi condición.

—¡Basta señores! Os prohíbo que continuéis —acabó ordenando Eiren.

—Disculpadme Koningur siôur —dijo entonces Orisses—. Os ruego me deis vuestra licencia para retirarme.

—¡Id! Comandante —lo despidió el rey y añadió—. Tagus, por favor, acompáñalo y vigila que se calme.

El joven guerrero se levantó inmediatamente y salió de la tienda tras su comandante.

Una vez a solas los dos, Eiren se volvió hacia su primo.

—Me puedes decir, primo, ¿a qué ha venido eso? —le preguntó—. Desde que te conozco te he visto llevar las cosas hasta el extremo, pero nunca hasta el punto de conseguir que casi te decapiten.

Soltó el príncipe una risa, pero se le notaba que se sentía mortificado por la situación que él mismo había provocado.

—Me enerva el buen Orisses, no me malinterpretes, lo considero un buen amigo, pero verlo penar como lo hace, tirar por la borda años de buen servicio solo por escapar cobardemente de lo que en realidad tanto anhela me crispa los nervios.

El rey lo miró totalmente pasmado.

—¿De qué demonios estás hablando?, ¡explícate! —Le ordenó el joven rey—. ¿Qué anhelo es ese del que hablas?

El hombre cerró los ojos, una sombra pasó por su rostro y tras unos momentos de indecisión, respondió:

—Por favor, Eiren, permíteme que me retire, te prometo contártelo todo en otro momento, mas no ahora, me siento agotado y la tensión de esta noche, temo que me haya robado mis últimas fuerzas. Permíteme por tanto que nada más diga esta noche.

Aunque Eiren sentía mucha curiosidad, se apiadó del que ya consideraba un querido amigo, al ver su apocada actitud tan desconocida en él y la pena que mostraba en su rostro.

—Puedes retirarte —le dijo.

El hombre se puso de pie y le hizo una reverencia, saliendo a continuación de la tienda. Él siguió analizando todo lo ocurrido y se hizo la firme promesa de enterarse lo más pronto posible de lo que había insinuado el primo de su esposo.

* * *

Primeros del mes de adriel

Pasaron cuatro días más desde aquella tensa noche. El viaje continuó, aunque el ambiente entre ellos ya no era el mismo.

El comandante Orisses y su primo Leukon aún no se dirigían la palabra. Cada vez que acamparon desde entonces, el sobrio guerrero solicitaba su venia para no asistir a la cena en la tienda real, prefiriendo quedarse en la propia y hacerlo solo.

Lo que sí seguía del mismo modo era el coqueteo que se traían Tagus y él mismo. Algo que, como pronto se daría cuenta, estaba a punto de convertirse en un problema.

Ese día Eiren cabalgaba en el medio de la comitiva, justo tras el carro donde viajaba su paje y sus pertenencias personales. Iba distraído, pensando en cuan aburrido era el largo viaje hasta el reino de su esposo, cuando vio como el príncipe Leukon tiraba de las riendas de su caballo y se dirigía hacia su posición.

—Bueno, primo, estamos casi en la frontera de tu nuevo reino. Para la noche la habremos atravesado y pasarás tu primera noche en Skhon —dijo al llegar a su lado mientras ponía a su corcel al paso con la yegua blanca sobre la que viajaba el rey.

—No sabía que ya estábamos tan cerca de la frontera. La verdad es que nunca he sido muy despierto para orientarme cuando he viajado —le comentó Eiren—. ¿A qué distancia se encuentra el castillo de Karos de la frontera?

—Pues me temo que aún nos quedan bastantes leguas de camino, primo —respondió Leukon—, Skhon es un reino extenso y una vez atravesemos la frontera, nos desviaremos hacia el norte por el camino real durante otras dos semanas hasta llegar al Rocanegra, que es el nombre del castillo de tu mihensê.

A Eiren, escuchar que todavía estarían al menos dos semanas más viajando lo hundió en el desánimo. No era persona que disfrutara con la vida en un campamento, prefería, con mucho, las comodidades de un castillo. Además cada vez sentía más curiosidad por conocer a su esposo, su mihensê como se decía en la antigua lengua, y que ya había aprendido a reconocer al oír esa palabra.

—¿Dos semanas más de camino?

El príncipe se rio de la cara y el tono triste que se manifestaba en la voz del consorte de su primo. Era evidente la juventud y poca experiencia que tenía, en momentos como ese. «En ocasiones olvido lo joven que es. Bien hecho Leukon, ahora se sentirá miserable durante el resto del día» pensó.

—Oh vamos, Eiren, ya sé que debes estar ansioso por conocer lo que Karos tiene entre sus piernas, pero no hace falta que me lo hagas tan evidente. ¿No te parece? —terminó por soltarle el hombre con un guiño, bromeando para hacerle sonreír, sabiendo que se ruborizaría, como así fue.

—Eres un deslenguado, Leukon. No sé ni como sigo dirigiéndote la palabra —contestó Eiren riéndose.

El socarrón del primo de su esposo siempre tenía la capacidad de divertirlo, por lo que se alegró de que hubiera decidido darle conversación. El rey se preguntó si ese sería un buen momento para volver a sacar el tema que estaba pendiente desde la noche de la discusión, y si el príncipe estaría dispuesto a aclararle lo que quiso decir con aquello que dijo sobre el comandante Orisses. No acababa de atreverse por no importunar a su primo político.

«Vamos Eiren, no disimules y aprovecha para preguntarle lo que te mueres por saber» se recriminó a sí mismo.

Decidiendo que nada perdería si preguntaba le dijo:

—Leukon, ¿puedo preguntarte qué querías decir la otra noche cuando discutiste con Orisses?

La expresión en el rostro del príncipe cambió, fue obvio que el tema lo entristeció; aunque se repuso rápidamente, pareció como si hubiera acabado de discutir consigo mismo y decidido que podía confiar en el joven, tomó una profunda aspiración y volviéndose hacia Eiren, comenzó a contarle.

—Verás, es algo muy delicado, Eiren no debes hablar jamás con nadie de lo que te cuente, ¿de acuerdo?

—Por supuesto, confía en mí. No soy de los que van cacareando los secretos que sé —le dijo el rey algo indignado.

—Te creo, te creo —lo apaciguó el príncipe riendo—. Bien, el problema de Orisses es de índole amoroso, tú no has conocido aún a tu cuñado, el kuningiks Kaisaros —continuó ahora más serio—. Es el hermano pequeño, en realidad es medio hermano de tu esposo ahora que lo pienso, tiene veinte años y es un joven maravilloso; lamentablemente, su madre la karulien Clothis, la reina —le aclaró Leukon—, que era la segunda esposa del padre de ambos, tuvo un parto muy difícil del que no pudo recuperarse. El bebé sufrió mucho y estuvo entre la vida y la muerte durante días, para colmo de males, Kai padeció una rara enfermedad infantil a los tres días de edad.

Leukon volvió a guardar silencio, parecía que el cariño por su primo Kaisaros le embargaba. Eiren no pudo dejar de condolerse también por empatía. «No puedo imaginarme lo que debió sufrir el hermano de mi esposo al perder así a su madre». Pensó en la suya, y dio gracias a los Dioses por haberle concedido el privilegio de disfrutar de ella toda su vida.

—El príncipe Kaisaros se pudo recuperar de la enfermedad, ¿verdad? Debió ser horrible para él crecer sin su madre —dijo finalmente Eiren.

Leukon lo miró.

—¿Sabes?, aunque creo que siempre se ha lamentado por ser el causante de la muerte de la karulien, pese a que todos le hemos dicho una y otra vez que no era así —siguió explicando el príncipe—. Kai realmente ha tenido durante años una honda pena dentro de su pecho por eso, pero también porque se resentía por las secuelas que le trajo la enfermedad posterior.

—¿Qué secuelas? —preguntó Eiren.

—Kai tiene una pierna ligeramente más corta que la otra, lo que le produce una cojera que ha hecho que su autoestima no haya sido nunca muy alta —le explicó Leukon—. Lo peor, sin embargo es su retraso. No es tonto, de hecho yo creo que es muy inteligente, pero ciertamente se tiene que esforzar el doble para poder comprender algunas cosas. Y esto nos lleva al problema que ha llevado a Orisses a solicitar su baja como comandante —finalizó el príncipe con el ceño completamente fruncido.

Eiren se quedó esperando a ver por donde iba a salir su primo. Cuando ya no pudo contenerse más, exclamó:

—Leukon, por el Dios demonio, continua o te juro que vas a ver como me pongo cuando me desespero por algo.

El príncipe soltó una carcajada y acabó asintiendo.

—Vale, vale, no quiero que Karos me acuse de haber provocado que su consorte sufra un berrinche público y se rumoree que ha sido provocado por la noticia del tamaño de su hombría.

Eiren se puso como la grana, aún conociendo ya, como podía ser de deslenguado su primo, le costaba mucho esfuerzo evitar ruborizarse ante las desvergonzadas bromas de las que a veces le hacía objeto.

—Te juro que un día, primo, vas a encontrar la horma de tu zapato y espero estar presente para disfrutarlo plenamente —le dijo finalmente el joven rey, provocando que Leukon soltara otra risotada a su costa.

—A fe mía que me gustaría que llegara ese día —contraatacó el hombre antes de volver a ponerse serio y continuar con la historia que venía contando hasta entonces—. Bien, el problema para Orisses es que el muy necio está perdidamente enamorado de Kai, igual que lo está éste de él, pero por haber nacido bastardo y de familia humilde, no se atreve a solicitar de Karos su permiso para desposarlo. Cree que tu esposo se lo negará, tanto por el amor que siente por su hermano como por su oscuro nacimiento.

—Y tú crees que se equivoca. ¿No es así?

Leukon sacudió la cabeza firmemente asintiendo.

—Karos puede ser un verdadero bárbaro cuando la ocasión lo requiere, pero te aseguro que siente un profundo respeto por el comandante y no menos cariño.

«¿Cómo será realmente este hombre que los Dioses han querido otorgarme como esposo?» no pudo evitar pensar Eiren, ante las palabras del príncipe y la estima que denotaban. Continuaron cabalgando en silencio, ambos sumergidos en sus propios pensamientos. Hasta que Eiren escuchó que Leukon se dirigía a él.

—Eiren, necesito hablar contigo de otro asunto que me preocupa —le dijo.

—Habla entonces, primo —respondió tranquilamente, pensando que Leukon seguramente querría su ayuda para obtener algún cargo.

—Necesito que antes me des tu palabra de que nada de lo que te diga me lo tendrás en cuenta y sobretodo que comprenderás por qué es imperioso que te diga lo que voy a decirte. Recuerda que yo siempre te apoyaré y protegeré —le comentó el hombre mientras le clavaba una mirada con la que le decía claramente que no bromeaba.

Eiren no tenía ni idea de a qué se podía referir su primo, pero era claro que fuera lo que fuese a contarle era algo serio.

—Tienes mi palabra de que nada malo pensaré de ti —le dijo y esperó a que el príncipe continuara.

Su sorpresa fue mayúscula cuando oyó lo que su primo le tenía que decir.

—Me he percatado de lo que pasa entre Tagus y tú, y pienso que ya ha durado bastante, Eiren, debes ponerle fin inmediatamente.

—¿De qué estás hablando, Leukon? —preguntó Eiren completamente ruborizado, porque pese a lo que decía, sabía muy bien a lo que se estaba refiriendo el hombre—. Nada ha ocurrido. Te lo prometo, primo. Tan solo hemos intercambiado algunos besos y poco más. —Reconoció finalmente al ver la arqueada ceja en la cara del primo de su esposo.

—Lo sé, no te hablaría así si supiera que algo más que un tonto coqueteó y algunos besos hubiera sucedido. Créeme —le explicó Leukon—. Pero incluso con algo tan ínfimo debes acabar. Si no por ti, hazlo por Tagus. Ese atolondrado se está jugando el cuello y poniéndote en peligro también a ti.

Eiren miró a su primo, en su semblante sin duda el hombre pudo ver que aún no estaba del todo convencido, así que insistió.

—Escúchame con atención, primo —le dijo con una expresión adusta y temible en su rostro, hasta ese momento desconocida para Eiren—. Tú no conoces aún a tu esposo, pero créeme cuando te digo que Karos no es hombre que soporte el que otros jueguen con sus posesiones o ni tan siquiera lo intenten. Tú eres su consorte real, además eres kuningiks de sangre, por lo que quizás tu vida no corra peligro, pero con nuestro amigo, el joven capitán, te aseguro que no tendría ningún miramiento. Ordenaría su ejecución sin que le temblase el pulso, sin el más mínimo titubeo. ¿Me has comprendido bien?

El pequeño rey volvió a asentir, sentía sus lágrimas a punto de brotar.

Era todo tan injusto; él no quería eso, le gustaba el apuesto capitán, sí, y se sintió complacido al saberse objeto del deseo del joven guerrero. Pero tenía claro que nada podía ocurrir, que nada debía ocurrir. Él no era un adúltero. Y desde luego ni mucho menos había pensado en que sus actos pudieran poner en peligro la vida del hombre.

Se volvió hacía el príncipe para mirarlo a la cara cuando un aterrador pensamiento le cruzó por la cabeza.

—¿Lo sabe el comandante? —preguntó asustado.

—Sí, lo sabe, él y probablemente la mitad de la comitiva. Eiren, no habéis sido lo que se dice discretos.

—¡Oh Dioses divinos, protegedme! —exclamó el rey aterrorizado.

Se rio Leukon de buena gana y lo tranquilizó.

—Más que los Dioses, creo que seré yo quien lo tendré que hacer. Nada temas, primito, hablaré con ese cabeza dura y estoy seguro de que nada dirá. Pero tú, convendría que esta misma noche hablaras con Tagus y le adviertas que debe cesar todo comportamiento poco apropiado hacia ti. Tampoco estaría de más que algo le digas a tu joven paje, Thoren. ¿De acuerdo?

Eiren expresó su aceptación con el dolor y la vergüenza pintados en su semblante.

—A la caída del sol habremos atravesado la frontera de Skhon y haremos una parada en el Castillo de los Vados. Será mucho más fácil y mucho más privado para que puedas tener unas palabras con Tagus allí.

Una vez más, el joven rey volvió a dar su asentimiento y ambos continuaron la marcha en silencio.

* * *

El Castillo de los Vados se llamaba así por estar construido para custodiar el paso del vado del río Sequere que marcaba la frontera entre Althir y Skhon. Resultó no ser más que un torreón fortificado, con unas pocas estructuras cercadas por una nada sólida muralla, coronada con algunas almenas. Era más un puesto fronterizo para controlar las caravanas comerciales entre los reinos que una verdadera fortaleza.

Los recibió dentro de los muros su castellano, un hombre orondo y no excesivamente alto, llamado Istolac, y su hija Salduie, una joven menuda, de largos y dorados cabellos y rostro dulce.

—Bienvenido koningur siôur —exclamó el hombre, adelantándose y haciendo una profunda reverencia ante la blanca montura de Eiren—. Bienvenidos vosotros de nuevo, mis señores custodios. El Castillo de los Vados está a vuestra disposición al igual que lo estuvo cuando os dirigíais hacia Althir.

El comandante Orisses respondió por Eiren.

—Te lo agradezco mi buen Istolac, tras acampar en mitad de los campos durante días, dormir en una verdadera cama será un alivio para nuestros huesos, te lo aseguro.

El castellano le hizo una seña a su hija para que se acercara a la comitiva mientras todos iban desmontando.

Koningur siôur, permitidme presentaros a mi hija Salduie. Vuestra sierva —le dijo a Eiren, mientras empujaba suavemente a la joven con una mano en su espalda, hasta que estuvo justo frente a él. Se quedó allí, con la mirada baja y el rubor tiñendo sus mejillas. Eiren pensó que debía ser bastante tímida y queriéndole hacer más fácil la situación se acercó y le agarró la mano para depositar un ligero beso en su dorso.

—Mi señora, sois muy bella y no debéis ocultar vuestros hermosos ojos bajando la mirada —le dijo sonriéndole al mismo tiempo que colocaba su mano bajo el mentón de la doncella y lo empujaba para que levantara la cara. Ella lo miró a los ojos y aunque seguía algo ruborizada, terminó por devolverle la sonrisa al rey.

En ese instante, la mirada de Salduie, se cruzó con la de Tagus, y Eiren notó como se intensificaba el color rojo en sus mejillas. «Vaya, ¿qué tenemos aquí?, ¿mi admirador es a su vez admirado?» pensó con algo que podrían ser celos. El príncipe Leukon se acercó hasta ellos y le dijo a Eiren, tras saludar a la doncella, que entrasen a la torre donde ya se encaminaban los demás mientras los siervos iban descargando el equipaje para llevarlo a las habitaciones que se les asignaría.

Al rey le dieron la cámara principal, la cual pertenecía a Istolac, por ser la mejor y más cálida de toda la torre. Junto a esta dormiría Leukon y en la de enfrente el comandante Orisses. A Tagus se le otorgó una al final del mismo pasillo junto a la de la joven Salduie.

Después de asearse y cenar todos juntos, con el castellano y su hija, Eiren se retiró a su cámara. Tenía planeado esperar a que todos se retirasen para mandar llamar a Tagus y finalizar lo que reconoció que jamás debió haber comenzado.

Rememoró con tristeza lo ocurrido hacía unas pocas noches en su tienda, cuando ya se disponía a acostarse tras despedir a sus custodios después de cenar juntos como otras veces.

Su paje Thoren, entró y le anunció:

—Mi señor, el capitán Tagus solicita una audiencia.

Eiren se dio la vuelta y miró a su paje, el cual tenía una mirada de complicidad en sus ojos y una socarrona sonrisa en sus labios.

—Dile que pase, Thoren —le ordenó el rey. Sabía que no debía hacerlo, que no era apropiado e incluso que podía ser peligroso, pero no pudo ni quiso contenerse en esta ocasión—. Después retírate.

El paje inclinó su cabeza y seguidamente salió. No tardó mucho en volver y anunciar:

—El capitán Tagus, mi señor —dejándolos solos a continuación.

Tagus, permaneció de pie, mirándolo fijamente. Eiren esperó sin saber muy bien si debía dejar que el hombre dijese lo que quería o preguntarle directamente. Terminó por decidirse el rey, así que preguntó:

—¿Y bien, capitán, qué se te ofrece?

El hombre no dejaba de mirarlo y sin decir nada, se fue acercando hasta invadir su espacio personal, Eiren por un momento se sintió intimidado e incluso llegó a pensar en la posibilidad de que Tagus lo llegara a atacar, aunque nada en la actitud del capitán manifestaba que se pudiera poner violento, todo lo contrario, su mirada estaba como afiebrada y su respiración entrecortada. El rey acabó dándose cuenta que el hombre estaba nervioso.

—Os des… te deseo, mi hermoso señor —terminó por decir Tagus, al mismo tiempo que le ponía una mano tras su nuca y la otra en su cadera y lo atraía hacia él—. Te deseo Eiren, y que los dioses me maldigan porque no puedo evitar hacer esto.

Lo besó, no fue un beso como el que le había dado en la boda, este era un beso sin ternura, todo pasión, introduciendo la lengua en su boca, buscando la de Eiren, mordisqueándole los labios, mientras la mano dejaba su cadera para ir directamente a su culo y apretarlo.

Eiren, primeramente se quedó pasmado, sin saber como reaccionar ante lo que le estaba ocurriendo, simplemente respondió por instinto, pero poco a poco, mientras saboreaba la lengua invasora y notaba los pequeños mordiscos en sus labios, comenzó a responder con más ardor. Estaba sintiendo algo nuevo para él, algo que hacía que su temperatura se elevase y sus sentidos se sobrecargaran. Nunca lo habían besado de esa manera, nunca nadie se había atrevido a traspasar la línea que marcaba su estatus como príncipe y lo había tratado como un hombre.

Tagus continuó besándolo, comiéndose literalmente su boca, las manos del hombre lo tocaban de una manera que estaba consiguiendo que le fuera imposible pensar en lo que estaban haciendo.

Notó como una de las manos del capitán le levantaba la parte delantera del bajo de la túnica y comenzaba a desatar los cordones de sus pantalones, todo eso sin separar la boca de la suya. Eiren comenzó a gemir y jadear en la boca de Tagus, le faltaba el aire, pero no cejó, continuó devolviendo los besos, su lengua entablando combate con la del apuesto hombre. Hasta que la mano de Tagus acabó por introducirse en sus pantalones y los dedos del hombre rodearon su pene.

La sorpresa hizo que Eiren echara hacia atrás su cabeza, soltó un jadeó y lo miró con los ojos desorbitados. Repentinamente fue consciente de la enormidad del acto que estaban cometiendo. Empujó suavemente al capitán y giró la cara cuando éste intentó nuevamente besarlo.

—Detente Tagus, no sigas —exclamó, aunque pareció que el capitán no lo había oído por el caso que le estaba haciendo—. ¡Deteneos capitán! Os lo dice vuestro rey —ordenó esta vez más fuerte y con mayor autoridad, al mismo tiempo que lo empujaba apartándolo de sí.

Ahora sí pareció que el excitado hombre se supo contener. Lo miró con ojos tristes y avergonzados.

—Perdonadme koningur siôur, no sé que me ha ocurrido —dijo con una voz llena de tristeza. A Eiren le dio pena, pero sabía que no podía volver todavía a mostrarle la misma familiaridad que hasta ese instante había mantenido con él.

—Sosegaos, Tagus. Lo ocurrido es tan culpa mía como lo es vuestra —le dijo—. Lo hecho, hecho está, no se pude cambiar, pero pensad por favor, pensad en lo que estábamos a punto de hacer.

El capitán miró al suelo e inspiró y expiró profundamente varías veces.

—Tenéis razón, mi señor, esto era una locura que podría costarnos muy cara —afirmó finalmente—. Os ruego disculpéis mi comportamiento. No volverá a pasar.

—Tagus, Tagus, ya te he dicho que no eres tú el único culpable. No te autocastigues por lo que a punto ha estado de pasar. Tan solo debemos tener cuidado —Eiren sentía que debía explicarse, hacerle entender por qué lo había detenido, pensó que el joven capitán necesitaba que lo tranquilizara en cuanto a sus motivos—. Aún no he conocido a mi esposo y nunca he estado con un hombre, Tagus, compréndeme por favor, Karos es tu rey, pero también tu amigo, ¿verdad?, no podemos hacerle algo así.

Éste asintió, pero sin decir nada, sencillamente se quedó allí, con la vista clavada en las botas de Eiren, todo su cuerpo parecía gritar su arrepentimiento.

—Esto es lo que vamos hacer —continuó el joven rey—. Vamos a olvidar lo ocurrido esta noche, dormiremos y mañana volveremos a vernos y actuaremos los dos como si nada de esto hubiera ocurrido jamás. ¿Estás de acuerdo?

Tagus sacudió la cabeza afirmativamente, aunque continuó con su obstinado silencio.

—Bien, retírate ahora —terminó ordenándole, el capitán hizo una reverencia y se dio la vuelta para salir de la tienda, cuando Eiren volvió a llamarlo— ¡Tagus! —se detuvo, pero no se giró—. Mañana cabalga a mi lado.

El capitán volvió a asentir y se marchó.

La puerta de la cámara se abrió en ese momento sobresaltándolo, Eiren estaba completamente metido en sus recuerdos. Era su paje, Thoren, quien venía para prepararle la cama y ayudarlo a desnudarse.

—Thoren, dime una cosa —lo detuvo el rey—. ¿Puedo confiar en ti, verdad?

El chico miró a su señor algo desconcertado y contestó.

—Por supuesto, mi rey.

Eiren se sintió reconfortado con sus palabras. El joven paje nunca le había dado motivos para desconfiar de él.

—Gracias, Thoren, ciertamente estoy muy contento de ti —le dijo—. Ahora presta atención. Busca al capitán Tagus y dile que necesito hablar con él —el paje lo miró y frunció ligeramente el ceño—. Sé lo que estás pensando, pero te prometo que no se trata de eso. Por favor, ve y avísalo discretamente. ¿Me has comprendido?

Asintiendo y haciendo una reverencia, el joven salió. Una vez el paje abandonó la habitación, Eiren volvió a sumergirse en sus recuerdos.

No habían pasado muchos minutos cuando un leve roce con la yema de los dedos en la puerta anunció la vuelta de su paje. Entró Thoren y anunció:

—El capitán Tagus, mi rey y señor —retirándose a continuación.

Y allí estaba el hombre, de pie delante de la puerta, tan irresistiblemente guapo como siempre. Se miraron mutuamente, sin que ninguno de los dos se atreviera a dar el primer paso.

Fue Eiren quien primero terminó por romper el silencio.

—Tagus, necesito hablar contigo.

El hombre sin dejar de mirarlo dio un par de pasos hasta situarse en el centro de la cámara y contestó:

—Hablad entonces, mi señor. Cualquier cosa que necesitéis de mí, la obtendréis.

La doble intención en sus palabras no pasó desapercibida para el joven rey. Un calor muy inoportuno le recorrió el pecho hasta asentarse en su estómago, «Dioses benditos, ayudadme y no permitáis que ceda», pensó Eiren, «esto debe hacerse, no me queda más opción».

—Tagus, no podemos continuar de esta manera. El príncipe Leukon y el comandante Orisses se han dado cuenta de lo que ocurre y el mismo Leukon me ha advertido que estoy poniéndote en peligro —le explicó el rey de un tirón, casi como si únicamente diciéndolo de esa manera fuera capaz de pronunciar esas palabras.

—¿Cómo puedes decirme eso, Eiren?, ¿es que he malinterpretado las cosas? Eiren, yo… yo creo que te amo, ¿no sientes tú lo mismo por mí? —argumentó el capitán.

Al rey le pasó una expresión de dolor por el rostro. Supo en ese instante que hiciera lo que hiciera, iba a hacer daño al hombre. Por tanto decidió que si tenía que salir dañado por él, más valía que al menos conservara la vida.

—No puedo permitir que por mi culpa, por un inadecuado capricho, pongas en peligro tu vida. Debemos por tanto olvidar lo que ha venido pasando entre nosotros. Por favor, Tagus, compréndeme.

Justo en ese momento se oyó el fuerte sonido de un cuerno anunciando un ataque.

Ambos se miraron reflejando en sus rostros la sorpresa y el temor ante lo que podía significar la alerta del cuerno del vigilante desde lo alto de la torre.

—Eiren, ponte la cota de malla y no olvides tu espada —le dijo el capitán entrando en modo guerrero al mismo tiempo que desenvainaba la larga espada que llevaba a la cadera. Su primera obligación como custodio era proteger al rey consorte de cualquier mal.

Thoren, el paje, entró apresuradamente en la cámara dispuesto a ayudar a su señor a aprestarse para lo que fuera que pudiera ocurrir. Tagus se disponía a salir para ir hasta la muralla cuando Eiren lo detuvo y exclamó.

—¡Por favor ten muchísimo cuidado!

En su mirada pudo el capitán ver su sincera preocupación por su persona y lo amó más que nunca.

Sin poderse contener, sin que le importara la presencia del paje, Tagus rodeó con su brazo la cintura de Eiren y lo besó profundamente.