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El enlace

EIREN

Primeros del mes de marttur

Había pasado una semana desde que Eiren recibiera la noticia de sus próximos esponsales y aún no se había hecho a la idea de que tendría que abandonar pronto a su familia y el hogar de su niñez. El príncipe se encontraba en un estado anímico poco habitual en él, todos en el castillo lo habían notado, lo mismo lo veían lleno de vitalidad y risas, que en un estado apático y triste.

Estaba Eiren en la biblioteca sumido en la lectura de un voluminoso tratado de historia de los reinos nórdicos, cuando recordó que pronto debería presentarse en el comedor del castillo para la cena junto a su familia y toda la corte, por lo que corrió hasta sus aposentos para asearse y vestirse más apropiadamente; evitando de esa manera la mirada de reproche que de seguro recibiría de su señor padre.

El gran comedor del castillo era una sala rectangular con una tarima de un palmo de altura sobre la que se asentaba la mesa real, orientada de este a oeste; tenía cabida suficiente para que doce comensales se sentaran y visualizaran las otras cuatro mesas que formaban cuatro líneas orientadas de norte a sur. Siendo estas aún más largas, con una capacidad cada una para que treinta comensales se sentaran frente a otros tantos en bancos de madera sin respaldo.

Del techo de madera colgaban distintos pendones capturados a las tropas enemigas en batalla; algunos de ellos se veían muy estropeados, cuando no, manchados con la sangre seca derramada por sus defensores y sus paredes se adornaban en cambio con tapices bellamente tejidos con escenas de leyendas althireñas y escudos, espadas y hachas cruzadas.

Tras la mesa real se podía ver un único y enorme pendón con el blasón del reino; el colibrí en campo de azur enfrentado a la rosa blanca en gules.

Cuando Eiren llegó a la antesala del comedor donde la familia se reunía antes de entrar, una vez anunciados por el camarlengo del castillo, ya se encontraban todos allí.

Se disculpó el príncipe y se colocó en su posición, junto a su hermano Etholen y siguiendo a su otro hermano, Ethenion y a su prometida, la doncella Habidis; que ya residía con ellos aunque todavía no podía desposarla por faltarle unos meses para cumplir los dieciséis años, la mayoría de edad legal requerida.

Miró el rey Ethecon hacia atrás para asegurarse que todos estaban listos y le hizo una señal con la cabeza a su camarlengo, Fruellin. Este dio unos pasos entrando en el gran comedor y golpeó tres veces su recio bastón en las piedras del suelo, anunciado con voz fuerte, conforme iban pasando al interior:

—Nuestros señores los reyes. El príncipe heredero y la noble dama Habidis. Los príncipes Etholen y Eiren.

Los miembros de la familia fueron tomando asiento a la mesa, mientras todos los cortesanos presentes permanecían en pie y les hacían una reverencia.

Junto a Eiren había sentado un hombre de mediana edad y aspecto noble a quién no conocía; y cuando habían servido los pajes el primer plato, trucha asada sobre un lecho de rabanitos y regada con un vino blanco y joven, se giró el príncipe hacia él y preguntó:

—Mi buen señor, no te conozco. ¿Acaso sea la primera vez que nos honras con tu presencia?

El hombre inclinó ligeramente la cabeza y miró a Eiren con una sonrisa en su rostro.

Mei kuningiks, soy Hispan, nuevo embajador de mi señor Karos ante la corte de vuestro real padre —contestó el hombre. Comprendió el príncipe por qué había sido colocado a su lado. Se volvió hacia su madre la reina, quien, al darse cuenta, le sonrió y le dio un asentimiento—. Arribé anoche al castillo, es por eso que aún no me habíais visto. Es un honor conocer a mi futuro koningur siôur. Deseaba fervientemente poder departir con vos y seros de alguna utilidad en caso de que la necesitéis.

Estaba clara la intención y era evidente la mano de su madre en la oportunidad que se le brindaba a Eiren para saber más sobre su prometido y el pueblo sobre el que reinaría.

—Mi señor es muy amable. —Lo alabó el príncipe, dispuesto a aprovechar el ofrecimiento y la circunstancia orquestada por su madre—. Te ruego perdones mi curiosidad, pero ¿puedes decirme qué significa lo que me has llamado?, lamento decir que poco conozco de tu país, el que va a ser mi pueblo, los anani, y menos aún de vuestra antigua lengua.

Eiren pensó que sería mejor no hacer demasiado evidente su curiosidad, preguntando primero por el tratamiento que recibiría en el vecino país, antes de hacerlo por su rey.

—Por supuesto, mei kuningiks, nada me complacería más —respondió Hispan, soltando una ligera risa—. Lo que os acabo de llamar es sencillamente: «mi príncipe» en la kal-ananiê, la lengua antigua de los anani. Tras la llegada de vuestros custodios de esponsales y, una vez se celebre el enlace, os llamaremos koningur siôur, cuyo significado es más complicado, pero vendría a ser: «rey menor». Así se han llamado tradicionalmente en Skhon a los reyes consortes masculinos, por contra a las reinas las denominamos karulien. A vuestro esposo lo llamamos Koningur o también mei koningur.

El príncipe Eiren asintió, se daba cuenta de que el pueblo que pronto tendría que considerar como propio era muy distinto en costumbres y tradiciones al suyo.

—Dime una cosa, Hispan, ¿por qué uno de los títulos de mi señor Karos es: Kon… koningur de los primeros nacidos, qué significa eso? —le preguntó Eiren costándole un poco la pronunciación de la palabra en la antigua lengua.

El embajador se rio y le dijo:

—Ah mei kuningiks, eso es porque nosotros, los anani, creemos firmemente que descendemos de los primeros hombres que fueron creados por Tetae. —Erien pensó que la afirmación era bastante audaz e incluso rayaba la blasfemia, pero se guardó muy mucho de demostrárselo al hombre que estaba a su lado—. Sé como puede sonar esto, mi señor —le dijo entonces el hombre como si le hubiera leído la mente—, pero es una creencia muy extendida entre mi gente y basada en un antiquísimo conjunto de historias transmitidas oralmente desde tiempos remotos.

—Me gustaría mucho, buen Hispan, si no te es muy molesto, que me hablaras sobre ellas.

—Son muchas las leyendas que versan sobre nuestro pasado, mei kuningiks. Os contaré alguna de ellas aunque abreviándolas mucho para no aburriros —le explicó el skhoniano.

Volvió a reírse y comenzó a describir historias de su país y, a hablarle, también sobre las distintas costumbres y tradiciones del mismo, mientras iban comiendo.

Habían retirado los pajes el tercer plato y se disponían a servir los postres, cuando al fin encontró Eiren la confianza suficiente para preguntar lo que tanta inquietud le producía.

Así supo que el rey Karos tenía un hermano menor y un par de primos muy cercanos a su corazón; uno de los cuales había sido nombrado custodio de esponsales y arribaría en unos días. Y otro primo no tan querido; dos primas, hermanas de este último, y sus tíos, padres de los tres. Siendo esa toda la familia que poseía dado que era huérfano de padre y madre.

Hablaron también de los gustos y aficiones de su prometido, pero Eiren no pudo dejar de notar que el embajador parecía desviar el tema del carácter de su señor cada vez que indagaba sobre este.

Tampoco consiguió que le informara sobre la vida galante llevada por el rey hasta la fecha, tema que preocupaba mucho al príncipe al ser nula su experiencia sobre cuestiones carnales y sacarle Karos nueve años de edad. Dudaba Eiren que un hombre joven de veintiséis años y en la plenitud de su fuerza, apuesto y viril, como lo mostraba el retrato que el viejo Adon le había enseñado hacía unos días, no hubiera tenido más de un romance siendo además el rey y señor del país.

Una vez acabada la cena, cuando ya los trovadores habían comenzado su actuación para amenizar a la corte con sus canciones e historias, el príncipe se despidió del embajador Hispan.

Solicitó seguidamente licencia para retirarse al rey Ethecon, sin ganas de continuar con la velada. Abandonó el comedor una vez le fue concedida.

Puso rumbo a su cámara sintiendo que necesitaba pensar en todo lo que había oído.

Por primera vez, desde que supiera de sus futuros esponsales, deseó el príncipe que el tiempo fuera más rápido y encontrarse por fin de camino hacia el vecino país y conocer personalmente al hombre con el que estaba destinado a vivir.

* * *

Y Por fin llegó el tan esperado día.

Un jinete atravesó esa mañana las puertas del castillo pasando por debajo del rastrillo al galope y frenó en seco al caballo tirando fuertemente de las riendas, tanto, que el animal casi se encabritó poniéndose sobre sus cuartos traseros.

Afortunadamente para quien lo montaba, un mensajero con los colores de la guardia de la cercana ciudad de Lybica, a dos jornadas a caballo de los peñascos de Murk, donde se asentaba el castillo real de los Cahurifel, el corcel estaba bien domado y su jinete era además un hombre de sangre fría y nervios de acero, porque consiguió dominarlo rápidamente sin que sus huesos acabaran en las duras piedras del patio de armas.

Etholen y Eiren se encontraban practicando con el arco junto a varios soldados de la guarnición, siendo observados por el comandante de la guardia real, Pellon. Los hermanos disparaban las flechas contra unas grandes dianas redondas de paja larga, y se reían bromeando entre ellos siempre que las saetas no terminaban clavadas dentro de uno de los círculos más cercanos al centro, cuando el mensajero hizo su accidentada entrada.

Todos los presentes se habían girado y se quedaron mirando como el hombre controlaba al animal. Una vez conseguido y habiendo desmontado, le tendió la riendas a un mozo de cuadras que se había acercado rápidamente, echó una mirada hasta ellos e hincó una rodilla en el suelo inclinando la testa sobre su pecho al mismo tiempo.

Así se quedó el hombre hasta que el comandante Pellon se aproximó y le dijo:

—Álzate soldado, y dime que nuevas portas.

El hombre se levantó y tras tomar aliento anunció:

—Señor, la comitiva procedente de Skhon con los custodios de esponsales está a once leguas de Lybica, donde el gobernador los ha invitado a hacer noche antes de proseguir viaje hacia aquí.

El comandante asintió y luego despidió al hombre, encaminándolo hasta las cocinas para que se refrescara y comiera algo, permitiendo al mismo tiempo que su montura también descansase antes de marchar de vuelta a su puesto.

Una vez se hubo alejado el mensajero, se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos hasta donde se encontraban los príncipes.

—Mis príncipes, los custodios del rey Karos se encuentran a pocas leguas de la villa de Lybica, harán noche allí y proseguirán su camino en la mañana —les comunicó—. Debo ir a dar las nuevas a vuestro real padre. Con vuestro permiso, mis señores.

Y tras decir esto, se dirigió hacía las escalinatas de la torre del homenaje.

Se miraron los hermanos en un silencio roto finalmente por el príncipe Etholen, el cual se giró y, echándole el brazo por encima del hombro a su hermanito, le dijo:

—Bien, Eiren, parece que pronto podrás conocer a tus custodios, ¿cómo te sientes ante eso?

Eiren simplemente no contestó. Siguió mirando hacia donde había desaparecido el comandante. Su cabeza era un torbellino de pensamientos en ese momento: Curiosidad, duda, inquietud ante lo desconocido; fueron algunas de las sensaciones que lo atravesaron.

Su hermano, al notar su evidente confusión, palmeó su hombro y continuó practicando, respetando así la privacidad que necesitaba Eiren en esos momentos. Sabía no obstante que en el momento en el que su pequeño hermano se repusiera de su desconcertado estado, acudiría a él antes que a nadie para desahogarse.

El príncipe Eiren se fue alejando en dirección al torreón de los trovadores.

Era el torreón llamado así porque allí se guardaban los instrumentos musicales y era donde se alojaban y comían, no solo los tres trovadores y los cinco músicos de cámara que residían permanentemente en el castillo, sino donde también se le cedía un camastro con colchón relleno de paja a los juglares errantes de paso que así lo solicitaban.

El joven Eiren era un visitante asiduo porque al príncipe le gustaba la música y el canto.

Allí se encontraba rasgando de forma distraída las cuerdas de un laúd sin llegar a comenzar realmente ninguna romanza, pensando en la próxima arribada de los custodios de su prometido y en cómo y quiénes serían, cuando lo encontró su hermano mayor, el príncipe Ethenion.

—Perdóname, Eiren, ¿te puedo robar unos minutos para hablarte? —preguntó mientras se acercaba—. Madre me ha pedido que te busque.

El joven príncipe levantó la mirada hasta su hermano de pie a su lado, dejó el laúd en el suelo, apoyándolo contra la pared y asintiendo una vez, contestó:

—Por supuesto, Ethenion, ¿en qué puedo ayudarte?

Se rio entonces este, algo poco común en su serio hermano mayor y que en contadas ocasiones había presenciado Eiren, ni siquiera ante las bufonadas de los juglares viajeros que ocasionalmente visitaban el castillo.

—Creo que más bien soy yo —le dijo Ethenion—, quien piensa nuestra señora madre que te puede ayudar a ti. —El heredero de su padre se quedó en silencio uno instantes y después le clavó la mirada largamente. Una vez pareció decidirse por una forma de comenzar, le preguntó—: Dime, Eiren, ¿qué sabes de lo que ocurre entre dos consortes masculinos una vez se retiran a su cámara tras la noche de bodas?

El joven se puso como la grana, su rostro era una máscara de rubor. No podía creer que su, habitualmente, grave hermano, le preguntará algo así.

Notando Ethenion su vergüenza frunció el ceño.

—Vamos Eiren, tienes diecisiete años. —Acabó por recriminarle el príncipe heredero—. Tus custodios de esponsales están casi a las puertas del castillo, así que creo que deberías tragarte tu turbación y aprender lo que no sepas, a menos que quieras que tu primera noche con tu esposo sea un completo desastre. ¿No crees?

—Sí, sí, Ethenion, tienes razón —respondió Eiren—. Es solo que me he sentido muy sorprendido ante tu pregunta. Francamente no me la esperaba viniendo de ti. Por favor discúlpame.

—Disculpado estás, hermanito. Ahora respóndeme —no cejó el príncipe en su deseo de respuesta y no le quedó más remedio al joven, por tanto, que intentar dársela.

—Oh, bue… no, la… bien ya sabes, yo… —Estaba claro que Eiren seguía sintiéndose mucho más turbado de lo que él mismo pensaba. Su hermano mayor lo miraba y se sentía cada vez más molesto y exasperado con cada balbuceo del joven—. Yo… no sé, he visto… a veces he visto… al… al ganado en los corrales, pero…

—Por los Dioses benditos y las garras de Arconi, el Dios demonio —acabó renegando Ethenion finalmente—. Eiren, ¿puedes hacer el favor de terminar una frase?, me estás poniendo nervioso. No es tan difícil, dime de una vez por todas si sabes o no cómo funciona la cosa entre dos hombres.

Terminó por salirle el genio a Eiren, se impuso a su embarazo y contestó con firmeza.

—No, hermano. No lo sé. Fuera de alguna ocasión en los corrales y las caballerizas, donde he visto a los animales montar a las hembras, nada sé sobre el sexo, ni entre hombre y mujer ni mucho menos entre dos hombres. ¿Satisfecho?

Ethenion se quedó primero estupefacto ante la contundencia de su pequeño hermano, para, a continuación, acabar estallando en risas.

—Por Arconi, el Dios demonio, hermanito. —Exclamó entre risas—. A fe mía que cuando quieres, te expresas con una elocuencia que haría llorar de rabia a un maestro de oratoria.

Ante eso, Eiren no pudo evitar unirse a su hermano en las risas, alegrándose de haber descubierto esa faceta contagiosamente divertida y celosamente oculta en su siempre serio hermano mayor.

Continuaron los dos hablando más distendidamente, y así fue como Ethenion acabó abriéndole los ojos a su hermano más joven sobre todo lo relacionado con el sexo entre hombres. Eiren le preguntó cuando algo se escapaba a su comprensión y su hermano le respondió sin cortapisas.

Para cuando habían terminado y el príncipe heredero se había despedido, cayó en la cuenta Eiren de algo que hasta ese momento le había pasado completamente desapercibido. ¿Cómo era posible qué, hasta donde él sabía, su hermano, tan poco inclinado hacia su mismo sexo, supiera tanto sobre lo que había que hacer para satisfacer a un hombre?

Sonriendo decidió el príncipe no indagar sobre algo que debía reconocer no era de su incumbencia. Y que probablemente tampoco conseguiría una amable respuesta, en caso de preguntarlo, por parte de su mayor y, ya comprometido en matrimonio, hermano.

Al día siguiente, al castillo llegó la noticia de que la comitiva con los custodios de esponsales llegaría a Gargoris para el mediodía, donde harían una parada para el almuerzo invitados por el gobernador de la ciudad, arribando a media tarde hasta allí.

Por tanto, fue a la hora quinta cuando la familia real en pleno, junto con toda la corte, se reunió en las escalinatas y aledaños de la torre del homenaje para ver la entrada de los custodios.

El comandante de la guardia real, Pellon, hizo formar a una compañía para rendir los honores, formados a un lado del patio de armas.

Los reyes y sus hijos, los príncipes y la dama Habidis, estaban en lo más alto de las escalinatas; en el escalón inferior a ellos, a la derecha, se encontraba el senescal del reino, Adon y, junto a este, el embajador de Skhon, Hispan. En el lado izquierdo el consejo del rey Ethecon en pleno. Más abajo, tanto a derecha como izquierda, el resto de los cortesanos que en esos momentos se encontraban en el castillo.

A los pies de la escalinata, ya en el mismo patio, esperaba el camarlengo del rey, Fruellin; quien sería el encargado de anunciarles las identidades de los custodios de esponsales elegidos por el rey Karos.

Los primeros jinetes, unos veinte, entraron en el patio; eran soldados de Skhon, vistiendo cotas de malla negras encima de jubones acolchados y, a su vez, cubriendo ambas piezas, unas túnicas también negras con el blasón del reino en sus pechos. Iban armados con una lanza, espada y daga al cinto, y portaban además un escudo redondo de madera y remaches de hierro a su espalda, y un casco de acero con protecciones para la nariz, completaba el equipo.

Tras estos venían cuatro portaestandartes, vistiendo estos tan solo túnicas sin cota de mallas bajo ellas, una mitad era negra y la otra dorada. Sujetaban con la mano izquierda las astas de los estandartes que les daba el nombre, en los que se podía ver el blasón de la casa real de Skhon, una negra cabeza de huargo[2], de ensangrentadas fauces retorcidas en una mueca feroz en campo de plata.

Por fin entraron en el patio los tres custodios, cabalgando unos vistosos corceles, dos de ellos de capa negra y el tercero alazán.

Eiren, sin poder aguantar más sus nervios ni la curiosidad que sentía, se aproximó al embajador Hispan para solicitarle le informara sobre la identidad y relación con su prometido que tenían los tres hombres.

Comenzó el embajador a desgranar la información solicitada, mientras los custodios desmontaban y se lavaban el rostro y las manos en unas jofainas que a tal efecto les acercaron otros tantos siervos, y se refrescaban el gaznate del polvo del camino con una copa de vino aguado antes de ser presentados por el camarlengo real.

—El primero es Orisses, comandante de la guardia real y barón del reino. Es buen amigo de mi señor el rey Karos —le dijo Hispan—. Hombre de su entera confianza, ha sido nombrado vuestro custodio mayor, por lo que os aconsejo, mei kuningiks, que os ganéis su confianza rápidamente.

El príncipe Eiren miró al tal Orisses, evaluándolo.

Era un hombre grande, de la altura aproximada de su hermano Etholen o incluso quizás un poco más alto. Con un cuerpo mucho más ancho y musculoso que el de su hermano. De pelo muy rubio. En su rostro grave, aunque hermosamente masculino, lucía una cerrada barba más oscura que su cabello. Aparentaba estar más o menos en sus treinta.

—¿Quién es el siguiente? —le preguntó a Hispan a continuación.

—Es el kuningiks Leukon, es primo de vuestro prometido —respondió el embajador torciendo el gesto, por lo que coaligó Eiren que no debía ser persona especialmente querida por él, confirmándoselo las siguientes palabras del hombre—. Haría bien mi señor, en vigilar a esa persona.

—¿Por qué lo dices mi buen Hispan?, ¿acaso, no es digno de confianza el primo de mi futuro esposo?

—Confianza es lo que le sobra desafortunadamente a él, mi señor —contestó algo molesto—. Su real primo, el koningur Karos, lo estima mucho al igual que a su hermano menor, el kuningiks Laro. Pero mi señor Leukon ha protagonizado algunos escándalos tiempo atrás, que llevaron al koningur a encarcelarlo en dos ocasiones e incluso estuvo la última vez a punto de enviarlo al exilio.

Pareció que el aludido supiera que se estaba hablando de él porque se volvió hacia ellos en ese momento y así pudo mirarlo bien Eiren.

Un hombre, alto, de al menos dos varas y algo menos de una cuarta y más fibroso que musculoso; su pelo era tan blanco, que con los últimos rayos del sol de la tarde parecía como si emitiera reflejos deslumbrantes. Sonrió a Eiren como si quisiera darle a entender con esa sonrisa que todo lo que le contara Hispan era cierto y aún se quedaría corto. Le gustó enseguida el hombre al pequeño príncipe.

—Si mi señor mira ahora, verá mejor al tercero de los custodios —le llamó la atención el embajador. Haciéndole caso miró al tercer hombre que en ese momento se había apartado ligeramente de los otros y conversaba con Fruellin, el camarlengo real—. Ese joven, mei kuningiks, es el capitán Tagus, de la guardia real, el segundo del comandante Orisses. Es también muy querido del koningur Karos. Un valiente soldado y mejor amigo. Os recomiendo mucho su amistad. En él, mi señor, podréis confiar vuestra vida sin temor a que os falle.

Eiren, sintió una fuerte sacudida por la sorpresa al fijarse en el más joven de los tres custodios. Era el hombre más apuesto que había visto en su vida. De cuerpo bien definido, con músculos finos y elegantes; un torso que se iba estrechando en forma de uve desde unos, no excesivamente, anchos hombros, hasta llegar a la deliciosa cadera y unas larguísimas piernas rectas como dos columnas. Su altura no era tanta como la de los otros dos hombres, no debía medir más de aproximadamente dos varas y cuatro pulgadas. Su pelo también era más de un castaño claro que realmente rubio. Desde la distancia a la que se encontraba el príncipe del hombre, no podía decir éste con seguridad cuál era el color de sus ojos, pero quiso creer que eran de color avellana.

—Veo Hispan, que te es muy preciado el capitán. —Le dijo Eiren, intentando disimular la impresión que le había causado el joven guerrero.

—En efecto, mei kuningiks, lo es. —Respondió amablemente el embajador, aunque no se le había escapado a éste la turbación del príncipe al ver a su atractivo recomendado—. Nada extraño, dado que es hijo de mi hermana y por tanto lo conozco y lo quiero bien.

En ese momento se acercaban ya los tres custodios junto con el camarlengo para que éste los anunciase a los reyes y a toda la corte.

Así lo hizo el hombre.

Y seguidamente pasaron todos al interior de la torre una vez se había llevado acabo el acto protocolario de presentación.

Ya dentro, mientras que el resto de la familia real, acompañados por los cortesanos, se dirigían hacia el gran comedor del castillo, donde se celebraría más tarde un banquete en honor de los insignes invitados, los reyes y su hijo; el príncipe Eiren, junto con el senescal, el embajador Hispan y los tres custodios, se retiraron a una sala más pequeña para poder hablar privadamente antes de reunirse con ellos.

Fue el rey Ethecon el primero en hablar, y lo hizo del siguiente modo:

—Mis señores, tanto la reina como yo mismo, os queremos agradecer el servicio que estáis a punto de realizar en beneficio de nuestro muy querido hijo, el príncipe Eiren. Sabed que lo que resta de la dote y que aún no ha salido de camino, está ya preparada para emprenderlo con vosotros.

—Es bueno saberlo, mi rey y señor —dijo el comandante Orisses—. Como custodio mayor, os garantizo que pondré todo de mi parte para que mi señor Eiren llegue sano y salvo a presencia de mei koningur. Empeño mi palabra en ello.

Eiren, entre tanto, no apartaba los ojos del apuesto capitán Tagus, con riesgo de caer en la más absoluta de las indiscreciones ante todos los presentes. Vino a salvarlo momentáneamente de esto, o eso pensó él, hasta que escuchó sus palabras y vio su posterior actitud, el príncipe Leukon, al adelantarse en ese instante y dirigirse directamente a él.

Kuningiks, si me lo permitís, debo deciros que sois aún más hermoso de lo que mi real primo me aseguró. Viéndoos en persona, comprendo ahora mejor los sentimientos que despertasteis en su corazón hace tan largo tiempo. —Le sonrió Leukon tras soltar el cumplido de tal manera que estuvo convencido, ahora sí, Eiren, que no se le había escapado al astuto hombre lo que sentía al mirar al capitán y se burlaba de él, mencionándole el «gran amor» que había inspirado en su prometido aun sin conocerle realmente.

Estaba claro que era un correctivo y una advertencia, todo al mismo tiempo, el cumplido de Leukon. Se ruborizó Eiren, pero encontró la fuerza necesaria para responderle.

—Primo. ¿Me permites que te nombre ya como tal, aunque aún no se haya celebrado el rito del matrimonio?

—Por supuesto, mei kuningiks, honor que me hacéis —respondió Leukon protocolariamente, pero sin poder ocultar o tal vez sin querer hacerlo, un tono socarrón que a Eiren mortificó.

—Lo primero que necesito que hagas es que prescindas del tratamiento —le dijo—. Estoy convencido, por lo que me han informado de ti, que no tratas a mi futuro esposo con tanta formalidad. ¿Me equivoco, primo?

Rio el príncipe Leukon de buena gana entonces, dándose cuenta de que en ese principito; pequeño, hermoso y atolondrado que al principio pensó que era, considerándolo un simple adorno, había más fuego de lo que se esperaba. Decidió, a partir de aquel instante, que iba a convertirse en un amigo y fiel defensor del jovencito.

—Es cierto, Eiren, a Karos, quien es más hermano que primo, lo trato mucho más familiarmente de lo que algunos buenos hombres aprueban. —Aquí miró de reojo Leukon al comandante Orisses, el cual tenía un gesto avinagrado en el rostro que no dificultaba a nadie el saber por quién iba la pulla soltada.

Fue precisamente el comandante quien puso fin al cruce de agudezas entre los dos príncipes, diciendo:

—Mis reyes, mei kuningiks. Os traemos en nombre de mi señor y koningur, unos presentes para vos, de los cuales ahora, si me lo permitís, os haré entrega.

Asintió el príncipe en silencio.

Se dio entonces la vuelta el comandante, dirigiéndose hacia la puerta y abriéndola, hizo entrar a tres mozos con los colores de Skhon, el negro y el plata en sus túnicas; cada uno de ellos portaba en sus manos sendas cajas de madera finamente labradas de distintos tamaños y formas.

Se acercaron éstos y después de hacerle una reverencia a Eiren, permanecieron estáticos ante él, en espera de que el joven tuviera a bien ir abriéndolas.

—Hijo mío, ¿no piensas ver lo que tu prometido ha elegido para ti? —dijo su madre, la reina Antheris, ante su aparente falta de iniciativa para mirar lo que contenían las cajas—. Confieso que a mí me puede la curiosidad.

—Sí, mi señora, por supuesto, solicito vuestro perdón, por un momento no he sabido superar la sorpresa. —Reaccionó finalmente el príncipe y abrió la primera de las cajas.

En su interior había un pesado medallón con una gruesa cadena, ambos de oro, grabado con la imagen de la cabeza de huargo de los Amarokiên, la familia real de su futuro esposo y blasón del reino de Skhon.

Eiren se sintió abrumado al pensar en lo que debía costar. Lo mostró a los demás y lo volvió a dejar en el interior de su estuche. Abriendo la segunda de las cajas a continuación.

En esta ocasión fue una hermosa daga con funda de oro y engarzada con piedras preciosas y con un enorme rubí en su pomo, lo que sacó.

—A fe mía que es realmente una magnifica pieza —dijo el rey Ethecon mirando la bella daga. El resto de los presentes estuvo de acuerdo—. Permíteme, hijo, que la vea más de cerca.

Así lo hizo Eiren, dejándola en manos de su padre.

—Señores, estoy abrumado con la generosidad de mi señor Karos. —Les dijo a los custodios y se dispuso una vez más a abrir la tercera y última caja.

Contenía esta una bella corona, era un cerco de oro de tres dedos de ancho y con tres piedras preciosas engarzadas al frente, un diamante negro y dos rubíes.

Tan solo el diamante ya debía valer una verdadera fortuna, dado que únicamente en las islas de la luna, al otro lado del Mar de las Perdiciones, existían las minas de las que los extraían.

—¡Oh, Eiren! Es preciosa —exclamó la reina al verla—. Mañana podrías ceñírtela cuando vayamos al trisquel[3] de la Diosa Amma para el ritual de esponsales. ¿No crees?

El príncipe asintió, aunque sin mucho convencimiento.

Y por fin, tras tratar otros varios asuntos relacionados con el tratado de alianza entre los dos reinos, se dispusieron a pasar al gran comedor para el banquete.

Eiren cavilaba sobre lo que ocurriría al día siguiente. Su boda por poderes y posterior viaje hacia su nuevo país.

Sus pensamientos no podían ser más contradictorios, por un lado, deseaba por fin estar frente al hombre con el que pasaría el resto de su vida; conocerlo y ver si despertaba en él un amor que en esos momentos estaba lejos de sentir. Por otro no podía dejar de apenarse porque a la mañana siguiente, finalizaría su vida entre los suyos.

Debería dejar atrás todo lo que conocía para enfrentarse a lo que su destino le hubiera preparado.

Eiren se levantó rayando el alba.

Hoy era un día importante, su boda por poderes tendría lugar en unas horas.

Pidió que le preparasen un baño, por lo que pronto hubo un transito constante de siervos llevando cubos con agua caliente para llenar la gran cuba de madera que previamente habían traído hasta su cámara.

Una vez terminó de bañarse, se reunió con su madre en la antecámara de ésta para desayunar con ella.

La buena mujer aprovechó la ocasión para darle unos últimos consejos y recomendaciones.

Pronto estuvo de nuevo el príncipe en su cámara, junto a su paje, eligiendo entre las varias túnicas que le iba mostrando cual vestiría para su boda.

Optó finalmente por una túnica de seda blanca, bordada con hilos de plata y perlas, que le llegaba hasta las rodillas; una sobrevesta sin mangas de color rojo, más corta, y unas calzas blancas que le cubrían las piernas hasta desaparecer bajo las botas de suave cuero teñido de rojo.

«¿Debería usar la corona que me ha regalado Karos?» Pensó el príncipe repentinamente. Decidió al fin que sí, por lo que le dijo a su paje:

—Thoren, saca la diadema del diamante negro. La voy a llevar.

—Ahora mismo, mi príncipe —contestó éste.

Y así, una vez estuvo listo se puso en camino.

Detrás del castillo, pero dentro de sus murallas, en el claro de un pequeño bosquecillo, se encontraba el trisquel de Amma, la Diosa de la fertilidad, y su hijo Raëico, patrón de los matrimonios, labrado el símbolo de las tres hélices unidas en una roca plana en el suelo.

Allí se encontró Eiren con su familia, los custodios y el resto de los invitados a la ceremonia.

El druida que realizaría la consagración los esperaba al otro lado de la roca.

Eiren se acercó junto a su padre, el rey Ethecon, colocándose ambos a la izquierda del viejo druida; Leukon y Tagus, este último representaría a su prometido en la boda por poderes, lo hicieron a la derecha.

El príncipe se ruborizó al ver una vez más la hermosa figura del joven capitán, el cual lo miraba con lo que le pareció a Eiren, un fuerte deseo de ser verdaderamente el novio con todos los derechos y no simplemente su representado.

Sonrió Eiren para sí, sin poder evitar vanagloriarse de la reacción que causaba en el guapo guerrero.

—Por favor mis señores, colocaos sobre el trisquel y tomaros de las manos —dijo el oficiante.

Así lo hicieron y cuando Tagus sujetó sus manos, sintió Eiren que el joven capitán exhalaba un apenas disimulado jadeo que le confirmaba su impresión de lo poco indiferente que le resultaba al hombre. «¡Dioses! ¿Por qué me alegro de eso?» se preguntó el joven príncipe; «esta no es mi forma de ser, yo no soy así, no debo ser así, es cruel y poco digno por mi parte».

Lamentablemente, la realidad se empeñó en llevarle la contraria.

La ceremonia prosiguió sin que apenas Eiren consiguiera entender las partes donde se le pedía que confirmara su acuerdo. En lo único en lo que podía pensar era en la calidez de las manos de Tagus sujetando las suyas. Era claro, que comenzó a sentir el poder de seducción que tenía gracias a su físico y, no podía evitar un cierto estado de euforia en su interior.

Cuando el viejo druida finalizó su oficio y le pidió al joven capitán que besara sus labios; Eiren, pensó con algo de culpa, que le gustaría profundizar el beso y conocer lo que se sentiría al recibir un verdadero beso pasional. Rápidamente descartó el pensamiento, asustado por su osadía.

Tagus se inclinó acercando su rostro, le clavó, apenas por un instante, una ardiente mirada de sus profundos ojos castaños.

—No temáis, mi bello señor, no soy yo quien os besa para mi pesar —le susurró insolentemente con una pequeña sonrisa torcida en su boca. Y entonces sus labios se posaron suavemente en los de Eiren.

Eran cálidos, firmes y dulces. El príncipe se sorprendió de cuanto llegó a gustarle sentir esos labios sobre los suyos, y justo cuando ya creía que ese íntimo y estremecedor contacto iba a finalizar, notó la punta de la lengua del capitán rozarle el labio superior como despidiéndose.

—Que el Dios Raëico bendiga está unión y una sus almas con fuerte nudo por siempre —proclamó el druida.

¡Aoi! ¡Aoi! ¡Aoi! Gritaron los presentes.

Tras esto, todos volvieron sobre sus pasos en dirección al gran comedor donde se iba a celebrar el banquete de bodas.