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Una bienvenida llena de dolor

EIREN Y KAROS

Castillo de Rocanegra

Sede real de los Amarokiên

I marca central

Skhon. Año 763 de la IV Era

Segundo día de octabriêll

Las torres del castillo eran ya visibles desde donde se encontraban, Eiren dejó escapar un suspiro de alivio ante su vista. El viaje desde las tierras del mediodía les había llevado aún menos tiempo que el de ida, tan solo nueve días después de zarpar habían tardado en arribar al puerto fluvial de Iesso. Una afortunada combinación de vientos favorables y una fuerte corriente marina, según le explicó el capitán Abiner al joven rey consorte, era la causa del logro.

Eiren pensó que el socarrón marino pretendía ser modesto al no mencionar que ante la urgencia de la situación de su rey, los marineros skhonianos habían decidido utilizar muy liberalmente la fuerza de sus brazos con los largos remos, por lo que el dragkis más que navegar, había parecido volar sobre las olas.

Fuera por la razón que fuera, Eiren estaba muy agradecido a los leales hombres, así que había decidido recompensar a cada uno de los marinos con dos Doblas de oro, y tres para el piloto. El gesto le había costado recibir una gran ovación por parte de los felices marineros, lo que hizo que el consorte real se ruborizara como un adolescente de catorce años en su rito de hombría.

Durante el trayecto de vuelta Eiren había tenido la oportunidad de tratar mucho a la hermana Geseladin. Comieron y cenaron juntos todos los días, unas veces solos y otras acompañados por Orisses, Eurol, y el capitán Abiner. La mujer había sido toda amabilidad y sonrisas, pero pronto se percató el rey consorte que ni el comandante ni el sanador, simpatizaban especialmente con ella. Su propia percepción de la, por otro lado, indiscutiblemente hermosa joven, seguía siendo muy confusa.

Un par de incidentes desagradables ocurridos durante la navegación le preocupaban mucho en cuanto al carácter de su elegida. El primero fue el más grave. Geseladin acusó a un joven marinero de propasarse verbalmente, y exigió que fuera duramente castigado por ello. Aunque a Eiren en principió le indignó el sucio comportamiento del tripulante cuando la mujer le informó de cómo había actuado y de lo que le había dicho, en el interrogatorio al que sometió al marinero descubrió una versión muy distinta.

Con todo, la falta parecía ser real, por lo que no le quedó otro remedio que aceptar que la hermana procreadora tenía derecho a una reivindicación. Lo que no se esperó es el castigo que la joven eligió como pago y que no fue otro que ser azotado delante de todos sus compañeros, recibiendo veinticinco latigazos en la espalda.

El rey consorte estaba horrorizado, pero según la ley skhoniana, la parte agraviada tenía cierto derecho en la elección de la pena. Con todo Eiren rebajó el número de azotes a diez.

El segundo incidente lo protagonizó Hanon.

Ocurrió que un día en que el rey se dirigía bajo cubierta para buscar a Geseladin y preguntarle si quería disfrutar de las piruetas realizadas por una manada de delfines delante de la proa del dragkis, se encontró ante una insólita escena. En el momento en que se acercó a la puerta entornada de la cabina, Eiren escuchó como la mujer advertía a Hanon, llamándolo esclavo entrometido, que se mantuviera apartado de ella o se ocuparía personalmente de que el muchachito volviera con su antiguo amo más rápido de lo que tardaría en pronunciar la palabra libertad, propinándole un guantazo a continuación.

Cuando un indignado Eiren entró en la cabina y le recriminó duramente su crueldad para con el chico, ella se defendió diciendo que había pillado a Hanon jugueteando con su caja de aceites, olisqueándolos y haciendo que se diluyera su esencia, por lo que había sobrereaccionado, pidiéndole al rey la disculpara por su falta de contención.

Lo más curioso del caso es que llegada la hora de la cena, cuando Geseladin se presentó, Eiren olvidó completamente el enfado que aún sentía hacia la mujer. Todavía, en ese momento, ante el castillo de su esposo, el joven rey no podía comprender como desapareció tan repentinamente su irritación por lo presenciado ese día. De más está decir, que Hanon no osó acercarse de nuevo a la hermana procreadora en todo el tiempo que duró la travesía, incluso ahora, el muchachito iba cabalgando detrás de Eurol, lo más alejado de ella que podía.

En el patio del castillo se sorprendieron los viajeros cuando llegaron ante el lúgubre ambiente que parecía reinar. Eiren se esperaba que al menos Karos lo recibiera en la entrada de la torre del homenaje, pero no había ni rastro de su esposo. Fue dentro de la misma torre cuando por fin se acercó alguien a darles la bienvenida. Siendo Luton, el camarlengo real, quién se aproximó inclinándose profundamente ante Eiren y pronunció las palabras rituales. El aspecto del hombre desentonaba tanto con lo que acababa de pronunciar que el rey, sin poderse contener más, le preguntó:

—Buen Luton, ¿qué ha pasado, por qué pareces como si hubiera muerto alguien?

Al viejo servidor de los Amarokiên se le descompuso visiblemente el rostro y tras tragar el nudo que tenía en la garganta, respondió:

Koningur siôur, nadie ha fallecido, pero lamento informaros que poco falta para que eso cambie.

Eiren notó perfectamente el momento exacto en el que su corazón dejó de latir «Dioses por favor que no sea Karos». Tras un instante de duda se afirmó sobre sus pies preparándose.

—A qué te refieres, habla sin tapujos, te lo ruego Luton.

—Es el kuningiks Kaisaros, me’hs… —el grito de Orisses negando cortó de golpe lo que iba a decir. Eiren se dio la vuelta para ver como el comandante echaba a correr claramente en dirección a la cámara de su cuñado. El rey consorte miró a continuación a Geseladin y a los otros y le dijo a Luton.

—Por favor Luton, mira de aposentar cómodamente a la hermana procreadora Geseladin, ella es mi vientre elegido —y sin más salió en persecución del comandante. Eurol no se lo pensó y corrió también tras el rey. Entonces Hanon miró fugazmente a la mujer y pensando que por nada del mundo se iba a quedar donde no estuviera al menos su protector Eurol, hizo una inclinación de cabeza y también él, echó a correr.

Lo que Eiren vio al entrar como una exhalación en la habitación en la que segundos antes había visto desaparecer a Orisses le causó una profunda conmoción. Su esposo, el fuerte hombre seguro de sí mismo, se encontraba hundido en una silla junto al lecho de su hermano, con los codos apoyados sobre sus rodillas y su rostro enterrado entre las manos. Cuando levantó la cabeza para mirar a quienes habían entrado, se dio cuenta Eiren de lo demacrado y ojeroso de su semblante.

Tenía los ojos muy enrojecidos, evidentemente de haber vertido innumerables lágrimas, su tez, era un eufemismo decir que no tenía demasiado color, más bien recordaba la de un cadáver.

Karos se puso rápidamente en pie y se quedó mirando a su joven consorte e hizo un patético amago de sonrisa para enseguida trocarla por una mueca de dolor y llenarse sus ojos de lágrimas. Eiren no se lo pensó y corrió a abrazarle, enterrando su rostro en el musculoso pecho del rey.

—Eiren, Eiren, mi amor, mi vida —le decía Karos mientras apoyaba su mejilla sobre el dorado pelo de Eiren.

Antes de que él pudiera responderle oyó la desgarrada voz del comandante.

—Kai, despierta. Soy yo, Orisses, despierta mi dulce niño —le decía mientras peinaba el pelo sin brillo del inconsciente príncipe—. ¿No me oyes, Kai?, soy yo, Orisses, por favor, mírame, ya estoy de vuelta. Mei kuningiks, por favor, tienes que despertar… —continuaba, aunque para entonces su voz apenas se entendía debido al llanto que casi lo ahogaba.

Su cuñado era una sombra del alegre joven que había dejado Eiren días atrás. Había perdido mucho peso y, pese a que su rostro parecía tranquilo, estaba también como el de Karos, falto de color. Un paralizante miedo fue asentándose en las tripas de Eiren. Comprendió ahora por qué el camarlengo había hablado como lo hizo. La vida de Kaisaros pendía de un hilo muy fino.

—¿Qué es lo que le ha pasado, Karos? —preguntó a su esposo el rey.

Este pasó a explicarle tanto a su amigo Orisses, como a su consorte lo ocurrido. El ataque sufrido por su hermano, primero, sus días de sueño inducido, después, y finalmente lo que habían descubierto para desesperación de Karos, y la de todos los habitantes del castillo. El casi conseguido intento de terminar con su vida. Fue una dura prueba para el rey el tener que revivir los acontecimientos que habían desembocado en la actual situación de su hermano menor.

—¿Dónde están Leukon y Laro? —preguntó Eiren al rey cuando notó la ausencia de los dos príncipes.

—Leukon está camino de las marcas del norte, junto con Alucio. Van a reunir tropas. Laro partió hace once días con la misma misión, y ahora ya debe estar cerca de las Costas del ámbar —le respondió Karos.

—¿Qué dice Balkar, mei koningur, cuando cree que pueda despertar tu hermano? —preguntó Orisses con quebrada voz, cuando Karos finalizó de relatar todo lo sucedido.

El rey movió la cabeza negativamente y luego contestó:

—Nadie puede saber eso, ni siquiera si Kai será capaz o tendrá tiempo de despertar. Su cuerpo está ya muy debilitado. Lleva así diecisiete días, y todavía no ha habido ni el más pequeño indicio que indique una próxima recuperación de su consciencia.

—¿Diecisiete días sin comer ni beber? —le preguntó Eiren sin poder creer que el príncipe hubiera aguantado tanto.

—No exactamente; Balkar lo alimenta tanto como puede con una mezcla de vino con yemas de huevos y leche, que le introduce poco a poco por mediación de un pequeño embudo, pero no cree que con eso sea suficiente para mantenerlo mucho más tiempo —explicó Karos volviendo a rompérsele la voz al final.

—¿Y tú, mi amor?, por tu aspecto agotado no parece que hayas descansado tampoco demasiado, ¿cierto? —le dijo Eiren al rey. Karos simplemente movió lentamente la cabeza negando sin dejar de mirar el cuerpo de su hermano—. Está bien, ahora por favor vamos a tu cámara, debes tomar un baño y comer algo. A mí tampoco me vendrá mal, y podré contarte mientras te ayudo en el baño, todo lo acontecido en nuestro viaje.

El rey parecía que se iba a negar, por lo que Eiren tiró de su brazo y comenzó a sacarlo de la habitación. En voz baja le dijo que Orisses agradecería unos momentos de intimidad con su hermano, lo que fue determinante para que Karos se dejase convencer.

Justo antes de salir el rey pareció recordar algo, y dándose la vuelta, miró a Orisses y metiendo su mano dentro de la sobrevesta de cuero que vestía, sacó un pliego de pergamino y se lo alargó al comandante.

—Kai escribió esto para ti, en otra destinada a mí me pedía que te la entregara.

Y sin más salió de la habitación.

Cuando el comandante se quedó a solas con Kaisaros, no pudo contenerse y besó en la boca al príncipe. Había deseado durante tanto tiempo sentir los labios del joven, que al notar la falta de reacción y la poca calidez, un nuevo sollozo le atenazó la garganta.

Se separó del yacente cuerpo, y tras refregar duramente sus ojos para limpiarlos de lágrimas, se dispuso a leer lo que Kaisaros le había escrito.

Le bastó ver el encabezamiento y las primeras líneas para que una sensación de vértigo hiciera que tuviera que dejar la lectura. «Imbécil, estúpido lerdo, eres un bastardo estúpido, todo este tiempo te ha amado y tú, pedazo de atontado insensible no te has enterado» se recriminó así mismo con furia. «Oh mi pequeño y dulce kuningiks, perdóname. Mi maldito nacimiento me impidió decirte lo que te he amado desde hace años».

El duro guerrero no pudo contener por más tiempo su pena y su culpa por lo ocurrido con el gentil príncipe. Comenzó a llorar desgarradoramente. Lloró por las oportunidades perdidas, y también por su inseguridad consecuencia de su nacimiento ilegítimo. Lloró por las veces que se llevó al lecho a una doncella para intentar quitarse de su cabeza a Kaisaros sin resultado alguno. Pero sobretodo lloró por el corazón lastimado del que ahora sabía lo había amado en silencio desde hacía mucho tiempo.

Este último motivo curiosamente fue el que lo llevó a parar de autocompadecerse y, haciendo un sobrehumano esfuerzo, se controló lo suficiente para volver a mirar el pliego que yacía a sus pies, donde había caído cuando lo soltó para cubrirse la cara con sus manos. Lo recogió y comenzó a leer.

Una tierna sonrisa señoreó en sus labios cuando leyó el recuerdo sobre su caída, cuando lo llevó hasta el viejo sanador real cargándolo en brazos todo el camino. «Entonces no te veía más que como el pobre hermanito de mi amigo» le confesó mentalmente a Kaisaros. «En mi caso el amor brotó como un géiser la noche de tu decimoquinto cumpleaños, cuando en el banquete, tu padre, creyendo que te hacía un favor, te hizo tocar la lira ante todos los convidados. Oh Kai, te veías tan joven e inseguro, pero tan hermoso al mismo tiempo, con tus mejillas sonrosadas cuando levantaste la mirada y la cruzaste durante un segundo conmigo. Cómo no iba a caer enamorado de ti».

Continuó leyendo la misiva Orisses y sus lágrimas fueron manchando el pliego. «¿Tanto dolor, Kai, te he producido tanto dolor?».

Cuando llegó al voto por su feliz matrimonio con una mujer, el comandante volvió a sentirse como un despiadado canalla, porque se dio cuenta de que una de las razones por la que Kaisaros nunca le hizo ver lo que sentía por él, debía ser que pensó que no estaba interesado en su mismo sexo. «Que equivocado estás, mi amor. Nunca he estado con un hombre porque solo a ti he deseado. Podía ir con cualquier mujer, pero no significaron más que un vulgar desahogo. Únicamente a ti he amado. Por eso no quise manchar mi amor con ningún otro».

Dejando la carta a un lado, Orisses se sentó en el borde de la cama y volvió a besar al príncipe en los labios.

Eläoir, tienes que esforzarte por regresar de donde quiera que te hayas ido. Te necesito, Kai —le dijo al oído—. No me dejes por favor mei kuningiks, no me dejes sin ti ahora que te he encontrado.

Lamentablemente Kaisaros no pareció escuchar la suplica desesperada que el amor de su vida le estaba haciendo.

El comandante se tendió en la gran cama al lado del joven cuerpo, lo abrazó y le continuó hablando con su boca pegada a su oído. Esta vez no utilizó las suplicas, que tan pobre resultado habían demostrado; no, esta vez lo que hizo fue ir recordándole sus vivencias en común. Cada uno de los recuerdos que tenía el duro y serio militar sobre las veces en las que había disfrutado con los momentos en los que juntos habían conversado de cualquier cosa.

Y así continuó, tendido al lado de su amor, notando el poco calor que desprendía el pequeño cuerpo y prestándole el suyo para calentarlo.

* * *

Eiren hizo que su esposo, el rey Karos, se sentara a la mesa en su antecámara cuando llegaron a esta. Pidió a Mucro que trajera una cena ligera para dos de las cocinas y le ordenó que avisara que preparasen el baño para el rey y para él.

Mientras esperaban fue contándole sus peripecias vividas en el viaje hasta Uxama, con la intención de distraer su mente de la situación de Kaisaros.

Hubo un momento de risas cuando Eiren le relató la experiencia vivida con el gordo primer arconte de la ciudad sagrada, el príncipe Zuqaqip. Aunque Karos se indignó también cuando supo del patético intento de seducción que el mandatario había realizado para conseguir llevar a su consorte al harén.

—Ese desgraciado ni se imagina lo cerca que estoy de bajar hasta su palacio y colgarlo de las murallas de su «divina» ciudad —le dijo Karos indignado.

—No merece la pena la molestia, mi amor, además ya tenemos la amenaza de guerra con Sekaissa, por lo que mejor no nos metamos en dos disputas a un mismo tiempo, ¿no te parece? —medio bromeó Eiren—. Ese gordo de Zuqaqip no consiguió otra cosa que no fuera una humillación de mi parte. Olvidémonos por tanto de su existencia.

Karos, con algo de renuencia, decidió ceder y le preguntó por su visita a la casa de las matres de Amma. Su consorte le contó todo con detalle, y le habló de cada una de las candidatas que le habían presentado. Especialmente de su extraña reacción con la hermana Adalis.

Llegó la cena y ambos esposos comenzaron a comer, Karos más reacio que Eiren al principio, pero finalmente pareció que se le abrió el apetito, porque terminó acabando con todo su plato de carnes, y aún picó del de su esposo entre risas y guiños cómplices.

Mientras iban cenando, los siervos colocaron la gran bañera de madera en la cámara real y fueron llenándola con cubos de agua hirviendo que iban subiendo desde la cocina.

Entre tanto, en la habitación de Kaisaros, Orisses seguía acostado junto al príncipe, abrazándolo y besando su rostro, sus labios y sus ojos, mientras lo llamaba una y otra vez. Le pedía que despertara y lo mirase, unas veces tiernamente y otras en cambio con rabiosa autoridad.

Ni lo uno ni lo otro daba ningún resultado, por supuesto. El príncipe permanecía perdido en algún lugar muy lejano.

Eurol, que había permanecido en la antecámara de Kaisaros, decidió entonces volver a entrar y mirar de hacer que el desolado comandante consintiera en dejar al yacente príncipe, al menos el tiempo suficiente para comer algo y darse un baño; quizás incluso dormir unas horas, antes de que continuara con sus llamamientos para conseguir traer de vuelta al joven inconsciente.

Orisses notó la silenciosa entrada del joven sanador, pero no hizo amago de cesar en su lucha por despertar a su pequeño señor, al amor de su vida.

—Mi querido amigo, de nada sirve lo que estás haciendo. Acabarás por enfermar tú también —le dijo Eurol.

El comandante le clavó una dolorosísima mirada. Al joven sanador le rompió el corazón ver el inmenso dolor que expresaba su amigo a través de sus ojos. Se sintió enrojecer solamente por ser testigo de la completa destrucción del fuerte espíritu del aguerrido hombre.

—Por favor Eurol, tráelo de vuelta, por favor, te lo suplico —le pidió entre lágrimas Orisses—. Sé que tú podrás hacerlo. Te lo ruego amigo mío, devuélvemelo. No puedo vivir si no lo tengo a él.

Al sanador se le llenaron también los ojos de lágrimas. Desde que atendió sus heridas en los vados del Sequere, y más tarde durante el viaje hasta el castillo, en el joven había ido creciendo una profunda admiración por el sensato y grave hombre. Un profundo sentimiento de amistad fue creciendo dentro de él. Incluso por un breve tiempo pensó que esa amistad podría trasformarse en otra cosa. Había sido un espejismo, puesto que muy pronto fue consciente de que el corazón del alto y robusto guerrero ya había sido entregado a otra persona.

Era ahora evidente, la identidad del afortunado poseedor del mencionado corazón.

—Eurol, ayúdalo por favor. ¡Oh Dioses, ¿es que nadie va a hacer nada?! —Finalizó soltando un desgarrador reniego el hombre—. Usa tus dones, por favor Eurol, te daré todo lo que quieras. Tráele de vuelta te lo ruego, tráele, trá… ele por favor… tráele conmigo de nuevo, por fav… —La lastimosa cantinela se fue apagando entre estremecedores sollozos. El sanador se percató entonces de que si no hacía algo, la cordura acabaría abandonando la mente de su amigo quizás para siempre; tanto era el dolor que estaba soportando por la situación de su inconsciente amor.

Valorando las distintas posibilidades, Eurol enfocó su mente hacia dentro. Profundizó más y más y más, hasta llegar a un lugar secreto y desconocido para muchos de sus colegas sanadores, aunque no para todos. Allí en lo más profundo de la mente, vio una pequeña llama azul. Cualquiera que lo mirase ahora, sencillamente vería a un joven de pie, con los ojos cerrados y una concentrada expresión en el rostro.

Pero eso sería una falsa percepción de lo que estaba ocurriendo en el interior del sanador. La verdad era que Eurol había mandado a su mente ante la presencia de Taut, la divinidad de la curación. El piadoso Dios que, eones atrás, implantó en los sanadores el poder de curar.

Eurol en su forma mental pura, se presentó ante la llama azul, que él sabía era la imagen que Taut elegía presentar en las comunicaciones con sus iniciados.

«Vengo a ti, Bendito Padre, para rogar tu ayuda y misericordia» —le dijo Eurol al Dios—; «Necesito de tu consejo ante un problema que se me plantea».

«Sé lo que vas a pedir y en ti está el poder de solucionarlo, pero recuerda joven Eurol, el don no es gratuito; deberás pagar el precio que conlleva su uso, ¿estás dispuesto a aceptar el pago por gravoso que sea?» —le contestó la pequeña llama azul.

«Lo estoy, Bendito Padre. Pagaré lo que me pidas».

Un escalofrío involuntario recorrió la columna del joven sanador. Orisses no sabía por qué su amigo se había quedado en silencio. Al notar la falta de respuesta del joven, había levantado la cabeza y ahora miraba al sanador, que permanecía ahí, al lado del lecho con los ojos cerrados. El comandante intuyó que algo fuera de lo normal estaba a punto de suceder al notar el estremecimiento de su amigo, pero no sabía qué podría ser. Un miedo paralizante comenzó a extenderse por sus miembros.

«Si estás decidido, te voy a decir lo que deberás hacer para curar al joven enfermo. Presta atención Eurol» —continuó explicándole el Dios—. «La cura y el precio son uno y lo mismo. La sanación vendrá a través de tu fuerza vital. Entrégasela al durmiente, transmitiéndosela con tus manos, pero primero entra en su mente donde está aprisionado y libéralo. Elimina los restos del veneno de su organismo con la llama de tu espíritu. La fuerza vital que utilices, serán años de vida que vas a perder, Eurol, debes ser consciente de eso para no desprenderte de una cantidad excesiva. ¿Me has comprendido?»

«Lo he hecho Bendito Padre. Gracias por tu don, y gracias por tus enseñanzas» —respondió el sanador a la llamita azul.

«Ve ahora y cumple con tu destino» —lo despidió Taut.

La mente de Eurol fue volviendo lentamente, subiendo desde las profundidades a las que se había desplazado. Abrió los ojos y miró al comandante cuando retornó completamente a la superficie. El hombre también lo miraba. Un millón de preguntas parecían acumularse tras la dolorosa observación.

—Necesito quedarme a solas con el kuningiks, Orisses —el comandante estaba apunto de negarse cuando Eurol continuó explicándole—. Debes confiar en mí, amigo mío, nadie puede ver lo que voy a hacer, por tanto tendrás que evitar que me interrumpan mientras traigo de regreso al kuningiks Kaisaros.

Esas palabras, que tanto deseaba escuchar Orisses, decantaron la decisión. El hombre se levantó del lecho tras besar los inertes labios del joven dormido, y echándole una última mirada, salió de la cámara en silencio. Cerró la puerta y se colocó ante ella, dispuesto a impedir al precio que fuera la interrupción de lo que Eurol se dispusiera a realizar.

Eurol se preparó mentalmente. Concentró su hirviente poder, acumulando la cantidad necesaria que iba a necesitar.

Cuando estuvo seguro de que contaba con el poder suficiente en su cuerpo, se acercó al lecho y subió en el mismo. Se colocó sentado sobre sus talones junto al dormido cuerpo del príncipe, y tras concentrarse una vez más, frotó las palmas de sus manos una contra la otra. No pretendía simplemente calentarlas, sino que estaba forzando a su don a surgir.

En el momento que notó una débil luz azul que parecía emanar de estas, las colocó completamente extendidas a los lados de la cabeza de Kaisaros, justo por encima de las orejas del joven, y con un doloroso esfuerzo, comenzó a buscar los rastros del veneno de la adormidera en el castigado organismo del príncipe.

Una vez eliminó la venenosa sobredosis ingerida por Kaisaros, el sanador buscó a la confundida mente de este. La encontró en un lugar profundo y comenzó a llamarla.

Si alguien pudiera ver con la vista real lo que Eurol estaba viendo con su tercer ojo, habría sido algo como: Un vasto y espeso campo de plantas de adormidera, entrelazándose unas con otras, como formando una muralla viva. En su centro mismo, el sanador fue notando la apagada luz de la mente del príncipe conforme se aproximaba peleando con las plantas que intentaban obstaculizar su avance.

La mente de Kaisaros fue adoptando lentamente la forma de su cuerpo humano, despacio, como no siéndole fácil recordar como era en el mundo real. Cuanto más cerca se encontraba el sanador del príncipe, más nítida se hacía la silueta de Kaisaros. Hasta que ambos jóvenes se encontraron uno frente al otro. Eurol percibió el profundo terror que sentía el pequeño muchacho que era la mente del príncipe. Sintió compasión por el dolor y la confusión que percibía en él.

Con infinita paciencia, el sanador tranquilizó la asustada mente de Kaisaros. Sin palabras le habló, diciéndole que nada debía temer, que él había ido a buscarlo para señalizarle el camino de vuelta al lugar donde le correspondía. Le pidió que confiara en él, que al otro lado le esperaba Orisses, el cual sufría mucho con su ausencia. Poco a poco fue ganándose Eurol la confianza de la frágil mente, hasta conseguir que sujetara su mano para dejarse llevar por el sanador.

Durante todo el tiempo, Eurol notaba como el reloj de su vida iba perdiendo días, meses y años, pero no por eso intentó acelerar el proceso de recuperación. Se había comprometido con su amigo en que sanaría a hombre al que amaba profundamente, por lo que continuó trayendo de regreso a la mente calmadamente.

Por fin, después de lo que pareció una vida entera, el Kaisaros real abrió los ojos y miró asombrado a un demacrado Eurol arrodillado junto a él.

El príncipe desorbitó los ojos justo antes de que se le llenaran de lágrimas, consciente del enorme sacrificio que el sanador había realizado.

—¿Por qué, Eurol? —preguntó simplemente.

—Por mi amigo, me’hssur, al que quiero y respeto —le respondió—. No, no lloréis mi joven kuningiks. El precio que habré de pagar lo podréis compensar haciendo feliz a Orisses. Él no merece menos.

Las lágrimas de Kaisaros iban deslizándose por sus mejillas de manera imparable. Tantas veces sintió celos del hombre que estaba ahora a su lado, un hombre al que gracias al sacrificio de años de vida perdidos, tendría él una nueva oportunidad para vivir, que una profunda pena y arrepentimiento lo embargaba. Y continuó llorando sin histrionismo alguno, simplemente dejando que sus ojos continuaran derramando un océano de calientes lágrimas.

—Shss, mei kuningiks, no sigáis llorando, debéis dormir. Me’hssur tu mente ha pasado por una dura prueba, y la mejor forma de que se recupere es un plácido sueño real. Os despertaré en unas horas para que os alimentéis. Ahora dormid, mei kuningiks. Dormid.

Curiosamente las palabras de Eurol se convirtieron en un mandato imposible de ignorar para Kaisaros. El entristecido joven cayó en un apacible sueño, lejos de la clase que había tenido hasta la intervención del joven sanador.

Sin poder contenerse, y no queriéndolo hacer tampoco, Eurol se inclinó y apartando suavemente los rubios cabellos, depositó un tierno beso en la sudorosa frente de Kaisaros. Después se levantó de la cama y se encaminó hasta la salida.

Orisses se dio la vuelta rápidamente al notar que se abría la puerta. Eurol levantó una mano conteniendo la pregunta no realizada por el comandante.

—El kuningiks descansa ahora. Déjalo que duerma, voy a encargar una cena especial para que la coma cuando despierte.

El duro y alto guerrero sorprendió a Eurol con lo que hizo a continuación. Cayó de rodillas ante él y llorando como un niño pequeño repitió una y otra vez:

—Gracias, Eurol, gracias, graci… gracias, grac… ias… —Acabó por ahogarle el llanto por lo que no pudo continuar agradeciéndole al asombrado y emocionado hombre.

Hanon lloraba también en un rincón de la antecámara, sin saber muy bien el porqué. Aún no conocía al príncipe, pero sí que había aprendido a apreciar la bondad que tras su seria actitud, tenía el comandante. Era por esto que su pecho se henchía de alegría por la noticia de la recuperación del joven amor del apreciado y admirado guerrero.

—Levántate por favor amigo mío —le pidió Eurol a Orisses—. No continúes, te lo ruego. Serénate y alégrate, en breve podrás reunirte con el kuningiks Kaisaros. No querrás que te vea con los ojos hinchados, ¿verdad? —Terminó por bromearle el joven sanador. Cuando notó la presencia de Hanon, le dijo—: Por favor Hanon ayuda al comandante y mira que se lave las lágrimas. Volveré enseguida, en cuanto encargue cuatro buenas cenas. Vamos a tener un pequeño banquete de celebración en la mismísima cámara del kuningiks.

El muchachito se frotó sus lacrimógenos ojos y, poniéndose de pie, corrió a obedecer las instrucciones del sanador.

Mientras eso ocurría en las habitaciones de Kaisaros, en la cámara real, Eiren y Karos continuaban cenando y hablando, ajenos completamente a los recientes acontecimientos.

Mucro salió de la pieza principal y se aproximó a la mesa donde comían los monarcas.

Meûm koningar, el baño está preparado —les anunció el paje.

—Bien, gracias Mucro, puedes retirarte, yo mismo ayudaré en el baño al rey —contestó Eiren con una sonrisa y dándole un guiño al joven paje, el cual comprendió perfectamente que no debía aparecer por la cámara hasta que no fuera llamado.

Acabada la cena y con el baño listo, los esposos entraron en la habitación y tras ir desnudándose el uno al otro, se hundieron en la bañera, comenzando a lavarse con la ayuda de una esponja y la pastilla de jabón compuesto de grasa de cabra y cenizas de abedul.

—Te extrañé tanto estos días, mi amor —le dijo Karos a su joven esposo mientras lo abrazaba—. No sé ni cómo he conseguido atravesar la zozobra que me atenazaba el corazón todo este tiempo.

Eiren lo besó en los labios y comenzó a aclarar su piel llevando agua con sus manos ahuecadas. Se sintió más tranquilo al ver que esta iba recobrando su buen color tras el relajante baño. Prácticamente toda la palidez había desaparecido del masculino rostro de su esposo.

Karos lo levantó y lo colocó sobre su regazo, besándolo apasionadamente, profundizando con su lengua en la boca del joven. La lujuria en ambos hombres no tardó en desatarse. Los húmedos besos y el duelo de lenguas fue el preludio para pasar a las caricias más subidas de tono. Eiren soltó un largo gemido cuando Karos comenzó a chupar y morder sus tetillas. La boca de su esposo era mágica, el consorte real siempre que recibía ese tratamiento por parte del rey sentía que un íntimo calor le recorría hacia abajo su espinazo, hasta pasar por entre los cachetes de su culo para terminar instalándose es su escroto, que acababa ajustándose casi hasta el punto del dolor. Al joven le encantaba la sensación.

No tardó mucho más Karos en levantarlo y apartarlo de su cuerpo hasta conseguir la distancia adecuada para tragarse el endurecido miembro de Eiren. La fuerza que el hombre necesitaba para soportar su peso solo con sus brazos, lo hacía enloquecer, aunque la lengua de Karos rozando y lamiendo su frenillo y la base de la bulbosa cabeza de la verga, tampoco ayudaba a que Eiren pudiera mantener la cordura.

Karos se tragaba entero el pene de su esposo, y dejaba que se deslizara hacia atrás aumentando la succión al mismo tiempo, solo para volver a tragarse todo el miembro eréctil de golpe.

Eiren protestó cuando repentinamente su esposo dejó de chuparle.

—¿Por qué paras? Me tienes casi a punto.

Karos soltó una risotada y le respondió:

—Lo sé, por eso he parado. No quiero que te corras aún. Date la vuelta, quiero comerte el culo.

—Mmmm, como me gusta cuando te pones así de lujurioso —sin perder tiempo Eiren se giró levantando el culo, poniéndoselo a tiro de lengua de Karos. Un fuerte jadeo se le escapó al notar la presión del rostro de su esposo cuando lo enterró entre sus cachetes.

—Tienes el mejor culo del reino, amor mío —le dijo entre lamentazos, para permanecer en silencio cuando comenzó a presionar su lengua contra el deseoso agujero de Eiren.

La sensación del húmedo músculo en combinación con los dientes del hombre, amenazaban con hacer explotar al delgado joven. Eiren soltó un profundo gemido cuando un grueso dedo de Karos se unió a la lengua en el asalto de su apertura. La lengua del rey parecía conocer cada uno de sus resortes para hacerle saltar de placer. El consorte llevó su mano a su propio miembro y comenzó una lenta masturbación mientras otro dedo de su esposo se unía al primero, entrando y saliendo una y otra vez. Eiren agradeció la lubricación jabonosa que Karos añadió a la que le había dispensado ya con su saliva, porque sabía que faltaba poco para que la enorme verga del hombre acabara enterrada hasta las pelotas dentro de su estrecho canal.

—Prepárate amor, porque esto va a ser rápido y duro. Estoy casi a punto de descargar toda mi carga, han sido muchos días —lo previno el rey cuando empezó a mover sus dedos en tijeretas para dilatar lo más posible el orificio de Eiren antes de que lo embistiera como un salvaje con su ariete.

—Sí, para mí también ha sido una larga espera, no lo prorrogues más, dámelo todo, Karos, por favor. ¡Quiero correrme con tu pene enterrado en mi interior! —exclamó entre fuertes gemidos de excitación el joven consorte real—. Te quiero tanto mi amor, por favor no tardes. ¡Fóllame ya! —Acabó gritándole Eiren completamente desesperado.

No se hizo de rogar mucho más el rey. Colocándose sobre sus rodillas, bajó un poco el culo de su esposo, y colocando el enrojecido glande en la dilatada entrada del culo del más joven, se empujó de una sola embestida en él.

Eiren echó la cabeza hacia atrás y lanzó un ronco gemido de placentera plenitud. El siguiente que iba a soltar se le cortó en la garganta cuando notó que las manos de Karos se agarraban a la parte trasera de sus muslos y tal y como estaba el rey, sobre sus rodillas, le levantaba las piernas empujándolas hacia delante, hasta hacer que sus pies perdieran el contacto con el fondo de la tina, de manera que Eiren quedó con su espalda apoyada contra el musculoso pectoral del rey, y con sus piernas semiflexionadas sujetas por las grandes manos de su esposo.

Karos, utilizando su fuerza, lo mantuvo así, en el aire, y sin que pareciera importarle su peso, comenzó a follarlo violentamente. Lo alzaba cuando se retiraba, dejándolo caer sobre su polla cuando embestía. La acción conseguía mandar a la estratosfera a Eiren con cada profunda clavada que recibía. La gorda cabeza del miembro de Karos rozaba una y otra vez su próstata, lo que hacía que el salvaje empalamiento al que estaba siendo sometido, lo llevara a cotas desconocidas de placer.

—¡Oh Dioses! Karos, vas a conseguir que tu verga acabe saliéndome por la boca —gritó—. Vas a matarme, amor mío.

La exclamación pareció ser un aliciente para el rey, porque aceleró la follada todavía más. Su pene entraba y salía del culo de su pequeño amante a una velocidad prodigiosa. Karos estaba llegando al punto de no retorno rápidamente.

—Mi amor, estoy a punto de reventar dentro de ti. Quiero que te corras conmigo. Masturba esa deliciosa polla que posees —le pidió a su esposo.

Eiren así lo hizo, aunque estaba viendo chiribitas tras sus cerrados parpados. Primero pasó su lengua entre sus dedos y por la palma de la mano lubricándola con su saliva. Una imagen que provocó un ronco jadeo de lujuria en Karos, quién sin arreciar el ritmo de la follada, y una vez que Eiren había empuñado su propio eje y comenzado a agitar furiosamente su puño sobre ella, exclamó:

—Dame tu lengua, mi amor, quiero saborearla mientras nos corremos —dicho y hecho, Eiren giró su cabeza hacia él y sacó su lengua de una manera totalmente erótica, solo para ser apresada entre los labios de Karos, que empezó a chuparla de forma ansiosa, intercalando juguetones mordisquitos con las fuertes succiones que le daba al sabroso y rosado apéndice bucal.

Ambos no aguantaron mucho más. La situación era demasiado potente como para que sus sentidos no acabaran desbordándose en una riada de excitación sensorial.

Eiren fue el primero en terminar explosionando en fuertes descargas de cremosa leche, al tiempo que las sacudidas nerviosas contraían su orificio una y otra vez aprisionando la gruesa verga de Karos. El rey creyó que terminaría con un hematoma en el tronco de su miembro debido a la dura opresión que estaba recibiendo.

Clavándole una vez más toda la extensión viril en el culo, Karos se corrió casi hasta hacerle perder el sentido. Una y otra vez soltó las descargas de leche en el apretado culo de Eiren. Pegando un fuerte grito cuando de su dolorida y enrojecida cabeza bulbosa salió el último cordón de blanca crema.

—¡Ahhh Eiren! Conseguirás matarme un día de estos. Eres el culo más excitante que ha tenido mi verga el placer de conocer. Te quiero tanto mi vida —dijo una vez que fue capaz de recobrar el uso de sus resecas cuerdas vocales.

—Humm, no sé si ese cumplido me acaba de gustar o no. Me hace recordar los muchos otros culos que has conocido antes que el mío, ¿sabes? —Se rio Eiren, porque pese a sus palabras, sabía que su esposo finalmente había derruido las defensas que una vez construyó en torno a su corazón.

—Nunca dudes de que tu culo es, y será, el último de los que conoceré —afirmó entonces el rey—. Te amo Eiren, y agradezco a los Dioses el haberme bendecido con tu presencia en mi vida.

—También te quiero esposo mío, con todo mi corazón. Y ahora creo que ambos deberíamos pensar en salir de la bañera antes de que el agua llegue al punto de congelación. ¿No crees? —soltó Eiren entre risas.

Karos le dio la vuelta, y colocando las piernas del joven rodeando su cintura, se levantó y con cuidado salió de la bañera con él en brazos.

—Debo vestirme y volver con mi hermano. Tú deberías descansar y dormir algo. Me imagino que estarás cansado del viaje —le informó el rey cuando lo dejó junto al lecho y le alargó uno de los dos anchos paños que Mucro había dejado sobre la cama para que se secaran los reyes.

—No mi amor. Por esta noche vas a descansar a mi lado. Orisses estoy seguro que se quedará vigilando a Kai, y nos despertará si hay algún cambio —argumentó Eiren—; debes descansar también Karos, pero, sobretodo, tienes que darle la oportunidad a tu amigo para que se sienta útil cuidando a quien ama. Por favor, mi señor esposo, dame al menos el gusto en esta ocasión.

Viendo que Eiren no decía ningún disparate, y aunque realmente no le gustaba la idea de no estar al lado de su hermano menor, comprendió Karos que a su amigo Orisses también le gustaría disponer de más tiempo de intimidad para compartirlo con el que quizás no sobreviviera mucho más.

Un leve sollozo escapó de su pecho al pensar de nuevo en la posibilidad de que su hermanito no se recuperase. Los brazos de Eiren lo rodearon abrazándolo por un momento, para después comenzar a frotar su cuerpo secándolo con el paño que aún tenía en su mano.