CAPÍTULO XX

EL FIN DE LA AVENTURA

La puerta se abrió y vieron a Yamen. Nora y Peggy estaban pegadas a ella. Lanzando gritos de alegría, las dos niñas abrazaron a los chicos. Yamen estaba profundamente emocionada. ¡Los que se daban por perdidos habían vuelto! Los hizo entrar y echó a correr escaleras arriba gritando a pleno pulmón:

—¡Majestad! ¡Han regresado! ¡El príncipe está sano y salvo!

Toda la servidumbre se reunió para oír el relato de los viajeros. Los criados asomaban la cabeza por las puertas. Los niños más pequeños, en brazos de sus ayas, miraban con ojos muy abiertos a aquellos chicos mal vestidos y sucios y a los dos gigantescos baronianos. Tooku, con el brazo todavía vendado, llegó corriendo desde la cocina. La agitación era general.

—¡Hemos estado en el Bosque Secreto! —anunció Paul con orgullo. Ya se había olvidado de su fatiga y de su hambre. Era el príncipe de Baronia que había ido a rescatar a sus hombres y volvía con ellos.

—¡El Bosque Secreto! —repitió Yamen, pasmada. Y toda la servidumbre suspiraba y movía la cabeza. ¡Verdaderamente, su príncipe era un gran príncipe!

—¡No puedo creerlo, Paul! ¡Es imposible que hayáis estado en el Bosque Secreto! —exclamó la Reina. Y miró a Ranni y a Pilescu, que sonreían y asentían.

—Madre, es verdad —dijo Paul—. Descubrimos que a Ranni y Pilescu los habían capturado los bandidos y que los raptores se los habían llevado hacia el fondo de la montaña por el templo. Allí un río corre por debajo de la tierra, y junto a su cauce está el único camino que permite llegar al Bosque Secreto.

Poco a poco fueron contando la aventura. Todos escuchaban maravillados.

Cuando Paul explicó que el techo de la cueva se había hundido y que habían estado a punto de morir ahogados, su madre lo tomó entre sus brazos y empezó a derramar lágrimas sobre su cabeza. Pero Paul la apartó, indignado.

—¡Madre, suéltame! No soy un bebé para que llores por mí.

—¡Claro que no, señor! ¡Sois un héroe! —exclamó Yamen con profunda admiración—. Voy a prepararos una comida digna del más noble príncipe que ha tenido Baronia.

Dio media vuelta y se dirigió a la cocina, donde preparó un banquete verdaderamente regio. ¡Pequeño príncipe Paul! ¡Qué gran príncipe era! Yamen estaba maravillada ante las hazañas de su príncipe y también ante el valor de los dos niños ingleses. Preparó con esmero toda clase de pasteles. ¡Les serviría una comida que no podrían olvidar!

—¿Dónde está Beowald? —preguntó la Reina después de haber oído explicar una y otra vez que Beowald había aparecido en el momento oportuno para conducirlos fuera de la cueva antes de que ésta se llenara de agua—. He de dar las gracias a Beowald, y también una recompensa.

—¿No ha entrado con nosotros? —preguntó Jack.

No, Beowald no estaba allí; estaba lejos, en plena montaña, tocando la flauta para su rebaño y oculto por la niebla.

—Madre, me gustaría que Beowald viviera aquí conmigo —dijo Paul—. Lo quiero y me encanta oír sus extrañas melodías. Ésta puede ser su recompensa.

—Si él acepta, no tengo nada que oponer —dijo la Reina, aunque suponía que el cabrero ciego no aceptaría tal recompensa—. Ahora debéis lavaros y arreglaros para la comida. ¡Oh, qué contenta estoy de que no os haya ocurrido nada y de teneros de nuevo a mi lado!

Media hora después los viajeros tenían un aspecto muy diferente. Volvían a estar limpios y en sus ropas no se veían desgarros ni manchas. Pero a las niñas les pareció que daban muestras de cansancio. Aunque quizá lo que tenían era sólo hambre.

Yamen les había preparado una comida extraordinaria. El aroma de los manjares llegaba al comedor, procedente de la gran cocina, y los cinco viajeros se impacientaban esperando el primer plato. Éste fue una sopa deliciosa que por sí sola constituía un festín.

Nunca habían comido tanto los niños. También Ranni y Pilescu consumieron grandes raciones. El primero en dejar de comer fue Paul. Soltó su cuchara y lanzó un suspiro. No pudo acabar con la crema que tenía en el plato.

—No puedo más —dijo.

Se le cerraban los ojos. Pilescu lo tomó en brazos para llevarlo a la cama. Paul se defendió débilmente aunque estaba ya casi dormido.

—¡Suéltame, Pilescu! ¡No quiero que me lleves en brazos! ¿Cómo te atreves a tratarme como si fuera un muñeco?

—¡No sois un muñeco ni mucho menos, señor! —dijo Pilescu—. Nos habéis rescatado a Ranni y a mí con vuestro valor y vuestra prudencia. ¡Sois un león!

A Paul le gustó mucho el calificativo.

—Pero Mike y Jack son también leones —dijo, lanzando un gran bostezo. Y antes de llegar a su dormitorio ya se había dormido.

Las niñas no soltaban a Mike ni a Jack. Les hacían mil preguntas y les obligaban a contar su aventura una y otra vez.

—¡Estábamos muy preocupadas por vosotros! —dijo Nora—. Cuando han vuelto los campesinos y han dicho que no os habían encontrado nos hemos quedado heladas. ¡Y qué terrible fue la tempestad! Pedíamos a Dios que estuvierais resguardados.

—Pues no lo estábamos —dijo Jack, recordando aquellos momentos—. Y aquella tempestad, aquella lluvia torrencial fueron la causa de que la cascada de la cueva aumentara de tal modo, que se desbordó el río que nace de ella. ¡No sé si los bandidos se habrán salvado! ¿Conseguirían llegar hasta donde habían dejado la balsa, subir a ella y lanzarse río abajo a sesenta por hora? Misterio.

—Ahora, Mike y Jack, debéis acostaros —dijo Ranni, llegando en este momento—. Paul está ya profundamente dormido. Estos días han sido muy duros para vosotros y necesitáis descansar.

Cuando despertaron a la mañana siguiente, los niños apenas podían creer que sus aventuras fuesen verdad. Estaban acostados, mirando al techo. Se sentían entumecidos, pero muy felices. Habían rescatado a Ranni y a Pilescu. Habían descubierto a los bandidos y habían estado en el Bosque Secreto. Todo esto los llenaba de satisfacción.

—Mamá, quiero ir montaña arriba en busca de Beowald —dijo Paul durante el desayuno—. Le diré que deje sus cabras y se venga a vivir conmigo. Cuando regresemos al gran palacio él vendrá con nosotros. No olvidaré nunca lo que ha hecho por mis amigos y por mí.

—Id todos con Ranni y Pilescu —dijo la Reina—. Aún temo que puedan aparecer los bandidos.

—No temas —dijo Paul—. ¡Nunca los volverás a ver! Ranni, ¿quieres venir con nosotros? Vamos a ir en busca de Beowald.

Ranni dijo que sí. Tanto él como Pilescu tenían buen aspecto a pesar de su agotadora aventura. Lo único que no estaba de acuerdo con la buena apariencia de Ranni era aquel gran chichón que aún tenía en la cabeza.

La niebla había desaparecido. En la montaña la atmósfera era clara y soleada. Las agudas cumbres se recortaban nítidas sobre el azul del cielo. Los cinco niños, acompañados por Ranni y Pilescu, subieron en sus potros y emprendieron la marcha ladera arriba.

Llegaron al templo al cabo de una hora. Pero Beowald no estaba en aquellos parajes. Ranni gritó con toda la potencia de su vozarrón:

—¡Beowald! ¡Beowald!

Por toda respuesta oyeron una música clara y alegre que llegaba de lejos. Se sentaron a esperar al cabrero. Paul estaba ya planeando un uniforme para Beowald. Quería demostrarle lo que era la gratitud de un príncipe.

Pronto oyeron muy cerca la música de la flauta. Luego, en un recodo del camino apareció un grupo de cabras, a cuya cabeza iba la vieja cabra de retorcidos cuernos.

—¡Ya llega! —dijo el príncipe.

Y corrió a su encuentro. Beowald se sentó con el grupo, y preguntó a sus amigos cómo estaban después de su gran aventura.

—¡Oh, Beowald! ¡Pasamos horas emocionantes! —exclamó Paul—. No sé qué habría sido de nosotros sin tu ayuda. Quiero recompensarte. Todos te estamos muy agradecidos, pero yo más que nadie.

—No me hables de recompensas, príncipe —dijo el cabrero. Y se puso a tocar una melodía en su flauta.

—Beowald, quiero que vengas a vivir a mi lado —dijo Paul—. Estarás conmigo en el gran palacio y llevarás un bonito uniforme. Ya no tendrás que guardar cabras en la montaña. ¡Serás mi acompañante y mi amigo!

El ciego Beowald fijó en el príncipe sus ojos vacíos. Movió la cabeza negativamente y dijo sonriendo:

—¿Crees que así puedes hacerme feliz, príncipe? Pues has de saber que me moriría de pena viviendo bajo un techo y en un lugar para mí desconocido. Las montañas son mi casa. Las conozco y ellas me conocen. Conocen las huellas de mis pies y yo conozco la melodía de sus vientos y de sus arroyos. Además, mis cabras me echarían de menos, sobre todo esta vieja amiga de rizados cuernos.

La vieja cabra había permanecido junto a Beowald durante su conversación y lo escuchaba como si lo entendiera todo. Golpeó el suelo con su pezuña y se acercó más al cabrero como si le dijera: «¡Amo mío, estoy de acuerdo contigo! ¡Perteneces a estas tierras! ¡No te vayas de aquí!»

—¡Yo quería recompensarte! —dijo Paul, desilusionado.

—Si quieres recompensarme, príncipe —dijo Beowald sonriendo—, ven a verme de vez en cuando y permíteme que toque la flauta. Tocaré para ti todas las piezas que te gusten. Esto será para mí la mejor recompensa. Y haré una flauta y te la regalaré para que aprendas a tocar las canciones de las montañas y te las lleves al gran palacio.

—¡Oh, cómo me gustará eso! —dijo Paul, que ya se veía tocando la flauta ante todos los alumnos del colegio que lo mirarían y escucharían con admiración—. ¡Tienes que enseñarme todas las piezas que conoces, Beowald!

—Entremos en el templo a echar un vistazo —dijo Jack.

Todos entraron, pero Ranni y Pilescu no permitieron a los niños bajar al sótano.

—No —dijeron—, no más aventuras. Durante estos días hemos tenido suficientes para llenar toda una vida, o por lo menos bastantes para los dos meses de vacaciones.

—¡Ahora nadie podrá visitar el Bosque Secreto! —dijo Mike—, ya que el único camino para llegar a él ha desaparecido. El agua impedirá siempre que las personas atraviesen la montaña por el reborde del río subterráneo que conduce a ese bosque misterioso.

—¡Y los bandidos nunca podrán salir del Bosque Secreto! —dijo Jack—. Tendrán que vivir allí año tras año. Formarán un pueblo perdido, como un mundo aparte.

—Tal vez sea ése el castigo que merecen los bandidos —dijo Nora, pensativa—. Será para ellos como estar en una gran cárcel de la que nunca podrán salir. Y se habrán terminado sus asaltos y sus robos.

—Nunca volveremos a ver el Bosque Secreto, ese lugar tan lleno de misterio y de emoción —dijo Mike, apenado.

Pero se equivocó. Lo volvieron a ver. En los últimos días de aquel magnífico veraneo, cuando llegaron sus padres en la «Golondrina Blanca» para recoger a los niños, Ranni los llevó un día a todos de excursión en el gran avión azul y plateado y voló sobre las montañas de Killimooin y por encima del Bosque Secreto.

—¡Ahí está, papá! —gritó Mike—. ¡Míralo! Se ve el sitio por donde sale el río de la montaña. Vuele más bajo, Ranni. ¡Mira! Por aquí entra en el Bosque Secreto, luego describe una cerrada curva y finalmente desaparece por la boca de un enorme pozo y cae en el corazón de la tierra.

El avión volaba en aquel momento tan bajo, que casi rozaba las copas de los árboles. Los bandidos oyeron el estruendo de las hélices, y algunos salieron del bosque y levantaron la vista al cielo.

—¡Ahí hay un bandido!… ¡Y otro!… ¡Y otro! —gritó Paul—. ¡Adiós, pueblo de los ladrones! ¡Tendréis que pasar en el Bosque Secreto el resto de vuestras vidas!

El avión se remontó dejando allá abajo el Bosque Secreto. Luego volvió a pasar sobre las montañas de Killimooin. Los niños lanzaban suspiros de satisfacción.

—¡Han sido unas vacaciones inolvidables! —dijo Nora—. Ya estoy pensando en nuestras próximas aventuras. ¿Cómo serán?

—Ya habéis tenido bastantes aventuras —dijo Ranni.

Pero ellos están convencidos de que tendrán muchas más. ¡Son unos niños que han nacido para correr aventuras!

FIN