BEOWALD LOS SALVA
—¡Beowald! ¡Date prisa! ¡Desátanos! —gritó Ranni.
El nivel del agua había subido mucho y cada vez subía más. En unos minutos la crecida había sido impresionante. Ranni temía que todo el techo cediera bajo el tremendo peso de la masa de agua. En este caso no habría salvación posible para él ni para sus compañeros.
—¿Qué pasa? ¿Dónde estáis? ¿Qué significa esta agua? —gritó Beowald, perdido en aquel extraño mundo donde todo era ruido y humedad.
—¡Beowald! ¡Escucha! —le dijo Ranni a grandes voces—. Escucha con atención. Estás en la entrada de una cueva donde nos hallamos Pilescu, los tres chicos y yo. Todos estamos fuertemente atados, de modo que no podemos andar ni desatarnos unos a otros. El agua cae a mares en esta cueva y pronto nos ahogaremos todos si no te das prisa. Ven, Beowald; guíate por mi voz. No temas.
—Ya voy —dijo el cabrero.
Y avanzó barriendo el agua con sus pies. Pero, de pronto, se detuvo asustado. Nunca tenía miedo en las montañas. Allí conocía el terreno palmo a palmo, con todas sus rocas y todos sus árboles. Pero aquella cueva era un mundo nuevo y extraño para él y le inquietaba.
—¡Date prisa, Beowald! —gritó Ranni—. Ven lo más rápidamente que puedas. Saca tu cuchillo y corta las ligaduras de mis manos.
Beowald avanzó por el agua con gran dificultad, con los brazos tendidos y moviendo las manos, con la esperanza de que sus dedos tropezaran con Ranni. Al fin tocaron la cara del baroniano. Ranni estaba recostado en la pared. En su cabeza había un gran chichón, en el lugar donde se había producido el choque con la roca. Los dedos de Beowald palparon el chichón y el cabrero se preguntó cómo se habría hecho Ranni aquello. Sus manos recorrieron el cuerpo de Ranni y advirtió que tenía las manos atadas a la espalda.
Sacó su cuchillo y, manejándolo con destreza y precisión, cortó las ligaduras de cuero que mantenían juntas las manos de Ranni. El hombretón, con gran alegría, agitó sus brazos para devolverles la fuerza y la elasticidad que habían perdido al estar atados tanto tiempo.
Quitó el cuchillo a Beowald y cortó la ligadura de sus tobillos. Al ponerse en pie perdió el equilibrio. Las tiras de cuero se habían introducido profundamente en su carne y tenía las piernas doloridas y entumecidas. Pero en un nuevo intento consiguió mantenerse firme y llegar hasta Paul. En un instante el niño recobró su libertad de movimientos, y se dirigió a la entrada del pasadizo.
—¡Pronto, Ranni! —gritó—. ¡Desata a los demás si no quieres que muramos todos ahogados!
Tan rápidamente como pudo, Ranni cortó las ligaduras que inmovilizaban a sus compañeros. Todos corrieron a través del agua que les llegaba ya más arriba de las rodillas. La cueva se llenaba de agua con gran rapidez.
Ranni se apoderó de la antorcha que se habían dejado los bandidos en un saliente de la pared rocosa y que iluminaba toda la cueva, y la mantuvo de modo que todos pudiesen ver la entrada del estrecho pasadizo que conducía hacia arriba, hacia el sótano del templo, lejos del agua. Beowald ya había desaparecido en el pasadizo, deseoso de llegar cuanto antes a la ladera de la montaña, terreno que conocía tan bien. Bajo tierra se sentía perdido, desorientado.
Ranni iluminó con la antorcha toda la cueva de la cascada por última vez y se dio cuenta de que aquello que temía que ocurriese estaba a punto de ocurrir. ¡Todo el techo de la gran cueva empezaba a ceder! La presión y el peso del agua que había encima y que intentaba penetrar por la abertura que ya se había ido ensanchando, eran aún excesivos. El agua necesitaba una salida mucho mayor. La lluvia que había caído a mares sobre la montaña tenía que salir por alguna parte: corría por sus cauces subterráneos habituales, pero estos cauces eran esta vez pequeños. El agua todo lo derribaba a su paso. El techo de la cueva cedería también a su enorme presión.
Con gran estruendo cedió el techo, y tras él cayó la mayor masa de agua que Ranni había visto en su vida. Lanzó un grito de horror y corrió por el estrecho pasadizo siguiendo a los demás. Temía que el agua hundiera también el pasadizo y los atrapara antes de que llegasen al sótano del templo.
—¿Qué ocurre, Ranni? Di, ¿qué ocurre? —gritó Paul al oír el grito que su servidor había lanzado.
—¡Corred! ¡Corred! ¡Se ha desplomado el techo de la cueva y todo se está inundando! —respondió Ranni, jadeante—. ¡Es muy posible que se inunde también este pasadizo antes de que el agua encuentre otro camino de salida hacia abajo! ¡Corre, Paul! ¡Corre, Mike!
Los seis estaban aterrados. Corrieron tanto como les fue posible, avanzando a trompicones por el áspero camino. Beowald era el más asustado de todos. Temía caerse; le daba miedo lo desconocido, y más aún el rugido del agua que los perseguía.
La masa líquida había encontrado el estrecho pasadizo y subía por él. Ranni oía el chapoteo del agua muy cerca de sus talones. Instigaba a sus compañeros vociferando, y ellos, dominados por el pánico, avanzaban a trompicones por el oscuro y sinuoso pasadizo.
«Por suerte este pasadizo no cesa de subir —pensó Ranni al llegar a un punto en que la pendiente se acentuaba—. ¡Ahora ya estamos a salvo! El agua no puede llegar a esta altura. Nunca más podrá entrar nadie en la cueva de la cascada. Estará siempre llena de agua, al haberse hundido el techo.»
Al fin llegaron al sótano del templo. Todos se echaron en el suelo, temblando de pies a cabeza. Seguramente nunca habían estado en una situación tan desesperada.
—Si Beowald no hubiese llegado en aquel momento, todos nos habríamos ahogado —dijo Paul con voz trémula—. ¡Oh, Beowald, qué oportunamente has llegado!
A lo lejos, en el fondo del pasadizo, se oía aún el sordo estruendo del agua. Dominándolo, se oyó la voz clara de Beowald que decía:
—Los campesinos han bajado a este sótano y han llegado a la cueva de la cascada, pero no os han encontrado. Aún siguen buscando por la ladera de la montaña. Yo estaba tan intranquilo, que he vuelto al templo y he decidido bajar, a pesar de que me daba miedo. ¡Y os he encontrado!
—¡Qué aventura tan emocionante! —exclamó Mike, que empezaba a sentirse héroe—. ¡Hemos estado en el Bosque Secreto, Beowald!
—¡Eso es maravilloso! —dijo el ciego—. ¡Ningún hombre ha estado allí antes que vosotros!
—¡Eso no, Beowald! —dijo Paul—. Los bandidos viven allí, y seguramente desde hace muchos años. Oye, Ranni, ¿crees que los bandidos podrán seguir pasando por el río subterráneo para salir de este anillo de montañas?
—No —aseguró Ranni—. ¡Nos hemos librado de ellos para siempre!
Poco a poco, los muchachos fueron dejando de temblar y sus corazones empezaron a latir más despacio. Pronto fueron capaces de mantenerse en pie. Mike se levantó y vio que había recobrado por completo sus fuerzas.
—Estoy deseando regresar al castillo —dijo— para ver a mis hermanas y contarles nuestra gran aventura. ¡Cómo nos envidiarán!
—Pues yo deseo regresar para comer —dijo Paul—. Tengo un hambre atroz. Le diré a Yamen que me prepare una buena comida.
Al pensar en la comida todos sintieron el deseo de seguir adelante. Ranni se levantó y ayudó a Paul a ponerse de pie.
—Vámonos —dijo—. ¡Pronto llegaremos a casa!
Uno tras otro, fueron subiendo por la cuerda que conducía al templo. Sus pies se apoyaban en los salientes de las paredes rocosas, lo que facilitaba su ascensión. Poco después los seis estaban en el templo.
Reinaba en él una oscuridad impropia de la hora. Ranni se asomó al exterior.
—¡No podemos salir de aquí! —dijo, desilusionado—. ¡Hay mucha niebla! No veríamos ni siquiera nuestras manos como no las pusiéramos a un palmo de nuestros ojos. No tardaríamos más de dos minutos en perdernos.
—Tendremos que quedarnos aquí hasta que la niebla se disperse —dijo Pilescu—, cosa que temo que no ocurra hasta dentro de varias horas. Cuando la niebla de montaña es tan espesa, suele durar mucho.
—¡Oh, Pilescu! No quiero quedarme aquí, estando ya tan cerca de casa —dijo Paul con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Es necesario que volvamos al castillo! Tengo hambre. No puedo estar aquí ni un minuto más.
Jack miró al cabrero ciego, que escuchaba sin decir palabra.
—Beowald puede guiarnos —dijo, y añadió dirigiéndose al cabrero—: Tú conoces los caminos de noche. También has de saber por dónde vas cuando la niebla es muy espesa. ¿Verdad que lo sabes, Beowald?
Beowald asintió: —sí, lo sé. Si lo deseáis os llevaré al castillo de Killimooin. ¡Mis pies conocen el camino! ¿Es muy espesa la niebla? Noto que hay niebla, pero no si es espesa o clara.
—Es la más densa que he visto en mi vida —dijo Pilescu—. Ni siquiera a ti me atrevo a confiarme.
—Conmigo iréis seguros —dijo el cabrero.
Sacó su pequeña flauta y empezó a tocar una de sus extrañas melodías. Al punto apareció ante la cueva una gran cabeza cornuda. Todos dieron un salto de sorpresa y horror.
—¿Estás aquí, amiga mía? —preguntó Beowald cuando oyó el chasquido de las pezuñas de su cabra—. No te muevas de mi lado. Entre los dos conduciremos a estos amigos por la montaña con toda seguridad.
—¡Daos la mano —ordenó Ranni— y no os soltéis! Si ocurriera algo que os obligara a separaros, gritad sin descanso. Así no perderemos el contacto entre nosotros. ¡Ya hemos pasado bastantes malos ratos hoy!
Todos enlazaron sus manos. Beowald salió de la cueva tocando la flauta y asido con su mano izquierda a la manaza de Ranni. Detrás de éste iba Paul, luego Mike, después Jack y finalmente Pilescu, todos firmemente encadenados con sus manos.
—Cualquiera diría que vamos a jugar al corro —exclamó Jack riendo.
—Sí, pero pasemos por alto ese momento en que todos se sueltan —advirtió Mike—. Sería peligroso respetar esta regla del juego.
Todos se sentían felices ante la idea de llegar pronto a casa. La música plañidera de Beowald no cesaba, y el cabrero los conducía a través de la niebla, dando tumbos por la pendiente de la montaña. Dos o tres veces, uno de los niños cayó y se soltó de las manos de los otros. En seguida empezó a gritar, la caravana se detuvo e inmediatamente se formó la cadena de nuevo.
Fue lento y penoso avanzar a través de la densa niebla. Apenas se veían los que se daban la mano. Sólo Beowald caminaba tranquilo y seguro. ¡Veía con los pies!
—No vayas tan de prisa, Beowald —le dijo Ranni tras una caída del príncipe—. Recuerda que no vemos ni siquiera nuestros pies.
«¡Tampoco Beowald ve los suyos! —pensó Mike—. ¡Este muchacho es un portento! ¿Qué habríamos hecho sin él?»
Durante más de hora y media descendieron penosamente. Al fin Ranni gritó:
—¡Ya llegamos! Oigo cloquear las gallinas en los gallineros que están detrás del castillo, y también los ladridos de uno de los perros. ¡Animo, Paul! ¡Ya estamos en casa!
Llegaron ante la gran escalinata. La subieron a trompicones, a causa del cansancio. Beowald desapareció con su cabra. Sus amigos no advirtieron su desaparición. Estaban demasiado emocionados al verse en casa sanos y salvos. ¡Al fin habían llegado al castillo de Killimooin! Golpearon con impaciencia el portón decorado con grandes clavos.