CAPÍTULO XVIII

EN LA CUEVA DE LA CASCADA

Cuanto más subían, más alto era el nivel del agua que corría por el reborde. Además, el río hacía cada vez más ruido. Ranni estaba desconcertado, pero de pronto comprendió lo que motivaba la crecida.

—¡Ha sido el diluvio de ayer lo que ha provocado la subida del río! —dijo a los niños levantando la voz cuanto pudo, a fin de que le oyeran a pesar del ruido del agua—. La lluvia se ha filtrado por la montaña hasta las capas más profundas y ha llegado hasta el río. ¿Recordáis la tormenta de ayer? A mares caía el agua sobre la tierra. El río sube rápidamente. Que no crezca mucho más, pues, si esto ocurre, no podremos seguir adelante.

Esta idea les produjo profunda inquietud. Sería horrible que quedaran atrapados en el túnel subterráneo mientras el nivel del río subía continuamente. Todos procuraron avanzar lo más rápidamente posible a través del agua que cubría sus pies.

Transcurridas dos horas, se dijeron que debían de estar cerca de la cueva de la cascada. El agua les llegaba ya hasta más arriba de las rodillas y les era muy difícil seguir andando contra la resistencia que les oponía la impetuosa corriente. Ranni y Pilescu estaban muy preocupados.

¡Pero de pronto oyeron el ruido de la cascada que caía en la gran cueva! No podía ser otra cosa lo que oían, porque el estruendo era ensordecedor.

—¡Ya llegamos! —gritó Ranni.

—¡Hay que vigilar por si están aquí los bandidos! —exclamó Jack.

Recorrieron el último trecho del reborde y, a la luz de la linterna de Ranni, vieron que al fin habían llegado a la espaciosa cueva de la que partía el pasadizo que conducía al subterráneo situado debajo del templo. Todos se sintieron aliviados.

Allí no había ni rastro de los bandidos. Los cinco entraron cautelosamente en la cueva y miraron a su alrededor. A la luz de la linterna de Ranni, la cascada les pareció mucho mayor que cuando la vieron por primera vez. Se precipitaba desde la abertura que había en el techo y luego corría por el canal y desaparecía en el túnel.

—Ahora es mayor —dijo Ranni—. Ha crecido a causa de la lluvia de ayer. Ahora llena completamente la abertura del techo.

—¿Qué ocurrirá si esta abertura no puede tragar toda el agua que va llegando a ella? —preguntó Jack.

—No lo sé —repuso Ranni—. ¿Qué haremos ahora? ¿Dónde estarán los bandidos? ¿Se habrán ocultado en alguna parte para esperarnos? ¿Estarán arriba, en el subterráneo de debajo del templo, o habrán salido a la montaña para hacer una de sus fechorías?

—Eso sólo lo podremos saber si vamos a verlo —dijo Pilescu—. Vosotros, muchachos, no os mováis de aquí mientras Ranni y yo vamos por el pasadizo al sótano del templo.

—¡No, iremos con vosotros! —dijo Paul resueltamente.

—Eso sería una locura —replicó Pilescu—. No hay ninguna necesidad de que nos expongamos todos. Vosotros os quedaréis aquí hasta que Ranni o yo regresemos. Entonces os diremos si podemos salir todos sin peligro a la ladera de la montaña.

Los niños vieron como los dos hercúleos baronianos desaparecían por el estrecho pasadizo que había en el fondo de la cueva, al otro lado de la gran cascada. Les fue muy difícil quedarse allí, esperando la vuelta de los dos guardianes de Paul. Permanecieron en un rincón contemplando la rugiente cascada.

—¡Oyendo el ruido que hace, cualquiera diría que está furiosa! —dijo Jack—. No creo que la abertura del techo sea ahora lo bastante grande para dar paso a toda el agua que llega. Estoy seguro que el agua la agrandará.

—Piensa que el agujero está en la roca viva —dijo Mike—. No creo que el agua pueda romper la piedra.

Aún estaban hablando cuando ocurrió algo que los horrorizó. De pronto, aumentó el volumen y el estruendo de la cascada y los niños vieron que una gran roca se desprendía lentamente del techo. Como Jack había dicho, la abertura no era ya lo bastante grande para dar paso a la gran cantidad de agua que recibía y el empuje de la riada se había llevado parte de aquel sólido techo.

Inmediatamente, el agua se extendió por el suelo de la cueva, llegando muy cerca de los pies de los niños, que estaban paralizados por la sorpresa y que al punto se retiraron al otro extremo de la cueva.

—¡Caramba! ¡Supongo que no cederá todo el techo! —dijo Jack—. La fuerza del agua debe de ser formidable. De otro modo, no habría podido romper la roca.

No ocurrió nada más: sólo que aumentaba el rugido del agua y que ésta seguía inundando el suelo de la cueva y se acercaba al lugar donde estaban los chicos.

—A pesar de todo, me parece que no corremos peligro —dijo Mike—. Estamos justamente en el comienzo del paso que conduce al sótano del templo. El agua viene del otro lado. Si sube aquí el nivel, podremos huir por el pasadizo.

Pero el nivel del agua no subió y los niños siguieron esperando con paciencia. Transcurrieron veinte minutos. No había el menor indicio de que Ranni o Pilescu regresaran. Mike empezó a sentirse preocupado.

—Estoy deseando que vuelvan —dijo—. No podré estar así mucho tiempo más: se me acaba la paciencia.

—Pero ¿qué estarán haciendo Ranni y Pilescu? —preguntó Jack, impaciente—. Desde que se han marchado, han tenido tiempo de sobra para salir de la montaña.

—Subamos por el pasadizo a ver si averiguamos algo —dijo Paul—. No puedo estar más tiempo aquí sentado.

—De acuerdo —dijo Mike—. Seguidme. Nos será fácil volver aquí si oímos regresar a Ranni o a Pilescu.

Empezaron a subir por el estrecho y sinuoso pasadizo, dejando atrás el ruido ensordecedor de la gran cascada. Pero antes de recorrer la mitad del camino, oyeron que alguien bajaba hacia donde estaban ellos.

—Deben de ser Ranni y Pilescu —dijo Mike en voz baja—. Venid; volvamos a la cueva. Evitemos que nos riñan por no haber esperado como nos dijeron.

Bajaron corriendo por el pasadizo y pronto estuvieron nuevamente en la cueva de la cascada. Ésta seguía cayendo en el fondo de la cueva y su ruido era aún más ensordecedor que antes.

—¡Ya llegan! —dijo Mike al ver una luz en el pasadizo. También él encendió su linterna para dar la bienvenida a Ranni y a Pilescu.

Pero un segundo después él y sus dos compañeros quedaron petrificados de horror. Sí, eran Ranni y Pilescu los que llegaban. ¡Pero como prisioneros! Otra vez estaban cautivos. Se les veía furiosos, pero sin poder hacer nada. Detrás de ellos aparecieron seis o siete bandidos que los empujaban y los amenazaban con sus cuchillos, gritándoles que fueran más de prisa.

—¡Ranni! ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Paul, yendo hacia ellos.

Pero antes de que las víctimas pudieran dar ninguna explicación, los bandidos, lanzando gritos de alegría, se habían arrojado sobre los tres muchachos y les ataron las manos en la espalda. Mike intentó en vano sacar su cuchillo de explorador.

Los malhechores ataron también los pies a los niños. Las ligaduras que utilizaban eran de piel flexible. Por mucha resistencia que opusieron, no pudieron impedir que los atasen. Los tendieron en el suelo de la cueva como si fueran gallinas desplumadas. Ranni y Pilescu gruñían como toros bravos, intentando libertar sus manos, atadas a su espalda fuertemente como la primera vez que habían caído en poder de la banda. Los bandidos los echaron en el suelo y les ataron también las piernas.

A pesar de su escasa talla, aquellos malvados eran fuertes. Ranni y Pilescu parecían gigantes al lado de ellos, pero los desalmados pasaban por encima de ellos como si fueran hormigas. A pesar de su pequeñez habían vencido a los dos altos y fornidos baronianos.

Los bandidos hablaban unos con otros regocijados. ¡Tenían cinco prisioneros! Pero, de pronto, uno de ellos señaló el agua que cubría el suelo de la cueva.

Todos miraron el agua, pasmados. No cabía duda de que hasta entonces nunca habían visto agua en el suelo de la cueva. Miraron también el agua que caía desde la abertura del techo, aquel orificio que se había agrandado, y comprendieron lo que había ocurrido. Entonces, aterrados, corrieron hacia el reborde que acompañaba al rugiente río.

El agua les llegaba a las rodillas. Habían dejado la balsa más allá de la amplia plataforma. Miraban la corriente llenos de horror. No podían oírse unos a otros, por estar demasiado cerca de la cascada, y regresaron al lado de los cinco prisioneros hablando a gritos y visiblemente aterrados.

El ruido del agua aumentó. Entonces todos fijaron sus desorbitados ojos en la abertura por la que caía la cascada. En este instante cedió otro trozo de techo, que cayó en el suelo de la cueva con estrépito ensordecedor. Al fragmento de roca siguió una masa de agua que se había acumulado y que se desparramó por el suelo de la cueva con el bramido de un torrente.

Los bandidos lanzaron un grito de terror. Comprendieron que no les sería posible regresar al Bosque Secreto si no se marchaban inmediatamente, pues el caudal de agua aumentaba y el nivel del río subterráneo subiría tanto, que no podrían andar por el reborde rocoso.

Desaparecieron tras una cortina de salpicaduras. Jack levantó la cabeza y los vio vagamente, ya a bastante distancia, intentando avanzar por el reborde en el punto en que el río se internaba en el túnel. ¡El agua les llegaba ya a la cintura!

—Se ahogarán todos —dijo Jack—. El agua los arrastrará. Su nivel no cesa de subir.

—¡No os preocupéis por los bandidos! —dijo Ranni, que, mediante un gran esfuerzo, logró incorporarse y quedar sentado—. ¡Tenemos que pensar en nosotros! ¡Mirad el agua: ya llega hasta aquí!

Así era. Chapoteaba en torno de ellos. Los cinco cautivos lograron ponerse en pie, aunque fue muy difícil levantarse teniendo las manos y los pies atados. Forcejearon para librarse de sus ligaduras; pero aquellos hombres sabían hacer nudos que no era posible deshacer ni romper.

—Lo mejor será que intentemos subir por el pasadizo —dijo Ranni, avanzando hacia él a saltos con sus dos pies atados. Pero se cayó y dio con la cabeza contra una piedra, al no poder apoyar las manos en el suelo. Quedó inmóvil. Paul lo miró aterrado.

—Ha perdido el conocimiento, pero en seguida volverá en sí: no tiene ninguna herida grave —dijo Pilescu para tranquilizar al príncipe, aunque el gigante baroniano se sentía tan intranquilo como el pequeño Paul.

Estaban como atrapados en una trampa mortal. En cualquier momento podía ceder otro trozo del techo y entonces la cueva quedaría completamente inundada. Y como estaban fuertemente atados, no podrían huir.

—¡Ranni! ¡Abre los ojos! —le dijo Paul, desesperado.

Los bandidos se habían dejado olvidada una antorcha encendida, no lejos de ellos, y su luz iluminaba la cara de Ranni, que yacía con los ojos cerrados junto a la pared rocosa.

—Pero dime, Pilescu: ¿cómo os han capturado?

—Subimos al sótano del templo —explicó Pilescu— y llegamos a la estatua partida en dos. Salimos por ella. Vimos que no había nadie. Nos acercamos a la entrada del templo y nos asomamos. No pudimos ver nada, porque una espesa niebla se extendía por la vertiente de la montaña. Volvimos al interior con el propósito de venir a buscaros; pero, de pronto, todos los bandidos llegaron corriendo y se arrojaron sobre nosotros. Seguramente, nos estaban espiando cuando nos asomamos a la puerta del templo, y nosotros no pudimos verlos a causa de la niebla. ¡Nos estaban esperando!

—¡Oh, Pilescu! ¡Que nos haya ocurrido esto cuando llegábamos al final de nuestro viaje! —dijo Paul—. ¿Qué haremos ahora? ¿Estará Ranni malherido? ¡Ha dado con la cabeza en la roca!

En este momento Ranni abrió los ojos y profirió un gemido. Debía de sentir fuertes dolores de cabeza. Intentó incorporarse haciendo un gran esfuerzo y, de pronto, lo recordó todo.

—¡Se está desprendiendo otro trozo de techo! —gritó Jack.

Era verdad. Con ensordecedor estruendo cayó otra gran roca en el fondo de la cueva, y una masa de agua aún mayor que la anterior se precipitó sobre el suelo de la caverna. El agua lamía sus piernas. Los cinco cautivos hacían esfuerzos desesperados para retirarse a una parte más alta del suelo, donde la masa líquida no los alcanzara.

—¡Sigue subiendo el nivel! —dijo Mike con la mirada fija en el agua que se extendía por la cueva. La luz brillante de la antorcha se proyectaba sobre el agua helada y oscura, que tenía un aspecto amenazador.

—¿Qué podemos hacer, Pilescu? —preguntó Jack, desesperado—. Pronto nos ahogaremos todos si no hacemos algo. ¿Por qué no vendrán a salvarnos los criados y los campesinos? Beowald dijo que reclutaría gente.

Ya sabemos que Beowald había pedido ayuda. Los campesinos que acudieron a su invitación llegaron hasta la cueva de la cascada, pero no se enteraron de que los muchachos habían seguido adelante por el estrecho reborde rocoso que bordeaba el tumultuoso río. Por eso volvieron atrás y salieron de nuevo a la montaña. Dijeron a Beowald que debía de estar equivocado, pues en aquellas cuevas profundas no había nadie, y que los bandidos y sus prisioneros debían de estar en algún escondrijo de la vertiente de la cordillera.

Inspeccionaron toda la montaña; buscaron en todas las cuevas y rincones. La busca y los gritos que cruzaban los buscadores duraron varias horas. Cuando apareció la espesa niebla tuvieron que suspender la exploración. Aquellos hombres eran excelentes montañeros, pero podían perderse en la niebla tan fácilmente como se habría perdido un niño inexperto.

Sólo Beowald siguió buscando. Al él no le importaba la niebla, del mismo modo que no le importaba la oscuridad, ya que sus ojos no la percibían. Toda la noche estuvo buscando a sus amigos acompañado de su cabra favorita.

Cuando el sol ya estaba bastante alto, Beowald volvió al templo. Escuchó desde fuera. No se oía nada. Se dirigió a la gran imagen de piedra del fondo. Aún estaba partida en dos. Beowald se detuvo a reflexionar. ¿Sería prudente que bajara para continuar la busca? Los campesinos habían dicho que allí abajo no había más que cuevas vacías y que en una de ellas se precipitaba una cascada. Beowald se perdería en aquel subterráneo desconocido para él. Pero algo le impulsó a intentarlo.

El cabrero ciego se deslizó por la cuerda hacia el fondo del pozo. Así llegó al sótano del templo y la exploró palmo a palmo, con las manos extendidas, tocándolo todo y palpando las ásperas y rocosas paredes.

Pronto halló la entrada del estrecho pasadizo. Bajó por él, con los brazos extendidos y tocando todo lo que encontraba ante él y a los lados. El pasadizo iba siempre hacia abajo describiendo curvas a derecha e izquierda.

Beowald llegó a la cueva de la cascada y se detuvo, aturdido por el ruido del agua, que le mojaba los pies. Al principio el estruendo del agua llenaba de tal modo sus oídos, que no podía oír nada más.

Luego, con gran asombro, oyó que pronunciaban su nombre.

—¡Beowald! ¡Es Beowald, el ciego! —¡Sí, es él! ¡Beowald, ayúdanos! ¡De prisa! Beowald estaba en pie a la entrada de la cueva de la cascada. Sus ojos no vieron nada, pero sus oídos percibieron aquellas voces conocidas en las que difícilmente podía creer.

¡Los cinco cautivos estaban aún más pasmados! ¡Beowald había surgido ante ellos como una aparición cuando ya empezaban a perder las esperanzas de salvarse!