TEMPESTAD
Entre tanto ¿qué les había ocurrido a las niñas? Habían hecho lo que los muchachos les habían dicho. Despertaron sin pérdida de tiempo a Tooku y a Yamen y les contaron todo lo sucedido. La extraña historia impresionó profundamente a la pareja. ¿Ranni y Pilescu capturados por los bandidos? ¿Una estatua que se había abierto en dos mitades? ¿Y los chicos se habían marchado? Todo esto pareció un sueño, algo increíble a Yamen y a Tooku.
—Esta noche no podemos hacer nada —dijo Tooku, sosteniéndose el brazo dislocado—. Los criados no podrían ayudarnos a buscar a los desaparecidos: el miedo podría más que ellos. Mañana a primera hora los enviaremos a dar la noticia y a reclutar a los montañeses.
Aunque la espera les pareció demasiado larga, las niñas tuvieron que aceptarla, ya que no se podía hacer otra cosa. Volvieron a sus camas, pero no pudieron dormirse. Entonces se acomodaron juntas en un sofá, se taparon con mantas de piel y empezaron a hablar, muy preocupadas por la suerte de los chicos. Al fin, cuando faltaba muy poco para el amanecer se adormilaron. Yamen las despertó.
Pronto todos los habitantes del castillo estuvieron enterados de lo ocurrido aquella noche. La servidumbre estaba aterrada. La madre de Paul hizo que las niñas le repitieran el relato una y otra vez, y los ojos se le llenaban de lágrimas cada vez que oía decir que Paul había ido a rescatar a sus hombres.
—¡Es un baroniano de pies a cabeza! —exclamó—. ¡Me alegro de que Mike y Jack estén con él! ¿Pero por qué no habrán esperado hasta que pudiésemos enviar soldados o campesinos armados en busca de Ranni y de Pilescu?
Pronto apareció un grupo de montañeses a caballo. Los habían reclutado los sirvientes del castillo y Beowald, el cabrero ciego. Todos se habían asustado al oír lo que les contaban, pero todos estaban decididos a rescatar a su «pequeño señor», como llamaban a Paul.
Beowald iba con ellos. Los condujo al templo. Los montañeses retrocedieron atemorizados cuando vieron aquellas extrañas imágenes de piedra. La estatua del fondo, la del hombre sentado, estaba entera: los bandidos, que los muchachos habían visto la noche anterior, habían subido al templo y, al ver la estatua partida en dos, se habían apresurado a unir las dos mitades, temerosos de que se hubiera descubierto su secreto. Seguidamente se habían ocultado en la cueva que estaba debajo del templo.
Peggy y Nora observaban a Beowald cuando éste introdujo un dedo en la oreja derecha de la estatua. Los montañeses empezaron a lanzar gritos de terror cuando vieron que la piedra se abría y que la figura empezaba a dividirse lentamente en dos mitades. Beowald señaló el agujero que la estatua ocultaba.
—Éste es el camino —dijo.
Los montañeses se acercaron al agujero y miraron hacia el fondo. Todos temblaban; nadie se atrevía a bajar. Sus cabezas estaban llenas de supersticiones sobre los misterios, las hechicerías y los espíritus de la montaña.
Pero uno más atrevido que sus compañeros se deslizó por la cuerda, e invitó a los demás a seguirle. Uno tras otro, todos bajaron. Las niñas intentaron hacer lo mismo, pero Tooku y Yamen se lo prohibieron terminantemente.
—Esto es cosa de hombres —les dijeron—. No haríais más que estorbar.
Así que las niñas no tuvieron más remedio que volver al castillo, donde encontraron a la madre de Paul pálida y angustiada, esperando noticias.
Nora y Peggy intentaron consolarla refiriéndole sus aventuras anteriores, en las que siempre habían triunfado. La Reina las miraba sonriente, pero sin que su inquietud desapareciera.
—¡Sois unos aventureros! —dijo—. En todos los sitios adonde vais os ocurren aventuras. ¡Me sentiré feliz cuando ésta termine!
Pasó el día sin que llegaran noticias. Los campesinos no regresaban. Beowald volvió del templo y dijo que, aunque había escuchado atentamente desde la boca del pozo, no había oído nada. Por primera vez su ceguera lo mortificaba. Su mayor deseo habría sido seguir a sus amigos por el interior de la montaña. Pero no se había atrevido a acompañarlos: se habría desorientado en aquel subterráneo que no conocía.
Hacia la hora de la merienda, el cielo se ensombreció. Las niñas miraron por la ventana. Yamen, que estaba con ellas, se asomó también.
—Se acerca una tempestad —dijo señalando hacia el oeste—, una gran tempestad. No os asustéis. Esto suele ocurrir cuando el tiempo es muy caluroso. Aparecen grandes nubes que se amontonan y los relámpagos rasgan el cielo mientras los truenos retumban levantando ecos por todas partes.
—Las tempestades no nos asustan, Yamen —dijo Nora—. Una tempestad sobre los montes de Killimooin debe de ser un espectáculo maravilloso.
El cielo se puso tan negro, que las niñas hubieron de renunciar al entretenimiento de la lectura. Las grandes nubes empezaron a rodar alrededor de la cima de la montaña y pronto el castillo desapareció, envuelto en una masa densa y oscura. A lo lejos se oían retumbar los truenos. Los niños pequeños de la nursery rompieron a llorar.
—¡Ya se ven los relámpagos! —dijo Nora, deslumbrada por una cegadora chispa que lo iluminó todo vivamente durante un instante—. ¡Oh, qué trueno! ¡Nunca había oído nada igual!
Killimooin parecía estar en el centro de la tempestad. Los truenos retumbaban alrededor del castillo y los relámpagos llenaban de luz trozos de cielo. Entre relámpago y relámpago, la oscuridad era tan absoluta que parecía haber llegado ya la noche.
A las niñas no las asustaban las tempestades, pero ésta las llenó de inquietud. El ruido de los truenos era espantoso y los relámpagos, impresionantes.
Luego llegó la lluvia. ¿La lluvia? Más parecía una cascada que cayera sobre el castillo, estrellándose contra las ventanas y formando cortinas que resbalaban por las paredes. Las niñas no habían visto ni oído en su vida un diluvio igual. El ruido del agua apenas dejaba oír los truenos que seguían retumbando.
—Menos mal que los chicos no estarán a campo raso, sino bien guarecidos en una cueva —dijo Nora.
¡Pero los chicos no estaban en ninguna cueva! No; iban camino del río, hasta el punto en que éste se internaba en el Bosque Secreto. Ya casi habían llegado. Estaban tan cerca que veían sus aguas espejeantes. Estaban contentos al pensar que ya no podían perderse. Ya sólo tenían que seguir el curso del río en dirección contraria, hacia las montañas, y subir por el reborde que atravesaba la cordillera junto a la corriente.
Entonces el cielo se oscureció y se desencadenó la tempestad. Primero hubo un momento de gran calma, y Ranni levantó la vista al cielo con inquietud. ¡Conocía bien las tempestades baronianas! ¡Eran tan impresionantes como sus bravíos montes!
La tempestad estalló en el preciso momento en que el grupo, después de alcanzar el río, empezaba a remontar su curso hacia la montaña. Los rayos zigzagueaban sobre sus cabezas a través del oscuro cielo.
—Debemos resguardarnos —dijo Ranni mientras miraba a su alrededor en busca de algún refugio. No quería detenerse bajo los árboles porque sabía muy bien que atraían a los rayos. Cerca había un espeso matorral de hojas enormes, tanto, que la lluvia resbalaba por ellas como si fueran paraguas.
—Nos esconderemos bajo estas matas —dijo Ranni— y nos pondremos la capa sobre la cabeza. La lluvia no las atravesará.
¡Pero se equivocó! La lluvia lo caló todo, y de nuevo los fugitivos quedaron mojados de pies a cabeza. Los muchachos se sentían incómodos bajo la violencia de aquella lluvia tormentosa. Las gruesas gotas se estrellaban salpicándolos, mojándolos, empapándolos. Atravesaban las ramas de los arbustos, sus capas, sus trajes y todo cuanto se les oponía.
—¡Qué tempestad tan tremenda! —dijo Paul—. ¡Es la peor que he visto en Baronia! ¡Oh, Pilescu; esto no me gusta nada!
Pilescu atrajo al niño contra su pecho y lo cubrió con sus grandes brazos.
—Estando con Pilescu no tienes nada que temer —le dijo—. ¡Ni las peores tormentas podrán causarte ningún daño!
Durante dos horas cayó la lluvia sin cesar. Jack no comprendía cómo podían almacenar tanta agua las nubes. Era como si el cielo vaciara mares sobre la tierra.
Al fin se abrió un claro en las nubes y apareció un trozo de cielo azul y brillante. Los truenos se alejaron y no se vio ningún relámpago más. Las nubes perdieron espesor y al fin cesó la lluvia. Los niños respiraron. Estaban mojados y tenían frío y hambre. Ranni palpó sus grandes bolsillos y sacó un poco de chocolate que fue muy bien recibido.
—Ahora hay que seguir adelante —dijo Pilescu—. Si el sol vuelve a brillar antes de ponerse, pronto estaremos secos. Nos falta aún un gran trecho para llegar al punto donde el río sale de la montaña. ¿Queréis que os lleve un rato en brazos, señor?
—¡Oh, no! —respondió Paul—. Puedo andar igual que Jack y Mike.
Pero al cabo de tres horas de marcha, el príncipe se sintió feliz al verse sobre la ancha espalda de Pilescu. Avanzaron lentamente siempre cuesta arriba y guiándose por el ruido del agua. No vieron ni rastro de los bandidos, a pesar de que iban pendientes de ello y su vigilancia era continua.
Al atardecer llegaron al lugar en que el río salía de la montaña y fluía cantando como si se alegrara de ver el sol. Se sentaron junto a la corriente para descansar. Todos estaban fatigados.
—Ahora tenemos que remontar el río por el reborde —dijo Ranni al cabo de un rato—. Tardaremos varias horas en llegar a la cascada. El camino es empinado y a veces peligroso. Señor, os tendré que atar a mi cuerpo. Si os cayerais al río, no podría salvaros. En un instante desapareceríais arrastrado por el ímpetu de la corriente.
—Entonces ata también a Mike y a Jack a Pilescu —dijo Paul—. No quiero ser el único en ir atado.
Al fin los cinco quedaron atados unos a otros, de modo que si uno se caía los demás podrían salvarlo tirando de la cuerda. Así penetraron en la gruta que daba entrada al corazón de la montaña de Killimooin y se dispusieron a subir junto al ruidoso río.
Tal como todos sabían, había un estrecho reborde. Estaba mojado y resbaladizo, y a veces era tan estrecho que parecía imposible pasar sobre él. Pero, con el tacto, encontraban asideros en la pared rocosa y, gracias a ello, el grupo pudo proseguir su camino.
Una vez Paul resbaló, perdió el equilibrio y casi arrastró a Ranni. El príncipe cayó al agua, pero Ranni sujetó la cuerda fuertemente. El muchacho pudo encaramarse de nuevo al reborde y allí quedó de rodillas, temblando de miedo.
—Estáis a salvo, señor. No os asustéis —dijo Ranni, intentando tranquilizarlo con su potente voz que dominaba el ruido del agua.
—¡Pero si no estoy asustado! —gritó Paul, levantándose rápidamente.
Había pasado un miedo espantoso, pero no quería que se supiera. Ranni se sintió orgulloso de su pequeño príncipe.
Volvieron a ponerse en marcha sin decir palabra, pues tenían que hacer un tremendo esfuerzo para que sus voces se oyeran por encima del estruendo del río. Tenían la sensación de que hacía muchas horas que iban subiendo por aquel estrecho reborde. Ranni iluminaba con su linterna el camino, y Pilescu cerraba la marcha. De pronto, los cinco vieron algo que los sobresaltó.
La luz de la linterna de Ranni se proyectó sobre una forma oscura que descendía balanceándose arrastrada por la corriente. El sorprendido Ranni siguió dirigiendo hacia el objeto el haz de su linterna y pronto pudieron ver todos que se trataba de una balsa en la que iban cinco o seis de aquellos pequeños, delgados y nerviosos bandidos. Bajaban a toda velocidad hacia el Bosque Secreto dando tumbos en su balsa.
También los bandidos los vieron a ellos y empezaron a lanzar gritos de sorpresa. Medio minuto después habían desaparecido río abajo, arrastrados por la rápida corriente, como tragados por la negrura del túnel en que el río se perdía.
—¡Nos han visto! —gritó Jack—. ¿Creen que nos perseguirán?
Ranni y Pilescu se detuvieron para reflexionar sobre lo ocurrido. Les parecía muy posible que los bandidos volvieran atrás y les persiguieran. Les sería fácil detener la balsa en un saliente del reborde rocoso y subir a éste. Y luego, arrastrando la balsa como, por lo visto, hacían cada vez que subían al templo, emprender la ascensión.
—¡Ranni! —gritó Jack de nuevo—. ¿Cree usted que nos perseguirán?
—Es posible —repuso Ranni—. Debemos avanzar rápidamente. No podemos perder ni un segundo.
Los cinco se pusieron de nuevo en marcha. Era un viaje duro y fatigoso. El río los salpicaba continuamente, y en algunos trechos rebasaba el reborde de piedra, así que los fugitivos tenían en todo momento las piernas mojadas. A veces el túnel era muy bajo. En una ocasión tuvieron que agacharse y avanzar a gatas, mientras sus cabezas rozaban el áspero techo de roca.
A la linterna de Ranni se le agotó la pila, y Mike se alegró de llevar encima la suya y poder prestársela. Necesitaban dos linternas: una al final de la fila y otra al principio.
—¿Falta todavía mucho? —refunfuñó Paul—. Estoy deseando llegar.