CAPÍTULO XI

EL PRINCIPIO DE LA AVENTURA

Mike y Jack consiguieron muy pronto alcanzar a Paul. El príncipe subía velozmente por el empinado sendero. No sabía con exactitud lo que iba a hacer. Su único deseo claro era hallar a Ranni y a Pilescu y librarlos de manos de los bandidos.

—¡Paul! No es éste el camino —dijo Jack, jadeante, cuando consiguió reunirse con él—. No sabes lo que haces. Ya estarías perdido en las montañas si no te hubiésemos seguido. Fíjate. El camino es éste y no el que habías tomado.

Paul se alegró de ver a su lado a sus dos amigos. Se envolvió en su capa ribeteada de piel. Tenía frío. Mike y Jack se abrigaron también. Continuaron la ascensión en silencio. La luna les mostraba claramente el camino. Mike rogaba a Dios que las nubes no cubrieran la luna, pues sería imposible ver el camino en la oscuridad. Pensó en Beowald, el cabrero ciego. A éste no le importaba que hubiera luz o no. ¡Para él no había diferencia entre una cosa y otra!

Subieron y subieron. Así transcurrió una hora. Paul no parecía estar cansado, pero a Jack le dolían las piernas. Y es que ya había subido al templo y bajado de él aquella misma noche. Pronto estuvieron cerca. Se deslizaron sigilosamente, buscando la protección de las sombras, por si andaba algún bandido por allí. De pronto, apareció una forma humana detrás de una roca. Con la rapidez del rayo, Jack empujó a sus dos acompañantes hacia una gran sombra, donde los tres se agazaparon. Sus corazones latían con violencia. ¿Sería un bandido que estaba de guardia? ¿Los habría visto?

La luna se escondió detrás de una pequeña nube y la montaña quedó a oscuras. Jack forzó su vista y sus oídos para averiguar si aquel merodeador nocturno se acercaba a ellos.

Entonces oyó las quejumbrosas notas de la flauta de Beowald. Era el cabrero, que rondaba de noche, como de costumbre.

—¡Beowald! —gritó Jack con voz ahogada—. ¿Dónde estás?

La luna salió de detrás de una nube, como navegando, y los niños vieron al cabrero sentado en una roca cercana.

—Estoy aquí —dijo—. Os he oído. Sabía que era gente amiga la que se acercaba. ¿Qué hacéis aquí a estas horas?

Jack salió de su escondrijo. En pocas palabras contó a Beowald todo lo que había ocurrido. El cabrero lo escuchó con profundo asombro.

—¡Por eso creía yo que los hombres de piedra cobraban vida durante la noche! —dijo—. Pero eran los bandidos los que yo oía salir del templo y no los hombres de piedra. Debajo del templo debe de haber una gran cueva. Os acompañaré para ver si conseguimos dar con ella.

El cabrero los condujo hacia el templo. La luna se había vuelto a esconder detrás de una nube y los muchachos se sentían más seguros al ir acompañados por Beowald en el último trecho de la ascensión. Sin su ayuda no habrían encontrado el camino. Pero la oscuridad no era nada para el ciego. Éste encontró el camino con tanta seguridad como si lo estuviera viendo a la luz del día.

Llegaron a las proximidades del templo y se acercaron a él con grandes precauciones. No se oía ni el rumor más leve.

—Lo mejor será que entremos en el templo cuando una nube oculte la luna —susurró Jack—. Paul, pregunta a Beowald si cree que hay por aquí algún bandido. Su oído es tan sensible, que tal vez haya captado algún sonido que le indique la presencia de los malhechores.

Paul habló a Beowald en voz baja y en lenguaje baroniano. El cabrero movió la cabeza negativamente.

—En este momento no hay nadie en las cercanías —dijo—. No oigo nada y si hubiese algún bandido en el templo, oiría incluso su respiración.

Los muchachos se deslizaron silenciosamente en el interior del templo. Cuando ya estaban dentro, la luna reapareció e iluminó el extraño rostro de la gran estatua del fondo. Parecía mirar a los muchachos con sorna.

Jack se dirigió a la figura y pasó los dedos por la rendija que había visto ensancharse cuando se dividió la estatua en dos partes. Se preguntaba cómo podría averiguar el funcionamiento de la extraña escultura. Debía de tener algún mecanismo para abrirla de arriba abajo. Pero ¿cómo sería? Había que descubrirlo, pues, de lo contrario, no podrían llegar al sitio donde los bandidos tenían presos a Ranni y a Pilescu.

Pero por mucho que palpó, frotó y tiró, la rendija siguió siendo una rendija: no se ensanchó. Los otros dos niños también lo intentaron, pero no tuvieron más éxito. Se miraron desesperados.

—Dejad que yo lo intente —dijo Beowald—. Mis ojos no ven, pero mis dedos sí. Pueden sentir cosas que sólo los bigotes de una rata son capaces de percibir.

Era verdad. Los dedos del cabrero ciego eran tan sensibles, que por medio de ellos podía percibir más cosas que los demás con los ojos. Los niños observaban a Beowald mientras éste deslizaba sus dedos por la rendija que recorría la estatua de arriba abajo. Lo veían palpar los ojos de piedra de la escultura. Seguían con la vista sus temblorosos dedos cuando recorrían el cuello y la cabeza de la figura, tocando, palpando, apretando, como las antenas de una mariposa.

De pronto los sensibles dedos de Beowald se detuvieron. Debía de haber encontrado algo. Los niños le miraron.

—¿Qué ocurre, Beowald? —le preguntó el príncipe Paul en voz muy baja.

—Aquí la estatua tiene un vacío —respondió el cabrero—. En todos los demás puntos la piedra es maciza; pero aquí, detrás de la oreja derecha, está hueca.

—Déjame tocar —dijo Jack.

Apartó los dedos del cabrero y puso los suyos detrás de la oreja derecha de la estatua, pero no notó nada anormal: le pareció que allí la piedra era tan dura como en cualquier otra parte. Los demás niños también palparon, pero, lo mismo que a Jack, les pareció que la piedra era maciza. ¿Cómo podían saber los dedos de Beowald si la piedra era sólida o hueca? Parecía cosa de magia.

Beowald apoyó de nuevo sus dedos detrás de la oreja derecha de la estatua y los fue moviendo. Apretaba, hacía toda clase de pruebas. Pero todo fue inútil. Jack dirigió la luz de su linterna a la oreja de la figura y vio que aquella parte estaba más desgastada que el resto de la cabeza. Daba la impresión de que la tocaban frecuentemente. Entonces se dijo que quizás aquella oreja contenía el resorte que dividía a la estatua en dos mitades.

La oreja izquierda era enteramente maciza, y Jack vio que, por el contrario, la derecha tenía un orificio en medio, como lo tienen los oídos humanos. Beowald descubrió el agujero con sus dedos en el mismo momento en que Jack lo veía con sus ojos. El cabrero introdujo en el boquete el dedo meñique. La punta de este dedo alcanzó una pieza redonda de metal colocada en el interior de la oreja, la empujó y puso en movimiento un mecanismo que dividió la imagen de piedra en dos mitades. Este mecanismo era muy sencillo, pero a los niños les pareció algo prodigioso y observaban boquiabiertos cómo la estatua se iba abriendo por la grieta y las dos mitades se iban separando sin producir el menor ruido. Beowald sabía lo que estaba ocurriendo, aunque no lo podía ver. Estaba tan asustado, que, de pronto, se apartó de la estatua de un salto. Temía que la figura de piedra fuera cobrando vida a medida que se iba moviendo.

—¡Fijaos! Hay un agujero debajo de la estatua, en medio de la piedra que le sirve de base —dijo Jack.

Y dirigió hacia el boquete la luz de su linterna. El orificio era redondo y lo bastante ancho para que por él pudiera pasar fácilmente el cuerpo de un hombre. Una cuerda de trozos de piel colgaba por el agujero sujeta a una abrazadera clavada en el borde.

—¡Es la entrada a la guarida de los bandidos! —dijo Jack en voz baja—. ¡No cabe duda! Estoy seguro de que habitan debajo de este templo, en una cueva que se interna en la montaña.

—Voy a verlo —dijo Paul, que aquella noche parecía ser algo más que un niño.

Sí, aquella noche era el príncipe que iba en camino de ser rey y señor de Baronia el que dirigiría y daría órdenes. Jack le detuvo en el momento en que iba a introducirse por el oscuro agujero.

—¡Espera! Tal vez nos tengan preparada una trampa. No hagas tonterías. Haciéndolas no ayudaremos a Ranni y a Pilescu.

—Iré a despertar a los campesinos para que vengan a ayudarnos —dijo Beowald—. Me gustaría entrar por ese agujero con vosotros, pero no puedo ir por un lugar desconocido. Mis pies, mis oídos y mis manos sólo me son útiles cuando voy por la ladera de la montaña. En un lugar extraño, estoy perdido.

—Bajaremos por el agujero y descubriremos lo que podamos —dijo Jack—. Tú ve en busca de los campesinos y seguidnos tan pronto como sea posible. A estas horas, las niñas habrán avisado a Tooku y a Yamen y seguramente ya vendrán hacia aquí acompañadas por algunos servidores. Además, yo creo que la madre de Paul mandará un mensajero para que envíen algunos soldados.

Beowald no entendía lo que Jack decía porque no hablaba en baroniano. Paul rápidamente se lo iba traduciendo y Beowald asentía.

—A ver si caéis en manos de los bandidos —dijo—. ¿Por qué no esperáis a que yo regrese?

—He de ir a rescatar a mis hombres —dijo el príncipe Paul resueltamente—. Allí donde ellos estén, debo estar yo.

—Haz lo que quieras —dijo el cabrero.

Jack se deslizó por el agujero con ayuda de la cuerda. Descendió más y más, mientras Mike lo iluminaba desde arriba con su linterna. Beowald esperaba pacientemente. No podía ver nada, pero sus oídos lo iban enterando de todo lo que ocurría.

El agujero era muy hondo. Jack seguía deslizándose por la cuerda y sus brazos empezaban a cansarse. Luego notó que había ásperos salientes en las paredes de aquella especie de pozo y comprendió que podía descansar apoyando los pies en ellos de vez en cuando. Así sus brazos recuperarían las fuerzas.

Al fin llegó al fondo del agujero. Jack notó que sus plantas se apoyaban en el suelo. Soltó la cuerda y extendió los brazos en todas direcciones. No tocó nada. El pozo debía de terminar en una ancha cueva. Jack no oía ningún ruido. Decidió encender su linterna.

La encendió y vio que, como suponía, se hallaba en una cueva, cuyo techo estaba perforado por el profundo pozo. Éste, visto desde abajo, aparecía redondo y oscuro. «¿Será esto la guarida de los ladrones?», se preguntó Jack mientras proyectaba su linterna en todas direcciones. Pero la cueva estaba desierta y vacía: la luz de la linterna sólo permitía ver paredes desnudas y ásperas.

Los pies de Mike aparecieron pronto al final del agujero y el muchacho se dejó caer al lado de Jack. Luego llegó Paul. Los tres se dedicaron a explorar la cueva.

—No parece que aquí habite nadie —dijo Mike—. No hay ningún camastro donde puedan dormir los bandidos, ni el menor rastro de cacharro de cocinar. No creo que sea su guarida esta cueva.

—Entonces, ¿qué será esto? —preguntó Jack—. Los he visto bajar por aquí. Aunque no sé cómo habrán bajado a Ranni y a Pilescu con las manos atadas. ¿Dónde estarán?

—Aquí es seguro que no están —dijo Paul iluminando todos los rincones con su linterna—. Es raro. ¿Dónde se habrán metido?

Era un misterio. Jack empezó a dar vueltas por aquella especie de cámara subterránea y sus pasos resonaban extrañamente. Paseó el haz de su linterna por las paredes, y, de pronto, su mano se detuvo.

—¡Aquí hay un paso! —exclamó—. ¡Mirad! Se ve con toda claridad. Es raro que no lo hayamos visto antes.

Los niños miraron hacia arriba. A media altura, en la pared del fondo de la cueva, se veía una estrecha abertura. Subieron a una especie de cornisa que sobresalía de la pared rocosa y examinaron la abertura. Se veía claramente que era una salida de la cueva y que allí empezaba un pasadizo que atravesaba la roca.

—¡Entremos! —dijo Jack—. Por aquí se deben de haber ido los raptores con sus presas. ¡Yo iré delante!

Entró en el pasadizo y sus compañeros le siguieron. Con su linterna iba alumbrando el paso subterráneo ante sus pies. El túnel, escabroso y oscuro, describía cerradas curvas y descendía de continuo. ¿Adónde conduciría?