LOS BANDIDOS
Transcurrieron varios días sin que los niños hicieran otra cosa que corretear por la falda de la montaña, en busca de fresas salvajes y observando los animalitos que poblaban aquellos parajes. Yamen y Tooku contaron nuevas leyendas a los niños y movieron la cabeza afirmativamente cuando Jack les habló del templo en ruinas y de sus extrañas estatuas.
—¡Ah, sí! ¡Es muy antiguo! La gente no se acerca a él ahora porque dicen que las estatuas cobran vida por las noches y se pasean.
Los niños se echaron a reír al oír esto. Se dijeron que los campesinos tenían supersticiones graciosas. Yamen creía en hadas y duendes. Cada vez que hacía mantequilla llenaba un tazón de nata y lo dejaba junto a la puerta de la cocina.
—¡Es para el duende que vive en esta cocina! —explicaba.
—Oiga, Yamen, el que se bebe la nata es su gran gato negro y no el duende —le decía Nora.
Pero Yamen movía negativamente su cabeza gris: estaba segura de que no era el gato.
Yamen solía ir todas las semanas al pueblo para comprar lo que hacía falta. Este pueblo estaba al pie de la montaña. Tenía un asno, y Tooku tenía dos de estos testarudos animales. Muchas veces Tooku acompañaba a Yamen. Cada cual iba montado en su asno, y el que sobraba los seguía transportando dos grandes cestos que colgaban a modo de albarda a ambos lados de su cuerpo rollizo. En estos cestos se cargaban las cosas que Yamen compraba en el mercado.
Un día Yamen y Tooku salieron para el pueblo seguidos, como de costumbre, por el tercer asno. Se pusieron en marcha por el sendero y los niños les dijeron adiós desde el castillo.
—¡Volveremos con tiempo suficiente para prepararos una buena merienda! —les gritó Yamen—. Os traeré rosquillas recién hechas y miel.
Pero a la hora de la merienda ni Yamen ni Tooku habían llegado. Ranni y Pilescu observaban el camino desde la gran puerta del castillo. Estaban un poco preocupados. Era raro que no apareciera ninguno de los dos; a aquella hora debían haber regresado ya. El camino se distinguía hasta muy lejos y no se veía ni la menor señal de Yamen ni de Tooku.
—¡Quiera Dios que no les haya pasado nada! —dijo Nora.
Transcurrió una hora; luego otra. Los niños habían merendado ya y paseaban por los alrededores del castillo. Para entretenerse tiraban piedras a un precipicio y se recreaban viéndolas saltar y rebotar en las paredes casi verticales.
—¡Mirad! —dijo de pronto Ranni.
Todos miraron hacia el camino. Un solo asno subía por él lentamente, llevando a alguien montado en su lomo, mientras otra persona andaba penosamente delante de él. Ranni se apresuró a ir en busca de un caballo y salió galopando por el camino para ir al encuentro de los que llegaban y averiguar lo que había ocurrido.
Los niños esperaban con ansiedad. Querían mucho a Tooku y a Yamen. Apenas llegaron éstos al castillo en compañía de Ranni, los niños les rodearon.
—¿Qué ha ocurrido, Yamen? ¿Dónde están los otros asnos, Tooku? ¿Se ha hecho daño en el brazo?
—¡Pobres de nosotros! —gimió Yamen—. Nos han asaltado los bandidos. Nos han quitado todo lo que traíamos y se han llevado también nuestros asnos. Tooku ha intentado detenerlos y ellos le han roto el brazo. ¡Qué desgraciados somos! ¡Qué mala suerte hemos tenido! ¡Nos han quitado la compra y dos de nuestros asnos!
—Se han llevado los tres —dijo Tooku—, pero éste debe de haberse escapado. Lo hemos oído correr detrás de nosotros cuando regresábamos a pie.
—¿Cómo eran los bandidos? —preguntó Jack.
—Gente muy rara —contestó Yamen—. Son pequeños y delgados. Llevan cinturones de piel de lobo y todos tienen una cola, también de lobo, de color encarnado. ¡Qué raros y feroces son!
—Hemos oído más de una historia como ésta en la ciudad —dijo Tooku a Ranni y Pilescu—. Han asaltado a muchos viajeros. Se apoderan de las mercancías, pero no del dinero. Bajan de la montaña como cabras y luego se ocultan nadie sabe dónde.
—Supongo que la gente del pueblo habrá ido en busca de su guarida —dijo Ranni—. ¿Han explorado bien toda la ladera de esta montaña?
—¡Han buscado por todas partes! —dijo Yamen—. No han pasado por alto ni una cueva, ni ningún rincón. Y no se ha visto en ninguna parte señal alguna de esos fieros bandidos de cola roja.
—¡Pobre Yamen! —exclamó Nora.
La campesina estaba sentada en una silla y temblaba como una hoja. Pilescu vendó el brazo de Tooku. No estaba roto, pero tenía una grave dislocación.
La madre de Paul se enteró en seguida de lo ocurrido y su disgusto fue tanto como su indignación.
—No admito que estas cosas sucedan en Baronia —exclamó—. Enviaré un mensaje al Rey, y él nos enviará los soldados necesarios para que registren toda la montaña.
—Los montañeses ya lo han hecho —dijo Ranni—. No han encontrado nada y, seguramente, los soldados encontrarán aún menos. La procedencia de esos hombres es un misterio.
—¡Tal vez vengan del Bosque Secreto! —dijo Jack.
Sus amigos se echaron a reír.
—¡No seas tonto! ¿Cómo van a venir de un sitio al que nadie puede llegar? —dijo Mike.
—Vosotros no os alejéis si no vais acompañados de Ranni o de Pilescu —les advirtió la Reina.
—Señora, eso ya lo han prometido —dijo Ranni—. No os preocupéis. Con nosotros están seguros. Siempre vamos armados.
—Ahora me arrepiento de haber venido —dijo la Reina—. Acaso deberíamos regresar. Pero pienso que aún hace más calor que antes en nuestro palacio.
Los niños no tenían el menor deseo de regresar, y menos al saber que en Palacio había aumentado el calor.
—Aquí estamos seguros —dijo Paul—. No temas, mamá: los bandidos no se atreverán a acercarse al castillo.
—¡Qué tonto eres! —respondió la madre—. Ahora que saben que estamos aquí y que hay tránsito de viajeros en los alrededores del castillo, estarán más que nunca al acecho. Vigilarán las carreteras que nos rodean. Pediré que me manden más servidumbre de Palacio. Tendremos que salir siempre en grupo: nadie deberá ir solo.
Todo esto era verdaderamente emocionante. Los niños hablaban continuamente de los bandidos y Mike tocaba su cuchillo de explorador tres o cuatro veces por hora para convencerse de que seguía prendido a su cinturón. Paul pensaba en los tremendos castigos que impondría a los bandidos si se lograba capturarlos. Mike consideraba que sería divertido encerrarlos en una cueva. Jack se imaginaba a sí mismo haciendo huir a un grupo de bandoleros por la ladera de la montaña.
Las niñas no participaban de estas emociones y no se tranquilizaron cuando los tres chicos les prometieron cuidar de ellas.
—¿Qué podríais hacer contra toda una banda de forajidos? —preguntó Nora.
—No sería la primera vez que correríamos una aventura ni que tendríamos que luchar para salvarnos —dijo Mike con altivez.
—Eso es verdad —admitió Peggy—. Hemos pasado momentos de gran emoción y, a veces, nos hemos salvado por poco. Pero no siento el menor deseo de que me persigan y capturen los bandidos aunque vosotros consigáis rescatarme después.
—¡Quizás uno de los bandidos sea el hombre de piedra del templo! ¡Acaso cobre vida por la noche y salga a robar! —dijo Paul haciendo una mueca de burla.
—Me gustaría ir a echar un vistazo a las estatuas —dijo Jack—. Ranni, ¿podríamos ir mañana? Sólo hay una hora de camino a caballo.
—No quiero alejarme mucho del castillo —respondió Ranni—, pero podemos ir hasta ese viejo templo si lo deseáis. De todos modos, no comprendo que queráis ver esas viejas estatuas en ruinas habiéndolas visto ya una vez.
Al día siguiente los niños se levantaron decididos a ir al templo. Resolvieron ir a pie, ya que el templo no estaba muy lejos y Ranni les dijo que les convenía pasear. Se pusieron, pues, en marcha montaña arriba.
Era ya entrada la tarde cuando llegaron. Se habían llevado la merienda. El sol era fuerte. Los niños sudaban y respiraban penosamente mientras subían el último trecho del camino escarpado y pedregoso.
—Allí está el viejo templo —dijo Jack, señalando el arco en ruinas que sobresalía de la pared rocosa de la montaña—. No he visto nada igual. Parece construido sobre una gran cueva. El arco de la entrada debe de estar labrado en la misma montaña. Entremos. Quiero verlo nuevamente por dentro. Esta vez entrad también vosotras, Nora y Peggy. No os quedéis fuera como la vez anterior.
—Está bien —dijo Peggy—. Entraremos.
Todos avanzaron hacia el interior del templo. Encendieron sus linternas. De nuevo observaron al «hombre de piedra», y sonrieron al recordar lo que Beowald les había dicho de aquellas estatuas. Según el cabrero habían sido en otro tiempo hombres de carne y hueso, que se habían convertido en figuras de piedra como castigo a su maldad.
La mayor de las estatuas estaba en el fondo de la cueva, sentada en su roca de lisa superficie, y fijaba sus ojos vacíos en el arco de la entrada. Parecía hallarse en un sitio mucho más protegido que las demás esculturas, pues éstas habían perdido las narices y las manos, y algunas, incluso la cabeza. Jack paseó la luz de su linterna en todas direcciones. De pronto su mano se detuvo.
—¡Mirad! —dijo.
Todos se acercaron a él y miraron al suelo, donde se proyectaba el disco luminoso de su linterna. En medio del círculo de luz se veía la huella de un pequeño pie descalzo. Jack fue recorriendo el suelo con la luz de la linterna y pronto vieron otras huellas iguales: todas eran de un pequeño pie descalzo. Los dedos estaban marcados claramente.
—¡Alguien viene aquí con frecuencia! —dijo Jack.
—Y no es sólo una persona —dijo Mike, arrodillándose y examinando de cerca las huellas que su linterna iluminaba—. Éstas no son iguales que la primera que hemos visto. Miradlas: todos sus dedos están rectos. En cambio, en la otra hay un dedo torcido. Además, éstas son un poco mayores.
—¿No serán de Beowald? —preguntó Nora, recordando que el cabrero iba descalzo.
—No. Sus pies son mucho mayores que los que han dejado estas huellas —dijo Mike—. Me acuerdo de que pensé que Beowald tenía los pies muy grandes.
—¿No serán las huellas de los bandidos? —exclamó de pronto Peggy.
—Es posible —dijo Jack—. Pero no cabe duda de que esa gente no habita aquí. Si habitara, habría sido fácil descubrirla. Además, Beowald lo sabría.
Ranni llamó a los niños.
—¡La merienda está preparada! ¡Debemos darnos prisa, porque parece que vamos a tener niebla!
Los niños salieron de la oscuridad del templo a la brillante luz del sol. Se sentaron a merendar y contaron a Ranni y a Pilescu lo que habían visto. Pero ni uno ni otro dieron demasiada importancia a la cosa.
—Seguramente, esas huellas son de los montañeses enviados a inspeccionar todos los rincones de la montaña en busca de la guarida de los bandidos —dijo Ranni.
Esto desilusionó a los niños, que ya estaban de acuerdo en que las huellas pertenecían a los bandidos. Mike señaló la colina.
—¡Mirad cuántas nubes hay allá abajo! —dijo—. Parece que van subiendo hacia aquí.
—Sí, suben —dijo Pilescu mientras recogía los restos de la merienda—. Vámonos. No me gustaría que nos perdiéramos a causa de la niebla.
Iniciaron el regreso. De pronto, Jack descubrió un grupo de jugosas fresas silvestres y salió del camino para recogerlas. No se había comido ni una docena, cuando advirtió que la niebla lo había envuelto.
—¡Caramba! —exclamó mientras volvía al camino—. ¡No veo a los demás! Menos mal que conozco el camino. Esto es lo importante.
Llamó, pero no obtuvo respuesta. El grupo había contorneado un saliente y nadie podía oírlo. En las montañas el eco repite las voces, pero la densa niebla amortiguaba los sonidos y Jack no oyó ninguna respuesta a su llamada.
«Me daré prisa y pronto los alcanzaré», pensó el muchacho.
Echó a andar, pero, al cabo de un rato, ya no sabía en qué dirección avanzaba. La niebla se espesó y Jack sintió frío. Se envolvió en su capa ribeteada de piel y se detuvo. Estaba preocupado; no sabía qué hacer.
Algo que le era familiar llamó su atención; algo que estaba en la pared rocosa de la montaña.
—¡Vaya! ¡Estoy otra vez en el viejo templo! —exclamó Jack, extrañado—. Me he equivocado de dirección y he tomado la de ida. Lo mejor que puedo hacer es refugiarme en el templo y esperar a que la niebla pase. Seguramente, pronto pasará. La niebla suele desaparecer con tanta rapidez como llega.
Entró en el templo y se dirigió al lugar en que estaban las imágenes de piedra. Encontró una roca donde pudo sentarse y allí esperó. Empezó a bostezar. Tenía sueño y se le cerraban los ojos. Esperaba que Ranni y Pilescu no se enfadaran demasiado con él.
Se adormiló mientras la niebla se deslizaba ante la puerta del templo. Le despertó un rumor de voces y esperó. Se imaginó que eran sus amigos, que habían vuelto atrás en su busca. Se puso de pie e inmediatamente se volvió a sentar, extrañado por lo que estaba viendo.
El templo se había llenado de voces extrañas y ásperas. Aquella gente hablaba en baroniano, pero con un deje campesino tan acentuado, que Jack no conseguía entenderlo. La oscuridad era tan profunda, que el chico no podía ver a las personas que hablaban. No se atrevió a encender la linterna. Entonces uno de los hombres se dirigió a la entrada, se asomó al exterior e informó a sus compañeros de que aún había niebla, pero ya empezaba a despejarse. Jack le miró extrañado. Era pequeño y delgado y no llevaba más vestido que una faja de piel alrededor de la cintura. Jack se agazapó en su rincón: de pronto había sentido miedo.
La niebla se fue disipando. Los demás hombres se reunieron con el que estaba en la puerta y todos salieron. Entonces Jack pudo ver que llevaban detrás una cola de lobo, teñida de encarnado. ¡Eran los bandidos!
Eran muchos. ¿De dónde vendrían? No estaban en el templo cuando el muchacho se había quedado dormido y si hubiesen entrado por el gran arco en ruinas él los habría oído. ¿Por dónde habrían entrado? En aquel templo debía de haber alguna puerta secreta. ¿Pero dónde estaría?