UN DÍA EN LAS MONTAÑAS
—¿Podemos quedarnos a comer aquí en compañía de Beowald? —preguntó Paul de pronto—. Estoy hambriento, Ranni. ¡Sería tan agradable comer bajo este sol, acariciados por este fresco airecillo y mientras escuchamos a Beowald!
—¡Creo que Beowald preferirá comer con vosotros que estar tocando la flauta mientras vosotros os zampáis la comida! —dijo Ranni riendo—. Preguntadle si quiere comer con vosotros.
El cabrero sonrió al oír lo que Ranni decía. Asintió con un movimiento de cabeza, luego dio una voz que dispersó a las cabras y finalmente se sentó, con la cara vuelta hacia el valle como si lo mirara.
—¿Dónde duermes por las noches? —le preguntó Paul—. ¿Dónde está tu cueva?
—No lejos de aquí —contestó Beowald—. Pero a veces duermo de día y salgo de noche.
—¿Cómo puedes encontrar tu camino en medio de la noche? —preguntó Peggy, pensando en la oscuridad de las montañas, en lo escarpado de sus laderas y en sus peligrosos precipicios.
—Para mí siempre es de noche —respondió—. Veo con los oídos y con los pies. Aunque esté andando horas y horas por estas montañas, siempre sé exactamente dónde estoy. Las piedrecillas que hay bajo mis pies, las rocas que toco, la hierba, las flores, todo me indica el sitio en que me encuentro. El aroma de los pinos, el olor del tomillo, incluso el aire, me revelan el lugar donde estoy. Voy y vengo más seguro por estas escarpadas montañas a pesar de mi ceguera que vosotros con vuestra buena vista.
Los niños escuchaban al cabrero ciego mientras Ranni y Pilescu preparaban la comida. Había bocadillos para todos y unas pequeñas galletas duras y dulces que se comían con el queso de leche de cabra. Beowald comió con ellos. La alegría iluminaba su rostro. ¡Era un gran día para él!
—Beowald, llévanos adonde podamos ver el Bosque Secreto —le pidió Paul—. ¿Está muy lejos?
—A más de dos horas de aquí —contestó el cabrero.
Señaló con el dedo en una dirección determinada, cosa que los niños no comprendieron cómo podía hacer sin tener vista, y añadió:
—El camino está allí. Es empinado y peligroso, pero vuestros potros os llevarán con seguridad.
Los niños estaban emocionados ante la idea de ver el Bosque Secreto desde una cima de aquellas montañas. Ya se hallaban a considerable altura, aunque la cumbre estaba todavía lejos. El aire era frío, y cuando soplaba el viento los niños tenían que envolverse en sus capas ribeteadas de piel. No comprendían cómo Beowald podía ir sin nada en el cuerpo.
Terminada la comida, se levantaron. Ranni trajo los potros. Éstos se habían entretenido mordisqueando la hierba corta que crecía en aquel lado de la montaña, menos pedregoso que los demás. Los niños se encaramaron a las sillas y los potros levantaron la cabeza alegremente. ¡Creyeron que regresaban a casa! Pero se equivocaron. Beowald conducía la caravana, subiendo por un terreno pedregoso que incluso para las cabras era difícil.
—No comprendo cómo Beowald puede seguir una dirección determinada —gritó Peggy a Nora—. No se ve ningún camino por ninguna parte.
—Seguramente se trata de pasos que sólo las cabras conocen —dijo Ranni—. Delante de nosotros va la vieja cabra de cuernos retorcidos. Parece que nos va indicando el camino.
—¡Sí, mi cabra sabe muy bien cuándo puede ayudarme! —dijo el cabrero.
Luego se llevó la flauta a la boca, hizo sonar unas notas alegres y la vieja cabra se acercó en seguida a él, brincando con ligereza.
—¡Ahora no te alejes! —le ordenó el cabrero.
La cabra lo comprendió y siguió caminando delante de Beowald. Se detenía cada vez que su amo se subía a una roca. Beowald era tan ágil como las mismas cabras, y los niños se extrañaban de ver que un ciego andase por el monte con tanta seguridad. Beowald conocía palmo a palmo el terreno.
Subieron y subieron durante un buen rato. A veces el camino era tan abrupto y de pendiente tan viva, que los potros casi no podían mantener el equilibrio. Sus pezuñas arrancaban piedras y tierra que rodaban ladera abajo.
Ranni y Pilescu empezaron a dudar de si era conveniente seguir adelante. Ranni detuvo a su rollizo potro.
—¡Beowald! ¿Sigue siendo el camino cada vez más empinado? —preguntó—. Me parece peligroso para los niños.
—¡Oh Ranni! —exclamó Paul, malhumorado—. ¡Si no hay ningún peligro! ¡No volveré atrás sin haber llegado a la cumbre! ¡No, no volveré atrás!
—Pronto llegaremos —dijo Beowald, volviendo hacia Ranni sus grandes ojos vacíos—. ¡Ya huelo el bosque!
Los niños husmearon el aire ávidamente, pero no percibieron ningún olor nuevo. En aquel momento hubieran dado cualquier cosa por tener el olfato y el oído tan finos como Beowald. Éste no tenía vista, pero sus demás sentidos eran mucho más agudos que los de todos ellos.
Llegaron a un paso escarpado y estrecho. Uno a uno, los potros fueron salvándolo. Para ello hubieron de restregar sus cuerpos contra una pared rocosa, porque en el lado opuesto había un profundo precipicio. Nora y Peggy se taparon los ojos, pero los chicos no tuvieron miedo. Por el contrario, les entusiasmaba la aventura.
Primero pasó la vieja cabra; luego, Beowald.
—¡Aquí es! —gritó el cabrero.
El difícil paso se ensanchaba después de contornear un saliente de la montaña. Una vez allí, los niños vieron que se hallaban al otro lado de los montes Killimooin. No estaban en la cima, pero, después de contornear el saliente, dominaban el lado opuesto de la cordillera y tenían ante sus ojos lo que tanto deseaban ver: ¡el Bosque Secreto!
—¡El Bosque Secreto! —exclamó Paul.
Jack repitió como un eco sus palabras.
—¡El Bosque Secreto! ¡Qué extenso es! ¡Y qué espeso y qué oscuro! ¡Estamos a gran altura sobre él!
Los ocho miraban hacia el fondo del valle que ocupaba el centro del vasto anillo de montañas. Beowald era el único que no podía ver la inmensidad de aquel espeso bosque que se extendía en lo más hondo del valle y que todos los demás estaban contemplando.
—¡Qué misterioso es! —exclamó Jack—. Aquí todo parece plácido y sereno. Ni siquiera el viento hace ruido. Me gustaría ver la espiral de humo que creí distinguir cuando volamos a ras del bosque durante nuestro paseo en avión.
Pero no se veía ni rastro de humo. Tampoco se oía el ruido más leve. El bosque aparecía tan quieto y silencioso, que se habría dicho que estaba muerto desde hacía mil años.
—¡Ya estamos aquí contemplando el Bosque Secreto! —exclamó Mike—. Desde luego, nunca podremos llegar a él.
Miró hacia abajo desde la cornisa en que estaban. A sus pies había una pendiente lisa y casi vertical, por donde ni las cabras podían descender. Por lo menos, así le pareció al niño.
—Ya veis por qué es imposible cruzar estas montañas —dijo Ranni—. No hay ningún camino para bajar por este lado. Todos los pasos son tan difíciles y peligrosos como éste. Ningún hombre se atrevería a descender por la pared de este precipicio ni siquiera con ayuda de cuerdas.
A las niñas no les gustaba ver aquel profundo y áspero abismo que se extendía a sus pies. Habían subido a muchas montañas en África, pero a ninguna tan abrupta como aquélla.
—Volvamos ya; siento un poco de vértigo —dijo Nora.
—Sí, ya es hora de que nos vayamos —dijo Ranni, consultando su reloj—. Si no nos damos prisa, llegaremos tarde.
—Los llevaré por otro camino —dijo Beowald—. Es más corto. Síganme.
Rodeado por sus cabras, el ciego empezó a bajar. Andaba tan seguro como sus cabras. Causaba admiración verlo. Lo seguían los potros, dando ligeros resbalones en los lugares más difíciles y de pendiente más viva. Estaban ya cansados y se alegraban de haber iniciado el regreso al castillo.
El descenso les parecía interminable. De pronto, Nora lanzó una exclamación que los sobresaltó a todos.
—¡Ya se ve el castillo de Killimooin! ¡Hurra! ¡Dentro de una hora estaremos en casa!
Bordearon un saliente y, de súbito, apareció ante sus ojos una extraña construcción adosada a la pared rocosa de la montaña. Se detuvieron para contemplarla.
—¿Qué es esto? —preguntó Paul.
Ranni se encogió de hombros. No lo sabía; Pilescu tampoco.
—Parece un templo —dijo Nora, recordando los templos de piedra reproducidos en las láminas de su libro de historia.
Pero éste tenía algo especial: parecía construido dentro de la roca. La entrada era un gran arco medio derruido con columnas toscamente labradas a ambos lados.
—¡Beowald! ¿Sabes qué edificio es éste? —preguntó Jack.
El cabrero retrocedió y se detuvo junto al potro de Jack.
—Es una construcción antigua, muy antigua —dijo—. Es un lugar maldito. Creo que en otro tiempo vivieron aquí hombres malos, que fueron convertidos en estatuas como castigo. Siguen todavía aquí: yo los he tocado con mis manos.
—¡Qué horrible! —exclamó Peggy, aterrada—. ¡Hombres de piedra! ¡Eso no puede ser verdad!
—Vamos a verlo —dijo Jack, que no se asustaba por nada.
—¡Oh, no; gracias! —contestaron las niñas inmediatamente.
Pero los niños ansiaban ver el interior de aquel extraño edificio en ruinas. Beowald no entró con ellos: se quedó con las niñas.
—Ven, Mike. Vamos a ver cómo son estos temibles hombres de piedra —dijo Jack, sonriendo con ironía.
Bajó también de su potro y atravesó el gran arco medio derruido. En el interior de aquel extraño templo reinaba una profunda oscuridad.
—¿Tienes una linterna, Mike? —le preguntó Jack.
Mike solía llevar una linterna, un cuchillo, un cordel y cualquier cosa que uno pudiera desear, todo ello distribuido en sus bolsillos. Mike se los palpó y extrajo una linterna.
La encendió y los dos niños se estremecieron de horror. Incluso Ranni y Pilescu, que los habían seguido, se asustaron. Ante ellos, en el interior de aquella especie de templo, había un gran hombre de piedra sentado en una roca baja y de lisa superficie.
—¡Oooh! —exclamó Paul, asiendo con las suyas la mano de Ranni.
—¡Es una estatua antigua! —dijo Jack riéndose de sí mismo y avergonzado de haber sentido miedo—. ¡Mirad! Hay más. Todas están rotas. Deben de tener muchos años. ¡Qué raras son! ¿Quién las habrá traído aquí?
—Hace muchos, muchísimos años, los baronianos creían en extraños dioses —dijo Ranni—. Seguramente, estas figuras de piedra son las imágenes que idolatraban. Esto debe de ser un antiguo templo olvidado, conocido sólo por Beowald.
—La estatua sentada es la única que está entera —dijo Jack—. Sin embargo, tiene una grieta en la cintura. ¿La veis? Algún día caerá partida en dos… ¡Qué cara tan horrible tiene este hombre de piedra! Parece estar haciendo una mueca.
—Estas estatuas son muy toscas —dijo Pilescu pasando la mano por ellas—. He visto otras semejantes en otros lugares de Baronia, siempre en templos adosados, como éste, a la ladera de una montaña.
—¡Vámonos ya! —gritó Nora, que empezaba a sentirse fatigada—. ¡Venid! ¿Habéis visto los hombres de piedra? ¿Cómo son?
—Como todas las estatuas, niña asustadiza y cobarde —respondió Jack, saliendo del templo en ruinas—. Debisteis entrar a verlas. ¡Hala! ¡Vámonos!
Se pusieron de nuevo en marcha, bajando por el camino que conducía al castillo de Killimooin. Éste se veía ya claramente, pero aún a bastante distancia. Al cabo de un rato Beowald se despidió y desapareció entre los arbustos, que abundaban en aquel lugar. Sus cabras le siguieron. Los niños le oyeron tocar con su flauta una de sus singulares melodías, continua como el canturreo del agua que corre por un riachuelo.
—Beowald me es simpático —dijo Nora—. Me gustaría que fuera de nuestro grupo. Me da pena que sea ciego. Me asombra la facilidad con que encuentra los caminos y la seguridad con que recorre estas montañas.
Los potros seguían avanzando. Al fin llegaron al camino que conducía al castillo directamente, luego lo contorneaba y terminaba ante la escalinata del pórtico. Ranni los guió hasta la misma cuadra y Pilescu condujo a los cinco niños al interior del castillo.
Aunque un poco tarde, tuvieron una suculenta merienda. Luego empezaron a bostezar tan larga y ruidosamente, que Pilescu los envió a la cama.
—¿Sin cenar? —exclamó Paul.
—Esta merienda os servirá de cena —dijo Pilescu—. Estáis medio dormidos. El aire de montaña es tan fuerte, que fatiga incluso a los hombres hechos y derechos. Id a acostaros y mañana os levantaréis descansados y frescos.
Los niños se fueron a la cama.
—Me alegro de haber visto el Bosque Secreto —dijo Jack—. Y también aquel extraño templo con sus viejas estatuas de piedra. Me gustaría volverlas a ver.
Su deseo se cumplió. Los vio de nuevo… Y recibió una de las mayores sorpresas de su vida.