CAPÍTULO VII

BEOWALD, EL CABRERO CIEGO

Dos días después Killimooin quedó envuelto en una niebla tan densa, que Ranni y Pilescu no se atrevían a salir en sus potros, aunque habían prometido a los niños llevarlos a explorar los alrededores.

—Con esta niebla nos exponemos a perdernos —dijo Ranni mirando por la ventana—. La espesa capa de vapor impide ver el valle desde aquí. Y aún a esta altura, la niebla es tan compacta, que es fácil salirse del camino e irse rodando ladera abajo.

—¡Qué desengaño! —suspiró Paul—. ¿Qué haremos si no salimos?

Yamen asomó la cabeza por la puerta entreabierta.

—Podéis venir a merendar con Tooku y conmigo —dijo—. Tenemos una merienda que os gustará, y, además, podréis preguntarnos todo lo que os interese de estos lugares.

—¡Aceptamos! —dijo Jack a sus amigos—. Así podremos hacer preguntas sobre el Bosque Secreto. Es muy posible que conozcan viejas leyendas acerca de ese misterioso lugar. ¡Oh, qué emocionante!

Los niños pasaron un buen rato durante la merienda en la cocina del castillo. Ardía en el hogar un gran fuego sobre el que colgaba una enorme olla negra. En esta olla se cocía lentamente la sopa para la cena. Una apetitosa merienda se extendía sobre la mesa de madera. Los niños la saborearon con deleite. No consistía en emparedados, sabrosos buñuelos ni exquisitos bizcochos o pasteles, sino en grandes montones de rebanadas de pan recién hecho por Yamen, en crujientes tostadas con mantequilla o miel de abejas salvajes, y en un raro pastel cuyo sabor agridulce era delicioso.

—Yamen, cuéntenos todo lo que sepa del Bosque Secreto —le rogó Nora mientras saboreaba una tostada con mantequilla—. Lo hemos visto desde el avión. Es enorme y misterioso.

—¡El Bosque Secreto! —exclamó Yamen—. Nadie sabe nada de él. Está oculto entre las montañas, en un lugar al que no puede llegar el hombre.

—¿Nadie vive en él? —preguntó Jack, recordando la espiral de humo que le pareció haber visto.

—¡No se puede llegar a ese bosque! —exclamó Tooku con su voz áspera desde un extremo de la mesa—. No hay ningún camino que atraviese las montañas de Killimooin.

—¿Nadie ha podido pasar nunca? —preguntó Jack.

Tooku movió la cabeza negativamente.

—Ya os he dicho que no hay ningún camino que llegue hasta el bosque. Me han hablado de uno, muy empinado, que sube hasta la cima, desde donde se puede ver el gran bosque; pero no hay ninguno que baje por el otro lado. Ni una cabra podría bajar por allí.

Los niños escuchaban en silencio, desilusionados al oír decir que no había ningún camino que condujera al bosque. Tooku debía estar bien enterado, puesto que vivía desde hacía muchos años en aquellas montañas.

—Ranni no nos permite salir solos —se lamentó Paul—. Nos trata como si fuéramos niños pequeños. ¿Quiere decirle usted que no hay ningún peligro en estas montañas, Tooku?

—Sí que hay peligro —afirmó Tooku—. Hay bandidos. Los he visto desde aquí. Cuando se construyó este palacio el año pasado, esos ladrones debieron de alegrarse, diciéndose que por aquí pasarían viajeros.

—¿Qué ladrones? —preguntó Jack—. ¿Dónde viven? ¿Hay muchos?

—Sí, hay muchos —respondió Tooku, asintiendo con su poblada cabeza de recios cabellos—. A veces roban a los pobres campesinos que regresan de noche, conduciendo a sus cabras y a sus gallinas. Y también asaltan a los viajeros que pasan por la lejana carretera.

—¿Por qué no se les detiene y se les castiga? —preguntó el príncipe, indignado—. ¡No quiero que haya bandidos en mi país!

—Nadie sabe dónde se esconden —dijo Yamen—. Es una banda feroz y terrible. Yo creo que tienen su guarida en lo alto de las montañas.

—¡Tal vez vivan en el Bosque Secreto! —dijo Jack.

—¡Qué pesado estás con tu Bosque Secreto! —dijo Nora—. No insistas, Jack. Ya te han dicho varias veces que no hay ningún camino para llegar hasta él.

—¿Hay animales salvajes en estas montañas? —preguntó Mike.

—Hay lobos —repuso Yamen—. Los oímos aullar cuando la nieve lo cubre todo y no pueden encontrar alimento. A veces llegan hasta el castillo. Y los hemos visto más de una vez.

—¡Qué miedo! —dijo Nora, temblando—. Me alegro de haber prometido a Ranni que no saldría sin su compañía o la de Pilescu. No me gustaría que me capturasen los bandidos o me devorasen los lobos.

—No creas todo lo que te cuenten —le dijo Peggy en voz baja.

Yamen la oyó. No entendió todo lo que la niña dijo, pero lo dedujo.

—Ya veo que crees que todo esto es falso, habladurías —dijo—. Pero id a hablar con Beowald, el cabrero ciego, y ya veréis. Os contará otras muchas historias extrañas de estos montes.

¡El ciego Beowald! El nombre les gustó. Preguntaron dónde lo podrían ver.

—Id por el camino que sube zigzagueando a espaldas del castillo —respondió Tooku—. Cuando lleguéis a un pino partido y chamuscado por un rayo, tomad el sendero de cabras que se dirige a la izquierda. Es un sendero áspero y pedregoso, pero vuestros potros lo recorrerán fácilmente. Seguidlo hasta que lleguéis a un manantial que brota detrás de una gran roca. Entonces llamad a voz en grito a Beowald, y él os oirá, pues sus oídos son tan finos como los de una liebre montañesa. Incluso puede oír crecer la hierba en primavera, y el paso de una estrella fugaz en noviembre.

El día siguiente amaneció hermoso y despejado. Los niños recordaron a Ranni su promesa y éste les sonrió. Sus ojos centelleaban bajo la luz del sol.

—Iremos —dijo—. Voy a buscar los potros. Nos llevaremos la comida y exploraremos los alrededores.

—Queremos visitar a Beowald el cabrero —dijo Paul—. ¿Has oído hablar de él, Ranni?

Ranni afirmó con un movimiento de cabeza. Fue a buscar los potros mientras Nora y Peggy corrían a suplicar a Yamen que les preparase algo de comida.

Pronto estuvieron listos para emprender la marcha. Ranni obligó a los niños a ponerse las capas baronianas, ribeteadas de piel, porque, según dijo, si de pronto los envolvía la niebla, sentirían frío.

Se pusieron en marcha por el empinado camino que subía zigzagueando a espaldas del castillo. Los potros posaban con seguridad las patas en el suelo pedregoso, haciendo rodar un alud de piedrecillas que bajaban por la ladera produciendo un leve ruido mientras ellos seguían avanzando. Los animales eran hermosos, jóvenes, dóciles, nerviosos. Pronto los niños se encariñaron con ellos.

Ranni dirigía la expedición y Pilescu cerraba la marcha. La caravana subía alegremente por la ladera bajo el sol matinal.

—Hemos de buscar un pino chamuscado y partido por un rayo —dijo Jack a Ranni que iba delante de él—. Luego tomaremos el camino de cabras que va hacia la izquierda.

—¡Por allí pasa un águila! —exclamó de pronto Nora, viendo un ave de enormes alas que surcaba el aire y cuya figura se recortaba en el cielo—. ¿Son peligrosas las águilas, Pilescu?

—No temas, no nos atacarán —le contestó Ranni—. Sus víctimas son los cabritos recién nacidos. Los atrapan y se los llevan para alimentar a sus crías.

—A lo mejor nos encontramos con algún lobo —dijo Peggy, que no deseaba tener este encuentro.

—¡Qué divertido es escalar montañas a caballo! ¡Me encanta esta excursión!

—¡Mirad! ¡Allí está el pino chamuscado! —gritó Paul—. Pronto llegaremos a él. ¡Qué aspecto tan feo tiene! La mayoría de los pinos son altos y rectos.

El pino resquebrajado parecía señalar hacia la izquierda, donde el camino se dividía en dos. De estos dos ramales, el izquierdo era un sendero de cabras. Fue el que tomaron los potros siguiendo por él. Sus herraduras producían un ruido agradable al chocar con las piedras.

¡Qué hermoso lugar! El aire era fresco y limpio y el valle que se extendía allá abajo brillaba bajo el sol estival. De vez en cuando, una nubecilla pasaba flotando por debajo de ellos. Una vez creyeron tener una encima, pero cuando, en su ascensión, se encontraron dentro de ella, vieron que se trataba sólo de una ligera niebla.

—¿Qué será eso? —preguntó Jack, cuyo agudo oído había captado algo.

—Debe de ser algún manantial que brota cerca de aquí —dijo Nora deteniendo a su potro—, o tal vez el riachuelo del que Tooku y Yamen nos han hablado. Debemos de estar cerca del sitio donde habita Beowald.

—¡Mirad! Esto está lleno de cabras —dijo Peggy, señalando la ladera de la montaña.

Efectivamente, pacían por allí muchas cabras. Algunas habían dejado de comer y miraban a los niños, sorprendidas; otras pasaban de roca en roca, dando saltos tan arriesgados, que los niños no podían mirarlas sin estremecerse.

—Las cabras son como los artistas de circo —dijo Mike, echándose a reír al ver que una cabra emprendía una especie de vuelo desde un peñasco y aterrizaba con las cuatro patas juntas sobre una piedra que apenas tenía un palmo de superficie—. ¡Ya vuelve a saltar! ¡No sé cómo no se despeñan!

—Deben de ser las cabras de Beowald —dijo Peggy—. Ranni, llame usted a Beowald, por favor.

Pero antes de que Ranni lanzase la llamada, otro ruido llegó a los oídos de los muchachos. Era un sonido extraño, quejumbroso, una especie de melodía sin principio ni fin. Los niños escucharon con cierta inquietud.

—¿Qué será? —preguntó Peggy.

Avanzaron un poco más y llegaron a una gran roca junto a la cual salía, saltando, un arroyo de aguas transparentes. Éstas brotaban de un agujero que había en la ladera. Al otro lado de la roca vieron tendido a un joven que vestía únicamente unos burdos pantalones de piel de cabra. Alrededor de su cuello llevaba una cinta de piel, de la que colgaba una especie de flauta. En ella tocaba el cabrero sus extrañas e interminables melodías.

Éste se sentó al oír que los niños bajaban de sus potros. Los muchachos se dieron cuenta de que los hermosos ojos oscuros del pastor eran ciegos. No tenían luz; no veían nada. Pero el joven tenía el semblante alegre y dijo a los niños con voz profunda y musical:

—¡Al fin han llegado! Hace dos horas que he empezado a oírlos subir. Los esperaba.

—¿Cómo sabía que veníamos a verle? —preguntó Paul, extrañado.

El ciego Beowald sonrió. Su sonrisa era extraña: aunque su boca se curvaba hacia arriba, sus ojos permanecían vacíos y sin luz.

—Lo sabía —respondió Beowald—, porque yo sé todo lo que pasa en mis montañas. Sé cuándo vuelan las águilas allá arriba, sobre mi cabeza. Reconozco el aullido de los lobos en la noche. Noto las flores silvestres que crecen bajo mis pies y los grandes árboles que me dan sombra. Conozco Killimooin mejor que nadie.

—¿Sabe usted algo del Bosque Secreto? —le preguntó Paul con vivo interés. Los demás niños entendían ya el baroniano, aunque aún no lo sabían hablar correctamente. Escucharon con atención la respuesta de Beowald.

—Puedo conducirles a un sitio desde el que se ve ese bosque. Pero no hay ningún camino que llegue hasta él. He seguido a mis cabras por todas partes en estas montañas y hemos llegado a las cumbres. Pero nunca hemos descendido por el otro lado. Allí no hay caminos ni para las cabras.

Los niños estaban defraudados.

—¿Es cierto que hay bandidos en estos montes? —preguntó Jack, chapurreando el baroniano. Beowald lo entendió.

—A veces, durante la noche, oigo pasar a unos hombres extraños —dijo el cabrero—. Bajan de las cumbres, llamándose unos a otros, como hacen los búhos. A mí me dan miedo. Por eso me escondo en mi cueva. Esos bandidos son feroces y desalmados, como los lobos que rondan en invierno. Atacan a los hombres de paz para robarles, y han herido a más de uno.

—¿Dónde habitan? —preguntó Paul, atemorizado.

Beowald fijó en el príncipe sus ojos oscuros y ciegos.

—Eso no lo he sabido nunca —dijo—. No tienen hogar ni refugio fijo. Precisamente por eso les temo: no pueden ser buenos, porque todos los hombres normales tienen su casa.

—¡Eso no puede ser verdad! —dijo Jack en inglés—. Todos los hombres viven en alguna parte, aunque sean bandidos. Paul, pregunta a Beowald si vivirán en alguna cueva, como él.

Paul lo preguntó al cabrero, y éste movió negativamente la cabeza.

—Conozco todas las cuevas que hay en las montañas —dijo—. Y todas son mías, ya que sólo yo he puesto el pie en ellas. Vivo aquí arriba durante todo el verano, y los meses fríos del invierno los paso en el valle al lado de mi madre. Cuando el tiempo es bueno, me siento feliz aquí, con mis cabras y mi música.

—Toca algo para nosotros —le rogó Peggy.

El cabrero se llevó la flauta de madera a los labios y empezó a tocar la melodía de siempre. Las cabras que estaban cerca levantaron la cabeza para escuchar. Los cabritos se acercaron más. Una cabra vieja de gran tamaño y grandes cuernos en espiral, se detuvo junto a Beowald y apoyó su hocico en el hombro y junto al rostro del cabrero.

Beowald cambió de melodía. No era ya como el riachuelo que bajaba por la ladera canturreando, sino como el aire borrascoso que rugía en el monte, barría el valle y silbaba en las copas de los pinos y de los abedules.

Los niños sintieron deseos de bailar y saltar. Las cabras notaron el cambio de música y empezaron a brincar como locas. Era un espectáculo sorprendente. Jack miró la cara del ciego y vio que expresaba felicidad. Cabras, montañas, música… ¿Qué más podía desear Beowald en su mísera, singular y solitaria vida?