CAPÍTULO VI

EL CASTILLO DE KILLIMOOIN

Fue una complicación instalar en los coches a los hermanos menores del príncipe. Una de las niñeras tenía un niño a su lado, en un gran cesto. Los otros pequeños charlaban y reían. Estaban pálidos a causa del calor, pero se sentían felices porque iban a un sitio en el que nunca habían estado.

Ranni y Pilescu viajaban con los cuatro niños ingleses y el príncipe Paul. El gran coche plateado tenía cabida para todos. Nora se sintió feliz cuando, al fin, todos estuvieron instalados y el automóvil se puso en marcha, pues entonces un vientecillo fresco entró por las ventanillas abiertas. La niña se había sentido enferma al tener que soportar el calor abrasador de Baronia.

—El nuevo palacio se llama el castillo de Killimooin —dijo Paul—. Yo no lo he visto aún, porque lo construyeron mientras estaba en Inglaterra. Está en la vertiente exterior de la cordillera Killimooin. Podremos explorar todo aquello.

—Pero no iréis solos —dijo Ranni—. Por allí puede haber bandidos y gente salvaje.

—¡Pero tenemos que ir solos alguna vez, Ranni! —exclamó Jack—. No podemos llevarle siempre a nuestro lado como si fuera nuestra niñera.

—No iréis solos —repitió Ranni con firmeza. Y Pilescu asintió.

—Killimooin está a unos trescientos cincuenta kilómetros —dijo Paul—. Llegaremos dentro de cuatro o cinco horas al término de la carretera que se dirige al castillo.

Los grandes autos se deslizaban por la carretera a mucha velocidad. Eran cinco. Algunos los ocupaban la servidumbre. Cerraba la marcha un potente camión que transportaba el equipaje: ropas, cochecitos de niño y otras muchas cosas.

La caravana parecía volar. Los niños se asomaban a las ventanillas en busca de aire. Ranni sacó chocolate baroniano, aquél que tanto gustaba a los niños y que sabía a miel y a nata tanto como a chocolate. Los niños lo saborearon mientras contemplaban los ríos, las colinas y los valles que iban pasando a ambos lados del coche. A veces la carretera contorneaba una montaña y Nora volvía la cabeza para no ver la profundidad del valle, pues padecía de vértigo.

—No sé lo que haremos si nos encontramos otro coche en esta carretera tan empinada y llena de curvas —dijo Peggy.

—¡Bah! Ya han despejado las carreteras para que pasemos nosotros —dijo Paul—. No nos encontraremos con ningún coche. De modo que no debes preocuparte.

Así fue. La caravana prosiguió su camino y no se detuvo hasta la hora de la comida. A las doce y media, cuando todos sentían un apetito atroz, se dio la señal de alto. Todos bajaron de los coches para estirar las piernas. Estaban en la ladera de una colina. A sus pies corría un río centelleante, que descendía por el valle zigzagueando. Era un paraje ideal para un almuerzo campestre.

Como siempre, la comida fue exquisita. Ranni y Pilescu abrieron las cestas y los niños extendieron un blanco mantel sobre la hierba. Luego colocaron los platos y las fuentes.

—¡Bocadillos de pollo! ¡Qué estupendo! —exclamó Mike.

—¡Y pastel helado! ¡Lo que más me gusta! —dijo Nora.

—¡Lo menos treinta clases de bocadillos! —Comentó Jack—. Me alegro porque tengo un hambre atroz.

Fue un verdadero festín. En el lugar de la ladera donde estaban sentados corría un airecillo fresco.

—Aquí la temperatura es más agradable —dijo Nora.

—Aún lo es más en el castillo de Killimooin —dijo Ranni—. Está construido en un punto donde se encuentran los vientos que soplan en dos direcciones distintas. Por eso hace fresco siempre, incluso los días más calurosos. Pronto volveréis a tener las mejillas coloradas.

Cuando acabaron de comer subieron de nuevo en los coches y reanudaron el viaje.

—Sólo nos queda una hora de automóvil, o sea de carretera —dijo Pilescu consultando su reloj—. La carretera continúa contorneando la montaña, pero deja a un lado a Killimooin. Supongo que encontraremos los caballos preparados para que nos lleven al castillo.

—¿Pero podrá ese niño tan pequeño ir montado en un potro? —preguntó Nora—. ¿No se caerá?

—¡Oh, no! —respondió Pilescu—. Ya veréis cómo se soluciona este problema.

Al cabo de una hora poco más o menos, todos los coches aminoraron la marcha y, al fin, se detuvieron. Los niños miraban por las ventanillas, curiosos y emocionados al ver que ante ellos había un gran grupo de hombres. Con ellos estaban los potros, y saludaban a los autos. Había llegado el momento de montar en vez de ir cómodamente sentados en los automóviles.

Tardaron un buen rato en conseguir que todos estuvieran montados en los pequeños potros, inquietos y vivaces. Pronto vio Nora cómo se transportaba a los niños pequeños. Los potros mayores llevaban a cada lado una especie de mullido cesto, a modo de alforjas, y en ellos se instaló a los niños más pequeños. Cada uno de estos potros era conducido por un hombre, de modo que los pequeños viajeros iban seguros.

—Yo no iré dentro de un cesto —dijo Nora, temiendo que le indicaran que debía acomodarse en uno de ellos.

Pero todos los niños mayores sabían montar y esto se había tenido presente. Cada niño montó en el potro que le correspondía y tomó las riendas. Los potros eran briosos, pero de andar seguro, dóciles y fáciles de conducir. Nora se quejó de que el suyo la zarandeaba.

—¡No, Nora; eres tú la que zarandeas al potro! —exclamó Pilescu, echándose a reír.

La pequeña caravana se puso en marcha. A las niñeras, todas ellas muchachas campesinas, les pareció cosa normal llevar a los niños en los potros. Los más pequeños charlaban a grandes voces y se reían, disfrutando del emocionante viaje.

Los conductores de los potros que transportaban los cestos iban también a caballo. La cabalgata subió por el abrupto camino de montaña que conducía al llamado castillo. Los campesinos que acudían al paso de la caravana saludaban con respeto a la familia real. A lo lejos, se veían sus casas diseminadas por la ladera.

La caravana contorneó un saliente de la ladera y entonces los niños pudieron ver en toda su extensión las escarpadas montañas, ásperas e inhospitalarias pero majestuosas. Tendrían que subir mucho más para llegar al castillo que el padre de Paul había hecho construir el año anterior. Ya no se veían casas ni granjas. La desolación era completa.

—¡Mirad! ¡Cabras! —dijo Peggy señalando un rebaño que trepaba por las cimas rocosas—. ¡Cuántas hay! ¿Dónde estará el cabrero?

—Allí —dijo Paul—. ¿Lo veis? Junto a aquel árbol.

El cabrero contemplaba la caravana. Tenía la barba roja, como la mayoría de los baronianos. Llevaba solamente unos viejos pantalones de piel de cabra.

—Tiene un aspecto feroz, salvaje —dijo Nora—. No hablaré con ningún cabrero si todos tienen el mismo aspecto que éste.

—Son buenas personas —dijo Ranni, riéndose de la cara de temor que ponía Nora—. Seguro que ellos os tendrán más miedo a vosotros que vosotros a ellos.

Al principio les pareció divertido cabalgar en los potros, pero el camino era cada vez más empinado y sinuoso, y los niños acabaron por desear que aquel largo viaje terminara.

—Lo único bueno que hay aquí es el aire fresco y las hermosas vistas —dijo Jack.

—Por la noche casi sentiréis frío —dijo Ranni—. Tendréis que dormir con mantas.

—Eso sí que nos sorprenderá —dijo Jack, recordando que la noche anterior había tenido que quitarse incluso la sábana, y aun así tenía calor—. ¡Mirad, mirad! ¿Es aquello el castillo de Killimooin?

Lo era. Se alzaba en mitad de la ladera, dominando una abrupta hondonada. Estaba construido con piedras de la misma montaña. No parecía un edificio nuevo, pero tampoco viejo. A Nora le gustó su aspecto. Sus dimensiones eran reducidas, estaba rodeado de torreones y tenía una escalinata, toscamente labrada, también de piedra del mismo monte, ante la puerta principal.

—Creeré estar viviendo dos o tres siglos atrás cuando habite en ese castillo —dijo Peggy—. Es un verdadero castillo, no un antiguo edificio en ruinas o una imitación. Me gusta el castillo de Killimooin. Está de acuerdo con el paraje, ¿verdad?

—Sí —dijo Jack—. Está aproximadamente a medio camino de la cumbre. Y nosotros ya estamos a gran altura.

Sí, estaban a considerable altura. Pero la cumbre se hallaba aún muy por encima de ellos. El valle se extendía allá abajo, largo y profundo. El viento empezó a soplar. Nora se estremeció.

—¡A ver si va a resultar que ahora tendré demasiado frío! —exclamó, riéndose.

—No temas —le dijo Ranni—. Lo que sientes es sólo el gran cambio entre el tremendo calor que has pasado y el aire fresco de la montaña. ¿Estás cansada? Antes de merendar échate un rato: te conviene.

—¡Pero si casi debe de ser ya la hora de la merienda! —dijo Mike con un dejo de decepción—. Tengo apetito. Fijaos: ahí está la escalinata. Voy a desmontar.

La guardia del castillo estaba esperando a la familia real. Todos se habían alineado en lo alto de la escalinata. A sus espaldas estaba la gran puerta de hierro, adornada con clavos, abierta de par en par. A los niños les parecieron muy simpáticos aquellos guardianes.

—Éste es Tooku, y ésta Yamen, su esposa —dijo Pilescu—. Todos han vivido siempre en estas montañas. Os gustará hablar con ellos de vez en cuando. Conocen interesantes leyendas y cuentos de estos lugares.

Tooku y Yamen saludaron a los niños con grandes muestras de alegría. Era gente sencilla y de corazón noble a la que no inquietaba la presencia de la familia real y que, en cambio, se alegraba de ver tantos niños juntos.

Pronto estuvieron todos instalados. Las habitaciones no eran, ni mucho menos, tan grandes y lujosas como las que tenían en palacio, pero esto no les importaba. Las habitaciones del castillo, aunque más pequeñas, tenían los techos más altos. En las paredes había tapices antiguos. No tenían cortinas y las ventanas eran estrechas, pero desde ellas se gozaba de una espléndida vista…

Se veía una sucesión de montañas, algunas envueltas en nubes, y en las cumbres de la mayoría de ellas había aún nieve. Los árboles que las poblaban, vistos desde el castillo, parecían una alfombra de hierba. El valle se divisaba allá lejos, muy lejos.

—El castillo de Killimooin tiene algo propio —dijo Jack con énfasis—. El palacio es alegre y moderno y todo está montado en él a la moderna. En cambio, Killimooin es severo, sólido y bravío. No hay agua caliente en los dormitorios. Tampoco he visto ningún cuarto de baño, y nuestras camas parecen toscos bancos con mantas y almohadas. Todo esto me gusta.

Desde el primer momento, para los niños resultó divertida la estancia en el castillo. Podían ir adonde se les antojara: a la cocina, a los torreones, a las bodegas…

A la mañana siguiente Ranni dijo a los cinco del grupo:

—Cada uno de vosotros tiene un potro a su disposición. Podéis montarlos y salir cuando os plazca e ir adonde queráis, pero siempre acompañados por Pilescu o por mí.

—¿Por qué no podemos ir solos? —preguntó Paul, enfurruñado—. No nos pasará nada.

—Podéis perderos por las montañas —respondió Ranni—, cosa sumamente fácil. Tenéis que prometernos que no saldréis nunca sin la compañía de uno de nosotros.

Nadie quería hacer esta promesa. Era mucho menos divertido salir bajo la vigilancia de una persona mayor que solos. Pero Ranni repitió, inflexible:

—Tenéis que prometerlo. Si no hay promesa, no hay potros. ¡Lo digo en serio!

—Entonces tenemos que prometerlo —dijo Jack—. Bien. Prometo no salir de paseo sin niñera.

—Yo también lo prometo —dijo Mike.

Las niñas lo prometieron igualmente.

—¿Y qué me dice Su Alteza? —preguntó Ranni, volviéndose hacia Paul, que seguía enfurruñado.

—Ya que no hay más remedio, lo prometo también —dijo Paul—. Pero no hay ningún peligro. De eso estoy seguro.

Paul estaba equivocado: había peligro…, aunque era un peligro del que nadie tenía la menor idea.